CASANOVA, EL POSMODERNO
Álvaro Bermejo
El primer día en que al abrirse los teatros comienzan las
máscaras, subí a la popa de mi embarcación y fui a la isla de
Murano a recoger a MM". Así se inicia uno de los capítulos
cruciales en la biografía de un personaje bien particular, el
veneciano Giovanni Giaccomo Girolamo Casanova, escritor,
aventurero, diplomático, y hasta agente secreto al servicio de la
Serenísima República de Venecia. En la capital del Carnaval, su
vida fue un baile de máscaras permanente donde se le adjudicó el
disfraz del seductor insaciable. Pero si él se definía como
"libertino de nacimiento", pues vino al mundo fruto de una relación
extraconyugal de su madre, su trayectoria fue también la de un
librepensador ecléctico que incursionó tanto en la poesía, la
comedia o la música, como en la medicina, la filosofía e incluso en
las ciencias ocultas. De hecho, hastiado de ejercer como
violinista teatral, fue su proclividad a lo esotérico lo que
le ganó, primero el favor del senador Bragadin, y después la
prisión en la Cárcel de los Plomos. Entonces Venecia aborreció de
él, tal vez porque sabía demasiado acerca de sus más respetables
dignatarios. Hoy lo rehabilita como hijo predilecto, un adelantado
de la Posmodernidad entendida como una gran mascarada, bajo la
música galante del relativismo absoluto.
Contemporáneo del Marqués de Sade, hizo suya de una manera
explícita la dedicatoria -"A los libertinos"-, con que se inicia
"La Filosofía en el boudoir": "Sólo cuando se sacrifica todo
a la voluptuosidad, el desdichado individuo llamado hombre,
arrojado a este triste universo a su pesar, puede llegar a sembrar
algunas rosas sobre las espinas de la vida".
Sade acabó sus días en el manicomio de Charenton, y Casanova en
un desolado castillo de Bohemia añorando aquellos tiempos en que
las rosas no tenían espinas.
Sade y Casanova, según Milosz
Hauser
Sin embargo, tanto como la que guiaba sus incursiones en los
gabinetes del amor, esa otra voluptuosidad, la de pensar
libremente, iluminó sus días hasta en la cárcel, donde se habituó a
escribir a oscuras, utilizando como pluma la uña del dedo meñique,
y como tinta jugo de moras. De este modo, y aun en las condiciones
más extremas, incluso nos admoniza para que no perdamos la
compostura: "Querido lector, le ruego que me siga; si me planta, es
usted un maleducado". Y así, plantado en sus grilletes, nos invita
a compartir su alegría de vivir, sus conquistas y sus enseñanzas,
como si él siguiera en medio de la fiesta. De un capítulo a
otro podemos verlo siempre en movimiento, como asaltaconventos o
como espía, entregado a gimnásticas amatorias que rozaban la
acrobacia, a veces enmascarado, otras cubriéndose la cabeza con un
turbante a la manera del Gran Turco, y tan rendido a sus conquistas
como implacable con sus contemporáneos: "los venecianos de antaño,
tan misteriosos en galantería como en política, han sido borrados
por los modernos, cuyo gusto predominante es no dejar nada en el
misterio". Más allá de esa ronda de bellezas pálidas y
ardientes a las que rinde sin desmayo -la misma madame
Pompadour, la desangrada Barbarina, la omnipotente Catalina de
Rusia-, Casanova es un inconformista que se rebela contra el tiempo
que le ha tocado vivir, que desenmascara buena parte de las
hipocresías de la modernidad burguesa, comenzando por su culto a la
ostentación, y que hace de su imagen como dilettante todo un
emblema de Posmodernidad.
Así como el corrosivo Valmont de "Las amistades peligrosas", o
como el "Don Giovanni" de Mozart -con quien coincidió en Praga,
según reza la leyenda, para inspirarle con su propia biografía-,
este otro don Giovanni dieciochesco y librepensador articula sus
éxtasis amatorios con los esplendores de la Siglo de las Luces, y
da un paso más allá hacia las penumbras del Romanticismo. No deja
de ser curioso, sin embargo, que Rousseau le parezca un visionario,
y que anteponga a su "Contrato Social", la "Sabiduría" de Charron.
Pero se entiende mejor iluminando su figura con el "Don Juan" de
Molière para el cual, tanto como privarse de las mujeres, "quien
vive sin tabaco, no es digno de vivir". De hecho, el
hedonismo de Casanova es integral, y no admite otra ética que la de
Epicuro o, todo lo más, la de los humanistas del
Renacimiento. De este modo, su Posmodernidad, como la
nuestra, comienza con un salto atrás, para conjurar todos los
demonios del pasado inmediato, antes de lanzarse a una apasionada
fuga hacia adelante contra el destino.
El Casanova de Milo Manara
Eso es también lo que le diferencia del Gran Burlador de Tirso,
porque Casanova nunca pide perdón, ni se arrepiente ante la estatua
del Comendador. Tal vez se comporta así porque, a diferencia del
avasallador Miguel de Mañara, él nunca se burló de las mujeres. "Si
todas las mujeres tuvieran la misma fisonomía y carácter, la
economía de nuestro mundo sería distinta". Claro, porque
desaparecería el deseo, que para Casanova es el motor del
mundo. Los inconformistas de su tiempo buscaban en la Naturaleza
las raíces de una nueva moral. Más experimentado, Casanova recupera
el tema barroco de la inconstancia del hombre y, sin pedantería
alguna, identifica sus aventuras eróticas con su insaciable apetito
de ser. Así como interpreta cada conquista como un paso más dentro
de una personalidad en perpetua evolución, incapaz de detenerse
ante un decálogo definido ni ante una mujer concreta: "sería un
juego demasiado peligroso, podría verme abocado a un matrimonio,
que temo más que a la muerte".
Como jugador empedernido, ganó y perdió fortunas en una noche,
pero en su bancarrota perpetua implantó en Francia la primera
Lotería Pública, mientras reemprendía una nueva apuesta en la Rueda
de la Fortuna bajo el título de Chevalier de Seignalt. Una vez más
la Vida como Juego, riéndose de todo lo solemne y solemnizando su
frivolidad como ese Dolmancé sadiano que relegaba la defensa de la
moral a su criado.
En gran medida, el escenario natural de este librepensador es la
Comedia del Arte, un infinito minué donde su leyenda amorosa
acabaría superando la inmortalidad del conde de Saint-Germain. No
obstante, en su larga andadura como seductor, nada le sedujo más
que conocerse a sí mismo, por encima de todas las convenciones de
su época. Doscientos años después, la apuesta del libertino
veneciano mantiene la calidad de un desafío.
Dos imágenes del Casanova de
Fellini, con Donald Sutherland
Conviene recordar que él no aceptaba el placer sin riesgo ni el
conocimiento sin transgresión, pues ya no quedan pensadores que
transgredan, ni más placeres prohibidos que los de la pura
autocomplacencia. Si entonces hubo unos príncipes del siglo
encastillados en lo políticamente correcto, hoy también los hay.
Pero Casanova, el pecador impecable, siempre estuvo un paso más
allá, incluso de su condescendencia: Mientras ellos montan guardia
en la puerta principal, él ya ha entrado por la ventana de la
alcoba, buscando nuevos principios para experimentar las más viejas
pasiones.
Álvaro Bermejo
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