Álvaro Bermejo

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LOCURAS DE NAVIDAD

 

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"LOCURAS DE NAVIDAD"

Álvaro Bermejo

 

 

La Navidad es la fiesta que más se celebra, la mas antigua y la más unánime, en todo el mundo occidental. Su origen data del siglo IV, cuando la Iglesia impuso el nacimiento de Cristo como "Luz del Mundo", sobre las fiestas paganas que festejaban el renacimiento del sol, en el solsticio de invierno. En contra del tópico sociológicamente correcto -denostar la orgía hedonista que Navidad 22acompaña la celebración de la Navidad-, es más que probable que ésta sea tan antigua como la controversia, que hoy creemos tan actual, entre sus partidarios y sus detractores. No obstante y a decir verdad, tampoco polemizamos sobre la profanación de la Navidad, sino sobre la divinización del Consumo. Pero, así mismo, permitidme una pregunta: Verdaderamente, ¿la dimensión dominante de la Navidad hoy es el Consumismo?

El consumidor posmoderno tiende a comprar estilo, signos de estatus, imagen de marca, moda de etiqueta o tecnología doméstica de máxima calidad. Casi nada de esto se da en los productos ni en las escenografías prescriptivas de la Navidad, que tienden al más previsible de los ritualismos. Según en qué familias, se sirven comidas de Pascua que poco tendrían que envidiar a los "potlachs" suntuarios donde los aborígenes de las Marquesas devoraban ritualmente todas sus excedencias alimentarias. Hay casos peores que reproducen, en estas largas noches de fiesta, el clásico mecanismo trifásico de los romanos en su esplendor: engullir, vomitar, volver a engullir. Con eso y todo, cualquier remilgado experto en teorías de la comunicación sentenciaría que estos signos son puramente redundantes, porque no transmiten nada más que un homenaje al viejo dios pagano de la abundancia, el cual nos evita acabar como Saturno, devorando a nuestros propios hijos. 

 

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Sin embargo, ¿qué sucede cuando la multiplicación de signos redundantes ofrece una visión nada coherente con los valores dominantes de la posmodernidad? Olvidaos de la visión mercantilista y probad a ver las grandes áreas comerciales como una epifanía: como la epifanía de nuestra suficiencia como sociedad significada en esos nuevos templos, los grandes hipermercados, donde  revivimos el sueño de Aladino: tener a nuestro alcance todo cuanto pudiéramos desear. Y ahora, lejos del feo materialismo Navidad 44ambiente, preparaos para dos rituales de magia.

Primero, el ritual de la "desaparición instantánea". O lo que viene a ser lo mismo: rodearse de productos que procuran la máxima gratificación en la medida en que su duración sea más efímera, como podrían ser, tal vez un perfume, una cena o un cotillón extraordinario. Por otro lado, el ritual de la "aparición eterna": regalar bienes perfectamente prescindibles, pero cargados de una intención de perdurabilidad como serían todos aquellos que destacan publicitariamente por estas fechas -joyas o relojes imbuidos de poderes talismánicos, viajes a lugares "inolvidables", etcétera-. Ambos rituales anudan sortilegios complejos, capaces de expresar infinidad de significados simultáneos y contradictorios. Y un buen paradigma sería, por ejemplo, el alto consumo navideño de vinos de crianza.

Hablamos de una auténtica comunión profana significada, como todas las comuniones, con su propia mística. En tanto que la botella se vacía al beberla, el vino expresa el ritual de la desaparición instantánea -lentificada por matices como el bouquet, el paladar o el color-. Pero si el crianza tiene solera, por ser de añada y solar lo suficientemente señalados, el vino también expresa el ritual de la aparición eterna: memoria de un pasado que, en el instante de la comunión, cobra dimensión de eternidad.

Ambas dimensiones, eterna e instantánea, remiten a una ética y a una estética que pueden simultanearse en cualquier ágape de Navidad, a modo de contrapunto. Por supuesto, ambas vienen repitiéndose sin variación  desde la noche de los tiempos. Ahora bien, interpretadas a la luz del hedonismo posmoderno, remiten a una nueva teoría general del placer: el hedonismo actual, al contrario que el clásico, es un hedonismo autoilusionante y mental, que busca el placer más por la ensoñación que por la realización, más en el goce del objeto imaginado que en el poseído. Por eso la posesión acaba decepcionando siempre -y las fiestas de Navidad, por lo general,  también-.

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Todo esto es una locura -repetimos recurrentemente año tras año antes comenzar estas fiestas, y todavía más después de concluirlas-. Que no cunda el pánico, no es grave: es exactamente lo que deben seguir diciendo. En un mundo erróneamente racionalizado, la compra, el consumo sin control, es el espacio social reservado a las locuras tolerables, a la explosión controlada de insatisfacciones, al seudocumplimiento de los irracionales irresueltos. En Navidad todos estos procesos desembocan en un Navidad 66acto de locura colectiva. Pero bajo esta fiebre hedonista puede estar expresándose, una vez más, una locura perfectamente religiosa.

George Ritzer atribuye el éxito de la Navidad a la actual deriva del consumo hacia su espectacularización como forma de reencantamiento: se busca, ante todo, recrear un espacio mágico donde podamos vivir el sueño de la exuberancia y la opulencia al alcance de cualquiera. Baudrillard habla del síndrome de Peter Pan: la Navidad como exponente, no tanto de la puerilidad en la que parece haberse sumido el hombre contemporáneo, sino más bien del temor al envejecimiento que marca, implacable, la inminencia de las doce campanadas de Nochevieja.  Menos espectacular, pero sin duda más certero, Julio Caro Baroja demostró que el ciclo de Navidad pertenece a la misma estación invernal que el Carnaval y otras fiestas profanadoras o subversivas, como la Fiesta de los Locos, donde lo estrictamente propio es rendir culto al renacimiento de la vida, significado por el absurdo o la sinrazón de la infancia irresponsable y sin embargo protegida por los dioses, como ese sol que pese a todo, cada solsticio invernal, vuelve a regenerarse en su más absoluta plenitud.

Probablemente, antes de la Contrarreforma y su obsesión por el martirio, la Iglesia también celebraba la Navidad como una fiesta salvífica, de alegría y gratificación, muy parecida a esas orgías paganas que fueron antes y que hoy regresan, distintas en la forma, pero idénticas en su fondo, aunque las llamemos posmodernas.

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Tanto como la del Niño Dios que nace, esta es la fiesta de Gargantúa y Pantagruel engullendo las quintaesencias de Alcofibrás, la de Don Quijote y Sancho bailando su rigodón en la ínsula de Barataria, la de todos los locos que se consuman consumiéndose, derrochándose en el sacrificio batailleano de su ser. Sí, aunque nadie les haga mucho caso de verdad por estos días, que son los suyos, hay una extraña religiosidad que aúna a los locos y a los niños: sólo ellos creen verdaderamente que cada mañana pueden nacer de nuevo. Una locura, claro. Por eso es Navidad.

 

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¿Qué celebramos?

 

¿QUÉ CELEBRAMOS?

Álvaro Bermejo

 

La pregunta se puede hacer a la manera de Balzac quien, una Nochebuena, engulló un centenar de ostras regadas con cuatro botellas de vino blanco, o a la de Víctor Hugo, cuya fruición navideña le llevaba a devorar las langostas sin quitarles el caparazón y a rematar la cena con un bocado de carbón, para destruir "las corrupciones del estómago".  La Navidad tiene un punto orgiástico que podemos denostar. Lo atribuimos al materialismo, al hedonismo ambiente, al paganismo ancestral, y no nos equivocamos. Pero es precisamente esa porosidad la que ha cimentado su universalidad.

Desde Helsinki a Ciudad del Cabo significamos esta efeméride presuntamente cristiana con abetos poco o nada habituales en el portal de Belén. Tal vez porque antes estaba el solsticio de invierno y el tronco en la chimenea -del que deriva nuestro Olentzero-, en torno al cual se reunían los escandinavos para pasar la noche más larga del año. Llegó el cristianismo y lo sustituyó por otros símbolos, el del nacimiento del Redentor, rápidamente homologado al de la Luz. Y también llegó Charles Dickens, el inventor de de Navidad en familia. Antes de su Cuento de Navidad se salía de casa para ir a la misa. Dickens propuso un ritual inverso: reunirse en casa. Esa Inglaterra que definía los rituales domésticos pasó el testigo a los EE.UU.,  donde se reinventó a su vez la figura de Papá Noel. Tal como lo conocemos hoy, nació de una ilustración del Harper's Bazaar, en 1886. Una década después absorbió a san Nicolás, el dispensador de regalos, para reforzar el carácter de la fiesta familiar.  Y acabó imponiéndose hasta en el mundo judío a través de Alemania: en la Europa de comienzos de siglo los niños judío-berlineses reclamaban regalos para parecerse a sus amigos cristianos. Pero un cristiano que decora un abeto rinde culto a los dioses olvidados de la Europa hiperbórea, mientras que un judío que enciende su candelabro Hanuka en Nochebuena, más que el éxodo de los Macabeos, ilumina los periplos de Santa Klaus.

 Exponente de la civilización global, la Navidad como paradoja multicultural también implica una segunda paradoja en lo que afecta al ámbito familiar: a mayor desestructuración, mayor énfasis sobre las bondades de la familia tradicional. Vuelta a los clásicos en un tiempo en que hasta nuestros dioses mutan.

¿La emergencia ecologista acabará configurando un nuevo mundo con Gaia como diosa tutelar? Es otra buena pregunta para no atragantarse de tanto espíritu navideño, con las ostras de Balzac. 

 

 Madrid -  20 de Diciembre de 2013 - Álvaro Bermejo