Si me preguntan qué es lo que más me gusta del sexo, no tengo
que pensarlo mucho. Los besos, para mí, son la sublimación de la
atracción, la puerta del éxtasis, la primavera de todo lo que venga
después, por muy tórrido que sea. Besar es compartir el deseo y
abrir las ventanas al placer. Besar es un fin en sí mismo.
Tengo oído que el beso, tal y como hoy lo practicamos, es un
invento de Hollywood. Podría ser. Históricamente las parejas se han
besado mucho, labio contra labio, incluso a modo de saludo entre
hombres en muchos países; pero el empleo de la lengua,
el juego húmedo del intercambio de fluidos o el deleite en la
succión no está claro que fuera un hábito.
Hay un par de argumentos que lo explicarían: el primero tendría
que ver con la higiene, porque hasta épocas bien recientes no era
corriente la limpieza de boca, ni siquiera el cepillado diario de
dientes, y con los regímenes alimenticios basados en comidas
abundantes en cebollas, ajos y cualquier otra dieta disponible, el
aliento de las personas no debía de ser un vergel, precisamente. El
otro argumento, más científico, por decirlo de alguna manera, es
que no existe referencia explícita a este tipo de besos profundos
en las obras de nuestros más significativos autores de literatura
erótica, desde Apollinaire o Sade a Bataille, Miller,
Salernitano, Alfred de Musset, el Arcipreste y muchísimos
más.
Háganme caso: los besos son maravillosos. Y cuando se acompasa
el ritmo y se goza de movimientos espasmódicos uniformes, besar
puede ser un juego interminable hasta que se anestesie la boca y
aun más. Mientras ello sucede, el estómago se llena de excitación y
el sur del cuerpo se predispone a reventar de ansias. Besos, más
besos…
Acepto a quienes subliman los ojos ajenos, los senos, las nalgas
y cualquier otra parte del cuerpo como prioritarios en el revoltijo
de la química sexual, pero yo me quedo con los labios, tanto si
invitan con una sonrisa de complicidad como si incitan como arma de
seducción. Nunca dejaría de besarte, diría a infinidad de mujeres
que se cruzan por las calles de mi vida. Por desgracia, la renuncia
al deseo es abrumadora, quizá porque no saben lo que se pierden o
porque todavía no existen Escuelas de Beso, tan necesarias como
muchas otras universitarias y de FP.
Antonio Gómez Rufo