EL TEATRO DE LA DUDA
Álvaro Bermejo
Tal vez por aquello de que a la fuerza ahorcan, nos hemos
habituado a calificar nuestra actualidad mediática con términos
teatrales que oscilan desde la tragicomedia al esperpento.
Pero, en realidad, la prefiguración de este escenario de la
temperatura nacional, donde la vida parece cualquier cosa menos un
sueño, se estrenó hace cuatro siglos de la mano de un implacable
clérigo, paladín de furia integrista de la Contrarreforma y sin
embargo padre de un hijo ilegítimo, portavoz de una multinacional
llamada Monarquía Hispánica y víctima de su propia ortodoxia. El
mismo que fue bien capaz de escribir las comedias de capa y espada
más gozosas y mundanas, las mojigangas y entremeses más
irreverentes, las parodias más sangrantes del absoluto de la honra.
Y como corolario, la subversión de hacer estallar la condición
humana en toda su angustia existencial, pues
el delito mayor del hombre es haber
nacido. Como nació él, complejo y
contradictorio en pleno corazón de un Siglo de Oro que fue más
bien, por la ambigüedad de sus rostros, el Siglo de
Jano.
Desde sus primeras obras una de
las caras de Calderón siempre miró atrás, hacia el fulgor del
imperio, hacia el mundo medieval de las razones dogmáticas y los
autos sacramentales. Pero con la otra tuvo que enfrentarse al
conflicto entre el orden oficial y el desorden usual de la
España de la decadencia, hacia esa colisión cotidiana entre la
mística y la picaresca, hacia esa insurrección continua en que
vivió el país durante el gobierno del rey libertino, Felipe IV, y
de su hijo el Hechizado.
Casa
torre de los Calderón de la Barca, en Viveda, Cantabria
Y casa
de Calderón, en Madrid
Por su extremada lectura del honor la Historia convirtió su
apellido en adjetivo, y hoy llamamos calderoniana a toda
infatuación llevada hasta sus últimas consecuencias. Voltaire,
traductor de En la vida
todo es verdad y mentira, calificó esta tragedia como una
"democracia bárbara" que hacía merecedores de la Inquisición a
todos los españoles. Sin embargo ya en vísperas de la Revolución
Francesa, Collot D'Herbois no vaciló en adaptar El Alcalde de Zalamea,
mientras la ejecución del capitán por orden de Pedro Crespo
engrasaba la democrática cuchilla de la guillotina.
Como en Fuenteovejuna, también
aquí el pueblo soberano venga un abuso de poder. Pero
Calderón da un paso más al cuestionar desde el poder mismo -ya era
el dramaturgo oficial de la Corte-, tanto la corrupción urbi et
orbe como la peligrosa Razón de Estado. "¡Oh, necia Razón de
Estado! -hace decir a uno de sus personajes-, ¿Qué no harás, di, si
hacer sabes del delito conveniencia?". En Argenis y Poliarco se
responde a sí mismo por medio de los dioses griegos: "Pues el
poder, tal vez siendo interesado, por el bien de su reino entero,
con capa de justiciero, mata por razón de Estado". Y al cabo, en un
auto sacramental, Las
pruebas del Segundo Adán, hasta llama a "perseguir a Dios
por Razón de Estado", mientras se atreve a poner en escena al mismo
Cristo pasando las pruebas de limpieza de sangre y defendiéndose de
los pecados originales de sus ascendientes.
Si tanto atrevimiento le costó un proceso inquisitorial, la
condena de Calderón por parte de la posteridad fue unánime:
demasiado dogmático, demasiado monolítico, demasiado antipático
ante todos los prebostes de la corrección política que no supieron
juzgar su obra desde el imaginario de su tiempo. Una vez más, como
tantas sucede en nuestra Historia, tuvieron que llegar otras voces
para rehabilitarla. Primero Goethe, quien justificó el estreno de
El príncipe
constante en Weimar alegando que "si toda la poesía del
mundo desapareciera, se podría restaurar con esta pieza". Bien
sabía lo que decía, porque al menos él restauró el mito de Fausto
por medio de otra de las grandes comedias calderonianas, El mágico prodigioso. Un
siglo después, Wagner se encierra a solas con Calderón para
escribir su Parsifal. ¿Por qué? Porque otra de las grandes claves
del Gran teatro del
mundo calderoniano es hacer del teatro mismo una obra
de arte total. Antes que Wagner, Calderón crea un orbe absoluto,
una estética abarcativa, un colectivismo escénico donde funde todas
las artes, pues comprendió con certero instinto que el teatro, como
la vida misma, es fundamentalmente representación. Por medio de las
más fastuosas escenografías virtualiza efectos especiales
verdaderamente hollywoodienses, como el hundimiento de barcos o el
vuelo de dioses y héroes. Es el otro Calderón, el vanguardista que
ilustra su teatro con imágenes en vivo dignas de la Fura del Baus,
por ejemplo, levantando sobre el tablado las mismas hogueras de la
Inquisición. El que prefigura las actuales sit-com con sus comedias
de enredo, como Casa de
dos puertas. Un inusitado Calderón feminista que pone en
boca de una reina -en Afectos de odio y amor-,
las palabras con que justifica la igualdad de derechos entre
hombres y mujeres. El mismo que desenmascara a los Donjuanes al
uso, "que lo mismo inclinan a las angostas vizcaínas que a las
anchas castellanas". En fin, hasta un Calderón gastronómico que
enfrenta a la Francia del Carnero Verde con la España de la Olla
Podrida.
Como podrida estaba aquella España de la Decadencia, con sus
doscientos mil limosneros con cédula sobre una población de apenas
nueve millones de habitantes, la de los validos que hacían y
deshacían a su antojo. Y alzando el telón en el corral de comedias,
un autor consciente del peligro de dar un paso más allá de tantos
tribunales, un Calderón que escribe teatro áulico para los reyes y
los comendadores, pero que no se priva de ejercer la sátira por
medio de sus criados. Como el que escarnece los sermones del
Paravicino en La dama
duende. O como el genial Pasquín que justifica su estulticia
diciendo: "si no digo lo que pienso, ¿de qué me sirve estar loco
?".
Es lo mismo que se pregunta, ya sin sombra de ironía, el
Segismundo de La vida es
sueño, posiblemente la más grande de todas las obras del
Teatro español, y sin duda una de las más contemporáneas.¿ Por qué
?
Ilustración y escenografía de Dalí para La
vida es sueño
Tal vez porque su angustia existencial es la nuestra, pero
también porque anticipa la modernidad al entender el mundo como
representación, y, en suma, porque al enfrentarse al destino
inaugura la responsabilidad del hombre en la construcción de su
propia historia. No es casual que su sueño fuese la fuente
primordial de toda una genealogía de sueños teatrales que van desde
Kleist a Strindberg y de Pirandello a Woody Allen. Mientras Edipo
es condenado a actuar, Segismundo es condenado a soñar. Ésta es su
realidad. ¿ Pero qué clase de realidad es el sueño ? Ni más ni
menos que la que nos ocupa. Una realidad donde lo virtual se ha
convertido ya en la forma preponderante de lo real, donde hemos
reconvertido el honor en el prestigio mediático, donde la Razón de
Estado bien puede invertirse en razón de locura.
Más denso que Shakespeare, más complejo que Lope, Calderón
convierte toda certeza en problema. Hace tres siglos, mientras
Descartes escribía el Discurso del Método, el
puso en escena el Teatro de la Duda. Por eso el mundo es hoy más
calderoniano de lo que parece. Un conflicto que puede ser prisión
de la cuna a la
sepultura. Un gran teatro libre y abierto donde todo lo
visible es mentira, menos esa verdad oscura que sustenta todas las
tramoyas.
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