Álvaro Bermejo

Los papeles de Pickwick

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LO BELLO Y LO SINIESTRO EN EL ARTE ACTUAL

 

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LO BELLO Y LO SINIESTRO EN EL ARTE ACTUAL

Álvaro Bermejo

 

No entiendo nada, ni siquiera me gusta, pero dicen que vale un millón de dólares". La frase, que podría suscribir cualquier espectador del arte más actual no suficientemente avisado, pertenece al cineasta Lars Von Trier quien, en su célebre manifiesto Dogma95, pedía para el cine un «regreso a la realidad». ¿Por qué no ha sucedido algo semejante en el arte contemporáneo? 

¿Solo por el prejuicio de las vanguardias entendidas como un juego de estéticas inextricables, por el pánico a ser valorado como reaccionario  o tal vez porque lo bello, entendido en términos clásicos, ha perdido su aura en el mundo de hoy?

 

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El arte más actual se presenta bajo un doble rostro:

Por un lado, como un intento de exacerbación de la visibilidad superando las reglas (hiperrealismo, performances, video arte) Por otro, como una tentativa de abolir esas reglas para llegar a un estadio de expresión libre de toda atadura (expresionismo abstracto, nuevo expresionismo, arte virtual)

Ambas tendencias no son tan radicalmente opuestas: constituyen  movimientos de alejamiento de la belleza entendida como la sujeción a un canon. Se configura así una cierta idea de «antivisión» que conecta con el concepto freudiano de «lo siniestro»

 

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¿QUÉ ES LO SINIESTRO?

 

Schelling intentó definir filosóficamente el concepto: "lo siniestro nombra todo aquello que debió haber permanecido en secreto, escondido, y sin embargo ha salido a la luz". Pero también aquello que seduce y a la vez repele

En 1906, Ernst Jentsch escribió un ensayo sobre la psicología de lo siniestro que sirvió de inspiración a Freud para producir, en 1919, su famoso "Das Unheimlich / Lo Siniestro". Freud comienza el ensayo aclarando que el problema de lo siniestro debe ser abordado desde la estética, y no se equivoca. De alguna manera lo siniestro ya acechaba en la región de lo sublime explorada por Goethe y Kant, en la experiencia inquietante y abrumadora de lo desproporcionado, de lo informe, de lo oscuro.

Los griegos lo experimentaban en las epifanías terroríficas de sus dioses, los judíos en la prohibición de nombrar a dios, los cristianos en la provincia de los demonios.

 

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En alemán, unheimlich  (literalmente, "inhóspito") quiere decir muchas cosas: puede referirse a algo que nos resulta familiar, pero que está oculto y latente. Un miedo de la infancia que hemos olvidado y que vuelve a asolarnos con su terrible rostro familiar, el cadáver de un ser amado, que a un tiempo es y no es la persona que quisimos. Se entiende entonces que lo siniestro genere atracción y repulsión a la vez, miedo y familiaridad, comodidad e incomodidad. Pero todo esto dice muy poco, es preciso buscar las huellas de lo siniestro en el arte.


LA DIALÉCTICA DE LO SINIESTRO EN DAVID LYNCH

 

El síndrome de Korsakow es una enfermedad que afecta en general a alcohólicos y drogadictos y que hace que los recuerdos perdidos por la atrofia cerebral sean reemplazados por fantasías alucinantes. Para David Lynch todos, en mayor o menor medida, padecemos de este síndrome. Los hombres hacemos el mal constantemente,  y nos resultaría demasiado difícil seguir adelante si tuviéramos que arrastrar el peso creciente de nuestras faltas, de modo que tergiversamos los recuerdos, inventamos, hacemos del pasado -y del presente- una ficción que nos satisfaga y seguimos viviendo.

Estas ficciones que nos ayudan a vivir sin remordimientos se acumulan como capas geológicas sobre nuestros rostros, una máscara sobre la otra, hasta formar una cara estándar, un rictus aséptico que nos permite movernos por el mundo. Lynch ve que esto sucede todos los días, producto de las faltas más insignificantes, pero también de las más espantosas; ésta es la materia prima que nutre su arte.

La dialéctica de lo siniestro en David Lynch se articula en el movimiento de aparición y desaparición intermitente del rostro deformado por el pecado, la culpa y la inconsciencia, que se alterna con la aparición y desaparición de la máscara cotidiana.

 

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En Eraserhead  (1977), presenta la sátira grotesca de una familia normal, que es en realidad monstruosa. En El Hombre Elefante (1980) John Merrick con su rostro inefable hace las veces de espejo invertido, donde se refleja el horror de la sociedad que lo rechaza. El villano deTerciopelo Azul (1986), interpretado por un escalofriante Dennis Hopper, alterna momentos de inenarrable perversidad con arrebatos de ternura. Leland Palmer, el padre asesino de Twin Peaks, viola sistemáticamente a su hija Laura escondido tras la máscara del demonio Bob. Por momentos intuye que está haciendo algo terrible y llora desconsoladamente, pero luego vuelve a vestirse de Bob y sonríe y ruge como un lobo frente al espejo. Carretera Perdida  (1997) es la historia de un hombre que, atormentado por haber matado a su mujer, se transforma en otro. 

 

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Mulholland Drive (2001) es una reformulación de Carretera Perdida más efectiva y poderosa; la historia de una actriz de poca monta que, despechada y envenenada de celos, manda a matar a una colega. El filme es una larga secuencia de alucinación-sueño-delirio de la protagonista que se imagina que en realidad todo fue al revés y fue la otra quien la odiaba y quiso matarla.

Pero lo más interesante de esta caracterización de lo siniestro es que conserva el elemento de ambivalencia como factor fundamental, pero también irresoluble, de la experiencia de lo siniestro. Nunca sabremos si Leland se vestía de Bob para violar a Laura o si Bob se vestía de Leland para ir a trabajar todos los días.


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RYDEN Y EL COLOR

La obra de Mark Ryden (Oregon, 1963) tiene firmes raíces en el surrealismo y sería impensable sin el antecedente de Dalí. Sin embargo, Ryden está fuertemente influenciado por el arte pop y, sobre todo, por la figura de Lewis Carroll. Este caleidoscopio de influencias y obsesiones se materializa bajo formas inquietantes: tubérculos pariendo conejos de peluche, manos que sangran a borbotones, la cabeza colosal de Lincoln sobre la cama de una niña, Santa Klaus como un gusano ruso, teletubbies demoníacos, etcétera.

 

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Los colores nos resultan familiares, también los rostros, agradables y armoniosos, sin embargo la reacción ante cada uno de los cuadros de Ryden es de ligera repugnancia. el contraste entre lo familiar y lo terrible es a la vez sutil y abrupto, los colores son a un tiempo delicados y empalagosos, Ryden produce el efecto ambiguo de lo siniestro como pocos. Su icono inspirador, Abraham Lincoln, el rostro más afable y bondadoso de la historia de los estados unidos, aparece una y otra vez aislado, desubicado, melancólico, desahuciado, testigo de una verdad terrorífica que nunca descubriremos.

 

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Acaso la vía más fructífera para hablar de lo siniestro sea el arte porque el arte mismo es inconcebible sin la experiencia de lo siniestro. Como cantaba Rainer Maria Rilke en la primera de Las Elegías de Duino (1922): "la belleza no es sino el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar".

 

 

 

LA SUBVERSIÓN DE LA REALIDAD

El artista de hoy ya no siente la necesidad de crear mundos. Las prácticas contemporáneas atienden al mundo como algo ya creado sobre lo que es necesario actuar: todo está dado ya de antemano y al artista queda la tarea de manipularlo, en un trabajo a medio camino entre el de disc-jockey y el de artista del ready-made.

 

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Paul Ardenne habla de «arte contextual»: una serie de estrategias artísticas alejadas de la lógica tradicional de la obra de arte (fuera del museo, de la mercancía, del idealismo, de la creación individual...) que, plantea un triple juego: transgresión, reacción y aceptación.

El artista transgrede, el espectador reacciona y el especialista -la institución - acepta. Dejando al espectador «fuera de juego», la institución asimila sus transgresiones, al establecer una dinámica paralela de subversión y subvención.

El artista transgrede, y la institución no sólo acepta, sino que, además, subvenciona la transgresión, proporcionando, así, una ilusión de porosidad en la frontera, una ilusión de libertad en el artista.

Subvencionando la subversión, el sistema se fortalece a sí mismo.

Entramos así en una nueva dimensión de lo siniestro

 

LA PASIÓN POR LO SINIESTRO

 

Si el mercado del arte encarna el pleonasmo de lo siniestro, este apela a una suerte de fractura entre el creador y el espectador. No es raro que el teórico Hal Foster, partiendo de una lectura traumática del pop art, en especial de Warhol, agrupe toda una faz del arte contemporáneo como «realismo traumático»

 

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El arte  más actual rasga la pantalla-tamiz, el lugar donde sucede el armisticio entre el sujeto y la mirada.

Frente a la estrategia de lo evidente, podemos encontrar un arte silente, oculto y desaparicionista. Un arte que parece dejar de lado el componente visual, quitando, ocultando o haciendo desaparecer todo cuanto hay para ver.

Frente el exceso-excedente del arte nos encontramos con un arte de lo invisible, o de lo apenas visible donde el exceso se transforma en defecto y el «ver demasiado» en «apenas ver nada».

Lo  siniestro es también el punto de ruptura del discurso

El lugar de lo innombrable, donde la palabra naufraga y surge el silencio, donde uno debe callar.

El arte que no muestra nada, que calla, que oculta, reduce o hace desaparecer lo visible, deberá ser, también, y en consecuencia, un arte de lo tenebroso

 

LA ANTIVISIÓN Y LO SINIESTRO

En el arte reciente, junto a la estrategia de lo obsceno, abyecto y excesivo, es posible delimitar otro camino hacia lo siniestro -lo inquietante entendido como sinónimo de lo invisible y sin embargo acechante-. Observemos, a modo de ejemplo, las siguientes cuatro obras producidas en los últimos años.

 

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En 1995 el artista británico Martin Creed, perteneciente a la generación de los YBA (Young British Artists), llevaba a cabo la primera de una serie de instalaciones que, en 2001, le valdrían el prestigioso premio Turner. Se trataba de una habitación totalmente vacía, una gran nada -la obra pasó a ser conocida popularmente como Nothing-, un espacio vacío cuya nihilidad sólo se hallaba paliada por unos tubos de neón que se encendían y apagaban iluminando y oscureciendo el espacio a intervalos de un minuto, mostrando lo que había para ver: nada.

 

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En 2001, el mismo año en que le fue concedido a Creed el premio Turner, la artista mexicana Teresa Margolles  exponía en Nueva York una obra titulada Vaporización. Otro espacio vacío. En esta ocasión, las luces no se apagaban y encendían rítmicamente, sino que una neblina espesa no permitía ver con claridad que allí no había nada para ver. El espectador se enteraba después de que aquella bruma había sido producida por la vaporización del agua con la que se lavan los cadáveres en la morgue de la ciudad de México. Ese agua recoge el último residuo de la vida, y vuelve a lavar después, constatado el fin del fin.

 

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Al año siguiente, en septiembre de 2002, Santiago Sierra inauguraba el nuevo espacio de la Lisson Gallery de Londres con una obra curiosa:Espacio cerrado con metal corrugado. Sierra había cerrado el acceso a la galería de arte con una gran puerta de metal que impedía el paso incluso a aquellos que habían pagado la obra.

 

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Dentro no había nada, o no se podía saber si había algo. La obra clausuraba la galería. No era la primera vez que sierra obstruía un espacio, ni tampoco la última. La clausura más famosa la haría al año siguiente en el pabellón español de la Bienal de Venecia, con un muro que impedía el acceso al pabellón, al que sólo se podía entrar por la puerta de atrás previa acreditación de nacionalidad española.

Aquello que en Creed era el vacío, la ceguera (casi a lo Saramago), aquí se tornaba imposibilidad; imposibilidad de penetrar al espacio de la galería, impidiendo el paso físico, pero sobre todo el paso de la mirada. En el espacio cerrado de la Lisson Gallery se creó una ansiedad escópica, no porque no se pudiera entrar, sino sobre todo porque no se podía ver. El sujeto sólo puede observar el velo, y queda así completamente escindido entre el lugar en el que está y el lugar en el debiera estar su visión.

 

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Paralelamente, en noviembre de 2002, Josechu Dávila realizaba 158m3 de polvo en suspensión procedente del museo arqueológico español. La obra consistía en un espacio vacío en el que cuatro ventiladores movían unos restos de polvo que el artista había llevado desde el museo arqueológico. A cualquier aficionado al arte enseguida le viene a la mente Criadero de Polvo, la famosa fotografía de Man Ray que presentaba el Gran Vidrio de Duchamp colmado de polvo.

 

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Aquí actuaba de barrera invisible que hacía que el espectador no pudiera verlo, aunque sí sentirlo, ya que entraba directamente en sus ojos. El polvo además, en esta ocasión, al provenir de un «mausoleo residual» como es un museo arqueológico, se presentaba como residuo de un residuo, como esa ceniza que queda tras la quema de un cadáver: resto del resto.

Alfredo Bikondoa (Donostia, 1942) prolonga esta misma tendencia antivisual, deconstructiva, en una de sus obras más significativas: la reinterpretación del Cementerio marino de Paul Valèry. Nuevamente volvemos a encontrarnos ante un "criadero de polvo" en su versión más poética y apocalíptica, un escenario que recuerda el Cementerio de automóviles de Arrabal, las cruces de Tápies, el vacío zen, pero también fin del fin.

Estamos ante el último testimonio de una civilización residual, anonadada por el lastre de sus propios excedentes, abocada a esa última dimensión de lo real donde ya sólo habla el silencio.

 

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Como es lógico, estas cinco obras no son comparables, dado que responden a poéticas radicalmente diferentes. Sin embargo, hay algo que las sitúa dentro de un mismo impulso, un elemento común que las pone en una suerte de «antivisión».

En todas ellas se articula un espacio vacío en el que no hay nada para ver, o donde lo que se ve no pasa de ser una sombra de lo que fue. Por tanto: nihilidad y también frustración, porque, en la contemplación de estas obras, el ojo se frustra: la mirada se inquieta, y en el espectador se produce un profundo efecto de ceguera, de no saber a ciencia cierta qué está viendo, o más bien, qué no está viendo; de no saber a ciencia cierta lo que allí se muestra, o más bien, lo que no se muestra.

En el espectador se produce una especie de eclipse en la visión, un efecto de ceguera transitoria que suscita el miedo a lo desconocido, pulsante y latente.  El espectador «no ve nada, no siente nada, no comprende nada. En su desorientación absoluta titubea como un ciego en la infinita noche  nada entiende. No reacciona.

Este tipo de obras que juegan con la nada, el vacío o el vaciamiento, pero también con la desaparición u ocultación, no son, ni mucho menos, nuevas en la historia del arte, sino que se han desarrollado con profusión a lo largo del siglo XX.

 

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En El Vacío (1957-1962) Yves Klein escenifica otra galería vacía, pintada totalmente de blanco, en la que tampoco había nada expuesto, nada para ver.

Un déjà-vu, o más bien, un déjà-non-vu .

Se podría afirmar que esta denigración de lo visual se relaciona con una cierta iconoclastia, no sólo como un rechazo a las imágenes, sino como un alejamiento y negación deliberada de lo visible.

Ocultaciones como la obra de Sol Lewitt, Claes Oldenburg, o la de Warhol, cuando en 1985 dejó vacío un pedestal; o vaciamientos, como el llevado a cabo por Yves Klein. Siguiendo con la frase del artista francés «mis cuadros son las cenizas de mi arte»

 

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Oteiza sostenía algo semejante: mi obra es la chatarra con la que me he forjado como hombre: esqueletos que envuelven el vacío,  vacío espacial, pero también ontológico. Cajas metafísicas, apóstoles cóncavos, vaciamiento de la esfera.

Su lenguaje habla una y otra vez de la orfandad del hombre y del arte, de un país que no existe donde habitamos todos nosotros. La consecuencia es una suerte de desamparo existencial, un vacío físico y metafísico,  un extravío del sentido.

Dicho en otras palabras: un apocalipsis estético generado desde la negación de la belleza y la sugerencia -por desocupación espacial- de lo siniestro.

 

Sería demasiado pretencioso ensayar aquí un catálogo de las estrategias de negación de lo visual. Si bien, a modo de esbozo, podríamos distinguir al menos cuatro:

1) Reducción de lo que hay para ver (desde la monocromía pictórica hasta la reducción operada por cierta escultura como la de Carl Andrè que, en ocasiones, llega a la propia identificación del suelo)

2) Ocultación del objeto visible, cuyo origen estaría en Duchamp (Un ruido secreto)

3) Desmaterialización, no tanto en el sentido acuñado por Oteiza cuanto en sentido literal: desolidificación de la obra, como en las esculturas de vapor de Morris o los vahos de Teresa Margolles

 y 4) Desaparición de la huella y su progresivo desvanecimiento (Oteiza) lo que Derrida llamó la ceniza, la imposible reconstrucción de lo perdido

Obras invisibles, «obras veladas», renuncia a la simbolización, negación de lo visible. Aunque las actitudes respondan a condicionamientos y discursos diferentes, sí que es posible atisbar una cierta estética del vacío y la nada, una estética que lleva al arte al umbral de lo invisible, una toma de postura contra la visualidad de la belleza que podríamos llamar «antivisión», y que transita por un camino equivalente al trazado por Martin Jay en su estudio del pensamiento avanzado del siglo XX (The Denigration of Vision in Twentieth-Century) , a saber, una denigración y descrédito de la visión como sentido privilegiado de la modernidad, una crisis en el ocular-centrismo cartesiano.

 

 

 

LO SINIESTRO Y LO REAL

Estas poéticas antivisuales se relacionan de modo directo con el concepto freudiano de «lo siniestro». Para Freud, lo siniestro -también traducido como «lo ominoso» o «la inquietante extrañeza »- sería algo con resonancias de lo familiar pero que, a la vez, nos es extraño, como una especie de déjà-vu que nos perturba y nos angustia, porque recuerda algo que debiendo permanecer oculto, ha salido a la luz.

En las poéticas antivisuales lo siniestro aparece como alteración (reducción, ocultación, desmaterialización o desaparición) de lo visible, pero también apunta a  quitar de la vista aquello que tendría que estar ahí, y hacer visible ese espacio desocupado, oteiciano, donde nos vemos forzados a enfrentar nuestros fantasmas y a buscarnos a nosotros mismos.

Freud instaura un «trauma escópico» originario a partir del cual la mirada, el ojo, está ligado a la pérdida del objeto y a la angustia causada por no poder ver. la pérdida de la vista, la desaparición de lo visible-inteligible genera dolor.

Este trauma se explicita de modo literal en las obras antivisuales. Cuando nos encontramos ante una galería de arte cerrada, un espacio vacío, una escultura de humo... cuando lo que esperamos ver nos es quitado de la vista, llevado a otro lugar, el ojo se inquieta y queda mudo. El falo, que desde un principio es identificado con el ojo y la mirada, no puede penetrar en ninguna superficie y, por tanto, su goce queda aplazado, más aún, desplazado a otro lugar, pero siempre dejando alguna huella, algún resto de lo visible.

 

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El miedo a que nos arranquen los ojos es quizá la transposición metafórica más efectiva de lo siniestro. Esa sensación que sucede a menudo en la «contemplación» de las obras antivisuales, en ocasiones se cumple literalmente, como en la obra de Josechu Dávila examinada más arriba, que parece una ilustración de El Arenero, el cuento de Hoffman que inspira a Freud. En el cuento, el arenero aparece como «un hombre malo que viene a ver a los niños cuando no quieren dormir y les arroja puñados de arena a los ojos, haciéndolos saltar de sus órbitas». En 158m 3 de polvo en suspensión procedente del museo arqueológico el espectador tiene esa sensación de que alguien le arroja arena a los ojos, y, además, su mirada se eclipsa porque no hay nada para ver. La castración tiene lugar en el ojo, que se ciega y angustia, inquietando y despertando al sujeto.

 

Una vuelta de tuerca a lo anterior sería vincular lo siniestro freudiano con el surrealismo y su pasión por la belleza convulsa. Lo siniestro es la muestra palpable de la imposibilidad de lo real. La contemplación de lo vacío nos indicará, entonces, la imposibilidad de llenarlo todo, la imposibilidad de conseguir la jouissance, el goce, el placer de la plenitud.

El vacío, la nada visible, nos confronta con nuestra propia desnudez, con nuestro desamparo, con nuestro vacío existencial.

 

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En The Matrix, el film de los hermanos Wachowsky, hay un momento en el que Neo, tras contemplar un gato negro, tiene la sensación de haber visto eso antes y lo comunica a Trinity, quien, acto seguido, le advierte: «un déjà vu suele ser un fallo en Matrix, ocurre cuando cambian algo».

El déjà vu, una de las formas por antonomasia de lo siniestro, se muestra aquí como un fallo en lo real. Cuando en Matrix, no tiene esa sensación, se acaba de abrir una puerta por la que se introducen agentes de la red. Es decir, lo siniestro aparece como portal de acceso a lo real, como lugar de «emergencia» en la red».

 

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Lo siniestro nos confronta con lo real por encima o por debajo de las apariencias entendidas como simulacros. No intenta suplir lo real, sino que se ha de comprender como un intento deliberado de agujerear lo real y trazar una grieta de «acceso» a esa dimensión faltante en la que el sujeto es uno.

Es la evidencia de  nuestras carencias, de ahí la angustia que produce su contemplación. Quizá venga bien recordar la distinción realizada por Wajcman entre un arte freudiano, que tapa o recubre, y otro, lacaniano, que agujerea.

 

Todo lo anterior nos lleva a afirmar que el arte que deserta de la belleza entendida como un espejo autocomplaciente, mediante lo que podríamos llamar «procedimiento siniestro», es el medio más efectivo para llevarnos lo más cerca posible de nuestros abismos interiores  y conseguir, como el punctum del que habla Barthes en La cámara lúcida, punzarnos, inquietarnos, tambalearnos y de sujetarnos.

 

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Todo lo contrario que la imagen-espectáculo, donde, como aquel joven protagonista de La Naranja Mecánica, somos literalmente sujetados con los postigos de hierro de la visión.

 

ANOREXIA Y BULIMIA

Y sin embargo, seguimos viviendo en un mundo de aparente visibilidad total -mundo de las pantallas / imagen espectáculo-, sujeto a la periclitada estética de lo bello. Sofisticación tecnológica  y vaciamiento visual. En realidad las pantallas tampoco muestran nada. En realidad, es muy posible que oculten.

Plasmas, iphones, tablets, películas en 3d. ¿Espejos negros, como el del cuento?  Y, de ser así, ¿puertas paralelas hacia lo más siniestro de lo siniestro?

 

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Por inversión del vacío llegamos al horror vacui que define nuestro tiempo. La «trampa para la mirada», omnipresente en todo el arte canónico y, singularmente, en las grandes infraestructuras de arquitectos estrella como Ghery, Foster, Moneo o Calatrava. En la imagen-espectáculo la pantalla se ha opacado y llenado de señuelos, tanto que apenas deja traslucir siquiera que tras ella hay algo de real, que tras ella está la mirada.

 

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Unos y otros, arquitectos del futuro y profetas del vacío, apocalípticos e integrados, habilitan dos estrategias extremas: anorexia y bulimia, defecto y exceso de visión

Quizá el mejor modo de entender la dialéctica que se produce entre lo bello y lo siniestro, entre ver demasiado y ver apenas nada, sea posicionar ambas actitudes en una Banda de Moebius, esa superficie continua en la que interior y exterior se confunden y lo que estaba en un lado acaba en el lado contrario y viceversa. La banda se constituye en torno a un centro ausente que se bordea por arriba y por abajo. Anorexia y bulimia girarían, pues, alrededor del punto ciego de lo real.

 

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Y es que, como sostenía Oteiza, lo vacío y lo lleno son caras de la misma moneda, y «en el corazón de todo, se desvela la nada: la imposibilidad para el sujeto de reencontrar en el objeto la huella de sí mismo, solo su vacío esencial.

 

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Ambas estrategias son producto de la misma patología que sufre el sujeto contemporáneo: la ceguera histérica, una ceguera por haber entrevisto, más allá del tsunami de imágenes anonadantes,  el vacío esencial.

Ante la evidencia de que tras el simulacro no hay nada se pierde el equilibrio, el arte se tambalea... y ya nunca más podrá ver -ni ser visto- igual que antes. 

Y la pantalla final, que siempre había estado fija -en un lienzo, en una pared, en un museo-,  se «nomadiza», se «moviliza», deja de estar quieta y se desplaza desde el centro hacia el vacío -la tierra de nadie-, en un vaivén mareante, sujeto-mirada, mirada-sujeto, como un tonel sin amarre en un barco un día de marejada.

 

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Ya sólo nos vale el desequilibrio de lo visual, la inestabilidad de lo apenas visible o lo demasiado visible. Entre lo infra y lo supra, entre lo bello y lo siniestro, entre la oscuridad y el resto, desaparecer o vomitar.

 

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Frutas y letras

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"FRUTAS Y LETRAS"

Álvaro Bermejo

 

 

Durante la reciente crisis de las hortalizas provocada por el veto ruso en respuesta a las sanciones de la UE, la ministra del ramo no tardó en acudir a Bruselas en busca de las ayudas recurrentes. Esta vez, sin embargo, acompañó sus gestiones con unas palabras para la historia: "el problema se resolvería si los españoles comiésemos un poco más de fruta". 

Tal vez porque estaba leyendo un libro en ese momento, quizá más porque acababan de publicarse los datos sobre la acelerada caída de los índices de lectura en nuestro país -las editoriales hablan de pérdidas que alcanzan el 40%-, sus palabras me produjeron un  inquietante efecto blow up.

Más allá de la apocalíptica gestión del PP en todo lo que rime con la palabra Cultura, sabemos que nuestro país encabeza dos rankings paralelos: el del desinterés hacia el mundo del libro y el de la piratería electrónica, amparada por una legislación sencillamente escandalosa. Pese a ello, las editoriales españolas  siguen aportando un tercio del PIB de nuestras industrias culturales que, en su conjunto, se eleva hasta el 4% de la riqueza del país. La situación de desamparo institucional roza lo dramático. No obstante, hasta donde me alcanza la memoria no recuerdo un solo momento  glorioso del presidente Rajoy -tampoco de Zapatero-, en que se le ocurriera recomendar a los españoles que comieran más fruta… en forma de libros.

La parsimonia gubernativa, el ominoso laissez faire frente a una debacle anunciada, tiene mucho que ver con las élites políticas y empresariales de este país, cuyos hábitos públicos revelan un alto grado de analfabetismo. 

 

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En sus intervenciones públicas rara vez citan un libro o invitan a la lectura. Estamos ante un efecto perverso de desvalorización de la letra impresa, carente de estrategias que fomenten la lectura, que defiendan la industria cultural y que la contemplen como algo diferente a cualquier otro objeto de mercado.

Hoy en día el canal privilegiado para obtener información ya no son los medios impresos, sino los soportes electrónicos. Llevando el argumento hasta lo irónico, podríamos afirmar que la popularización de la informática ha producido la aristocratización del libro, poco menos que como un lujo intelectual. Pero esa lujuria inversa, tan poco compatible con la dieta mediterránea, no genera otra cosa que penuria a todas las escalas.

Bien dijo el filósofo que no solo de nectarinas vine el hombre. Lástima que en el Ministerio de Cultura solo se lean las etiquetas del melonar nacional.

 

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Un ARCO menos triunfal

Arco

 

 

"UN ARCO MENOS TRIUNFAL"

Álvaro Bermejo

 

La inauguró Juana de Aizpuru en el Madrid de la Movida, con un centenar de galerías, casi todas españolas, y apenas llegaron a sumar 25.000 visitantes. Tres décadas después se han dado cita centenares de galerías, la gran mayoría extranjeras, y se espera un flujo de visitantes cercano a los 200.000. Verdaderamente, no se puede negar su eficacia como referente esencial del mercado del arte contemporáneo en una España sin tradición de colecciones ni museos. Gracias a Arco1una gestión tan impecable como implacable, sus directores han sabido moverse en las turbulentas aguas del mercado internacional y situar la feria de Madrid entre las mejores del mundo. 

Ahora bien, además de un éxito, Arco es un síntoma de la situación artística y cultural de nuestro país. No tanto por lo que tiene de feria de las vanidades, que es lícito y hasta deseable que lo tenga, sino, sobre todo, por su tendencia a ocupar una peligrosa centralidad, marcando cada temporada lo que será la moda artística pret-à-porter, e imponiendo de esta manera nada frívola un sutil desplazamiento de la modernidad, cuyos protagonistas ya no son los artistas, sino esos genios de la mercadotecnia que marcan el rumbo desde el timón de sus grandes galerías.

Entre las ruinas de la generación de los gigantes, lo que va de Picasso a Barceló, en el arte español más actual se agita un sentimiento contradictorio de orfandad y fuga. Los reyes del mercado han periclitado la explosión del concepto de identidad. Del culto al inconformismo hemos pasado al arte de la conformidad, de acuerdo a los cánones que marcan las cajas registradoras de las grandes galerías de Londres, París o Nueva York. En el país de las identidades exacerbadas y la adoración de la diferencia -la eterna España donde todos quiere ser diferentes-, deriva, en el panorama del arte más actual, hacia una homologación individual en las grandes corrientes internacionales que, naturalmente, produce un cierto vértigo.

 

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¿Existen mapas en la geografía del arte español actual? ¿Existe un nuevo perspectivismo y, por tanto una nueva receptividad? ¿O, por el contrario, para saber quién es quién entre nosotros hay que hacer las maletas y desplazarse a Arco, porque el prestigio, como antaño, ya sólo se gana fuera de la casa del padre? Entonces, ¿para qué queremos tantos Guggenheims, Tantos IVAM y tantos Macbas, si somos incapaces de implementar una postvanguardia propia que cohesione a artistas y galeristas, y que equilibre con la coherencia de lo propio  las fascinaciones de temporada promocionadas por la gran cocina del mercado?

La creación de los primeros museos de arte contemporáneo obedeció a una decisión política para legitimar al arte de vanguardia frente a una recusación social inicialmente casi unánime. Hoy aquel acto político proteccionista se ha transformado en un espectáculo entre cínico y demagógico, pensado para satisfacer el masivo anhelo de fuegos de artificio. En este sentido, así como Arco ha sucumbido al monumentalismo escenográfico, no podría sucederle nada peor al conjunto de nuestros creadores que sucumbir al imán de Arco y convertirse en siervos de un contenedor de franquicias, con muchas instalaciones de importación  y mucha apropiación mimética del lenguaje conceptual a la catalana, pero sin espacio ni oxígeno para los artistas  y los agentes culturales que no vengan precocinados por el vector mercado-instituciones.

 

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Así como resulta muy difícil escandalizar cuando lo que se demanda es escándalo, no es de extrañar que en el arte actual los contenedores primen sobre los contenidos, y los "curadores" sobre los creadores. Sería muy preocupante que nos importase  menos el discurso surgido de un debate hurtado a la ciudadanía, que endosar precipitadamente el adjetivo "internacional" a todo lo que se crea y se "descrea" entre nosotros. Pero tal como sucede con Arco, por más que todo eso tenga una enorme rentabilidad económica y política, nada tiene que ver con la cultura que respira ni con ese arte vivo que es muy fácil de detectar: no habla de sí mismo, sino de nosotros.

 

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Que Arco hoy genera más impacto social que cultural, y más evanescencia que identidad, parece un diagnóstico incuestionable. Que, por otra parte, para lograr ese impacto social y mediático, sus promotores propendan a liberarse del arte resulta ya un poco alarmante pero no tiene nada de sorprendente, pues es lo que están haciendo casi todos los grandes museos. Ahora bien, que los artistas mismos aspiren a ser bendecidos por esa mutación,  supone  la constatación final de que vivimos los tiempos del sálvese quien pueda, y mejor si quien te salva es el jefe de pista de un gran circo llamado Arco.

 

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Espejo de todas las mixtificaciones de nuestro tiempo, saturado por la repetición de todos los cliches tardomodernos,  rebosante de provocación a plazo fijo, después de todo, con tantos guiños eclécticos y tanto revival expoliado a la memoria, Arco6esta gran feria de comienzos del XXI se asemeja cada vez más a esas grandes exposiciones finiseculares del XIX, donde se rendía culto a las mismas tendencias -eclecticismo e historicismo- que denostaban los modernos de entonces. Puede que sea una inercia inevitable, y puede que no quepa sino avanzar impertérritos, con la sonrisa congelada y la creatividad real remasterizada en una emulsión de diseño, hacia ese nuevo pórtico de la gloria  donde todo se vende y se compra. 

No obstante, mirando cara a cara el frío rostro de Arco, uno comprende no tanto que el arte esté condenado a desaparecer, sino que podemos hacerlo desaparecer bajo el peso de esta política global de  grandes eventos. Si así fuera, habría que comenzar a buscar lo artístico en algún sitio muy alejado de lo que hoy, seamos vanguardistas, llamamos arte. Si hace cien años este desafío generó una inquietud aún no resuelta, es porque todavía hoy no puede haber nada más inquietante.

 

 

 

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Doménikos, el genio extravagante

 

DOMENIKOS, EL GENIO EXTRAVAGANTE

Álvaro Bermejo

 

 

"Creta le dio la vida, y los pinceles / Toledo, mejor patria

donde empieza / a lograr con la muerte eternidades". 

Hortensio Félix Paravicino

 

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Salvo que el estruendo de tanta pompa y circunstancia en torno al cuarto centenario de la muerte de El Greco haya acallado a quien lo recordase antes que yo, aún no he encontrado ni una sola reseña que trate del expolio. No me refiero al lienzo pintado por el genio cretense en 1577, sino al perpetrado en torno gran parte de su obra, y en particular a una que iluminó singularmente a Picasso cuando plasmó la que sería su primera gran ecuación cubista en torno a Las señoritas de Avignon. Basta un simple vistazo para advertir que el lienzo del malagueño no es sino una recreación del Quinto Sello del Apocalipsis que quien suscribe pudo contemplar en la Casa-Museo de Zuloaga, en Zumaya (Gipuzkoa), antes de que la familia del mismo nombre, para orgullo norteamericano y vergüenza nacional, lo vendiera al Metropolitan de Nueva York a cambio de un puñado de dólares.

 

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El Quinto Sello del Apocalipsis y Las Señoritas de Avignon

 

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Las Bañistas de Cèzanne

 

Por azares de la fortuna el desagravio ha venido a encallarse apenas a treinta kilómetros del crimen, bajo las formas de un libro sencillamente espléndido. Su título es El Greco. Historia de un pintor extravagante, lo firma Fernando Marías, y lo edita Nerea. Una editorial emplazada en lo que ha sobrevivido de la línea de costa de San Sebastián tras el tsunami y cuyas gestoras no cejan en el empeño de poner en pie libros definitivos de una calidad incontestable: Chanel íntima, Vidas infames, Devorar París. Picasso 1900-1907, Balenciaga, Solitudo Carnis, La muerte de la mujer Wang… Abruma un catálogo tan infinito, que en este caso rima con exquisito, en una editorial a la que le cuadra ese epíteto que Eduardo Chillida hacía extensivo a la entera ciudad de San Sebastián: de "escala humana".  La escala humana, en este caso, es mayúscula. Y el libro en cuestión, memorable.

Un texto más que cuidado, ilustraciones que te hacen sentir la pincelada y aun el pálpito de pintor. Con una prosa tan ágil como certera, cuajada de documentación, lúcida en cada análisis, Marías desmonta  buena parte de la batería de tópicos al uso acerca del pintor de Candía y propone una mirada nueva pero consonante con la impronta del cretense. Ni tan hermético como pretende la hagiografía, ni tan dócil como lo pintan, en absoluto español por más que hiciera de Toledo su segunda patria, ni mucho menos un adelantado de las vanguardias, por más que su obra inspirara, antes que a Picasso, al mejor Cèzanne y al último Kokoschka, y después a creadores de la talla de Pollock y Oppenheimer.

Ciertamente El Greco fue un pintor extraordinariamente moderno para su época, siempre que entendamos por modernidad una suerte de rebeldía no exenta de una rigurosa fidelidad a sus maestros. Tanto es el empeño por engarzarlo en la santísima trinidad de la escuela española -junto con Goya y Velázquez-, que apenas nadie quiere recordar que, antes de Tiziano y Venecia, El Greco fue un magistral pintor de iconos cuya técnica aprendió entre los monjes del monte Athos y también en los monasterios ortodoxos de Moldavia.

 

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De ahí viene su hallazgo de pintar en no pocos de sus lienzos el aura que rodea la cabeza de Cristo en forma romboidal -cuando la canónica, y esto lo dictaba Trento, seguía siendo la circular-.  Anatema para los integristas de la Suprema, pero asimismo suprema afirmación del genio tanto en su "manera" como en su visión, solo fiel a su más privada ortodoxia, heterodoxo en todo lo demás.

Cuando Europa entera cae rendida de admiración ante los frescos de Miguel Ángel, él solo ve a "un buen hombre que no sabía pintar". El que será el pintor más avanzado de su tiempo no renuncia a sus raíces orientales ni aun cuando es aceptado en el taller de ese emporio andante, tal vez la primera multinacional del arte, como era el taller de Tiziano.

"El Greco en España se liberó de Italia", escribe André Malraux, pero su matriz bizantina sigue bien patente en su obstinación por romper con la tradición perspectivista del Renacimiento -fingir en el plano la tercera dimensión-, construyendo muchos de sus lienzos capitales en total frontalidad. En 1750, cuando pinta ese enigmático cielo de la Crucifixión del Louvre, cielo dislocado, hecho jirones, veteado como mármol, lo hace como un inmenso plano hostil a toda sensación de lejanía. Otro tanto cabría decir del San Mauricio o de La Cena, cuya novedad estriba en mantener el dibujo barroco en movimiento suprimiendo aquello de lo que nació: la búsqueda de la profundidad.

 

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El martirio de San Mauricio y San Sebastián

 

Sucede algo semejante con los colores de su paleta. ¿Hemos dicho paleta? Craso error: El Greco pinta al óleo… pero como si lo hiciese sobre una vidriera: de lienzo en lienzo su cromatismo se inunda de una luz simultáneamente mineral y cristalina, forzada por su dominio del claroscuro, pero tan arraigada  a su prodigiosa materia como los rosetones de Chartres a sus plomos.  Esa vidriera presuntamente opaca que el haz de luz atraviesa y vivifica es la que perseguirá Picasso como un sueño, tantas veces recompuesto hasta lograr la alquimia suprema: convertir en inmanente el plano, el dibujo en plomo negro y los cuerpos hipostasiados en una dramática llamarada tan intensa que vuelve casi invisibles las rígidas tensiones geométricas de su composición.

 

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El Expolio y retrato de Jerónima

 

En cada uno de sus lienzos la magia está presente. Los contemplamos, no sabemos muy bien qué es lo que más nos atrapa. "Sus luces lívidas" -escribe Garaudy-, "sus relámpagos azulosos, sus formas angulosas y despedazadas rechinan de color". Pero ese color es más que color,  sus cuerpos se dilatan, levitan -a veces bizantinos, otras picassianos, tatarabuelos de los de su época azul-. Sus ojos nos miran a través de una pátina líquida, simultáneamente acuosa y ardiente, etérea y profunda, como si mirasen tanto al interior como a lo desconocido, a lo ilimitado, a lo infinito, como es infinito El Greco.

 

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En el anecdotario del cretense suele resaltarse el desdén de Felipe II hacia el portentoso San Mauricio de El Escorial y callar de paso, el desdén paralelo con que veinte generaciones sucesivas relegaron el "descubrimiento" de El Greco al advenimiento de la modernidad. Le sobra razón a Marías cuando afirma que "la fascinación moderna por El Greco tiene, además de una vertiente estética, una vertiente económica" -por lo que esta comporta de comercial-. Sucede como si a la mala conciencia nacional de repente le hubiese atacado un furibundo mal de san Vito por aggiornarlo y españolizarlo, al tiempo que se multiplican las adhesiones inquebrantables a su obra que nos convertirían a todos en los más perspicaces adelantados de las vanguardias. Ni era un expresionista avant la lettre, como afirma Marías, ni un siniestro abducido por las pinturas negras dos siglos antes de Goya. Solo desde el analfabetismo ilustrado que nos ocupa cabe confundir expresionismo y manierismo, de la misma manera que la negritud de El Greco se duele más de la incuria patria que de cualquier otro propósito escatológico. Marías  nos recuerda que El Caballero de la mano en el pecho tenía un precioso fondo gris y que el  San Luis rey de Francia perdió los celajes que lo rodeaban, porque el gusto de la época - siglos después-, prefería presentarlo como un personaje convulso y saturnal.

 

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Autorretrato de El Greco y Alegoría de los Camaldulenses

 

¿También lo era El Greco?  Por supuesto que no. La maestría de su concepción anatómica, sus escorzos imposibles, esos personajes dislocados, descoyuntados, y ferozmente recompuestos en la imperiosa convergencia hacia un vértice, rubrican la vibrante libertad formal de un artista que ya no quería ser un artesano, que peleaba cada ducado en la consideración de sus obras y a quien poco le faltó para hacer un corte de mangas al intratable Felipe II y a toda su corte.

Esa libertad formal, en plena España de la Contrarreforma, antes que reprimir le lleva a acentuar sus desnudos apenas disimulados por la liviandad de las telas, a contravenir todas las normas estéticas de Trento, incluyendo palabras en hebreo y símbolos hebraicos sencillamente explosivos  -como en la Alegoría de los Camaldulenses-, a imponer su estilo más puro y genuino, íntimo y a un tiempo arborescente, en paralelo al crecimiento de las formas.

"Ese soy yo", parece decirnos el cretense a través de esos cuerpos dilatados hasta el paroxismo, "el que pinta y el que os mira". Y la mirada de Marías sobre el personaje atraviesa el espejo.

Solo en un punto me permito discrepar de su tesis, y es en el que afecta a su religiosidad. "Cualquiera que escribe sobre arte en esa época habla de pintura religiosa en cada párrafo" - afirma Marías-, "y en las 20.000 palabras de sus notas no hay una sola sobre religión". Olvida que en el estrecho círculo de amigos de El Greco en Toledo figuraba Benito Arias Montano, aquel que, aun siendo confesor de Felipe II e inspirador de su monumental Biblia Políglota, estuvo a un soplo de sufrir los hierros de la Inquisición por contravenir los dogmas de la Vulgata.

 

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Arias Montano y Felipe II

 

En sus tiempos de Roma, Montano  se afilió a la secta de la  "Familia Charitatis" -la Familia del Amor-. Seguían a un
Greco9maestro espiritual apodado Hiël (Luz de Dios), abominaban de las prácticas religiosas convencionales, fueran del tipo que fueran, y lo único que escuchaban era la "Voz de Dios" dentro de su propio corazón. 

Aunque Rekers los relaciona con los anabaptistas de Münster, sus rituales procedían de los monjes ortodoxos del monte Athos, y es posible que fray de León, otro de los amigos de El Greco, se contara entre sus adeptos. Si el cretense ya vivía en un distrito sospechoso, del que no se mudó ni en sus tiempos de mayor fortuna, curiosamente a un paso de la Sinagoga del Tránsito. Si entre sus protectores e incondicionales se contaban ilustrísimos "marranos", como el Marqués de Villena o don Pedro de Castilla. Si uno de los más grandes sabios españoles del Renacimiento y precursor del pensamiento moderno, como Luis Vives, tuvo que emigrar a Bruselas, una vez que su familia fuera diezmada por la Inquisición,  su padre  quemado vivo y su madre, ya fallecida, desenterrada para someterla al mismo fuego, parece muy razonable que El Greco, fuera cual fuese su credo, se abstuviese  de manifestarlo por escrito, tal como hacía Montano incluso entre sus más íntimos.

 

 

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Autos de fe en la España De Felipe II

 

No en vano el lema de la Familia Charitatis venía a recomendar lo que sigue: El que anda entre hombres ha de tener la astucia de las serpientes".  El Greco la tuvo sin duda, no solo para medrar, sino también para mantenerse fiel a sí mismo hasta la última pincelada y el último suspiro. No solo dependía del juicio estético de un sanedrín de talibanes contrarreformistas. Al pairo, dictaban sus sentencias los letrados de los Tribunales de Sangre que veían en cualquier extranjero a un sospechoso de herejía, los meapilas que vigilaban las costumbres de los sábados de cada cual, y hasta las maritornes que husmeaban en el cocido de la vecina por ver si mojaban el prescriptivo corte de tocino rancio -atributo de los cristianos viejos-. Hasta Montano tenía que excusarse de los jamones que le regalaban sus enemigos en la Corte, alegando que era "vegetariano por penitencia".

Si en esa España del espanto y la sospecha cabe una posibilidad de que El Greco profesara algún credo con sombra de herejía, este pasa precisamente por esa sostenida tenacidad de no escribir ni una palabra al respecto en sus cartas. Lo decía con sus pinceles y aquí, ciertamente, que cada cual vea lo que quiera ver. Solo el Cretense sabía a ciencia cierta lo que pretendía contarnos y todo lo demás, como certeramente afirma Marías, remite a "un poliedro que se puede coger por cualquier cara". 

Este volumen excepcional contiene todas las esenciales. Se las debemos a las chicas de Nerea: desde esa barbacana de San Sebastián, allá donde rompe el viento del noroeste, nos han regalado el mejor volumen que podemos encontrar hoy y ahora en las librerías en torno a El Greco.

 

 

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