"EL MISTERIO
ROTHKO"
Álvaro Bermejo
Lo conocí en Bilbao, hace como diez años. Era un junio como este
y llevaba ya treinta años muerto, pero, a decir verdad, parecía el
visitante más vivo del Guggenheim. Mark Rotkho, el gran maestro del
expresionismo abstracto, había nacido en Letonia, un 25 de
septiembre de 1903, y murió en Nueva York el 25 de febrero de 1970,
reventado a base de barbitúricos después de intentar cortarse las
venas con una cuchilla oxidada, en la soledad más absoluta. No
obstante, el genio de los "campos de color" acababa de
representar a los EE.UU. en la Bienal de Venecia, los Kennedy
solicitaban su presencia asiduamente en la Casa Blanca, la Crítica
se había rendido ante sus inmensos bloques cromáticos, las
universidades y las galerías más importantes del planeta se
disputaban la creación de "espacios Rothko" y acababa de firmar con
la Marlborough "el contrato más fabuloso que nunca ha firmado un
artista vivo".
Verdaderamente, ante las "Paredes de Luz" colgadas de los muros
del Guggenheim, sigue siendo pertinente preguntarse por el misterio
que palpita a la sombra de estas pinturas. ¿Cómo se explica
que un artista en la cumbre de su obra y de su reconocimiento se
arrojara por un abismo semejante? ¿No era Rothko el gran místico
abstracto que buscaba en sus lienzos una comunión religiosa
con todo lo viviente? ¿Dónde comenzó su
autodestrucción, en sus premonitorias "pinturas negras", o,
precisamente, cuando ya no pudo seguir pintándolas?
Es cierto que dos años antes de su muerte, el diagnóstico de un
aneurisma de aorta contribuyó a acentuar su estado depresivo, sobre
todo por la prohibición clínica de que siguiera pintando telas de
más de diez metros. Por supuesto, él siguió pintando a lo grande.
Pintando y echando pestes contra la invasión del Arte Pop, en la
que veía nada más que una "horda de charlatanes oportunistas". A
decir verdad, Rothko era muy oteiciano a la hora de manifestarse. O
mejor dicho, Oteiza aprendió mucho del lenguaje de Rothko -su
creación de espacios táctiles-, incluso su visión del arte como
sacrificio. En una conferencia de 1958, Rothko dejó boquiabierto a
su público reflexionando sobre el sacrificio de Isaac. Quería
subrayar que el artista sólo tiene lugar trágicamente, como creador
de lo excepcional a costa de sacrificar lo familiar y razonable,
pues el arte es, a su juicio, "un ritual para la muerte".
Intenso y melancólico, depresivo y obsesivo, Rothko también
compartía con Oteiza una concepción intensamente religiosa del
arte. Los dos aseguraban, sin embargo, aborrecer por igual todo
dogma de fe, pero adoraban simétricamente a Fra Angélico y,
sobremanera, sus frescos del convento de San Marcos, en Florencia.
Como hacía Oteiza con sus cajas metafísicas, también Rothko
invitaba a asomarse a sus enormes rectángulos negros como quien se
expone a una experiencia mística -"La gente que llora ante mis
cuadros está sintiendo la misma experiencia religiosa que tuve yo
cuando los pinté". Luego, una vez que se le volatilizaba el aura,
volvía a brotarle el nervio que le llevaba a denostar al público
masivo, pero masivamente compuesto por analfabetos estéticos que
intuía ante su obra: "Un cuadro vive por compañerismo, y muere por
la misma razón. Es peligroso exponerlo a las miradas de los
mediocres y a la crueldad de los impotentes que desean contagiar su
amargura a todo el universo".
La exaltación, la creencia casi mesiánica de ese Rothko
intratable, daba paso pronto al Rothko patológicamente humilde,
aquél que se veía insignificante, el que escapaba de todas sus
inauguraciones, el que rechazó ser premiado como el americano del
año, el que se escondía dentro de esos inmensos espacios de color,
¿ buscando qué?
Por aquel entonces, cuando Peggy Guggenheim ya había apostado a
lo grande por él, cuando la revista Fortune calificaba sus
trabajos de "inversión especulativa", Rothko justificaba así las
enormes dimensiones que iban ganando sus obras: "Me doy cuenta que
pintar cuadros grandes se ha asociado históricamente a la pompa y a
la grandiosidad. Yo lo hago para resultar intimista y humano.
Cuando realizas un cuadro muy grande, lo pintes como lo pintes, tú
estás dentro del cuadro". Aprendamos a ver a Oteiza agazapado
en el hueco de su Cubo, en el Paseo Nuevo de San Sebastián. ¿Por
qué Rothko se perdió dentro de su laberinto?
Como en la misteriosa fase final de la vida de Mozart, en los
últimos años de Rothko dos personajes excepcionales llamaron a su
puerta. Primero, los dueños del lujoso restaurante neoyorkino Four Seasons le
solicitaron una serie de murales. Bien, emparejemos esta
propuesta con la gran fiesta profana que concita Amadeus en La Flauta Mágica, otra
obra creada por encargo. Poco después, un coleccionista de lo más
extraño propone a Rotkho decorar una capilla ecuménica, en Houston,
y Rothko elige como tema la Pasión de Cristo -es decir, algo
parecido al Réquiem que, según la
leyenda, viene a pedirle a Mozart el siniestro caballero, en
vísperas de su propia muerte.
Que la vida y la obra de Rothko
concluyesen conciliando esta doble celebración de lo sagrado y lo
profano, no podía ser. Ya no sería Rothko, y una vez que
concluyó los murales para el Four Seasons, se los quitó de la boca. Calvo
Serraller glosa la negativa final del artista: "consideró que en
ese espacio sus obras no propiciarían ese encuentro definitivo, que
en él siempre tenía un carácter de revelación". Sin dejar de
ser una reflexión muy sutil, las palabras textuales fueron éstas:
"En un principio acepté esa obra para ese sitio donde los bastardos
más ricos de Nueva York van a darse el atracón y a lucirse. Pero lo
hice con una intención estrictamente maliciosa: esperaba arruinar
el apetito de cada hijo de puta que coma en ese restaurante".
Palabra de Rothko.
También son "palabra de Rothko" éstas otras que esclarecen el
trágico misterio de su sensibilidad, hasta el suicidio: "Toda mi
vida he juntado en mis murales colores que no podían vivir juntos.
Ese era el desafío. Ahora sé que la visión de la armonía sólo dura
un instante, el momento antes de estallar y partirse en dos". Los
dos Rothko que estallaron dentro de él, el apóstol y el provocador,
el visionario que se encaminaba hacia la claridad a través de obras
cada vez más oscuras y el oscuro oficiante de un ritual de
intimidad con lo trascendente que llegaba a su consumación entre
botellas de Jack Daniels, botes de pintura volcados y puñados
de barbitúricos reconvertidos en pigmentos azul Valium.
Casi había acabado los lienzos de lo que hoy se conoce
universalmente como la Capilla Rothko, pero solo esperó hasta
que llegaran a Londres, con destino a la Tate Gallery, los que
había arrebatado a los paladares exquisitos del Four Seasons.
Había consumado la clave de su bóveda, y ese mismo día
se quitó la vida dejándonos en la incertidumbre de averiguar en qué
medida el último peldaño de una genialidad absoluta, puede abocar
la desesperada conciencia de una desolación total.
Álvaro Bermejo
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