Álvaro Bermejo

Los papeles de Pickwick

La alternativa Beaumarchais

Beaumarchais

 

 

LA ALTERNATIVA BEAUMARCHAIS

Álvaro   Bermejo

 

Cuando el debate cívico se empantana en los mil y un casos de corrupción, prevaricación, imputaciones y aforamientos. Cuando se vuelve la mirada a los parlamentos y sólo se advierte un sistema de partidos en plena crisis de representatividad. Cuando los gobernantes atrapados por el pólipo del poder pierden su escaso crédito moral y los gobernados cautivos de sus actitudes derogatorias se instalan en la cultura de la resignación, entonces ya sólo queda una alternativa sustentada en dos razones: La Razón Escéptica y la Razón Irónica. Esta es la primera conclusión que puede sustanciarse después de contrastar nuestro paisaje-ambiente y el de una película reciente en torno a uno de los grandes diletantes del XVIII, 'Beaumarchais, el Insolente', cuya recuperación contemporánea, además de entrañar toda una lección de Historia, nos presenta un inusitado paradigma de nuestra propia modernidad. 

 

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"Los relojes de su época atrasaban peligrosamente y él se dispuso a ponerlos en hora", así nos lo dibuja una voz en off nada más alzarse el telón. La comparación no tiene nada de accidental: Hijo de un humilde relojero, Beaumarchais inventó un mecanismo que además de añadir precisión a los relojes de su tiempo, le abrió las puertas de la corte de Luis XV.  Por sus muchas habilidades, enseguida hará fortuna ascendiendo hasta el cargo de Interventor Real. Si todo quedara ahí  hubiera pasado a la Historia como un maestro de la diplomacia cortesana y espía, por lo demás, al servicio de su majestad.  Pero junto con todo lo previo Beaumarchais  fue algo más: un adelantado de su tiempo muy capaz de seducir a un rey absoluto presentándole la Declaración de Independencia americana como un texto 'que habla del derecho más sagrado del pueblo, el derecho a la felicidad'.

En orden a ese imperativo verdaderamente revolucionario salieron de su pluma dos obras mayúsculas, 'El barbero de Sevilla' y 'Las bodas de Fígaro', a las que más tarde pondrían música dos genios como Rossini y Mozart. 

 

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Evidentemente Fígaro es un alter ego de Beaumarchais, un cruce de renacentista y caballero de industria, brillante, maquiavélico, y no siempre escrupuloso, cuya insurgencia hará exclamar a Napoleón: "Fígaro es ya la revolución en acción".

Lo increíble no es sólo la clarividencia de su autor, sino que hiciera esa revolución desde Versalles reflejando con su pluma las descarnadas tensiones sociales de su momento y escarneciendo sin piedad a esa nobleza ociosa, tan semejante a la partitocracia actual -la ubicua "Casta", y no precisamente diva-, que sólo sostenía bajo sus pelucas la ruina del Antiguo Régimen. 

A decir verdad, la hoja de afeitar que este inofensivo barbero afila con su palabra fue bastante más devastadora que la guillotina. Y con ella sube al escenario el arquetipo de una élite proscrita, tan deslumbrante que fue capaz de enmascarar de frivolidad todo ese cataclismo social que dio paso al mundo contemporáneo. Junto con el libérrimo libertino de Seignalt, el veneciano Casanova y junto con el propio Napoleón, que no fue sino su brazo armado, Beaumarchais representa a esa estirpe de aventureros de la modernidad que vivieron en un movimiento perpetuo, jugando con el azar y la necesidad en un fin de siglo tan móvil y abierto como el arranque del nuestro.

 

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Vivió como escribió, siempre al galope, y en cada momento cumplió con el precepto dieciochesco de instruir deleitando. Desde luego uno de sus mayores deleites fue reírse de todos y de casi todo: "Si queréis influir en la gente dejadles creer que obran por su propia iniciativa".

Qué gran cínico este Beaumarchais. Pero, ¿qué es el cinismo sino el vértice de las dos razones antedichas, la Escéptica y la Irónica, o lo que viene a ser lo mismo, la única actitud vital inteligente para no morirse de asco, de rabia o de exasperación?

 

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Uno de los convencidos de esta tesis es el filósofo Peter Sloterdijk, quien ya en su famosa 'Crítica de la Razón Cínica' comentaba: Los cínicos de hoy en día se pueden considerar unos melancólicos border-line, han adquirido la capacidad de sobrevivir pase lo que pase.

Y hablando de miradas melancólicas resulta obligado citar la 'Moralidad posmoderna' de Lyotard: En el mundo actual ya sólo es posible la reflexión  desde los márgenes de incertidumbre del gran Sistema.

Difícil tarea ésta de pensar el presente desde la premisa del agotamiento de los potenciales interpretativos de la modernidad para legitimarse y autodescifrarse.

Ante la opacidad que nos rodea se puede optar por el aislamiento o por el compromiso. Beaumarchais fundió ambos en una envidiable fórmula personal: Divertirse conspirando y escribiendo, no callarse nunca, dudar a cada paso, y no dar jamás la espalda a la Historia, 'ni al hacer una reverencia ante la más bella dama'.

 

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Bajo ese cinismo agresivo encontramos paradójicamente esa raíz de humanidad que hermana a los grandes pecadores con los grandes místicos. Mientras que el escepticismo, como la ironía, no es sinónimo de desesperanza, sino de búsqueda, de apuesta por una renovación.

La crisis de la democracia es esencialmente una crisis moral, una decadencia de todos los valores semejante al dépaysement absoluto que vivió Beaumarchais. Con su regreso, nos recuerda la perentoriedad de cambiar de rumbo para salir del malentendido: frente a la probada ineficacia del discurso ortodoxo, el metadiscurso heterodoxo, caiga quien caiga. Frente a la decadencia de los poderes fácticos, el contrapoder moral. Frente a la hipocresía de lo políticamente correcto, el diletante rebelde que no se cansa de pensar y de alzar su voz contra su propia tribu. Y en suma, frente a la entropía colectiva que nos negamos a ver aún teniéndola delante de los ojos, la utopía individual hasta sus últimas consecuencias.

 

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Recuperar a  Beaumarchais -aun teñido con sus inevitables irisaciones poéticas-, no implica añorar el pasado sino  ensanchar el horizonte de nuestro presente. Pues su larga sombra proyecta una intensa alternativa, con mucho de provocación y desmesura, pero también con una virtud esencial. En este tiempo nuestro tan semejante al suyo, que fue el de las amistades francamente peligrosas,  no hay modernidad posible si no comienza por llamar a las cosas por su nombre.

 

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Álvaro Bermejo  

 

 

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El misterio Rothko

Rothko

"EL MISTERIO ROTHKO"

Álvaro Bermejo

 

Lo conocí en Bilbao, hace como diez años. Era un junio como este y llevaba ya treinta años muerto, pero, a decir verdad, parecía el visitante más vivo del Guggenheim. Mark Rotkho, el gran maestro del expresionismo abstracto, había nacido en Letonia, un 25 de septiembre de 1903, y murió en Nueva York el 25 de febrero de 1970, reventado a base de barbitúricos después de intentar cortarse las venas con una cuchilla oxidada, en la soledad más absoluta. No obstante, el genio de los "campos de color" acababa de representar  a los EE.UU. en la Bienal de Venecia, los Kennedy solicitaban su presencia asiduamente en la Casa Blanca, la Crítica se había rendido ante sus inmensos bloques cromáticos, las universidades y las galerías más importantes del planeta se disputaban la creación de "espacios Rothko" y acababa de firmar con la Marlborough "el contrato más fabuloso que nunca ha firmado un artista vivo".

 

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Verdaderamente, ante las "Paredes de Luz" colgadas de los muros del Guggenheim, sigue siendo pertinente preguntarse por el misterio que palpita a  la sombra de estas pinturas. ¿Cómo se explica que un artista en la cumbre de su obra y de su reconocimiento se arrojara por un abismo semejante? ¿No era Rothko el gran místico abstracto que buscaba en sus lienzos una comunión religiosa con  todo lo viviente?  ¿Dónde comenzó su autodestrucción, en sus premonitorias "pinturas negras", o, precisamente, cuando ya no pudo seguir pintándolas?

 

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Es cierto que dos años antes de su muerte, el diagnóstico de un aneurisma de aorta contribuyó a acentuar su estado depresivo, sobre todo por la prohibición clínica de que siguiera pintando telas de más de diez metros. Por supuesto, él siguió pintando a lo grande. Pintando y echando pestes contra la invasión del Arte Pop, en la que veía nada más que una "horda de charlatanes oportunistas". A decir verdad, Rothko era muy oteiciano a la hora de manifestarse. O mejor dicho, Oteiza aprendió mucho del lenguaje de Rothko -su creación de espacios táctiles-, incluso su visión del arte como sacrificio. En una conferencia de 1958, Rothko dejó boquiabierto a su público reflexionando sobre el sacrificio de Isaac. Quería subrayar que el artista sólo tiene lugar trágicamente, como creador de lo excepcional a costa de sacrificar lo familiar y razonable, pues el arte es, a su juicio, "un ritual para la muerte".

 

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Intenso y melancólico, depresivo y obsesivo, Rothko también compartía con Oteiza una concepción intensamente religiosa del arte. Los dos aseguraban, sin embargo, aborrecer por igual todo dogma de fe, pero adoraban simétricamente a Fra Angélico y, sobremanera, sus frescos del convento de San Marcos, en Florencia. Como hacía Oteiza con sus cajas metafísicas, también Rothko invitaba a asomarse a sus enormes rectángulos negros como quien se expone a una experiencia mística -"La gente que llora ante mis cuadros está sintiendo la misma experiencia religiosa que tuve yo cuando los pinté". Luego, una vez que se le volatilizaba el aura, volvía a brotarle el nervio que le llevaba a denostar al público masivo, pero masivamente compuesto por analfabetos estéticos que intuía ante su obra: "Un cuadro vive por compañerismo, y muere por la misma razón. Es peligroso exponerlo a las miradas de los mediocres y a la crueldad de los impotentes que desean contagiar su amargura a todo el universo".

 

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La exaltación, la creencia casi mesiánica de ese Rothko intratable, daba paso pronto al Rothko patológicamente humilde, aquél que se veía insignificante, el que escapaba de todas sus inauguraciones, el que rechazó ser premiado como el americano del año, el que se escondía dentro de esos inmensos espacios de color, ¿ buscando qué?

Por aquel entonces, cuando Peggy Guggenheim ya había apostado a lo grande por él, cuando la revista Fortune calificaba sus trabajos de "inversión especulativa", Rothko justificaba así las enormes dimensiones que iban ganando sus obras: "Me doy cuenta que pintar cuadros grandes se ha asociado históricamente a la pompa y a la grandiosidad. Yo lo hago para resultar intimista y humano. Cuando realizas un cuadro muy grande, lo pintes como lo pintes, tú estás dentro del cuadro".  Aprendamos a ver a Oteiza agazapado en el hueco de su Cubo, en el Paseo Nuevo de San Sebastián. ¿Por qué Rothko se perdió dentro de su  laberinto?

 

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Como en la misteriosa fase final de la vida de Mozart, en los últimos años de Rothko dos personajes excepcionales llamaron a su puerta. Primero, los dueños del lujoso restaurante neoyorkino Four Seasons le solicitaron una serie de Rothko7murales. Bien, emparejemos esta propuesta con la gran fiesta profana que concita Amadeus en La Flauta Mágica, otra obra creada por encargo. Poco después, un coleccionista de lo más extraño propone a Rotkho decorar una capilla ecuménica, en Houston, y Rothko elige como tema la Pasión de Cristo -es decir, algo parecido al Réquiem que, según la leyenda, viene a pedirle a Mozart el siniestro caballero, en vísperas de su propia muerte. 

Que la vida y la obra de Rothko concluyesen conciliando esta doble celebración de lo sagrado y lo profano,  no podía ser. Ya no sería Rothko, y una vez que concluyó los murales para el Four Seasons, se los quitó de la boca. Calvo Serraller glosa la negativa final del artista: "consideró que en ese espacio sus obras no propiciarían ese encuentro definitivo, que en él siempre tenía un carácter de revelación".  Sin dejar de ser una reflexión muy sutil, las palabras textuales fueron éstas: "En un principio acepté esa obra para ese sitio donde los bastardos más ricos de Nueva York van a darse el atracón y a lucirse. Pero lo hice con una intención estrictamente maliciosa: esperaba arruinar el apetito de cada hijo de puta que coma en ese restaurante". Palabra de Rothko.

 

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También son "palabra de Rothko" éstas otras que esclarecen el trágico misterio de su sensibilidad, hasta el suicidio: "Toda mi vida he juntado en mis murales colores que no podían vivir juntos. Ese era el desafío. Ahora sé que la visión de la armonía sólo dura un instante, el momento antes de estallar y partirse en dos". Los dos Rothko que estallaron dentro de él, el apóstol y el provocador, el visionario que se encaminaba hacia la claridad a través de obras cada vez más oscuras y el oscuro oficiante de un ritual de intimidad con lo trascendente que llegaba a su consumación entre botellas de Jack Daniels, botes de pintura volcados y  puñados de barbitúricos reconvertidos en pigmentos azul Valium.

Casi había acabado los lienzos de lo que hoy se conoce universalmente como la Capilla Rothko,  pero solo esperó hasta que llegaran a Londres, con destino a la Tate Gallery, los que había arrebatado a los paladares exquisitos del Four Seasons.  Había consumado la clave de  su bóveda,  y ese mismo día se quitó la vida dejándonos en la incertidumbre de averiguar en qué medida el último peldaño de una genialidad absoluta, puede abocar la desesperada conciencia de una desolación total. 

 

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Álvaro Bermejo 

 

 

 

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Casanova, el posmoderno

Casanova

CASANOVA, EL POSMODERNO
Álvaro Bermejo

 

El primer día en que al abrirse los teatros comienzan las máscaras, subí a la popa de mi embarcación y fui a la isla de Murano a recoger a MM". Así se inicia uno de los capítulos cruciales en la biografía de un personaje bien particular, el veneciano Giovanni Giaccomo Girolamo Casanova, escritor, aventurero, diplomático, y hasta agente secreto al servicio de la Serenísima República de Venecia. En la capital del Carnaval, su vida fue un baile de máscaras permanente donde se le adjudicó el disfraz del seductor insaciable. Pero si él se definía como "libertino de nacimiento", pues vino al mundo fruto de una relación extraconyugal de su madre, su trayectoria fue también la de un librepensador ecléctico que incursionó tanto en la poesía, la comedia o la música, como en la medicina, la filosofía e incluso en las ciencias ocultas.  De hecho, hastiado de ejercer como violinista teatral, fue su proclividad  a lo esotérico lo que le ganó, primero el favor del senador Bragadin, y después la prisión en la Cárcel de los Plomos. Entonces Venecia aborreció de él, tal vez porque sabía demasiado acerca de sus más respetables dignatarios. Hoy lo rehabilita como hijo predilecto, un adelantado de la Posmodernidad entendida como una gran mascarada, bajo la música galante del relativismo absoluto.

 

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Contemporáneo del Marqués de Sade, hizo suya de una manera explícita la dedicatoria -"A los libertinos"-, con que se inicia "La Filosofía en el boudoir":  "Sólo cuando se sacrifica todo a la voluptuosidad, el desdichado individuo llamado hombre, arrojado a este triste universo a su pesar, puede llegar a sembrar algunas rosas sobre las espinas de la vida". 

Sade acabó sus días en el manicomio de Charenton, y Casanova en un desolado castillo de Bohemia añorando aquellos tiempos en que las rosas no tenían espinas.

 

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Sade y Casanova, según Milosz Hauser

 

Sin embargo, tanto como la que guiaba sus incursiones en los gabinetes del amor, esa otra voluptuosidad, la de pensar libremente, iluminó sus días hasta en la cárcel, donde se habituó a escribir a oscuras, utilizando como pluma la uña del dedo meñique, y como tinta jugo de moras. De este modo, y aun en las condiciones más extremas, incluso nos admoniza para que no perdamos la compostura: "Querido lector, le ruego que me siga; si me planta, es usted un maleducado". Y así, plantado en sus grilletes, nos invita a compartir su alegría de vivir, sus conquistas y sus enseñanzas, como si él siguiera en medio de la fiesta.  De un capítulo a otro podemos verlo siempre en movimiento, como asaltaconventos o como espía, entregado a gimnásticas amatorias que rozaban la acrobacia, a veces enmascarado, otras cubriéndose la cabeza con un turbante a la manera del Gran Turco, y tan rendido a sus conquistas como implacable con sus contemporáneos: "los venecianos de antaño, tan misteriosos en galantería como en política, han sido borrados por los modernos, cuyo gusto predominante es no dejar nada en el misterio".  Más allá de esa ronda de bellezas pálidas y ardientes a las que rinde sin desmayo  -la misma madame Pompadour, la desangrada Barbarina, la omnipotente Catalina de Rusia-, Casanova es un inconformista que se rebela contra el tiempo que le ha tocado vivir, que desenmascara buena parte de las hipocresías de la modernidad burguesa, comenzando por su culto a la ostentación, y que hace de su imagen como dilettante todo un emblema de Posmodernidad.

 

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Así como el corrosivo Valmont de "Las amistades peligrosas", o como el "Don Giovanni" de Mozart -con quien coincidió en Praga, según reza la leyenda, para inspirarle con su propia biografía-, este otro don Giovanni dieciochesco y librepensador articula sus éxtasis amatorios con los esplendores de la Siglo de las Luces, y da un paso más allá hacia las penumbras del Romanticismo. No deja de ser curioso, sin embargo, que Rousseau le parezca un visionario, y que anteponga a su "Contrato Social", la "Sabiduría" de Charron. Pero se entiende mejor iluminando su figura con el "Don Juan" de Molière para el cual, tanto como privarse de las mujeres, "quien vive sin tabaco, no es digno de vivir".  De hecho, el hedonismo de Casanova es integral, y no admite otra ética que la de Epicuro o, todo lo más, la de los humanistas del Renacimiento.  De este modo, su Posmodernidad, como la nuestra, comienza con un salto atrás, para conjurar todos los demonios del pasado inmediato, antes de lanzarse a una apasionada fuga hacia adelante contra el destino.

 

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El Casanova de Milo Manara

 

Eso es también lo que le diferencia del Gran Burlador de Tirso, porque Casanova nunca pide perdón, ni se arrepiente ante la estatua del Comendador. Tal vez se comporta así porque, a diferencia del avasallador Miguel de Mañara, él nunca se burló de las mujeres. "Si todas las mujeres tuvieran la misma fisonomía y carácter, la economía de nuestro mundo sería distinta". Claro, porque desaparecería el deseo, que para Casanova es el  motor del mundo. Los inconformistas de su tiempo buscaban en la Naturaleza las raíces de una nueva moral. Más experimentado, Casanova recupera el tema barroco de la inconstancia del hombre y, sin pedantería alguna, identifica sus aventuras eróticas con su insaciable apetito de ser. Así como interpreta cada conquista como un paso más dentro de una personalidad en perpetua evolución, incapaz de detenerse ante un decálogo definido ni ante una mujer concreta: "sería un juego demasiado peligroso, podría verme abocado a un matrimonio, que temo más que a la muerte".

 

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Como jugador empedernido, ganó y perdió fortunas en una noche, pero en su bancarrota perpetua implantó en Francia la primera Lotería Pública, mientras reemprendía una nueva apuesta en la Rueda de la Fortuna bajo el título de Chevalier de Seignalt. Una vez más la Vida como Juego, riéndose de todo lo solemne y solemnizando su frivolidad como ese Dolmancé sadiano que relegaba la defensa de la moral a su criado. 

  

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En gran medida, el escenario natural de este librepensador es la Comedia del Arte, un  infinito minué donde su leyenda amorosa acabaría superando la inmortalidad del conde de Saint-Germain. No obstante, en su larga andadura como seductor, nada le sedujo más que conocerse a sí mismo, por encima de todas las convenciones de su época.  Doscientos años después, la apuesta del libertino veneciano mantiene la calidad de un desafío.

 

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Dos imágenes del Casanova de Fellini, con Donald Sutherland

 

Conviene recordar que él no aceptaba el placer sin riesgo ni el conocimiento sin transgresión, pues ya no quedan pensadores que transgredan, ni más placeres prohibidos que los de la  pura autocomplacencia. Si entonces hubo unos príncipes del siglo encastillados en lo políticamente correcto, hoy también los hay. Pero Casanova, el pecador impecable, siempre estuvo un paso más allá, incluso de su condescendencia: Mientras ellos montan guardia en la puerta principal, él ya ha entrado por la ventana de la alcoba, buscando nuevos principios para experimentar las más viejas pasiones.

Álvaro Bermejo 

 

 

          

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Kundelatría

Kundera

KUNDELATRÍA

Álvaro Bermejo

 

Milan Kundera, el personaje preferido de los franceses. Kundera, el escritor más sexy del año. El perro de Kundera operado de urgencia. La suma de epígrafes solo es una pequeña muestra de la mitomanía francesa con relación al escritor que desde los años 70, y tras cada nueva obra, declara que abandona la escritura definitivamente. Hoy, a sus ochenta y cinco años, once después de publicar "La Ignorancia", regresa con "La fiesta de la Insignificancia". Una novela que parece clonar las tesis de "La insoportable levedad del ser" -la insignificancia, amigo mío, es la esencia de la existencia-, escrita en forma de parábola humorística, corrosiva a veces, donde reincide en su visión absurda del mundo.

 

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Tanta insignificancia, sin embargo, contrasta con el bizarro merchandaising global que la acompaña. Fiel a su imagen como el alma de Europa, Kundera decidió hace años publicar las primeras ediciones de sus libros en países extranjeros. Así, esta ha aparecido primero en Italia, ahora lo hace en Francia, y no llegará a España hasta septiembre. Todo ello no hace sino multiplicar la expectación, y aun más los ditirambos de la crítica  canónica que, en París, alcanzan la cúspide de lo irrisorio. No obstante, en este país apasionado por la cultura se da un fenómeno curioso: todo aquello que en los foros parnasianos se presenta como sublime, se ve literalmente despedazado por la otra crítica, no exenta de vacas sagradas, esa que se escribe en bits. Desde su blog, Frédéric Beigbeder valora lo último de Kundera como una obra tan moderna como un lienzo de Vassarely, aunque presentado como una escritura en kit, en plan móntelo usted mismo, un libro Ikea. No menos demoledor, Assouline dinamita su estatus de intocable y lo valora como una monumental decepción. Los personajes resultan patéticos, los diálogos penosos, el estilo lamentable, la estructura grotesca. ¿Y si todo formara parte de la estrategia de Kundera?

 

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Así como su literatura, por más profunda que se presente, deriva hacia una decadencia insignificante, se diría que el mundo discurre por una senda paralela: a más ruido mediático, más insignificancia real; a mayor banalidad, cifras disparadas en los índices de ventas.  

Al compás del vals de los adioses hemos entrado en los tiempos de la risa y el olvido. Lo dice la "kundelatría" galopante, pero también lo dijo Macbeth -la vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que no significa nada-, y seguimos igual. Entonces, ¿por qué seguir escribiendo?

 

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Álvaro Bermejo

 

 

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Juntacadáveres

 

Juntacadaveres

 "JUNTACADÁVERES"

Álvaro Bermejo

 

Las recientes conmemoraciones en torno al Día del Libro han tenido como gran protagonista la búsqueda del esqueleto de Cervantes en el convento madrileño de las Trinitarias, donde el ilustre manco pidió ser inhumado. ¿Fervor científico  o puro morbo necrófago? Temo que ambas pasiones conecten con la más posmoderna de las nuestras, como es la gastronómica, y el  padre de Don Quijote acabe servido como un plato de diseño en el Celler de Can Roca.

Muy lejos de eso, en un París espectacular -c'est le Printemps-, los franceses se preguntan: ¿Es necesario hacer de la lectura una causa nacional? Nuestros vecinos afectan una curiosa paradoja: a medida que decrece el censo de lectores, su valoración del libro aumenta a ritmo exponencial. Según el Sindicato Nacional de la Edición los galos  otorgan a los libros un grado de confianza superior a la prensa (16%), la televisión (15%) o internet (7%), con un rotundo 40%. Y sin embargo, su índice de lectura ha caído del 57% al 54%. Un drama insignificante si lo comparamos con la implosión española -estamos a la cola de Europa, con un 39%-. No obstante diarios como Le Figaro ponen el grito en el cielo reclamando "una movilización nacional".

La paradoja francesa tiene su anverso en la española: en 2013 se publicaron en nuestro país más de 80.000 títulos, muy por encima de los 65.000 de Francia. Somos el tercer productor de libros europeo y, pese a todo ello, junto con nuestros paupérrimos índices de lectura, la facturación resulta calamitosa. Verdaderamente nuestro sector del libro exhibe anomalías dignas de un Expediente X.

 

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Ayudaría mucho a entenderlo la pésima gestión de nuestras administraciones, comenzando por la del ministro Wert, el desinterés de los medios hacia todo aquello que no sea comestible y, sobremanera, la devaluación absoluta de la cultura en nuestra sociedad.

 

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Pese a ser el autor del primer gran best-seller europeo, Cervantes murió pobre, "menguado de esperanzas", y limosneando al Conde de Lemos. Si dan con sus restos confirmarán lo que ya sabemos: que era diabético, que perdió la movilidad de un brazo, que apenas le quedaban seis dientes. Sin duda, el mayor homenaje que cabe rendirle pasa por leer su obra. Y esta, por fortuna, no está sepultada en ningún convento, sino a la vista de todos en mil y una ediciones.

¿No sería más urgente que la ciencia indagara por qué hemos dejado de leerlo? Misión imposible, apostrofan en Francia. En España huelgan las preguntas: venden más los cadáveres que los libros.

Álvaro Bermejo

 

 

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Napoleón, periodista

Napoleon

NAPOLEÓN, PERIODISTA

Álvaro  Bermejo

 

Desde su entrada en París un 18 de Brumario hasta su muerte en Santa Helena, la figura de Napoleón ha provocado un verdadero frenesí exegético. A tanto ha llegado la hagiografía del Gran Corso, que incluso ciertos esotéricos han llegado a postular que nunca existió, que más que un hombre fue un mito solar, un deslumbramiento. No obstante, si la historia y la leyenda tienen sus propios cauces, hay un aspecto de la personalidad de Bonaparte que permanece casi inédito, pese a que pudiera resultarnos uno de los más contemporáneos. Pues, así como hubo un Napoleón de las grandes frases que todos conocemos -ante las pirámides, ante un concierto de Beethoven o ante el descubrimiento de la electricidad-, también hay otro Napoleón, sin duda bastante menos conocido, tan fascinado por la letra impresa que, según la maledicencia, pasaba más tiempo en la redacción de su periódico,  Le Moniteur, que en la alcoba de Josefina. 

 

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En contra de lo que pudiera pensarse, aquella era una época donde la Prensa ya ocupaba un lugar importante en la sociedad. Lo cuenta Stendhal en su autobiografía novelada, La vida de Henry Brulard: "Mi padre, que se creía un noble arruinado, leía todos los periódicos, y en ellos seguía el proceso contra el rey ( Luis XVI ) como hubiera podido seguir el de un amigo íntimo o el de un pariente". Por supuesto, Napoleón también los leía entonces, pero con otro propósito que fue madurando a medida que maduraba su asalto al poder.

 

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En 1796, dejó de sentirse un simple general y comenzó a entrever que las grandes batallas del futuro habrían de librarse en el campo mediático. Un 26 de Agosto, escribe al Directorio desde Milán, sobre la conveniencia de que algún periódico oficial rectifique los absurdos de la prensa parisiense en torno a su persona. Como el Directorio apenas contaba con un pobre libelo, el Redacteur, incapaz de hacer frente a la oposición, y puesto que los embates de ésta llegaban hasta Italia, no vacila en saltar de las cureñas a las rotativas y funda su primer periódico, Le Patriote Français a Milán, con la intención de que sus cañonazos mediáticos llegasen hasta Francia. En uno de sus editoriales, invita a la nación francesa a "no despreciar su opinión". En otro,  propone al Directorio que haga cerrar los clubes políticos, que haga romper las prensar del Memorial y del Quotidien y, en suma, que funde cinco o seis buenos periódicos constitucionales, a imagen y semejanza de su ejemplar diario político. Como el Directorio no le hace demasiado caso, funda otro, La France vue de la Armée d'Italie. Journal de politique, d'Administration et de Litterature française et Ètrangere. Desde luego, el proverbial laconismo napoleónico no tuvo su reflejo en sus cabeceras. Sin embargo, sus pretensiones ya imperiales no podían ser más explícitas, pues ahora su campo de acción abarca desde la política hasta la literatura "francesa y extranjera". Tanto es así que ya en ruta hacia la Campaña de Egipto, nada más desembarcar en Alejandría y luego mientras hunde su artillería entre las dunas, aún tiene tiempo para fundar dos periódicos más: el Courier d'Egypte y La Décade Egyptienne.

 

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Por  más surrealista que se nos antoje imaginar a Napoleón fundido dentro de su gabán y sudando tinta entre tipógrafos y tinteros, a cuarenta grados a la sombra, lo importante del caso es que había descubierto dos cosas tan importantes como la piedra Rossetta: la enorme influencia de los periódicos, y la certeza de que esa gran máquina de guerra no puede confiarse a un simple periodista.

En su Historia de la Literatura Francesa, Gustave Lanson dedica tres páginas a describir el estilo oratorio del Corso: "el 18 Brumario -dice- hizo callar a los oradores durante quince años. Había aprendido a gobernar por la palabra y tenía sobre los diputados de la Montaña la ventaja de ser más preciso y menos verboso, e inventó una fórmula nerviosa, que parecía una aplicación literaria de la voz de mando militar, y que mantuvo hasta los escritos finales de Santa Elena". Probablemente, fue ese estilo el que puso en práctica y en prensa, una vez que tradujo su golpe de estado en las cabeceras del diario revolucionario por antonomasia: Le Moniteur.

 

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Hasta entonces, la historia da cuenta de un Napoleón stendhaliano. El heredero de los grandes tiranicidas romanos, como Bruto y Escipión, que cuajaba su oratoria de alusiones a Tito Livio, a los vencedores de Tarquino, a esos héroes de la antigüedad reconvertidos en personajes de la Convención, tal como los pintaba David en sus entusiasmos republicanos. Ahora bien, mientras prepara su paso de Primer Cónsul a Emperador va dejando en el camino todos sus ornamentos enfáticos y descubre un estilo directo, absolutamente periodístico, hecho de grandes titulares pensados para circular fácilmente por el alma de la multitud.

La multitud sin embargo, recelosa de los poderes absolutos, sigue comprando los periódicos de la oposición. Y Napoleón intuye que si deja libertad a la prensa, no durará en el poder más de tres meses. Sin vacilar, promulga un decreto por el que se suprimen todos los periódicos del país, a excepción de trece, ¿ que serían los más napoleónicos ? No, Bonaparte es más sutil y lo justifica así: "porque son los únicos que pueden reconciliar a la República con Europa". Bajo otro tópico de plena vigencia, el de la sacrosanta europeidad, comienza a ejercer una censura patriótica que llega hasta los últimos rincones de su revolucionaria aldea global. La Gazette de France publica la noticia del suicidio de un humilde portero afecto al régimen, la censura lo castiga. La Vedette de Rouen se burla de que el director del instituto local ha plagiado unos versos del Telémaco para elogiar al Primer Cónsul: suprimida. La République Democratique advierte que aumenta el precio de los cereales: conculcada.

Arrastrando ya los armiños imperiales, con el cetro en una mano y una resma de cuartillas en la otra, Bonaparte entra a cualquier hora del día y de la noche en el palacio donde se imprimía el Moniteur y mantiene en actitud de firmes a toda la redacción, mientras corrige una a una las noticias que se van a publicar al día siguiente, y de su puño y letra, escribe: "L'Ami des Lois dice que el Emperador está preparando una fiesta que costará doscientos mil francos. Burda falacia  la suya, pues el Emperador sabe de sobra que doscientos mil francos representan el sueldo de una brigada durante seis meses". En otro ejemplar, su pluma sale en defensa de madame Josefina: "Cómo se puede creer que la Emperatriz haya encargado un coche a Londres, estando a la vista de todos que pasea en el orgullo de Francia". Y por si esto fuera poco, su celo imperial llega hasta improvisar un libro de estilo: Donde dice "En vista del embarazo de la Emperatriz", resultaría más propio del Moniteur decir: "En vista del estado de la Emperatriz".

 

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Ciertamente, tanta delicadeza en los medios contrasta con el evidente totalitarismo de los fines. Pero como un auténtico adelantado de la modernidad, Napoleón sabe ya que la opinión no se conquista sólo por medio de grandes editoriales, sino también a través de la manipulación hasta de las pequeñas notas de sociedad que la ciudadanía lee creyéndose en ellas a salvo de la ideología. Tanta fue su eficacia que, incluso después de la caída de Bonaparte, los prebostes de la Restauración abundaron en sus prácticas, e incluso llegaron a crear una Sociedad de las Buenas Letras, a la que había de afiliarse todo periodista o escritor que quisiera seguir disfrutando de las prebendas del régimen. Y una vez más, el mismo Stendhal que perdió su admiración por Napoleón leyendo el Moniteur -"Sus artículos eran máquinas de guerra"-, lamentará que se afilien a ese sindicato glorias nacionales como Víctor Hugo o Alfred de Vigny.

 

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Dos siglos después, sería excesivo decir que en todo periódico haya latente una tentación napoleónica, pero sí es cierto que toda forma de poder aspira a una forma de control sobre los medios. Sin descubrir nada en lo general, el general Bonaparte sorprende sin duda en lo humano, al imaginarlo también como periodista. Y sería de ver hoy un caso semejante en un presidente que se apeara del rango y de la gloria, para sentarse en una mesa de redacción afecta a su gobierno y escribir su versión de los hechos incluso en las secciones más insignificantes.

 

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Aterrador como sería en sus fines, no dejaría de ser bastante divertido en los medios, a condición de que nos regalaran con alguna perla de ingenio como las que prodigaba el ciudadano Bonaparte: "¡Siempre hay algo que arreglar en esas máquinas!", escribió colérico en cierta ocasión. Pero  esa vez no se refería a los periódicos. Por fortuna, sólo estaba hablando de mujeres.

Álvaro Bermejo 

 

 

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Cien años sin Gabo

 

Gabo

CIEN AÑOS SIN GABO

Álvaro Bermejo

 

Es fácil saber cuáles son los libros menos leídos en esas bibliotecas salpicadas de enciclopedias y destellos dorados que uno ve en ciertas casas: la Biblia y el Quijote. Suelen ser los más conspicuos en los anaqueles y los más barrocos en su grotesca presentación, por lo general repujados en cuero y, de ser posible, con las iniciales del propietario, obsequio de la editorial que logró vendérselo en cómodas cuotas mensuales. Mientras más ostentosos los dos tomos, menos leídos. Si uno los examina por dentro los hallará vírgenes de huellas digitales y, por supuesto, de anotaciones en lápiz o referencias al margen.

Acaba de morir Gabriel García Márquez y la noticia que aflige a la literatura mundial me produjo de golpe el incontrolable temor de que muy pronto, aprovechando la ocasión, salgan a la venta unos enormes tomos de "Cien años de soledad" diseñados para ocupar silencioso lugar al lado de la Biblia bañada en oro y el Quijote de piel labrada. Es decir, para que muchos clientes adornen con ellos la sala de su casa. Pero no los lean.

Son más que justos los homenajes que se rinden a Gabo como conquistador de utopías, como colombiano ilustre, como buscador de la paz, como promotor del vallenato, como personaje divertido, como amigo. Pero el único tributo genuino que se le puede brindar como escritor es leerlo. ¿Cuántos de los que hoy lo lloran han leído algunas de sus novelas? ¿Cuántos saben el nombre del coronel a quien nadie escribe? (No: no es Aureliano Buendía). ¿Cuántos de los que citan de memoria la primera frase de "Cien años de soledad" ("Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento…" etcétera) se han sumergido a placer en las aguas de las 359 páginas restantes de esa que los sabios catalogan como la máxima obra de la literatura castellana después del Quijote? Y, hablando del Quijote, está demostrado que solo una mínima porción de los que hablan nuestra lengua han recorrido sus dos tomos, pese a que muchos de ellos recitan, o por lo menos reconocen, aquel memorable inicio: "En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme..." (otra vez etcétera).

 

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Millones de adolescentes han huido para siempre de Cervantes porque los obligaron a leer el Quijote, pieza maestra que solo se disfruta unos años más tarde, cuando Alonso Quijano ya no tiene que competir con Skype y WhatsApp. Quizá con García Márquez suceda algo semejante. Pese a su enorme popularidad, unida a su  aparente facilidad, su obra  sigue siendo una de esas incógnitas que, cuanto más transparentes, más preguntas suscitan. Fue capaz de materializar el pensamiento de una época a través del realismo mágico, pero también de fusionar  a Joyce con Faulkner, a Borges con Virginia Woolf, y hacer de todo ello algo parecido a un hilo de Ariadna para perdernos y reencontrarnos en el mismo laberinto.

 

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En contra de lo que se acepta comúnmente, hay en su obra una decisión de romper con la literatura tradicional latinoamericana del momento, con el costumbrismo y el criollismo, y quizá su grandeza radica más en construir un sistema de conocimiento que trasciende la racionalidad occidental, presentando la realidad como conglomerado de percepciones y acontecimientos coexistentes en los que diversas formas de pensamiento (el racional, el emocional, el mágico, el histórico, el femenino y el masculino), se superponen en una obra literaria de infinitos registros. Sabemos que "Cien años de soledad"  fue una novela que desbordó cualquier "plan de mercado" editorial, si es que en ese momento realmente el plan era tan evidente como en nuestra época. Sus ventas se basaron en el voz a voz, la novela se leía como pan caliente. Hay muchos mitos en torno a esta novela, como la historia de que Carlos Fuentes, cuando la leyó, llamó a Octavio Paz a decirle que se había escrito la novela del siglo XX, o las historias que circulan sobre el silencio en que había caído García Márquez. Llevaba varios años en la labor de pensar la novela y no lograba encontrar la manera de escribirla.
Gabo3Algunos escritores han contado que al conocerlo en México se enfrentaron a un escritor sumido en el silencio, hasta que un día, al salir de viaje con su mujer y sus hijos, cuenta que encontró la manera de narrarla y mandó al traste las vacaciones de todos porque se regresó a escribir.

Lo cierto es que García Márquez se preparó más de dos décadas para escribir esta novela. En su juventud incluso empezó por escribir poesía, pero la abandonó rápidamente; luego escribió cuentos y adquirió cierto reconocimiento por ellos; hizo muchos artículos sobre cine, crónicas periodísticas, género que dominó con maestría en poco tiempo. Y, sin embargo, hay en él una cierta pose de que su literatura le sale de manera natural, que sólo con lo vivido en su infancia y las palabras de su abuela ha sido posible hacer una obra tan compleja como la suya. Probablemente el mundo que vivió en la costa colombiana ha sido materia fundamental para componer su obra, pero lo que no podemos perder de vista es que dedicó años a comprender la literatura más avanzada de su tiempo, y a abrir un lugar para sus historias a través de una manera genuina de contar. Su obra se articula gradualmente hasta llegar a "Cien años de soledad".

 

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García Márquez conoce su arte poética, sabe qué se propone. En su texto "La soledad de América Latina" dice que la realidad latinoamericana, ya denominada por Carpentier como la realidad de "lo real maravilloso", es un mundo que excede la racionalidad en la que vivimos en cuanto a herederos huérfanos de la modernidad occidental. Sin embargo, el problema fundamental para él fue mostrar que eso no era maravilloso, que eso no era excepcional, como una antinomia entre saber y ficción, o lógica e ilógica, sino que eso maravilloso era precisamente lo cotidiano de la realidad que él habitaba. No buscaba exotizar el mundo latinoamericano, como sí lo hizo Breton en su momento o el posmodernismo sesenta años después, sino más bien dar cuenta de otros paradigmas de habitar y comprender el mundo. Es decir, lo que para un norteamericano o un europeo que mira Latinoamérica resulta muy extraño (que mientras pasa un  tren de alta velocidad también transite una carreta con un burro), y por lo tanto, es entendido como lo exótico, en el sistema de Cien años propone una inversión: se trata de volver insólito lo que parece normal, el hielo, por ejemplo, y volver normal lo que en ese mundo del afuera podría ser leído como insólito. Finalmente no lo leemos así, pues la lectura que se hace por fuera es una lectura que vuelve a reelaborar la noción de lo insólito, naturalizándolo como relato.

 

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Precisamente, la inteligencia de esta novela  pasa por la manera en que cuestiona la cultura letrada como modelo a seguir en la fundación de las naciones latinoamericanas. En vez de reivindicar esa cultura como propone Ángel Rama, "Cien años de soledad" hace del mundo culto a la europea un espacio apocalíptico de pérdida de sentido, una performance de destrucción.

Al final de Cien años, Aureliano Babilonia en medio del viento final que se lleva la ciudad de los espejismos para siempre y con ella a él mismo, logra descifrar los manuscritos de Melquíades gracias a la capacidad, antes nunca conocida, de entender la historia como aglomeración y no como secuencia, y se nos cuenta que lo contenido en esos manuscritos "era la historia de la familia, escrita por Melquíades hasta en sus detalles más triviales, con cien años de anticipación. La había redactado en sánscrito, que era su lengua materna", y lo más intrincado de esa historia radicaba en que Melquíades "no había ordenado los hechos en el tiempo convencional de los hombres, sino que concentró un siglo de episodios cotidianos, de modo que todos coexistieran en un instante". La lógica de la historia como evolución de causas y efectos es confrontada por una cultura de lo increíble que no necesita traducirse y que más bien ha creado uno de los testimonios, probablemente apócrifos como el Aleph borgeano, que dan cuenta de otras maneras posibles de entender el tiempo y la realidad. Aureliano Babilonia finalmente cumple con la maldición de la familia que reza que aquel que logre ser "letrado" causará y presenciará el fin de la estirpe. Cuando él logra leer los manuscritos es precisamente el momento en el que todo desaparece. Él es el letrado, el antropófago, el incestuoso: el que devela la historia en la suma simultánea de todas las cosas.

 

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"Cien años de soledad" jalona tiempos diversos y los hace coexistir. Se superponen tiempos míticos, históricos, mágicos. Y esta cronología redunda en la forma de contar la novela. Ninguna de las expresiones del tiempo que presenta puede existir separada de otras. La novela se inicia con el coronel ante el pelotón de fusilamiento, mirando hacia atrás todo lo que nosotros vamos a leer en adelante y esa oscilación hacia el pasado más remoto será permanente en la novela. La historia, que debía mostrar la evolución, involuciona, se hace refractaria a los modelos de conocimiento del tiempo moderno. En ella las causas, en el mejor sentido borgiano del término, se superponen. La llegada de Francis Drake, siglos antes, para que se encontraran José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán, resulta tan necesaria como ese encuentro para que un siglo después uno de los de su estirpe descifre, a la vez, en un tiempo mítico, no por cíclico sino por superpuesto, fantasmagórico, el destino de todos y cada uno de sus protagonistas.

 

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No hay un acontecimiento de la novela que no esté atado a causas, a veces sin sentido racional, y que además no esté contado en diálogo con sus pasados y sus futuros. No es la novela de la saga, es la novela del tiempo, de sus variaciones, del lenguaje y sus vicisitudes. Para algunos lectores la mayor dificultad consistía en seguir el árbol genealógico de la familia: esa era una ilusión moderna, ordenar la historia y la narración de los hechos. En realidad la dificultad que impone la novela es de una riqueza que aún no ha sido totalmente valorada. Nos enfrenta con la incapacidad de la modernidad para, a la larga, hacer caso omiso de ciertos conocimientos -míticos, indígenas, afectivos y sensoriales-, que en su afán iluminista necesitaba dejar por fuera.

 

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Lo insólito deriva en una variedad de mundos posibles. El imán, el hielo, que pueden representar el desarrollo, son convertidos en mecanismos de creatividad para José Arcadio, en campos simbólicos de la locura humana ante su propio devenir desarrollista. Y, sin embargo, son magia, vistos por la novela como el anverso, el extramuros, el excedente de un mundo organizado por sus propias reglas. La novela recoge una mirada sobre la ciencia y al mismo tiempo la asume desde un lugar completamente mágico, por eso José Arcadio termina amarrado a un palo, loco, con su conocimiento amedrentado por el saber "racional".

El final de la novela no guarda esa idea de lo insólito como expresión de la realidad: Amaranta Úrsula nunca se va a levantar de la muerte, ahí la realidad es atroz, y el "letrado antropófago" va a descubrir su propia historia, casi como si fuera Dios, para dejar de ser el mismo y perderlo todo.

 

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La nación como un acto de la palabra -una nación logocéntrica- se desintegra, y a lo largo de la novela misma, teje un espacio fundacional que restituye lo "increíble" como cotidianidad y lo instaura como una forma poderosa de hacer del territorio un lugar donde la razón está siempre desbordada por una cultura que se sabe múltiple. Todos los tiempos vuelven a coexistir en el final. El mundo prehistórico que vimos en el comienzo nunca dejó de existir, y las causas vuelven a repetirse en el espejismo de esa ciudad que se deshace en sus propios relatos.

 

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Tanto como un laberinto circular la obra de García Márquez es sin duda un destino y una travesía que, a ambos lados del Atlántico alberga claves profundas sobre cómo hemos construido nuestra propia historia al tiempo que esta, entendida ya como un relato sin autor,  transforma vertiginosamente nuestras sociedades: de premodernas a  modernas, de posmodernas a globalizadas y corporativizadas.

Hoy más que nunca vuelve a ser acuciante la necesidad de contar y recontar nuestra historia desde el anverso de "Cien años de soledad". Mucho me temo que aunque el coronel tenga quien le escriba, tendrán que pasar cien años más antes de que la magia vuelva a visitarnos

 

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El teatro de la duda

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EL TEATRO DE LA DUDA

Álvaro Bermejo

  

Tal vez por aquello de que a la fuerza ahorcan, nos hemos habituado a calificar nuestra actualidad mediática con términos teatrales que oscilan desde la tragicomedia al esperpento.  Pero, en realidad, la prefiguración de este escenario de la temperatura nacional, donde la vida parece cualquier cosa menos un sueño, se estrenó hace cuatro siglos de la mano de un implacable clérigo, paladín de furia integrista de la Contrarreforma y sin embargo padre de un hijo ilegítimo, portavoz de una multinacional llamada Monarquía Hispánica y víctima de su propia ortodoxia. El mismo que fue bien capaz de escribir las comedias de capa y espada más gozosas y mundanas, las mojigangas y entremeses más irreverentes, las parodias más sangrantes del absoluto de la honra. Y como corolario, la subversión de hacer estallar la condición humana en toda su angustia existencial, pues  el delito mayor del hombre es haber nacido. Como nació él, complejo y contradictorio en pleno corazón de un Siglo de Oro que fue más bien, por la ambigüedad de sus rostros, el Siglo de Jano.

 

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Desde sus primeras obras una de las caras de Calderón siempre miró atrás, hacia el fulgor del imperio, hacia el mundo medieval de las razones dogmáticas y los autos sacramentales.  Pero con la otra tuvo que enfrentarse al conflicto entre el orden oficial y el desorden  usual de la España de la decadencia, hacia esa colisión cotidiana entre la mística y la picaresca, hacia esa insurrección continua en que vivió el país durante el gobierno del rey libertino, Felipe IV, y de su hijo el Hechizado.

 

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Casa torre de los Calderón de la Barca, en Viveda, Cantabria

Y casa de Calderón, en Madrid

 

Por su extremada lectura del honor la Historia convirtió su apellido en adjetivo, y hoy llamamos calderoniana a toda infatuación llevada hasta sus últimas consecuencias. Voltaire, traductor de En la vida todo es verdad y mentira, calificó esta tragedia como una "democracia bárbara" que hacía merecedores de la Inquisición a todos los españoles. Sin embargo ya en vísperas de la Revolución Francesa, Collot D'Herbois no vaciló en adaptar El Alcalde de Zalamea, mientras la ejecución del capitán por orden de Pedro Crespo engrasaba la democrática cuchilla de la guillotina.

 

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Como en Fuenteovejuna, también aquí el pueblo  soberano venga un abuso de poder. Pero Calderón da un paso más al cuestionar desde el poder mismo -ya era el dramaturgo oficial de la Corte-, tanto la corrupción urbi et orbe como la peligrosa Razón de Estado. "¡Oh, necia Razón de Estado! -hace decir a uno de sus personajes-, ¿Qué no harás, di, si hacer sabes del delito conveniencia?". En Argenis y Poliarco se responde a sí mismo por medio de los dioses griegos: "Pues el poder, tal vez siendo interesado, por el bien de su reino entero, con capa de justiciero, mata por razón de Estado". Y al cabo, en un auto sacramental, Las pruebas del Segundo Adán, hasta llama a "perseguir a Dios por Razón de Estado", mientras se atreve a poner en escena al mismo Cristo pasando las pruebas de limpieza de sangre y defendiéndose de los pecados originales de sus ascendientes.

 

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Si tanto atrevimiento le costó un proceso inquisitorial, la condena de Calderón por parte de la posteridad fue unánime: demasiado dogmático, demasiado monolítico, demasiado antipático ante todos los prebostes de la corrección política que no supieron juzgar su obra desde el imaginario de su tiempo. Una vez más, como tantas sucede en nuestra Historia, tuvieron que llegar otras voces para rehabilitarla. Primero Goethe, quien justificó el estreno de El príncipe constante en Weimar alegando que "si toda la poesía del mundo desapareciera, se podría restaurar con esta pieza". Bien sabía lo que decía, porque al menos él restauró el mito de Fausto por medio de otra de las grandes comedias calderonianas, El mágico prodigioso. Un siglo después, Wagner se encierra a solas con Calderón para escribir su Parsifal. ¿Por qué? Porque otra de las grandes claves del Gran teatro del mundo calderoniano es  hacer del teatro mismo una obra de arte total. Antes que Wagner, Calderón crea un orbe absoluto, una estética abarcativa, un colectivismo escénico donde funde todas las artes, pues comprendió con certero instinto que el teatro, como la vida misma, es fundamentalmente representación. Por medio de las más fastuosas  escenografías virtualiza efectos especiales verdaderamente hollywoodienses, como el hundimiento de barcos o el vuelo de dioses y héroes. Es el otro Calderón, el vanguardista que ilustra su teatro con imágenes en vivo dignas de la Fura del Baus, por ejemplo, levantando sobre el tablado las mismas hogueras de la Inquisición.  El que prefigura las actuales sit-com con sus comedias de enredo, como Casa de dos puertas. Un inusitado Calderón feminista que pone en boca de una reina -en Afectos de odio y amor-, las palabras con que justifica la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. El mismo que desenmascara a los Donjuanes al uso, "que lo mismo inclinan a las angostas vizcaínas que a las anchas castellanas". En fin, hasta un Calderón gastronómico que enfrenta a la Francia del Carnero Verde con la España de la Olla Podrida.

 

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Como podrida estaba aquella España de la Decadencia, con sus doscientos mil limosneros con cédula sobre una población de apenas nueve millones de habitantes, la de los validos que hacían y deshacían a su antojo. Y alzando el telón en el corral de comedias, un autor consciente del peligro de dar un paso más allá de tantos tribunales, un Calderón que escribe teatro áulico para los reyes y los comendadores, pero que no se priva de ejercer la sátira por medio de sus criados. Como el que escarnece los sermones del Paravicino en La dama duende. O como el genial Pasquín que justifica su estulticia diciendo: "si no digo lo que pienso, ¿de qué me sirve estar loco ?".

 

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Es lo mismo que se pregunta, ya sin sombra de ironía, el Segismundo de La vida es sueño, posiblemente la más grande de todas las obras del Teatro español, y sin duda una de las más contemporáneas.¿ Por qué ?

 

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Ilustración y escenografía de Dalí para La vida es sueño

 

Tal vez porque su angustia existencial es la nuestra, pero también porque anticipa la modernidad al entender el mundo como representación, y, en suma, porque al enfrentarse al destino inaugura la responsabilidad del hombre en la construcción de su propia historia. No es casual que su sueño fuese la fuente primordial de toda una genealogía de sueños teatrales que van desde Kleist a Strindberg y de Pirandello a Woody Allen. Mientras Edipo es condenado a actuar, Segismundo es condenado a soñar. Ésta es su realidad. ¿ Pero qué clase de realidad es el sueño ? Ni más ni menos que la que nos ocupa. Una realidad donde lo virtual se ha convertido ya en la forma preponderante de lo real, donde hemos reconvertido el honor en el prestigio mediático, donde la Razón de Estado bien puede invertirse en razón de locura.

 

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Más denso que Shakespeare, más complejo que Lope, Calderón convierte toda certeza en problema. Hace tres siglos, mientras Descartes escribía el Discurso del Método, el puso en escena el Teatro de la Duda. Por eso el mundo es hoy más calderoniano de lo que parece. Un conflicto que puede ser prisión de la cuna a la sepultura. Un gran teatro libre y abierto donde todo lo visible es mentira, menos esa verdad oscura que sustenta todas las tramoyas.

 

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Cien años en paz

 

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CIEN AÑOS EN PAZ

Álvaro Bermejo

 

En uno de sus mejores ensayos el escritor mexicano Carlos Fuentes hablaba de un espejo enterrado donde se reflejan las sangres hermanas de España e Hispanoamérica. No es preciso remontarse al tiempo de los aztecas ni al de los conquistadores. Si hubo un mestizaje verdaderamente fértil entre las cien culturas de las dos riberas del Atlántico, uno de sus exponentes es el gigante de quien en estos días celebramos su centenario. Octavio Paz creó una obra de fusión global donde se enlazan los mitos precolombinos y los hispanos, la literatura oriental y la poética universal, nacida de la unión de inteligencia, imaginación y pasión crítica. En el centenario del poeta-pensador, la vitalidad y vigencia de su legado se renuevan con la lectura de sus ensayos y poemas, sin necesidad de incienso ni bronce. Su defensa indeclinable de la libertad en el arte y la política, la brillantez de su mente y la luminosidad de su poesía lo situaron como protagonista de la literatura y la cultura mundiales del llamado siglo corto, iniciado con el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914 -fecha de su nacimiento-, y que concluyó como proceso histórico en 1989 con la caída del Muro de Berlín y la consecuente disolución de la Unión Soviética. Ambos acontecimientos fueron celebrados por el autor de Tiempo nublado como un triunfo de la libertad.

     

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Desde muy joven, Paz fue uno de los primeros escritores de lengua española en denunciar la existencia de campos de concentración en la tierra de Stalin,  condenó la invasión de Checoslovaquia y criticó el régimen de Fidel Castro con la misma rotundidad con que denigró la matanza de Tlatelolco. No le salvó del anatema dictado contra él por la impecable izquierda europea y americana, que culminó en la oprobiosa quema de su efigie frente a la embajada estadunidense. Su voz libertaria, fundamental en el proceso democratizador de toda Hispanoamérica, aún resuena dentro de la caverna de una cultura política autoritaria que se niega a morir. La historia le dio la razón y se la sigue dando.

 

Su compromiso con la libertad y la ética guió también  su propia creación poética, lo acercó a las vanguardias literarias y artísticas de Europa y América, convirtiéndolo en interlocutor privilegiado de los escritores, artistas y pensadores más destacados de su época. Muchos de ellos fueron colaboradores de las revistas literarias que él impulsó, fundó o dirigió como Plural y Vuelta.  Su participación en el movimiento surrealista y en el Congreso de Escritores Antifascistas durante  la Guerra Civil Española lo vacunó contra el opio de las ideologías y estimuló el espíritu crítico que inspiró su vida y su obra.

 

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Dos imágenes de Matshuo Basho

 

La portentosa vastedad de su horizonte intelectual, iluminado por la permanente alianza de rigor y belleza, abarca desde el arte precolombino hasta la poesía de Matsuo Ba­sho; del análisis crítico de la Revolución Mexicana y del sistema político que surgió de ella, a la condena de los excesos del capitalismo; de la exaltación del erotismo tántrico, a la reflexión sobre la fraternidad humana; del ensayo literario, a la crítica de arte; del análisis sobre el significado de ser al mysterium tremendum de la metáfora y la creación poética.

 

El lenguaje -"la visible invisibilidad del espíritu", como lo concibió Hegel- fue uno de los centros de su pensamiento poético, sustentado en la confluencia de creación y reflexión. Todo lo humano es lenguaje y significación, afirma Paz en El arco y la lira, obra seminal de su poética. "La poesía es conocimiento, salvación, poder, abandono. Operación capaz de cambiar al mundo, la actividad poética es revolucionaria por naturaleza; ejercicio espiritual, es un método de liberación interior. La poesía revela este mundo, crea otro. Pan de los elegidos, alimento maldito… Locura, éxtasis, logos".

 

Conocedor, como Heráclito, de la armonía de opuestos que gobierna la existencia humana, emprendió una  incesante búsqueda del ser del hombre en toda su complejidad. Nada de lo humano le fue ajeno: desde la grandeza de la inspiración artística o el goce erótico, hasta las miserias de la política o la mezquindad de la envidia, esa "caries del alma", como la llamó María Zambrano.

 

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Matanza de Tlatelolco. México, 1968

 

El laberinto de la soledad está habitado por un sentimiento dual  análogo al expresado en un poema de Catulo: "Amo y odio, ¿por qué?, no sé, pero lo siento y me torturo". Dicha dualidad crítica nutre también otros ensayos clave, como Posdata o El ogro filantrópico: hora cumplida. La actualidad de esos y otros de sus textos políticos se refuerza convirtiéndolos en lectura obligada ante el riesgo de un renacimiento autoritario encubierto bajo el manto de un laberíntico disimulo.

 

 

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Dos imágenes de Juana Inés de la Cruz

 

Así como Flaubert dijo en alguna ocasión: "Madame Bovary soy yo", el autor de Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe tuvo una profunda admiración y afinidad con la hija del adelantado vasco Pedro Manuel de Asbaje, a quien considera una de los mayores poetas de nuestra lengua, "sólo comparable hasta fines del siglo XIX, en la América hispana, con Rubén Darío y, en la América de lengua inglesa, con Whitman y Emily Dickinson".

 

La obra de Paz y Sor Juana surgen de la misma fuente, tal vez la de Castalia, de donde emanaba la sabiduría en la mitología griega; pero con una diferencia: Paz pensaba que religión y poesía son dos tentativas por abrazar la otredad, ambas son una revelación, pero la poesía no tiene dogmas. Él tampoco los tuvo. Ni religiosos, ni mucho menos  los surgidos de las ideologías políticas, "esas formas inferiores del pensamiento religioso".

 

 

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Alquimia Sexual en Occidente

 

Acaso el tema primordial de su obra poética es el del erotismo y el amor. De los poemas incluidos en Libertad bajo palabra (1935-1957) a los de Árbol adentro (1987) se experimenta un tránsito del erotismo blasfemo al amor como eucaristía. Un itinerario similar se da entre su ensayo Conjunciones y disyunciones (1969), y La llama doble (1993).

 

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Hablaba de sí mismo, de su propia experiencia convertida en presente perpetuo desde que conoció a su musa definitiva, la francesa Marie-Jose Tramini, fuente de inspiración de  su poesía amorosa a partir de Viento entero, publicado en 1965, un año después de su boda en la India.

 

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Maithuna

 

Si todo presente es perpetuo, infinito en su condición de laberinto, el de Paz concluyó con un canto a Maithuna (cópula, en sánscrito), mientras su casa de Coyoacán, y en particular su biblioteca, era pasto de las llamas en un incendio accidental. No importa, cien años después sus libros siguen siendo indestructibles, rabiosamente actuales, sabios hasta la médula.

Una lectura obligada para todo aquel que ama la literatura, la magia de la creación, el misterio del amor y todos sus sortilegios.

Lo que vale por decir la  vida misma. 

 

 

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La alquimia del tiempo

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"LA ALQUIMIA DEL TIEMPO"

   Álvaro  Bermejo

 

En una película de Buñuel, una mujer apresurada que viene de la compra, deja sobre la mesa una gran bolsa de papel y va sacando y enumerando las cosas que contenía: "El café, el pan, el azúcar, las verduras, la llave de los sueños...". Y con la misma naturalidad con que ha nombrado todo lo demás, busca un lugar para esa llave, que parece de hierro, como las que abrían las puertas antiguas, aquéllas que distinguíamos en nuestra calle únicamente por la grave resonancia de sus aldabas. Un toque para avisar a los del primero, dos para el principal, y así hasta la buhardilla, que siempre solía estar ocupada por un personaje misterioso, entre bohemio y proscrito, un alquimista del tiempo.

 

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Hoy, por esa misma alquimia del tiempo, nada nos tienta tanto como la posibilidad de que esa llave de los sueños abra dos puertas a la vez: la del ático de los visionarios y la de  los sótanos de la memoria.

 

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Las tres pirámides de Gizah y la constelación de Orión    

 

En el  Louvre aparece un papiro según el cual  descubrimos que la disposición de las tres grandes pirámides reproducía exactamente el orden de las estrellas de la constelación de Orión. En Madrid el Reina Sofía muestra la obra de Wols, uno de los artistas más enigmáticos del siglo XX, quien componía sus fábulas visuales innombrables en pedacitos de papel que, asimismo, aspiraban a un orden cósmico "más allá de la Gran Barrera Ardiente". En una selva de Méjico unos arqueólogos acaban de descubrir los jeroglíficos de una escritura que no pertenece a los aztecas ni a los mayas y que, si se descifra, agregará una nueva civilización hasta ahora ignorada en la gran memoria del mundo.

 

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Shakespeare y Cervantes

 

Si hace ya bastante tiempo que se considera al mismo Shakespeare poco menos que un seudónimo de  Marlowe, un Alquimiatiempo5investigador cervantino tan solvente como Martín de Riquer sugirió poco antes de morir una teoría cuya inquietante posibilidad no es inferior a su alta categoría quijotesca: el verdadero autor del Quijote apócrifo, aquel supuesto Avellaneda, fue un personaje de Cervantes, el bandido Ginés de Pasamonte quien, también estuvo en la batalla de Lepanto y en el cautiverio de Argel, y que siguió al ilustre Manco como una prolongación maléfica de su mano muerta, por las vastas geografías de su desventura. 

Recuerdo un 16 de junio en Dublín, el día en que se conmemora el nacimiento de James Joyce: al menos tres emisoras locales radiaban sin interrupciones una lectura de la novela Ulises. Más allá de las voces, de las calles a las plazas, territorios y personajes dublinescos se confundían en un "happening" tan festivo como vertiginoso, donde el presente había sido abolido. También la vanguardista escritura de Joyce no les concedió a sus protagonistas un futuro: les otorgó la obsesión de un pasado, un estigma, como el nuestro.

    

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James Joyce y Lepold Bloom

 

De hecho, Ulises sólo iba a ser una breve narración que añadir al volumen Dublineses. El viaje de Bloom a través de la ciudad, nuevo Odiseo en busca de sus orígenes, se transfiguraría en un bosque de setecientas páginas: es difícil tocar el fondo de la memoria. El intelectual Stephen Dedalus y el vendedor de publicidad Leopold Bloom recorren el presente con los zapatos lastrados por el barro que pisaron ayer. Es lo mismo que nos está sucediendo a nosotros. Abrimos los periódicos buscando los prestigiosos indicios del presente y sólo encontramos la llave de los sueños en las noticias del pasado lejano. Parece que el Titanic acaba de hundirse, que Van Dyck vuelve a ser el pintor de moda, que sólo se debe visitar el Prado para celebrar las nuevas salas dedicadas a Goya, y que la ruta turística más celebrada y concurrida del futuro, va a ser el milenario Camino de Santiago.

 

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Telescopio Hubble / Camino de Santiago

 

También parece que fue ayer  cuando los astrónomos dejaron colgado entre dos lunas el telescopio espacial Hubble, precisamente, para que averiguara la Edad del Universo. De un universo que cada día parece más joven, tal vez porque cada día el pasado está más presente. Hoy, tras el éxito de su primera configuración, otra de las exposiciones de obligado cumplimiento repite el título de Las Edades del Hombre.

 

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Edad del universo, edad del hombre, edad del tiempo. A medida que el futuro nos resulta más acuciante, sentimos que nos viene del pasado una continua y oscura llamada hacia las profundidades del espacio y de la memoria, hacia los abismos de la tierra y del mar, hacia el silencio gangrenado y polvoriento de las más antiguas escrituras. Reconstruir la mítica Biblioteca de Alejandría,  recuperar el código genético de los dinosaurios, recomponer las osamentas de los neandertales de Atapuerca y, si acaso, ir más allá, hasta los rituales caníbales del Homo Antecesor.

En el tedioso presente no ocurre nada que pueda despertar nuestra fascinación. En realidad, no sabemos nada de él, y nos extraviamos en la ciega proliferación de sus signos como en una selva inhabitable. Es el pasado casi lo único que nos sucede y, casi contra nuestra voluntad vivimos entregados a una arqueología prodigiosa para recordarnos, como en aquel verso de Borges, que la única cosa que  no existe es el olvido. Pues, entre el laberinto de nuestras circunvoluciones cerebrales, también se esconde la memoria infinita de todas las generaciones, de tal modo que es posible descifrar en él hasta el linaje de la primera Eva.

 

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Miguel Hernández y Josefina Manresa / Walter Benjamin

 

Al besar a su amada, Miguel Hernández sintió que en ellos dos se besaban los primeros pobladores del mundo. Por eso, el más trivial de nuestros gestos es a la vez una conmemoración y una fundación. Conozco hombres y mujeres para quienes el presente es una tierra de nadie: viven como esos apátridas que no pueden avanzar ni  retroceder, y pasan los días atrapados en la sala de espera de un paso fronterizo, como Walter Benjamin en la estación de Port-Bou. Lo único  que les sucede es algo que alguna vez les sucedió, una candente noche no abolida por el amanecer, una vida futura que no supieron alcanzar por falta de inocencia y de coraje. A su manera, cada día vuelven a desandar los pasos de Leopold Bloom, la peripecia cervantina de Ginés de Pasamonte, o, como en la última novela de Enrique Vila-Matas, la fuga de una Europa fantasmagórica, convertida en una performance de la Documenta de Kassel, donde el futuro, como el hombre de Musil, Antecessor de la Posmodernidad,  pierde todos sus atributos.

 

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Enrique Vila-Matas / Karl Krauss

 

Ese pasado que nunca acaba de pasar resulta hoy omnipresente, absorbente, totalizador, absoluto, como si tras cerrar las puertas del paraíso, ya sólo merecieran acomodarse a los hábitos del purgatorio. ¿Será ésta la lectura final de nuestra época?

 

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Karl Krauss apuntaba que inventamos historias, porque nos falta el carácter suficiente para no escribir: Pero el tiempo escribe su historia por sí mismo y por nosotros, con su lenta caligrafía indeleble. Desencantados con el presente, y proyectando más temores que esperanzas sobre la página en blanco del futuro, en cuanto nos dejan solos,  introducimos una y otra vez la llave de los sueños en esa estancia donde el pasado aun tiembla bajo nuestros pasos. Queremos descubrir en los otros que fueron, una dimensión oculta de lo que somos y seremos. Una alquimia de la memoria, que nos consienta la utopía de la transfiguración. Para seguir viviendo.

 

 

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