LA ALTERNATIVA
BEAUMARCHAIS
Álvaro Bermejo
Cuando
el debate cívico se empantana en los mil y un casos de corrupción,
prevaricación, imputaciones y aforamientos. Cuando se vuelve la
mirada a los parlamentos y sólo se advierte un sistema de partidos
en plena crisis de representatividad. Cuando los gobernantes
atrapados por el pólipo del poder pierden su escaso crédito moral y
los gobernados cautivos de sus actitudes derogatorias se instalan
en la cultura de la resignación, entonces ya sólo queda una
alternativa sustentada en dos razones: La Razón Escéptica y la
Razón Irónica. Esta es la primera conclusión que puede sustanciarse
después de contrastar nuestro paisaje-ambiente y el de una película
reciente en torno a uno de los grandes diletantes del XVIII,
'Beaumarchais, el Insolente', cuya recuperación contemporánea,
además de entrañar toda una lección de Historia, nos presenta un
inusitado paradigma de nuestra propia modernidad.
"Los relojes de su época atrasaban peligrosamente y él se
dispuso a ponerlos en hora", así nos lo dibuja una voz en off nada
más alzarse el telón. La comparación no tiene nada de accidental:
Hijo de un humilde relojero, Beaumarchais inventó un mecanismo que
además de añadir precisión a los relojes de su tiempo, le abrió las
puertas de la corte de Luis XV. Por sus muchas habilidades,
enseguida hará fortuna ascendiendo hasta el cargo de Interventor
Real. Si todo quedara ahí hubiera pasado a la Historia como
un maestro de la diplomacia cortesana y espía, por lo demás, al
servicio de su majestad. Pero junto con todo lo previo
Beaumarchais fue algo más: un adelantado de su tiempo muy
capaz de seducir a un rey absoluto presentándole la Declaración de
Independencia americana como un texto 'que habla del derecho más
sagrado del pueblo, el derecho a la felicidad'.
En orden a ese imperativo verdaderamente revolucionario salieron
de su pluma dos obras mayúsculas, 'El barbero de Sevilla' y 'Las
bodas de Fígaro', a las que más tarde pondrían música dos genios
como Rossini y Mozart.
Evidentemente Fígaro es un alter ego de Beaumarchais,
un cruce de renacentista y caballero de industria, brillante,
maquiavélico, y no siempre escrupuloso, cuya insurgencia hará
exclamar a Napoleón: "Fígaro es ya la revolución en acción".
Lo increíble no es sólo la clarividencia de su autor, sino que
hiciera esa revolución desde Versalles reflejando con su pluma las
descarnadas tensiones sociales de su momento y escarneciendo sin
piedad a esa nobleza ociosa, tan semejante a la partitocracia
actual -la ubicua "Casta", y no precisamente diva-, que sólo
sostenía bajo sus pelucas la ruina del Antiguo Régimen.
A decir verdad, la hoja de afeitar que este inofensivo barbero
afila con su palabra fue bastante más devastadora que la
guillotina. Y con ella sube al escenario el arquetipo de una élite
proscrita, tan deslumbrante que fue capaz de enmascarar de
frivolidad todo ese cataclismo social que dio paso al mundo
contemporáneo. Junto con el libérrimo libertino de Seignalt, el
veneciano Casanova y junto con el propio Napoleón, que no fue sino
su brazo armado, Beaumarchais representa a esa estirpe de
aventureros de la modernidad que vivieron en un movimiento
perpetuo, jugando con el azar y la necesidad en un fin de siglo tan
móvil y abierto como el arranque del nuestro.
Vivió como escribió, siempre al galope, y en cada momento
cumplió con el precepto dieciochesco de instruir deleitando. Desde
luego uno de sus mayores deleites fue reírse de todos y de casi
todo: "Si queréis influir en la gente dejadles creer que obran por
su propia iniciativa".
Qué gran cínico este Beaumarchais. Pero, ¿qué es el cinismo sino
el vértice de las dos razones antedichas, la Escéptica y la
Irónica, o lo que viene a ser lo mismo, la única actitud vital
inteligente para no morirse de asco, de rabia o de
exasperación?
Uno de los convencidos de esta tesis es el filósofo Peter
Sloterdijk, quien ya en su famosa 'Crítica de la Razón Cínica'
comentaba: Los cínicos de hoy en día se pueden considerar unos
melancólicos border-line, han adquirido la capacidad de
sobrevivir pase lo que pase.
Y hablando de miradas melancólicas resulta obligado citar la
'Moralidad posmoderna' de Lyotard: En el mundo actual ya sólo es
posible la reflexión desde los márgenes de incertidumbre del
gran Sistema.
Difícil tarea ésta de pensar el presente desde la premisa del
agotamiento de los potenciales interpretativos de la modernidad
para legitimarse y autodescifrarse.
Ante la opacidad que nos rodea se puede optar por el aislamiento
o por el compromiso. Beaumarchais fundió ambos en una envidiable
fórmula personal: Divertirse conspirando y escribiendo, no callarse
nunca, dudar a cada paso, y no dar jamás la espalda a la Historia,
'ni al hacer una reverencia ante la más bella dama'.
Bajo ese cinismo agresivo encontramos paradójicamente esa raíz
de humanidad que hermana a los grandes pecadores con los grandes
místicos. Mientras que el escepticismo, como la ironía, no es
sinónimo de desesperanza, sino de búsqueda, de apuesta por una
renovación.
La crisis de la democracia es esencialmente una crisis moral,
una decadencia de todos los valores semejante al
dépaysement absoluto que vivió Beaumarchais. Con su
regreso, nos recuerda la perentoriedad de cambiar de rumbo para
salir del malentendido: frente a la probada ineficacia del discurso
ortodoxo, el metadiscurso heterodoxo, caiga quien caiga. Frente a
la decadencia de los poderes fácticos, el contrapoder moral. Frente
a la hipocresía de lo políticamente correcto, el diletante rebelde
que no se cansa de pensar y de alzar su voz contra su propia tribu.
Y en suma, frente a la entropía colectiva que nos negamos a ver aún
teniéndola delante de los ojos, la utopía individual hasta sus
últimas consecuencias.
Recuperar a Beaumarchais -aun teñido con sus inevitables
irisaciones poéticas-, no implica añorar el pasado sino
ensanchar el horizonte de nuestro presente. Pues su larga sombra
proyecta una intensa alternativa, con mucho de provocación y
desmesura, pero también con una virtud esencial. En este tiempo
nuestro tan semejante al suyo, que fue el de las amistades
francamente peligrosas, no hay modernidad posible si no
comienza por llamar a las cosas por su nombre.
Álvaro Bermejo
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