LO BELLO Y LO SINIESTRO EN
EL ARTE ACTUAL
Álvaro Bermejo
No entiendo nada, ni siquiera me gusta, pero dicen que vale un
millón de dólares". La frase, que podría suscribir cualquier
espectador del arte más actual no suficientemente avisado,
pertenece al cineasta Lars Von Trier quien, en su
célebre manifiesto Dogma95, pedía para el cine un
«regreso a la realidad». ¿Por qué no ha sucedido algo semejante en
el arte contemporáneo?
¿Solo por el prejuicio de las vanguardias entendidas como un
juego de estéticas inextricables, por el pánico a ser valorado como
reaccionario o tal vez porque lo bello, entendido en términos
clásicos, ha perdido su aura en el mundo de hoy?
El arte más actual se presenta bajo un doble rostro:
Por un lado, como un intento de exacerbación de la visibilidad
superando las reglas (hiperrealismo, performances, video arte) Por
otro, como una tentativa de abolir esas reglas para llegar a un
estadio de expresión libre de toda atadura (expresionismo
abstracto, nuevo expresionismo, arte virtual)
Ambas tendencias no son tan radicalmente opuestas:
constituyen movimientos de alejamiento de la belleza
entendida como la sujeción a un canon. Se configura así una cierta
idea de «antivisión» que conecta con el concepto
freudiano de «lo siniestro»
¿QUÉ ES LO SINIESTRO?
Schelling intentó definir filosóficamente el
concepto: "lo siniestro nombra todo aquello que debió haber
permanecido en secreto, escondido, y sin embargo ha salido a la
luz". Pero también aquello que seduce y a la vez repele
En 1906, Ernst Jentsch escribió un ensayo sobre
la psicología de lo siniestro que sirvió de inspiración a
Freud para producir, en 1919, su famoso
"Das Unheimlich / Lo Siniestro". Freud comienza el
ensayo aclarando que el problema de lo siniestro debe ser abordado
desde la estética, y no se equivoca. De alguna manera lo siniestro
ya acechaba en la región de lo sublime explorada por
Goethe y Kant, en la experiencia
inquietante y abrumadora de lo desproporcionado, de lo informe, de
lo oscuro.
Los griegos lo experimentaban en las epifanías terroríficas de
sus dioses, los judíos en la prohibición de nombrar a dios, los
cristianos en la provincia de los demonios.
En alemán, unheimlich (literalmente,
"inhóspito") quiere decir muchas cosas: puede referirse a algo que
nos resulta familiar, pero que está oculto y latente. Un miedo de
la infancia que hemos olvidado y que vuelve a asolarnos con su
terrible rostro familiar, el cadáver de un ser amado, que a un
tiempo es y no es la persona que quisimos. Se entiende entonces que
lo siniestro genere atracción y repulsión a la vez, miedo y
familiaridad, comodidad e incomodidad. Pero todo esto dice muy
poco, es preciso buscar las huellas de lo siniestro en el arte.
LA DIALÉCTICA DE LO SINIESTRO EN DAVID LYNCH
El síndrome de Korsakow es una enfermedad que afecta en general
a alcohólicos y drogadictos y que hace que los recuerdos perdidos
por la atrofia cerebral sean reemplazados por fantasías
alucinantes. Para David Lynch todos, en mayor o
menor medida, padecemos de este síndrome. Los hombres hacemos el
mal constantemente, y nos resultaría demasiado difícil seguir
adelante si tuviéramos que arrastrar el peso creciente de nuestras
faltas, de modo que tergiversamos los recuerdos, inventamos,
hacemos del pasado -y del presente- una ficción que nos satisfaga y
seguimos viviendo.
Estas ficciones que nos ayudan a vivir sin remordimientos se
acumulan como capas geológicas sobre nuestros rostros, una máscara
sobre la otra, hasta formar una cara estándar, un rictus aséptico
que nos permite movernos por el mundo. Lynch ve que esto sucede
todos los días, producto de las faltas más insignificantes, pero
también de las más espantosas; ésta es la materia prima que nutre
su arte.
La dialéctica de lo siniestro en David Lynch se articula en el
movimiento de aparición y desaparición intermitente del rostro
deformado por el pecado, la culpa y la inconsciencia, que se
alterna con la aparición y desaparición de la máscara
cotidiana.
En Eraserhead (1977),
presenta la sátira grotesca de una familia normal, que es en
realidad monstruosa. En El Hombre
Elefante (1980) John Merrick con su rostro
inefable hace las veces de espejo invertido, donde se refleja el
horror de la sociedad que lo rechaza. El villano
deTerciopelo Azul (1986), interpretado
por un escalofriante Dennis Hopper, alterna momentos de inenarrable
perversidad con arrebatos de ternura. Leland Palmer, el padre
asesino de Twin Peaks, viola
sistemáticamente a su hija Laura escondido tras la máscara del
demonio Bob. Por momentos intuye que está haciendo algo terrible y
llora desconsoladamente, pero luego vuelve a vestirse de Bob y
sonríe y ruge como un lobo frente al espejo. Carretera
Perdida (1997) es la historia de un hombre que,
atormentado por haber matado a su mujer, se transforma en
otro.
Mulholland Drive (2001) es una
reformulación de Carretera Perdida más efectiva y poderosa; la
historia de una actriz de poca monta que, despechada y envenenada
de celos, manda a matar a una colega. El filme es una larga
secuencia de alucinación-sueño-delirio de la protagonista que se
imagina que en realidad todo fue al revés y fue la otra quien la
odiaba y quiso matarla.
Pero lo más interesante de esta caracterización de lo siniestro
es que conserva el elemento de ambivalencia como factor
fundamental, pero también irresoluble, de la experiencia de lo
siniestro. Nunca sabremos si Leland se vestía de Bob para violar a
Laura o si Bob se vestía de Leland para ir a trabajar todos los
días.
RYDEN Y EL COLOR
La obra de Mark Ryden (Oregon, 1963) tiene
firmes raíces en el surrealismo y sería impensable sin el
antecedente de Dalí. Sin embargo, Ryden está fuertemente
influenciado por el arte pop y, sobre todo, por la figura de Lewis
Carroll. Este caleidoscopio de influencias y obsesiones se
materializa bajo formas inquietantes: tubérculos pariendo conejos
de peluche, manos que sangran a borbotones, la cabeza colosal de
Lincoln sobre la cama de una niña, Santa Klaus como un gusano ruso,
teletubbies demoníacos, etcétera.
Los colores nos resultan familiares, también los rostros,
agradables y armoniosos, sin embargo la reacción ante cada uno de
los cuadros de Ryden es de ligera repugnancia. el contraste entre
lo familiar y lo terrible es a la vez sutil y abrupto, los colores
son a un tiempo delicados y empalagosos, Ryden produce el efecto
ambiguo de lo siniestro como pocos. Su icono inspirador, Abraham
Lincoln, el rostro más afable y bondadoso de la historia de los
estados unidos, aparece una y otra vez aislado, desubicado,
melancólico, desahuciado, testigo de una verdad terrorífica que
nunca descubriremos.
Acaso la vía más fructífera para hablar de lo siniestro sea el
arte porque el arte mismo es inconcebible sin la experiencia de lo
siniestro. Como cantaba Rainer Maria Rilke en la
primera de Las Elegías de
Duino (1922): "la belleza no es sino el comienzo
de lo terrible que todavía podemos soportar".
LA SUBVERSIÓN DE LA REALIDAD
El artista de hoy ya no siente la necesidad de crear mundos. Las
prácticas contemporáneas atienden al mundo como algo ya creado
sobre lo que es necesario actuar: todo está dado ya de antemano y
al artista queda la tarea de manipularlo, en un trabajo a medio
camino entre el de disc-jockey y el de artista del ready-made.
Paul Ardenne habla de «arte contextual»: una
serie de estrategias artísticas alejadas de la lógica tradicional
de la obra de arte (fuera del museo, de la mercancía, del
idealismo, de la creación individual...) que, plantea un triple
juego: transgresión, reacción y aceptación.
El artista transgrede, el espectador reacciona y el especialista
-la institución - acepta. Dejando al espectador «fuera de juego»,
la institución asimila sus transgresiones, al establecer una
dinámica paralela de subversión y subvención.
El artista transgrede, y la institución no sólo acepta, sino
que, además, subvenciona la transgresión, proporcionando, así, una
ilusión de porosidad en la frontera, una ilusión de libertad en el
artista.
Subvencionando la subversión, el sistema se fortalece a sí
mismo.
Entramos así en una nueva dimensión de lo siniestro
LA PASIÓN POR LO SINIESTRO
Si el mercado del arte encarna el pleonasmo de lo siniestro,
este apela a una suerte de fractura entre el creador y el
espectador. No es raro que el teórico Hal Foster,
partiendo de una lectura traumática del pop art, en especial de
Warhol, agrupe toda una faz del arte contemporáneo
como «realismo traumático»
El arte más actual rasga la pantalla-tamiz, el lugar donde
sucede el armisticio entre el sujeto y la mirada.
Frente a la estrategia de lo evidente, podemos encontrar un arte
silente, oculto y desaparicionista. Un arte que parece dejar de
lado el componente visual, quitando, ocultando o haciendo
desaparecer todo cuanto hay para ver.
Frente el exceso-excedente del arte nos encontramos con un arte
de lo invisible, o de lo apenas visible donde el exceso se
transforma en defecto y el «ver demasiado» en «apenas ver
nada».
Lo siniestro es también el punto de ruptura del
discurso
El lugar de lo innombrable, donde la palabra naufraga y surge el
silencio, donde uno debe callar.
El arte que no muestra nada, que calla, que oculta, reduce o
hace desaparecer lo visible, deberá ser, también, y en
consecuencia, un arte de lo tenebroso
LA ANTIVISIÓN Y LO SINIESTRO
En el arte reciente, junto a la estrategia de lo obsceno,
abyecto y excesivo, es posible delimitar otro camino hacia lo
siniestro -lo inquietante entendido como sinónimo de lo invisible y
sin embargo acechante-. Observemos, a modo de ejemplo, las
siguientes cuatro obras producidas en los últimos años.
En 1995 el artista británico Martin Creed,
perteneciente a la generación de los YBA (Young British Artists),
llevaba a cabo la primera de una serie de instalaciones que, en
2001, le valdrían el prestigioso premio Turner. Se trataba de una
habitación totalmente vacía, una gran nada -la obra pasó a ser
conocida popularmente como Nothing-, un
espacio vacío cuya nihilidad sólo se hallaba paliada por unos tubos
de neón que se encendían y apagaban iluminando y oscureciendo el
espacio a intervalos de un minuto, mostrando lo que había para ver:
nada.
En 2001, el mismo año en que le fue concedido a Creed el
premio Turner, la artista mexicana Teresa
Margolles exponía en Nueva York una obra titulada
Vaporización. Otro espacio vacío. En esta
ocasión, las luces no se apagaban y encendían rítmicamente, sino
que una neblina espesa no permitía ver con claridad que allí no
había nada para ver. El espectador se enteraba después de que
aquella bruma había sido producida por la vaporización del agua con
la que se lavan los cadáveres en la morgue de la ciudad de México.
Ese agua recoge el último residuo de la vida, y vuelve a lavar
después, constatado el fin del fin.
Al año siguiente, en septiembre de 2002, Santiago
Sierra inauguraba el nuevo espacio de la Lisson Gallery de
Londres con una obra curiosa:Espacio cerrado con metal
corrugado. Sierra había cerrado el acceso a la
galería de arte con una gran puerta de metal que impedía el paso
incluso a aquellos que habían pagado la obra.
Dentro no había nada, o no se podía saber si había algo. La obra
clausuraba la galería. No era la primera vez que sierra obstruía un
espacio, ni tampoco la última. La clausura más famosa la haría al
año siguiente en el pabellón español de la Bienal de
Venecia, con un muro que impedía el acceso al pabellón, al
que sólo se podía entrar por la puerta de atrás previa acreditación
de nacionalidad española.
Aquello que en Creed era el vacío, la ceguera (casi a lo
Saramago), aquí se tornaba imposibilidad; imposibilidad de penetrar
al espacio de la galería, impidiendo el paso físico, pero sobre
todo el paso de la mirada. En el espacio cerrado de la
Lisson Gallery se creó una ansiedad escópica, no
porque no se pudiera entrar, sino sobre todo porque no se podía
ver. El sujeto sólo puede observar el velo, y queda así
completamente escindido entre el lugar en el que está y el lugar en
el debiera estar su visión.
Paralelamente, en noviembre de 2002, Josechu
Dávila realizaba 158m3 de polvo
en suspensión procedente del museo arqueológico español. La obra
consistía en un espacio vacío en el que cuatro ventiladores movían
unos restos de polvo que el artista había llevado desde el museo
arqueológico. A cualquier aficionado al arte enseguida le viene a
la mente Criadero de Polvo, la famosa
fotografía de Man Ray que presentaba el
Gran Vidrio de Duchamp colmado de
polvo.
Aquí actuaba de barrera invisible que hacía que el espectador no
pudiera verlo, aunque sí sentirlo, ya que entraba directamente en
sus ojos. El polvo además, en esta ocasión, al provenir de un
«mausoleo residual» como es un museo arqueológico, se presentaba
como residuo de un residuo, como esa ceniza que queda tras la quema
de un cadáver: resto del resto.
Alfredo Bikondoa (Donostia, 1942) prolonga esta
misma tendencia antivisual, deconstructiva, en una de sus obras más
significativas: la reinterpretación del Cementerio
marino de Paul Valèry. Nuevamente
volvemos a encontrarnos ante un "criadero de polvo" en su versión
más poética y apocalíptica, un escenario que recuerda el
Cementerio de automóviles de
Arrabal, las cruces de Tápies, el vacío zen, pero
también fin del fin.
Estamos ante el último testimonio de una civilización residual,
anonadada por el lastre de sus propios excedentes, abocada a esa
última dimensión de lo real donde ya sólo habla el silencio.
Como es lógico, estas cinco obras no son comparables, dado que
responden a poéticas radicalmente diferentes. Sin embargo, hay algo
que las sitúa dentro de un mismo impulso, un elemento común que las
pone en una suerte de «antivisión».
En todas ellas se articula un espacio vacío en el que no hay
nada para ver, o donde lo que se ve no pasa de ser una sombra de lo
que fue. Por tanto: nihilidad y también frustración, porque, en la
contemplación de estas obras, el ojo se frustra: la mirada se
inquieta, y en el espectador se produce un profundo efecto de
ceguera, de no saber a ciencia cierta qué está viendo, o más bien,
qué no está viendo; de no saber a ciencia cierta lo que allí se
muestra, o más bien, lo que no se muestra.
En el espectador se produce una especie de eclipse en la visión,
un efecto de ceguera transitoria que suscita el miedo a lo
desconocido, pulsante y latente. El espectador «no ve nada,
no siente nada, no comprende nada. En su desorientación absoluta
titubea como un ciego en la infinita noche nada entiende. No
reacciona.
Este tipo de obras que juegan con la nada, el vacío o el
vaciamiento, pero también con la desaparición u ocultación, no son,
ni mucho menos, nuevas en la historia del arte, sino que se han
desarrollado con profusión a lo largo del siglo XX.
En El Vacío (1957-1962) Yves
Klein escenifica otra galería vacía, pintada totalmente de
blanco, en la que tampoco había nada expuesto, nada para ver.
Un déjà-vu, o más bien, un déjà-non-vu .
Se podría afirmar que esta denigración de lo visual se relaciona
con una cierta iconoclastia, no sólo como un rechazo a las
imágenes, sino como un alejamiento y negación deliberada de lo
visible.
Ocultaciones como la obra de Sol Lewitt,
Claes Oldenburg, o la de Warhol,
cuando en 1985 dejó vacío un pedestal; o vaciamientos, como el
llevado a cabo por Yves Klein. Siguiendo con la frase del artista
francés «mis cuadros son las cenizas de mi arte»
Oteiza sostenía algo semejante: mi obra es la
chatarra con la que me he forjado como hombre: esqueletos que
envuelven el vacío, vacío espacial, pero también ontológico.
Cajas metafísicas, apóstoles cóncavos, vaciamiento de la
esfera.
Su lenguaje habla una y otra vez de la orfandad del hombre y del
arte, de un país que no existe donde habitamos todos nosotros. La
consecuencia es una suerte de desamparo existencial, un vacío
físico y metafísico, un extravío del sentido.
Dicho en otras palabras: un apocalipsis estético generado desde
la negación de la belleza y la sugerencia -por desocupación
espacial- de lo siniestro.
Sería demasiado pretencioso ensayar aquí un catálogo de las
estrategias de negación de lo visual. Si bien, a modo de esbozo,
podríamos distinguir al menos cuatro:
1) Reducción de lo que hay para ver (desde la monocromía
pictórica hasta la reducción operada por cierta escultura como la
de Carl Andrè que, en ocasiones, llega a la propia
identificación del suelo)
2) Ocultación del objeto visible, cuyo origen estaría en Duchamp
(Un ruido secreto)
3) Desmaterialización, no tanto en el sentido acuñado por Oteiza
cuanto en sentido literal: desolidificación de la obra, como en las
esculturas de vapor de Morris o los vahos de Teresa Margolles
y 4) Desaparición de la huella y su progresivo
desvanecimiento (Oteiza) lo que Derrida llamó la
ceniza, la imposible reconstrucción de lo perdido
Obras invisibles, «obras veladas», renuncia a la simbolización,
negación de lo visible. Aunque las actitudes respondan a
condicionamientos y discursos diferentes, sí que es posible atisbar
una cierta estética del vacío y la nada, una estética que lleva al
arte al umbral de lo invisible, una toma de postura contra la
visualidad de la belleza que podríamos llamar «antivisión», y que
transita por un camino equivalente al trazado por Martin
Jay en su estudio del pensamiento avanzado del siglo XX
(The Denigration of Vision in
Twentieth-Century) , a saber, una denigración y
descrédito de la visión como sentido privilegiado de la modernidad,
una crisis en el ocular-centrismo cartesiano.
LO SINIESTRO Y LO REAL
Estas poéticas antivisuales se relacionan de modo directo con el
concepto freudiano de «lo siniestro». Para Freud, lo siniestro
-también traducido como «lo ominoso» o «la inquietante extrañeza »-
sería algo con resonancias de lo familiar pero que, a la vez, nos
es extraño, como una especie de déjà-vu que nos perturba y nos
angustia, porque recuerda algo que debiendo permanecer oculto, ha
salido a la luz.
En las poéticas antivisuales lo siniestro aparece como
alteración (reducción, ocultación, desmaterialización o
desaparición) de lo visible, pero también apunta a quitar de
la vista aquello que tendría que estar ahí, y hacer visible ese
espacio desocupado, oteiciano, donde nos vemos forzados a enfrentar
nuestros fantasmas y a buscarnos a nosotros mismos.
Freud instaura un «trauma escópico» originario
a partir del cual la mirada, el ojo, está ligado a la pérdida del
objeto y a la angustia causada por no poder ver. la pérdida de la
vista, la desaparición de lo visible-inteligible genera dolor.
Este trauma se explicita de modo literal en las obras
antivisuales. Cuando nos encontramos ante una galería de arte
cerrada, un espacio vacío, una escultura de humo... cuando lo que
esperamos ver nos es quitado de la vista, llevado a otro lugar, el
ojo se inquieta y queda mudo. El falo, que desde un principio es
identificado con el ojo y la mirada, no puede penetrar en ninguna
superficie y, por tanto, su goce queda aplazado, más aún,
desplazado a otro lugar, pero siempre dejando alguna huella, algún
resto de lo visible.
El miedo a que nos arranquen los ojos es quizá la transposición
metafórica más efectiva de lo siniestro. Esa sensación que sucede a
menudo en la «contemplación» de las obras antivisuales, en
ocasiones se cumple literalmente, como en la obra de Josechu Dávila
examinada más arriba, que parece una ilustración de El
Arenero, el cuento de Hoffman que
inspira a Freud. En el cuento, el arenero aparece como «un hombre
malo que viene a ver a los niños cuando no quieren dormir y les
arroja puñados de arena a los ojos, haciéndolos saltar de sus
órbitas». En 158m 3 de polvo en suspensión procedente del museo
arqueológico el espectador tiene esa sensación de que alguien le
arroja arena a los ojos, y, además, su mirada se eclipsa porque no
hay nada para ver. La castración tiene lugar en el ojo, que se
ciega y angustia, inquietando y despertando al sujeto.
Una vuelta de tuerca a lo anterior sería vincular lo siniestro
freudiano con el surrealismo y su pasión por la belleza convulsa.
Lo siniestro es la muestra palpable de la imposibilidad de lo real.
La contemplación de lo vacío nos indicará, entonces, la
imposibilidad de llenarlo todo, la imposibilidad de conseguir la
jouissance, el goce, el placer de la plenitud.
El vacío, la nada visible, nos confronta con nuestra propia
desnudez, con nuestro desamparo, con nuestro vacío existencial.
En The Matrix, el film de los hermanos
Wachowsky, hay un momento en el que Neo, tras
contemplar un gato negro, tiene la sensación de haber visto eso
antes y lo comunica a Trinity, quien, acto seguido, le advierte:
«un déjà vu suele ser un fallo en Matrix, ocurre cuando cambian
algo».
El déjà vu, una de las formas por antonomasia de lo siniestro,
se muestra aquí como un fallo en lo real. Cuando en Matrix, no
tiene esa sensación, se acaba de abrir una puerta por la que se
introducen agentes de la red. Es decir, lo siniestro aparece como
portal de acceso a lo real, como lugar de «emergencia» en la
red».
Lo siniestro nos confronta con lo real por encima o por debajo
de las apariencias entendidas como simulacros. No intenta suplir lo
real, sino que se ha de comprender como un intento deliberado de
agujerear lo real y trazar una grieta de «acceso» a esa dimensión
faltante en la que el sujeto es uno.
Es la evidencia de nuestras carencias, de ahí la angustia
que produce su contemplación. Quizá venga bien recordar la
distinción realizada por Wajcman entre un arte
freudiano, que tapa o recubre, y otro, lacaniano, que agujerea.
Todo lo anterior nos lleva a afirmar que el arte que deserta de
la belleza entendida como un espejo autocomplaciente, mediante lo
que podríamos llamar «procedimiento siniestro», es el medio más
efectivo para llevarnos lo más cerca posible de nuestros abismos
interiores y conseguir, como el
punctum del que habla
Barthes en La cámara
lúcida, punzarnos, inquietarnos, tambalearnos y de
sujetarnos.
Todo lo contrario que la imagen-espectáculo, donde, como aquel
joven protagonista de La Naranja
Mecánica, somos literalmente sujetados con los
postigos de hierro de la visión.
ANOREXIA Y BULIMIA
Y sin embargo, seguimos viviendo en un mundo de aparente
visibilidad total -mundo de las pantallas / imagen espectáculo-,
sujeto a la periclitada estética de lo bello. Sofisticación
tecnológica y vaciamiento visual. En realidad las pantallas
tampoco muestran nada. En realidad, es muy posible que oculten.
Plasmas, iphones, tablets, películas en 3d. ¿Espejos negros,
como el del cuento? Y, de ser así, ¿puertas paralelas hacia
lo más siniestro de lo siniestro?
Por inversión del vacío llegamos al horror vacui que define
nuestro tiempo. La «trampa para la mirada», omnipresente en todo el
arte canónico y, singularmente, en las grandes infraestructuras de
arquitectos estrella como Ghery,
Foster, Moneo o
Calatrava. En la imagen-espectáculo la pantalla se
ha opacado y llenado de señuelos, tanto que apenas deja traslucir
siquiera que tras ella hay algo de real, que tras ella está la
mirada.
Unos y otros, arquitectos del futuro y profetas del vacío,
apocalípticos e integrados, habilitan dos estrategias extremas:
anorexia y bulimia, defecto y exceso de visión
Quizá el mejor modo de entender la dialéctica que se produce
entre lo bello y lo siniestro, entre ver demasiado y ver apenas
nada, sea posicionar ambas actitudes en una Banda de
Moebius, esa superficie continua en la que interior y
exterior se confunden y lo que estaba en un lado acaba en el lado
contrario y viceversa. La banda se constituye en torno a un centro
ausente que se bordea por arriba y por abajo. Anorexia y bulimia
girarían, pues, alrededor del punto ciego de lo real.
Y es que, como sostenía Oteiza, lo vacío y lo lleno son caras de
la misma moneda, y «en el corazón de todo, se desvela la nada: la
imposibilidad para el sujeto de reencontrar en el objeto la huella
de sí mismo, solo su vacío esencial.
Ambas estrategias son producto de la misma patología que sufre
el sujeto contemporáneo: la ceguera histérica, una ceguera por
haber entrevisto, más allá del tsunami de imágenes
anonadantes, el vacío esencial.
Ante la evidencia de que tras el simulacro no hay nada se pierde
el equilibrio, el arte se tambalea... y ya nunca más podrá ver -ni
ser visto- igual que antes.
Y la pantalla final, que siempre había estado fija -en un
lienzo, en una pared, en un museo-, se «nomadiza», se
«moviliza», deja de estar quieta y se desplaza desde el centro
hacia el vacío -la tierra de nadie-, en un vaivén mareante,
sujeto-mirada, mirada-sujeto, como un tonel sin amarre en un barco
un día de marejada.
Ya sólo nos vale el desequilibrio de lo visual, la inestabilidad
de lo apenas visible o lo demasiado visible. Entre lo infra y lo
supra, entre lo bello y lo siniestro, entre la oscuridad y el
resto, desaparecer o vomitar.
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