Álvaro Bermejo

Los papeles de Pickwick

THE WIRE

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"THE WIRE"

Álvaro Bermejo

 

 

El Washington Hilton rebosaba con los dos mil periodistas que habían acudido a la Cena de los Corresponsales donde Obama, siguiendo la tradición, volvía a hacer gala de su sentido del humor. El humorista Cecil Strong aludió a sus canas: "Sus cabellos se ven ya tan blancos, presidente, que hasta podría sobrevivir a un encuentro con la policía". Obama segregó una de sus sonrisas cool y todos aplaudieron. Entonces no sabían que, apenas a sesenta kilómetros, Baltimore estallaba ante un nuevo caso de brutalidad policial con trasfondo racial: el joven negro Freddie Grey moría con la columna vertebral partida a consecuencia de los golpes recibidos tras su detención.

Cincuenta sombras de un nuevo Grey desprovisto de todo glamur caían sobre el glamuroso inquilino de la Casa Blanca, incapaz de abordar el racismo institucional latente en sus fuerzas del orden.  Se diría que, encapsulado en su despacho oval, solo se preocupa de seguir las batallas de poder de su serie favorita, The Wire -El Cable-, cuyo escenario es, precisamente, Baltimore. Pero Baltimore también es la ciudad de Frederick Douglass, nacido esclavo y referente de la emancipación de los negros en el XIX. A mediados del XX y a consecuencia de la desindustrialización, Baltimore se convirtió en un punto de fuga para los white flight, los blancos que volaban lejos para no convivir con la rampante mayoría negra.

La política de Obama tiene algo de eso. Un vuelo en business a ninguna parte, un cerrar los ojos a la evidencia, un insultante empecinamiento en ese concepto falsario: la América Posracial entendida como un paradigma que dejaba atrás una era de discriminación y prejuicios.

Entretanto, los excesos criminales por parte de la policía se suceden sin que ningún alto cargo dimita -lo que en Europa nos parecería intolerable-, sin que Obama se digne siquiera a una visita de protocolo. No lo hizo en Ferguson, no lo hizo en Oklahoma. No lo hará en Baltimore. Su alejamiento táctico del problema, su renuencia a depurar y desmilitarizar sus fuerzas policiales, remite a su ineptitud para resolver la cuestión esencial. Y es que cada estallido local remite a un tensión nacional, porque el drama racial evidencia asimismo un drama social.

Hoy Obama se ve tan atrapado dentro de este huracán como lo estuvo Bush a cuenta del Katrina. Entonces la gran obsesión americana era combatir al Eje del Mal. Sean republicanos o demócratas, los verdaderos amos de los cables de The Wire jamás se atreven con los Males del Sistema.

 

 

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WALKING DEADS

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"WALKING DEADS"
Álvaro Bermejo



Cumbre europea y catástrofe humanitaria dibujan una maravillosa pareja de baile. Quienes calzan los zapatos de la primera pisan moqueta y llevan muy bien el compás -palabras cargadas de corrección política y altruismo sin límites-, lo suyo es un perpetuo Vals de las Mariposas. Los otros se limitan a morir ahogados, como los 700 africanos siniestrados en las costas de Libia, como los miles de mártires de Darfur, de los que ya nadie se acuerda. Sea por tierra o por mar, su leit motiv es una perpetua Danza de la Muerte.

La dinámica es tan hipócrita como bipolar. Si tocan tiempos de bonanza endurecemos las directivas contra la inmigración clandestina, restringimos el derecho de asilo, agilizamos la expulsión de los sin papeles. Todo ello, naturalmente, por estrictas razones humanitarias. Si atravesamos una crisis, nos olvidamos de nuestros ditirambos a la Primavera Árabe y ya tratamos directamente a los inmigrantes como una subespecie humana.

Ahora bien, si de pronto nuestras pantallas se incendian con una hecatombe como las que vienen encadenándose en el Mediterráneo, entonces la Fortaleza Europa clama al cielo, nos prometemos una nueva estrategia que supere la división en políticas migratorias, somos los primeros en rasgarnos las vestiduras y tender la mano.

Lástima que esa mano nunca alcance a los que, huyendo de la guerra, del horror, de la miseria, un día se lanzaron al mar y hoy llenan los cementerios del sur de Italia de tumbas sin nombre. Son demasiados los muertos, no son menos los supervivientes. En lo que llevamos de año la llegada de inmigrantes irregulares a Europa se ha triplicado: ya son más de 50.000.  Frontex vaticina cifras sin precedentes para este verano. Mal asunto: estaremos tostándonos al sol de Benidorm y, de pronto, puede aparecer ante nosotros, surgido del mar, todo un ejército de walking deads. Muertos vivientes, muertos de hambre, basura negra, chapapote humano.

El pavor de los Estados es el mismo que estremece a los individuos y sus  rectas conciencias. ¿Cómo gestiona usted el drama de la inmigración ilegal? ¿Estaría dispuesto a albergar en su casa a una familia nigeriana o se limita a contribuir con la hucha del Domund?  

Europa se encuentra en idéntica tesitura. Una vez acallada la alarma social la Cumbre de Bruselas se ha limitado a apostar por el refuerzo de Frontex. Y Frontex no es una agencia de salvamento, sino un arma de autodefensa que vela por la seguridad de nuestros fondos de pensiones. Todo lo demás es cinismo de burdel. O de telediario.

 

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GRASS Y NOSOTROS

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"GRASS Y NOSOTROS"

Álvaro Bermejo

 

Sucedió a finales de los '90. Frantxis, el director del Koldo Mitxelena, en San Sebastián, donde vivía entonces, me propuso un ciclo de conferencias inspiradas en las célebres propuestas de Italo Calvino para el próximo milenio. Yo entonces tenía mucho de Oskar Matzerath, el niño airado que se niega a crecer y recorre la Alemania nazi batiendo su tambor de hojalata. Creía que todo era posible; es decir, creía que San Sebastián podía ser realmente una capital europea de la cultura y me atreví a escribir una carta a Günther Grass. Si habíamos conseguido traer al KM a personajes como Jean Baudrillard o Fernando Arrabal, ¿por qué no también a aquel escritor que se postulaba como la conciencia nacional de Alemania?

La respuesta de Grass fue memorable: consideraba un honor la invitación, pero le parecía "excesiva" para él. Aquel gigante de la literatura europea ya no se interesaba por Europa, solo por las minorías olvidadas, como la de los gitanos, a la que pensaba consagrar su próximo ensayo.

Acabé de entenderlo cuando publicó las memorias del escándalo. En 'Pelando la cebolla' Grass confesaba que en su juventud se había alistado en las Waffen SS y asumido la doctrina de la guerra racial. Inauguraba así un tiempo de expiación personal que cerraba su teatro de la denuncia. Primero contra Alemania y, acto seguido, contra sí mismo. Europa nunca se lo perdonó. Por más que su literatura quedara a salvo, su autoridad moral implosionó para siempre. Ahí se quedó Grass con sus gitanos, con sus dibujos al carbón y su pipa de la paz definitivamente apagada tras medio siglo de silencios culpables.

En esta Europa rendida a la corrección política y a todas sus hipocresías, corrió la misma suerte que Ernst Jünger. A uno y otro los define la famosa frase de Nietzsche: "Yo no soy un hombre, soy dinamita". La pólvora la enciende siempre la misma chispa: un pasado explosivo. La epifanía, esa revelación de lo humanamente trascendente a partir de una autoimnolación electiva, pesó menos que la indignación moral. Dinamita para el obsesivo sentimiento de culpa de los alemanes. Dinamita para una Europa que ya solo quería olvidar.

Tal vez un exceso de memoria histórica resulte paralizante, pero nunca cerraremos nuestras heridas sin conocer y explicarnos aquellos episodios de nuestro pasado que resultaron humana y moralmente aberrantes. ¿Llegará el día en que algún prestigioso escritor vasco reconozca abiertamente que militó en la organización que asesinó sin piedad a Miguel Ángel Blanco? El tambor de hojalata sigue redoblando.

 

 

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LA LEY DE LOS CAMBIOS

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"LA LEY DE LOS CAMBIOS"

Álvaro Bermejo

 

La irresistible ascensión de líderes como Albert Rivera o Pablo Iglesias, tanto como la fulgurante caída de Rosa Díez o el declive de PP y PSOE, tienen mucho que ver con dos estudios que comienzan a hacer furor en Europa. El primero, sin embargo, viene de EE.UU. Lo firma Jonathan Crary y su título no puede ser más elocuente: "El capitalismo al asalto del tiempo". Menos espectacular, pero quizá más certero, el sociólogo alemán Hartmut Rosa habla de un mundo de hámsters atrapados en la rueda de una aceleración progresiva, invasiva y global. Ambos abordan una crítica social de la modernidad entendida como una extensión del turbocapitalismo y de su exigencia sistemática de crecimiento e innovación aplicada a todas las escalas de nuestra vida.

 

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Hartmut Rosa

 

Desde la Transición venimos haciendo de la palabra Cambio un mantra tan universal como abusivo. Jamás contemplamos la posibilidad de que los cambios puedan ser a peor. Basta con que las pantallas irradien caras nuevas y mensajes muy dinámicos. La presión industrial por innovar ha migrado de las esferas económicas a las políticas, y también a la individual. Si en el ámbito científico ya nadie recuerda el concepto de conocimiento como algo precioso que debe ser preservado y transmitido de una generación a otra, en el mundo de la cultura ya solo importa estar a la última, pues la novedad permanente define la constante escalada de la modernidad.

 

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No es preciso ser muy perspicaz para advertir que este modelo de estabilización del vértigo genera sus propias tendencias desestabilizadoras. Ya no se trata de la pugna entre actores políticos más rápidos o más lentos -la velocidad de adaptación al cambio define las nuevas ideologías-. La desincronización entre economías -la especulativa y la real-, o entre mercados y gobiernos, afecta a los procesos democráticos de formación de voluntades y toma de decisiones. Por su propia complejidad se vuelven más opacos, se ralentizan. Pueden quebrar.

 

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Sucede algo semejante con los individuos. Crary habla de las nuevas patologías de la desincronización, como el burn-out o la depresión. Rosa se pregunta: ¿Qué velocidad de cambios acelerados y constantes pueden soportar los individuos antes de romperse?

Tal vez la velocidad y el cambio sean las dos formas de éxtasis propias de nuestro tiempo. Según Kundera también suponen el anverso de nuestro flagrante deseo de olvido. ¿Queremos el cambio para olvidar o para seguir soñando? La pregunta, desde luego, invita a detenerse. Aunque solo sea para pensar.

 

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EL FACTOR HUMANO

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"EL FACTOR HUMANO"

Álvaro Bermejo

 

 

Sin duda, el rasgo más característico de nuestra civilización es su racionalidad. Desde que Robespierre instituyó el culto a la diosa Razón se diría que fiamos en ella la certeza de vivir en el mejor de los mundos posibles. Rara vez pensamos que la racionalidad llevada a su extremo puede derivar en pura  irracionalidad. Sucede cuando lo reducimos todo a un mecanicismo ciego que excluye lo imprevisible, sin considerar que la vida también es eso: azar, misterio, sinrazón, locura.

 

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El día del crash del Airbus A320 sobrevolé un par de debates televisivos bien surtidos de expertos. Analizaron todas las hipótesis que consideraban posibles, sin contemplar en ningún momento la que ha acabado por verificarse como la más cierta. La tragedia no se debió a una incidencia meteorológica ni a ningún fallo técnico: la diosa Razón había olvidado incluir en su ecuación el factor humano.

 

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¿Qué movió al copiloto Andreas Lubitz a encerrarse en la cabina de mando, a desoír las apelaciones del comandante de vuelo, a olvidar a los ciento cincuenta pasajeros que viajaban a bordo y, finalmente, a conducirlos a la muerte? Había superado todos los test de selección, incluido el psicológico, se le consideraba apto al cien por cien para volar. "No podíamos imaginar un desenlace semejante ni en la peor de nuestras pesadillas", declaraba el presidente de Lufthansa tras el trágico vuelco que ha acabado por fulminar todas las hipótesis racionales.

Sucede siempre que se olvida, no ya la vigencia del factor humano, sino la soterrada preeminencia de lo incomprensible. De hecho, no aceptar la parte incomprensible de la vida tiene mucho que ver con las catástrofes de toda índole que parecen constituir un signo de los tiempos.

Siglos antes de que Freud analizara la pulsión de muerte, al menos desde que Villon escribió aquello de por quién doblan las campanas, sabemos que Eros es hermano de Thanatos, y que la vida es riesgo.

 

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En un momento de la suya, Andreas Lubitz perdió todas las razones para seguir viviendo. ¿Por qué? Es posible que no lo sepamos nunca. Pero tras el golpe de irracionalidad de esta tragedia quizá hayamos aprendido algo esencial acerca de la condición humana.

Sin necesidad de volar, sin ser conscientes, la vida de todos y cada uno de nosotros describe un trayecto impredecible, a veces dramático, zarandeado por el azar, y con escalas abiertas tanto a lo maravilloso como a lo terrible.

Vivir es aceptarlo, y aceptarlo es entender nuestro mundo como un panorama para supervivientes.

 

 

 

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LA GRAN QUIJOTADA

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"LA GRAN QUIJOTADA"

Álvaro Bermejo

 

En la primavera de 2014 elegí un título de Onetti -Juntacadáveres- para glosar la pasión necrófila en torno a los restos de Cervantes. Un año después, tras el solemne parto de los montes que ha sancionado lo que se sabía desde el día de su inhumación en la iglesia de las Trinitarias, no se me ocurre un epígrafe más cervantino que éste: Quijotada. Porque hay que reírse, no cabe otra, de todo y de todos.

 

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Del analfabetismo mediático que emplea términos como "descubrimiento" o "hallazgo", cuando era del dominio público que el ilustre alcalaíno yacía allá -señalado por un notorio frontón presidido por su efigie-. De la penuria forense, que admite ahora carecer de muestras de ADN susceptibles de identificar sus restos -cuando lo propio sería indagar si quedan en ellos huellas de la diabetes que aquejaba al genio-. De la profanación gratuita, en suma, perpetrada contra un hombre poliédrico que amaba la ambigüedad, la paradoja y el misterio por encima de todas las cosas, y cuya única aspiración póstuma -ni eso le han respetado-, era que le dejaran descansar en paz.

 

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¿Por qué inició su obra maestra pintando "un lugar de la Mancha" sin determinar ninguno, pues de ninguno quería acordarse? ¿Por qué jugó con el incierto nombre de su hidalgo, que tanto podría llamarse Quijano como Quijada o Quesada? ¿Por qué permutó su locura en cordura, hasta el punto de inocular todos sus lúcidos desatinos en nuestras magras certezas? Precisamente por eso, porque Cervantes, así en su vida como en su obra, trabó un laberinto de espejos sin  término, sabedor de que la mucha fama puede ser la más sutil forma de desconocimiento.

Sucede con El Quijote algo muy semejante a los Evangelios. Todo el mundo los da por leídos, aunque no haya pasado de la primera página. Y si en esta España merecedora de los exordios de fray Gerundio de Campazas vamos más allá, es para sucumbir a ese culto a las reliquias paralelo a la abracadabrante incultura nacional.

 

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Si El Quijote es hoy el libro mayor de nuestro patrimonio, se lo debemos a la fama que recabó más allá de nuestras fronteras, hasta el punto de que el emperador de China llegó a manifestar su deseo de conocer a su autor. Entre tanto, el "genial" Lope lo tildaba de converso, manco, "y por añadidura maricón".  

Así es nuestra España y así es la Cervantesmanía que nos ocupa. Un país que cabalga a golpe de quijotadas, donde lo único que nos importa de los inmortales no es en absoluto su obra, sino el bouquet de podredumbre que acreditan sus huesos.

 

 

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¿POR QUÉ KAFKA?

Kafka

¿POR QUÉ KAFKA?

Álvaro Bermejo

 

¿Porque si viviera en la España de hoy, el genial checo sería un escritor costumbrista? No. La actualidad de Kafkava más allá de una mera ocurrencia, trasciende las mil conmemoraciones que celebrarán el primer siglo de su obra capital -La Metamorfosis-, y lo sitúa como uno de nuestros grandes contemporáneos. Nadie como Kafka supo traducir ese sentimiento de horror y desolación latente en lo cotidiano, el de una sociedad que aplasta al diferente hasta reducirlo a la condición de un insecto, el que se convierte en un mudo grito de angustia, tan semejante al de Edward Munch, ante la constatación final de que el nuestro es un laberinto sin salida.

 

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Tal vez, sin embargo, lo más estremecedor de Kafka es que nos cuenta todo eso a través de una escritura desprovista de todo patetismo.

Un día Gregorio Samsa, un viajante de comercio que vende telas, despierta  transformado en un insecto. Su primera reacción es lamentarse porque no podrá ir a trabajar, y por la lluvia. El paradigma kafkiano ha quedado establecido: el absurdo, que irrumpe al comienzo de la historia, es narrado como si fuera algo normal, no contradictorio con el tono "realista" del relato. Samsa vive con sus padres y su hermana. Los mantiene con su sueldo, porque su padre es jubilado. Cuando su familia y el apoderado de su jefe se dan cuenta del estado coleóptero del protagonista, éste pierde su trabajo y empieza a ser una carga. Gregorio conserva en todo momento sus facultades mentales pero, debido a su incapacidad para hablar, la familia supone que ya no es más que un animal que no puede comprenderlos.

 

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Grete, la hermana de diecisiete  años, procede a vaciar la habitación de casi todo el mobiliario para dejarle una mayor libertad de movimientos, que Gregorio no tarda en disfrutar al descubrir la comodidad de trepar por las paredes y moverse en el techo. El padre interviene para recortar la escasa libertad del insecto. Cuando un día Gregorio decide salir de su habitación, su padre enfurecido lo persigue y finalmente le arroja manzanas. Una de ellas da en el blanco y le ocasiona una infección. Ahora su tamaño pareciera empequeñecer, ya que Gregorio consigue esconderse más fácilmente; la infección continúa y le duele todo el cuerpo.

Tras este enfrentamiento comienza el deterioro físico de Gregorio. Su familia, desprovista de sustento, debe arrendar la habitación de Grete a tres inquilinos formales y exigentes. Todos parecen olvidarse del monstruo, al que alimentan con los restos de su comida, hasta el punto de que él mismo acaba prefiriendo el rancio sabor de los  alimentos pútridos. Más adelante perderá por completo el apetito.

 

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Al hilo de todo ello puede entreverse en La metamorfosis tanto la lectura de una sociedad que segrega y maltrata al diferente, como la frialdad del universo ante la monstruosidad de la vida. En el primer esquema, el lector siente la soledad de las relaciones rotas y la frustración radical del aislamiento. Y también percibe una alegoría de las diversas actitudes que toma el ser humano ante la enfermedad grave e irreversible, y de cómo, a pesar de todo, la vida continúa. Puede captarse también el brutal egoísmo humano: sobre Gregorio recayó el peso de mantener a su familia, pero ésta lo deja morir en cuanto la situación se revierte. En cuanto al componente autobiográfico, ya en el nombre Samsa hay una permutación de las consonantes de Kafka, quien se siente radicalmente distinto por pertenecer a una minoría incomprendida, y por no encajar en una familia que espera de él lo que no puede dar. Kafka consideró que, para su edición, La condena y La metamorfosis debían ir juntas. La figura del padre es en ambos cuentos tiránica, y domina a la de la madre. Así es en ambos cuentos, y en la vida de Franz Kafka

En principio, el título debió haber sido La transformación, ya que "metamorfosis" alude a la literatura fantástica y éste es un relato realista. (Es notable que para la traducción al yídish, Melech Ravitch utilizó Der guilgul, un término referido a la metempsicosis).

 

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Pero la transformación de Gregorio Samsa no es un sueño: es real. No hay pesadilla, no hay enajenación del protagonista; ni siquiera entrevemos que el lector deba buscar simbologías. Esta literalidad hace de La metamorfosis una obra de ficción dura, a la manera de los cuentos de hadas del Medioevo, cuando la malvada hechicera convierte al príncipe en un animal repugnante. Pero no estamos en la Edad Media, ni hay cuento de hadas.

 

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Hay incluso una diferencia entre este absurdo y el que se da en las otras grandes obras de Kafka. Aquí lo irracional no es el mundo circundante que va agobiándolo, sino una transformación del propio protagonista. El medio prosigue fiel a sus detalles cotidianos; él no. Muebles, disposición de la casa, veladas, problemas laborales de la familia, todo permanece incólume. La monstruosa irrupción es Gregorio incomunicado, insecto, marginado de la vida familiar. El protagonista cae en profunda desolación, busca angustiado una vía de escape y no hay salida.

 

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La metamorfosis es determinante: hasta ese evento Gregorio era un viajante ejemplar, respetuoso de sus jefes, sometido a una disciplina laboral que lo aburre y a otra paternal que lo somete. Súbitamente, cambia su relación. Es expulsado de su trabajo, y luego de la familia. Es arrojado entre los desperdicios al interior de su cuarto; aislado y atacado, víctima del horror, del asco y del desprecio. La autoridad paterna se impone más violenta y pasa de la amenaza a la persecución, luego al golpe, la herida, y finalmente la muerte. Gregorio es herido gravemente por su padre y muere sintiéndose culpable y derrotado. En las palabras del relato: "firmemente convencido de que tenía que desaparecer".

El insecto observa a su familia a través de la puerta entreabierta: los contempla en su monotonía, hasta que una noche quiere emerger, atraído por las melodías del violín de su hermana. Se deja llevar por ellas, los huéspedes lo ven y se indignan. Amenazan con no pagar la renta y con demandar una indemnización por las anormalidades que están sucediendo en la casa. 

 

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La metamorfosis de Gregorio puede entenderse no como la causa de su desgracia, sino como el efecto simbólico de su propia vida cotidiana. Desde antes de su metamorfosis, es un insecto: un excluido de la vida social. Lo que sabemos de Samsa revela una vida mezquina, pobre, sin ilusión ni libertad, sin humanidad. Explotado por su familia, humillado por sus jefes, sin tiempo ni sosiego para comer ni dormir decentemente, Gregorio no tiene vínculos afectivos. No conoce la amistad, ni la esperanza. Cuando trata de recordar momentos de amor, acude a un melancólico recuerdo: una cajera de una sombrerería a quien había formalmente pretendido, pero "sin suficiente apremio".

Es cierto: el escarabajo Gregorio "no lograba hacerse comprender por nadie", pero tampoco el hombre Gregorio lo había conseguido. La "transformación" es acaso la toma de conciencia de esa falta de humanidad.

 

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Más allá de las analogías biográficas evidentes -el peso de la autoridad paterna, el hecho de pertenecer a una minoría estigmatizada, su propia fobia social-, La Metamorfosis implica una lectura de nuestro mundo que recuerda a El hombre elefante de David Lynch

 

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De todos los personajes del relato, el monstruo es el único que afecta rasgos de humanidad. El infierno real, como apuntaría Sartre, son los otros: el padre, perezoso y autoritario; la madre, egoísta e histérica; la hermana, no fiable. Una familia que no está abatida porque uno de sus miembros se transformara en insecto, sino por las limitaciones económicas resultantes, que "han sumido a todos en la más completa desesperación". Se agregan al cuadro tres fríos inquilinos que actúan al unísono y una criada vil, todos protagonistas de una vida "monótona y triste", todos carentes de la empatía humana más elemental.

 

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Quizás por ello Vladimir Nabokov sostuvo que la familia Samsa representa la mediocridad: la que rodea al hombre de genio y lo reprime hasta transformarlo en un insecto.

 

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La más profunda de sus mujeres, Milena Jesenska, muerta en la Shoá, definió a Kafka póstumamente: "fue un hombre desnudo en medio de una multitud vestida". Cierto, es la mirada de los demás la que convierte a Samsa en un insecto, de la misma manera que cada uno de nosotros acaba siendo algo parecido para los demás. Cien años después, ya ni siquiera es necesario apelar al adjetivo kafkiano para constatar la incomunicación humana, ni la inhumanidad del mundo.

 

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LO BELLO Y LO SINIESTRO EN EL ARTE ACTUAL

 

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LO BELLO Y LO SINIESTRO EN EL ARTE ACTUAL

Álvaro Bermejo

 

No entiendo nada, ni siquiera me gusta, pero dicen que vale un millón de dólares". La frase, que podría suscribir cualquier espectador del arte más actual no suficientemente avisado, pertenece al cineasta Lars Von Trier quien, en su célebre manifiesto Dogma95, pedía para el cine un «regreso a la realidad». ¿Por qué no ha sucedido algo semejante en el arte contemporáneo? 

¿Solo por el prejuicio de las vanguardias entendidas como un juego de estéticas inextricables, por el pánico a ser valorado como reaccionario  o tal vez porque lo bello, entendido en términos clásicos, ha perdido su aura en el mundo de hoy?

 

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El arte más actual se presenta bajo un doble rostro:

Por un lado, como un intento de exacerbación de la visibilidad superando las reglas (hiperrealismo, performances, video arte) Por otro, como una tentativa de abolir esas reglas para llegar a un estadio de expresión libre de toda atadura (expresionismo abstracto, nuevo expresionismo, arte virtual)

Ambas tendencias no son tan radicalmente opuestas: constituyen  movimientos de alejamiento de la belleza entendida como la sujeción a un canon. Se configura así una cierta idea de «antivisión» que conecta con el concepto freudiano de «lo siniestro»

 

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¿QUÉ ES LO SINIESTRO?

 

Schelling intentó definir filosóficamente el concepto: "lo siniestro nombra todo aquello que debió haber permanecido en secreto, escondido, y sin embargo ha salido a la luz". Pero también aquello que seduce y a la vez repele

En 1906, Ernst Jentsch escribió un ensayo sobre la psicología de lo siniestro que sirvió de inspiración a Freud para producir, en 1919, su famoso "Das Unheimlich / Lo Siniestro". Freud comienza el ensayo aclarando que el problema de lo siniestro debe ser abordado desde la estética, y no se equivoca. De alguna manera lo siniestro ya acechaba en la región de lo sublime explorada por Goethe y Kant, en la experiencia inquietante y abrumadora de lo desproporcionado, de lo informe, de lo oscuro.

Los griegos lo experimentaban en las epifanías terroríficas de sus dioses, los judíos en la prohibición de nombrar a dios, los cristianos en la provincia de los demonios.

 

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En alemán, unheimlich  (literalmente, "inhóspito") quiere decir muchas cosas: puede referirse a algo que nos resulta familiar, pero que está oculto y latente. Un miedo de la infancia que hemos olvidado y que vuelve a asolarnos con su terrible rostro familiar, el cadáver de un ser amado, que a un tiempo es y no es la persona que quisimos. Se entiende entonces que lo siniestro genere atracción y repulsión a la vez, miedo y familiaridad, comodidad e incomodidad. Pero todo esto dice muy poco, es preciso buscar las huellas de lo siniestro en el arte.


LA DIALÉCTICA DE LO SINIESTRO EN DAVID LYNCH

 

El síndrome de Korsakow es una enfermedad que afecta en general a alcohólicos y drogadictos y que hace que los recuerdos perdidos por la atrofia cerebral sean reemplazados por fantasías alucinantes. Para David Lynch todos, en mayor o menor medida, padecemos de este síndrome. Los hombres hacemos el mal constantemente,  y nos resultaría demasiado difícil seguir adelante si tuviéramos que arrastrar el peso creciente de nuestras faltas, de modo que tergiversamos los recuerdos, inventamos, hacemos del pasado -y del presente- una ficción que nos satisfaga y seguimos viviendo.

Estas ficciones que nos ayudan a vivir sin remordimientos se acumulan como capas geológicas sobre nuestros rostros, una máscara sobre la otra, hasta formar una cara estándar, un rictus aséptico que nos permite movernos por el mundo. Lynch ve que esto sucede todos los días, producto de las faltas más insignificantes, pero también de las más espantosas; ésta es la materia prima que nutre su arte.

La dialéctica de lo siniestro en David Lynch se articula en el movimiento de aparición y desaparición intermitente del rostro deformado por el pecado, la culpa y la inconsciencia, que se alterna con la aparición y desaparición de la máscara cotidiana.

 

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En Eraserhead  (1977), presenta la sátira grotesca de una familia normal, que es en realidad monstruosa. En El Hombre Elefante (1980) John Merrick con su rostro inefable hace las veces de espejo invertido, donde se refleja el horror de la sociedad que lo rechaza. El villano deTerciopelo Azul (1986), interpretado por un escalofriante Dennis Hopper, alterna momentos de inenarrable perversidad con arrebatos de ternura. Leland Palmer, el padre asesino de Twin Peaks, viola sistemáticamente a su hija Laura escondido tras la máscara del demonio Bob. Por momentos intuye que está haciendo algo terrible y llora desconsoladamente, pero luego vuelve a vestirse de Bob y sonríe y ruge como un lobo frente al espejo. Carretera Perdida  (1997) es la historia de un hombre que, atormentado por haber matado a su mujer, se transforma en otro. 

 

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Mulholland Drive (2001) es una reformulación de Carretera Perdida más efectiva y poderosa; la historia de una actriz de poca monta que, despechada y envenenada de celos, manda a matar a una colega. El filme es una larga secuencia de alucinación-sueño-delirio de la protagonista que se imagina que en realidad todo fue al revés y fue la otra quien la odiaba y quiso matarla.

Pero lo más interesante de esta caracterización de lo siniestro es que conserva el elemento de ambivalencia como factor fundamental, pero también irresoluble, de la experiencia de lo siniestro. Nunca sabremos si Leland se vestía de Bob para violar a Laura o si Bob se vestía de Leland para ir a trabajar todos los días.


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RYDEN Y EL COLOR

La obra de Mark Ryden (Oregon, 1963) tiene firmes raíces en el surrealismo y sería impensable sin el antecedente de Dalí. Sin embargo, Ryden está fuertemente influenciado por el arte pop y, sobre todo, por la figura de Lewis Carroll. Este caleidoscopio de influencias y obsesiones se materializa bajo formas inquietantes: tubérculos pariendo conejos de peluche, manos que sangran a borbotones, la cabeza colosal de Lincoln sobre la cama de una niña, Santa Klaus como un gusano ruso, teletubbies demoníacos, etcétera.

 

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Los colores nos resultan familiares, también los rostros, agradables y armoniosos, sin embargo la reacción ante cada uno de los cuadros de Ryden es de ligera repugnancia. el contraste entre lo familiar y lo terrible es a la vez sutil y abrupto, los colores son a un tiempo delicados y empalagosos, Ryden produce el efecto ambiguo de lo siniestro como pocos. Su icono inspirador, Abraham Lincoln, el rostro más afable y bondadoso de la historia de los estados unidos, aparece una y otra vez aislado, desubicado, melancólico, desahuciado, testigo de una verdad terrorífica que nunca descubriremos.

 

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Acaso la vía más fructífera para hablar de lo siniestro sea el arte porque el arte mismo es inconcebible sin la experiencia de lo siniestro. Como cantaba Rainer Maria Rilke en la primera de Las Elegías de Duino (1922): "la belleza no es sino el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar".

 

 

 

LA SUBVERSIÓN DE LA REALIDAD

El artista de hoy ya no siente la necesidad de crear mundos. Las prácticas contemporáneas atienden al mundo como algo ya creado sobre lo que es necesario actuar: todo está dado ya de antemano y al artista queda la tarea de manipularlo, en un trabajo a medio camino entre el de disc-jockey y el de artista del ready-made.

 

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Paul Ardenne habla de «arte contextual»: una serie de estrategias artísticas alejadas de la lógica tradicional de la obra de arte (fuera del museo, de la mercancía, del idealismo, de la creación individual...) que, plantea un triple juego: transgresión, reacción y aceptación.

El artista transgrede, el espectador reacciona y el especialista -la institución - acepta. Dejando al espectador «fuera de juego», la institución asimila sus transgresiones, al establecer una dinámica paralela de subversión y subvención.

El artista transgrede, y la institución no sólo acepta, sino que, además, subvenciona la transgresión, proporcionando, así, una ilusión de porosidad en la frontera, una ilusión de libertad en el artista.

Subvencionando la subversión, el sistema se fortalece a sí mismo.

Entramos así en una nueva dimensión de lo siniestro

 

LA PASIÓN POR LO SINIESTRO

 

Si el mercado del arte encarna el pleonasmo de lo siniestro, este apela a una suerte de fractura entre el creador y el espectador. No es raro que el teórico Hal Foster, partiendo de una lectura traumática del pop art, en especial de Warhol, agrupe toda una faz del arte contemporáneo como «realismo traumático»

 

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El arte  más actual rasga la pantalla-tamiz, el lugar donde sucede el armisticio entre el sujeto y la mirada.

Frente a la estrategia de lo evidente, podemos encontrar un arte silente, oculto y desaparicionista. Un arte que parece dejar de lado el componente visual, quitando, ocultando o haciendo desaparecer todo cuanto hay para ver.

Frente el exceso-excedente del arte nos encontramos con un arte de lo invisible, o de lo apenas visible donde el exceso se transforma en defecto y el «ver demasiado» en «apenas ver nada».

Lo  siniestro es también el punto de ruptura del discurso

El lugar de lo innombrable, donde la palabra naufraga y surge el silencio, donde uno debe callar.

El arte que no muestra nada, que calla, que oculta, reduce o hace desaparecer lo visible, deberá ser, también, y en consecuencia, un arte de lo tenebroso

 

LA ANTIVISIÓN Y LO SINIESTRO

En el arte reciente, junto a la estrategia de lo obsceno, abyecto y excesivo, es posible delimitar otro camino hacia lo siniestro -lo inquietante entendido como sinónimo de lo invisible y sin embargo acechante-. Observemos, a modo de ejemplo, las siguientes cuatro obras producidas en los últimos años.

 

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En 1995 el artista británico Martin Creed, perteneciente a la generación de los YBA (Young British Artists), llevaba a cabo la primera de una serie de instalaciones que, en 2001, le valdrían el prestigioso premio Turner. Se trataba de una habitación totalmente vacía, una gran nada -la obra pasó a ser conocida popularmente como Nothing-, un espacio vacío cuya nihilidad sólo se hallaba paliada por unos tubos de neón que se encendían y apagaban iluminando y oscureciendo el espacio a intervalos de un minuto, mostrando lo que había para ver: nada.

 

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En 2001, el mismo año en que le fue concedido a Creed el premio Turner, la artista mexicana Teresa Margolles  exponía en Nueva York una obra titulada Vaporización. Otro espacio vacío. En esta ocasión, las luces no se apagaban y encendían rítmicamente, sino que una neblina espesa no permitía ver con claridad que allí no había nada para ver. El espectador se enteraba después de que aquella bruma había sido producida por la vaporización del agua con la que se lavan los cadáveres en la morgue de la ciudad de México. Ese agua recoge el último residuo de la vida, y vuelve a lavar después, constatado el fin del fin.

 

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Al año siguiente, en septiembre de 2002, Santiago Sierra inauguraba el nuevo espacio de la Lisson Gallery de Londres con una obra curiosa:Espacio cerrado con metal corrugado. Sierra había cerrado el acceso a la galería de arte con una gran puerta de metal que impedía el paso incluso a aquellos que habían pagado la obra.

 

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Dentro no había nada, o no se podía saber si había algo. La obra clausuraba la galería. No era la primera vez que sierra obstruía un espacio, ni tampoco la última. La clausura más famosa la haría al año siguiente en el pabellón español de la Bienal de Venecia, con un muro que impedía el acceso al pabellón, al que sólo se podía entrar por la puerta de atrás previa acreditación de nacionalidad española.

Aquello que en Creed era el vacío, la ceguera (casi a lo Saramago), aquí se tornaba imposibilidad; imposibilidad de penetrar al espacio de la galería, impidiendo el paso físico, pero sobre todo el paso de la mirada. En el espacio cerrado de la Lisson Gallery se creó una ansiedad escópica, no porque no se pudiera entrar, sino sobre todo porque no se podía ver. El sujeto sólo puede observar el velo, y queda así completamente escindido entre el lugar en el que está y el lugar en el debiera estar su visión.

 

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Paralelamente, en noviembre de 2002, Josechu Dávila realizaba 158m3 de polvo en suspensión procedente del museo arqueológico español. La obra consistía en un espacio vacío en el que cuatro ventiladores movían unos restos de polvo que el artista había llevado desde el museo arqueológico. A cualquier aficionado al arte enseguida le viene a la mente Criadero de Polvo, la famosa fotografía de Man Ray que presentaba el Gran Vidrio de Duchamp colmado de polvo.

 

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Aquí actuaba de barrera invisible que hacía que el espectador no pudiera verlo, aunque sí sentirlo, ya que entraba directamente en sus ojos. El polvo además, en esta ocasión, al provenir de un «mausoleo residual» como es un museo arqueológico, se presentaba como residuo de un residuo, como esa ceniza que queda tras la quema de un cadáver: resto del resto.

Alfredo Bikondoa (Donostia, 1942) prolonga esta misma tendencia antivisual, deconstructiva, en una de sus obras más significativas: la reinterpretación del Cementerio marino de Paul Valèry. Nuevamente volvemos a encontrarnos ante un "criadero de polvo" en su versión más poética y apocalíptica, un escenario que recuerda el Cementerio de automóviles de Arrabal, las cruces de Tápies, el vacío zen, pero también fin del fin.

Estamos ante el último testimonio de una civilización residual, anonadada por el lastre de sus propios excedentes, abocada a esa última dimensión de lo real donde ya sólo habla el silencio.

 

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Como es lógico, estas cinco obras no son comparables, dado que responden a poéticas radicalmente diferentes. Sin embargo, hay algo que las sitúa dentro de un mismo impulso, un elemento común que las pone en una suerte de «antivisión».

En todas ellas se articula un espacio vacío en el que no hay nada para ver, o donde lo que se ve no pasa de ser una sombra de lo que fue. Por tanto: nihilidad y también frustración, porque, en la contemplación de estas obras, el ojo se frustra: la mirada se inquieta, y en el espectador se produce un profundo efecto de ceguera, de no saber a ciencia cierta qué está viendo, o más bien, qué no está viendo; de no saber a ciencia cierta lo que allí se muestra, o más bien, lo que no se muestra.

En el espectador se produce una especie de eclipse en la visión, un efecto de ceguera transitoria que suscita el miedo a lo desconocido, pulsante y latente.  El espectador «no ve nada, no siente nada, no comprende nada. En su desorientación absoluta titubea como un ciego en la infinita noche  nada entiende. No reacciona.

Este tipo de obras que juegan con la nada, el vacío o el vaciamiento, pero también con la desaparición u ocultación, no son, ni mucho menos, nuevas en la historia del arte, sino que se han desarrollado con profusión a lo largo del siglo XX.

 

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En El Vacío (1957-1962) Yves Klein escenifica otra galería vacía, pintada totalmente de blanco, en la que tampoco había nada expuesto, nada para ver.

Un déjà-vu, o más bien, un déjà-non-vu .

Se podría afirmar que esta denigración de lo visual se relaciona con una cierta iconoclastia, no sólo como un rechazo a las imágenes, sino como un alejamiento y negación deliberada de lo visible.

Ocultaciones como la obra de Sol Lewitt, Claes Oldenburg, o la de Warhol, cuando en 1985 dejó vacío un pedestal; o vaciamientos, como el llevado a cabo por Yves Klein. Siguiendo con la frase del artista francés «mis cuadros son las cenizas de mi arte»

 

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Oteiza sostenía algo semejante: mi obra es la chatarra con la que me he forjado como hombre: esqueletos que envuelven el vacío,  vacío espacial, pero también ontológico. Cajas metafísicas, apóstoles cóncavos, vaciamiento de la esfera.

Su lenguaje habla una y otra vez de la orfandad del hombre y del arte, de un país que no existe donde habitamos todos nosotros. La consecuencia es una suerte de desamparo existencial, un vacío físico y metafísico,  un extravío del sentido.

Dicho en otras palabras: un apocalipsis estético generado desde la negación de la belleza y la sugerencia -por desocupación espacial- de lo siniestro.

 

Sería demasiado pretencioso ensayar aquí un catálogo de las estrategias de negación de lo visual. Si bien, a modo de esbozo, podríamos distinguir al menos cuatro:

1) Reducción de lo que hay para ver (desde la monocromía pictórica hasta la reducción operada por cierta escultura como la de Carl Andrè que, en ocasiones, llega a la propia identificación del suelo)

2) Ocultación del objeto visible, cuyo origen estaría en Duchamp (Un ruido secreto)

3) Desmaterialización, no tanto en el sentido acuñado por Oteiza cuanto en sentido literal: desolidificación de la obra, como en las esculturas de vapor de Morris o los vahos de Teresa Margolles

 y 4) Desaparición de la huella y su progresivo desvanecimiento (Oteiza) lo que Derrida llamó la ceniza, la imposible reconstrucción de lo perdido

Obras invisibles, «obras veladas», renuncia a la simbolización, negación de lo visible. Aunque las actitudes respondan a condicionamientos y discursos diferentes, sí que es posible atisbar una cierta estética del vacío y la nada, una estética que lleva al arte al umbral de lo invisible, una toma de postura contra la visualidad de la belleza que podríamos llamar «antivisión», y que transita por un camino equivalente al trazado por Martin Jay en su estudio del pensamiento avanzado del siglo XX (The Denigration of Vision in Twentieth-Century) , a saber, una denigración y descrédito de la visión como sentido privilegiado de la modernidad, una crisis en el ocular-centrismo cartesiano.

 

 

 

LO SINIESTRO Y LO REAL

Estas poéticas antivisuales se relacionan de modo directo con el concepto freudiano de «lo siniestro». Para Freud, lo siniestro -también traducido como «lo ominoso» o «la inquietante extrañeza »- sería algo con resonancias de lo familiar pero que, a la vez, nos es extraño, como una especie de déjà-vu que nos perturba y nos angustia, porque recuerda algo que debiendo permanecer oculto, ha salido a la luz.

En las poéticas antivisuales lo siniestro aparece como alteración (reducción, ocultación, desmaterialización o desaparición) de lo visible, pero también apunta a  quitar de la vista aquello que tendría que estar ahí, y hacer visible ese espacio desocupado, oteiciano, donde nos vemos forzados a enfrentar nuestros fantasmas y a buscarnos a nosotros mismos.

Freud instaura un «trauma escópico» originario a partir del cual la mirada, el ojo, está ligado a la pérdida del objeto y a la angustia causada por no poder ver. la pérdida de la vista, la desaparición de lo visible-inteligible genera dolor.

Este trauma se explicita de modo literal en las obras antivisuales. Cuando nos encontramos ante una galería de arte cerrada, un espacio vacío, una escultura de humo... cuando lo que esperamos ver nos es quitado de la vista, llevado a otro lugar, el ojo se inquieta y queda mudo. El falo, que desde un principio es identificado con el ojo y la mirada, no puede penetrar en ninguna superficie y, por tanto, su goce queda aplazado, más aún, desplazado a otro lugar, pero siempre dejando alguna huella, algún resto de lo visible.

 

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El miedo a que nos arranquen los ojos es quizá la transposición metafórica más efectiva de lo siniestro. Esa sensación que sucede a menudo en la «contemplación» de las obras antivisuales, en ocasiones se cumple literalmente, como en la obra de Josechu Dávila examinada más arriba, que parece una ilustración de El Arenero, el cuento de Hoffman que inspira a Freud. En el cuento, el arenero aparece como «un hombre malo que viene a ver a los niños cuando no quieren dormir y les arroja puñados de arena a los ojos, haciéndolos saltar de sus órbitas». En 158m 3 de polvo en suspensión procedente del museo arqueológico el espectador tiene esa sensación de que alguien le arroja arena a los ojos, y, además, su mirada se eclipsa porque no hay nada para ver. La castración tiene lugar en el ojo, que se ciega y angustia, inquietando y despertando al sujeto.

 

Una vuelta de tuerca a lo anterior sería vincular lo siniestro freudiano con el surrealismo y su pasión por la belleza convulsa. Lo siniestro es la muestra palpable de la imposibilidad de lo real. La contemplación de lo vacío nos indicará, entonces, la imposibilidad de llenarlo todo, la imposibilidad de conseguir la jouissance, el goce, el placer de la plenitud.

El vacío, la nada visible, nos confronta con nuestra propia desnudez, con nuestro desamparo, con nuestro vacío existencial.

 

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En The Matrix, el film de los hermanos Wachowsky, hay un momento en el que Neo, tras contemplar un gato negro, tiene la sensación de haber visto eso antes y lo comunica a Trinity, quien, acto seguido, le advierte: «un déjà vu suele ser un fallo en Matrix, ocurre cuando cambian algo».

El déjà vu, una de las formas por antonomasia de lo siniestro, se muestra aquí como un fallo en lo real. Cuando en Matrix, no tiene esa sensación, se acaba de abrir una puerta por la que se introducen agentes de la red. Es decir, lo siniestro aparece como portal de acceso a lo real, como lugar de «emergencia» en la red».

 

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Lo siniestro nos confronta con lo real por encima o por debajo de las apariencias entendidas como simulacros. No intenta suplir lo real, sino que se ha de comprender como un intento deliberado de agujerear lo real y trazar una grieta de «acceso» a esa dimensión faltante en la que el sujeto es uno.

Es la evidencia de  nuestras carencias, de ahí la angustia que produce su contemplación. Quizá venga bien recordar la distinción realizada por Wajcman entre un arte freudiano, que tapa o recubre, y otro, lacaniano, que agujerea.

 

Todo lo anterior nos lleva a afirmar que el arte que deserta de la belleza entendida como un espejo autocomplaciente, mediante lo que podríamos llamar «procedimiento siniestro», es el medio más efectivo para llevarnos lo más cerca posible de nuestros abismos interiores  y conseguir, como el punctum del que habla Barthes en La cámara lúcida, punzarnos, inquietarnos, tambalearnos y de sujetarnos.

 

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Todo lo contrario que la imagen-espectáculo, donde, como aquel joven protagonista de La Naranja Mecánica, somos literalmente sujetados con los postigos de hierro de la visión.

 

ANOREXIA Y BULIMIA

Y sin embargo, seguimos viviendo en un mundo de aparente visibilidad total -mundo de las pantallas / imagen espectáculo-, sujeto a la periclitada estética de lo bello. Sofisticación tecnológica  y vaciamiento visual. En realidad las pantallas tampoco muestran nada. En realidad, es muy posible que oculten.

Plasmas, iphones, tablets, películas en 3d. ¿Espejos negros, como el del cuento?  Y, de ser así, ¿puertas paralelas hacia lo más siniestro de lo siniestro?

 

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Por inversión del vacío llegamos al horror vacui que define nuestro tiempo. La «trampa para la mirada», omnipresente en todo el arte canónico y, singularmente, en las grandes infraestructuras de arquitectos estrella como Ghery, Foster, Moneo o Calatrava. En la imagen-espectáculo la pantalla se ha opacado y llenado de señuelos, tanto que apenas deja traslucir siquiera que tras ella hay algo de real, que tras ella está la mirada.

 

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Unos y otros, arquitectos del futuro y profetas del vacío, apocalípticos e integrados, habilitan dos estrategias extremas: anorexia y bulimia, defecto y exceso de visión

Quizá el mejor modo de entender la dialéctica que se produce entre lo bello y lo siniestro, entre ver demasiado y ver apenas nada, sea posicionar ambas actitudes en una Banda de Moebius, esa superficie continua en la que interior y exterior se confunden y lo que estaba en un lado acaba en el lado contrario y viceversa. La banda se constituye en torno a un centro ausente que se bordea por arriba y por abajo. Anorexia y bulimia girarían, pues, alrededor del punto ciego de lo real.

 

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Y es que, como sostenía Oteiza, lo vacío y lo lleno son caras de la misma moneda, y «en el corazón de todo, se desvela la nada: la imposibilidad para el sujeto de reencontrar en el objeto la huella de sí mismo, solo su vacío esencial.

 

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Ambas estrategias son producto de la misma patología que sufre el sujeto contemporáneo: la ceguera histérica, una ceguera por haber entrevisto, más allá del tsunami de imágenes anonadantes,  el vacío esencial.

Ante la evidencia de que tras el simulacro no hay nada se pierde el equilibrio, el arte se tambalea... y ya nunca más podrá ver -ni ser visto- igual que antes. 

Y la pantalla final, que siempre había estado fija -en un lienzo, en una pared, en un museo-,  se «nomadiza», se «moviliza», deja de estar quieta y se desplaza desde el centro hacia el vacío -la tierra de nadie-, en un vaivén mareante, sujeto-mirada, mirada-sujeto, como un tonel sin amarre en un barco un día de marejada.

 

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Ya sólo nos vale el desequilibrio de lo visual, la inestabilidad de lo apenas visible o lo demasiado visible. Entre lo infra y lo supra, entre lo bello y lo siniestro, entre la oscuridad y el resto, desaparecer o vomitar.

 

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Tiempos líquidos

Tiempos1 

"TIEMPOS LÍQUIDOS"

Álvaro Bermejo

 

 

A tiempos más presuntamente racionales, más pasión en la literatura de la vida. Florecen las novelas que escenifican amores trágicos, experiencias al límite, transgresiones sin cuento, todas por lo general teñidas del ese empalagoso rosa chicle, cuanto más truculento más cursi, y, en paralelo, también se multiplican los desencuentros de parejas, las rupturas matrimoniales, los casos de violencia de género.

 

 Tiempos2

 

¿Habremos acabado con los amores perdurables a fuerza de querer hacerlos demasiado flexibles? ¿Cuáles son las razones de este nuevo desorden amoroso y las causas de tanta confusión sentimental? ¿Era inevitable que la posmodernidad derivase en un horizonte de promiscuidad, donde los matrimonios parecen pactarse como meras transacciones en transición perpetua, pues ya nadie está dispuesto a asumir compromisos vitalicios?  ¿Por qué los viejos vínculos indisolubles parecen hoy absolutamente solubles?

 

 Tiempos3

 

Un viejo profesor polaco residente en Londres, Zygmunt Bauman,  comenzó a buscar respuestas para estas preguntas hace unas décadas. Sus colegas le reprocharon que abdicase de las grandes cuestiones. Él siempre les respondía lo mismo. Estudiar la naturaleza del amor no tiene nada de banal. De esa raíz surge una tradición de pensamiento que se extiende desde Platón a Bertrand Russell. Esa es la filosofía de verdad, la filosofía de la vida que afecta la gente. Y no se equivocó.  La publicación de "Amores líquidos" en 2005, se tradujo en un insólito best-seller filosófico. Dos años después volvió a la carga con "Vidas líquidas", una nueva entrega donde Bauman continúa su reflexión global sobre la cultura y la sociedad, poniendo un acento especial en las paradojas del eros contemporáneo.

 

 Tiempos4

 

Es la angustia ambivalente del querer vivir "juntos y separados" lo que constituye, para el sagaz filósofo polaco, uno de los factores más significativos de la vigente condición sentimental. Pero, a su juicio, no es sólo esa tensión la que define la fragilidad de los actuales vínculos amorosos, desde el matrimonio convencional a las parejas de hecho, pasando por los amigos "semiadosados" y el sexo sin compromiso. La clave está en la liquidez. O, mejor dicho en la condición "líquida" de todo lo que afecta a esta etapa de la posmodernidad donde todo es fluyente, pero también tan inconsistente como Tiempos5evanescente.

No es sólo el amor lo que se diluye en esta  "Modernidad líquida", sino el conjunto de los vínculos sociales, asaltados por el egoísmo, el individualismo y la insolidaridad. Así como el amor al prójimo ha sido sustituido por el miedo al extraño, el matrimonio entendido como un pacto para toda la vida ha pasado a convertirse en un inhóspito campo de batalla. Sin embargo la gente sigue soñando con amores eternos, pero cada vez tiene más miedo a establecer lazos fuertes, pues las nuevas políticas de la vida en todos los órdenes dictan que sólo se puede sobrevivir diseñando estrategias coyunturales, alianzas tenues e intercambios fugaces. 

Bauman distingue entre una primera modernidad "sólida"  -donde la labor ilustrada de desintegración de las lealtades tradicionales buscaba sustituirlas por principios duraderos-, y esta nueva fase donde se ha impuesto una racionalidad instrumental, guiada por el puro cálculo de beneficios en todos los extremos de la vida.

Amparada por una presunta defensa de la libertad de empresa, la creciente desregulación o "flexibilización" de los mercados y los puestos de trabajo se ha extendido a todas las relaciones humanas, incluidos los dormitorios.

 

 Tiempos6

 

Asimismo, la quiebra  del viejo núcleo de creencias compartidas por el cuerpo social  ha llevado a los individuos a buscar soluciones privadas a los problemas públicos. Y, en definitiva, la gente ha acabado aplicando a su vida sentimental las pautas de "usar y tirar" con que les ha educado el economicismo salvaje al uso y el consumismo a ultranza.

El hombre actual consume "relaciones" con la misma ligereza con que cambia de vivienda o de automóvil. En muchas esferas esta fruición consumista comporta un signo de status. Bauman no lo  comparte. Habla de ello en otro de sus títulos recientes, "Vidas desperdiciadas", donde equipara los "amores líquidos" con la paradoja suprema de la "cultura de los residuos" que nos envuelve. Pues esos productos de consumo que desechamos a diario no sólo resultan fácilmente equiparables a las relaciones de usar y tirar, sino también a nuestra propia obsolescencia y desechabilidad a ojos de los otros.

 

 Tiempos7

 

La angustia de sentirnos superfluos, inútiles y rechazables a las primeras de cambio, en buena lógica debiera incitarnos a una búsqueda más sensata, paciente y comprensiva del abrazo humano.  No sucede en absoluto así. El "Homo Economicus" de hoy, que lo valora todo en términos de rendimiento y beneficio, puede tirar la casa por la ventana en una boda de exhibición, pero no está dispuesto a pagar el altísimo precio que comporta el verdadero arte de amar.

Temeroso él mismo de ser consumido y arrojado a la basura, se parapeta tras los muros de su privacidad y se enmadeja en un bucle de hedonismo-autismo bipolar. De esta manera permuta los inconvenientes de un amor real por esos juegos de convivencia caníbal que le suministran los mil y un programas estrella de la tele-realidad, estilo "Gran Hermano", donde la victoria pasa por saber servirse de los otros para explotarlos en beneficio propio, evitando el destino final de los desechados.

 Tiempos8

 

La  precariedad individual y colectiva se instituye así en el signo decisivo de este tiempo de prosperidad aparente. Siempre hay que estar empezando algo y terminando con todo. El imperativo categórico es ponerse al día. Las cosas se adquieren y desechan con una celeridad compulsiva. Y las personas también. Pero lo que verdaderamente preocupa a Bauman es lo que se esconde tras tanta fluidez. Lo grave no es que nuestros deseos fluctúen o vivamos tantas historias de amor, sino el carácter de simulacro que adquiere nuestra propia vida en este juego.

 

 Tiempos9

 

Si no concedemos valor a nada es porque en conciencia tampoco nos valoramos a nosotros mismos. La cultura de la discontinuidad nos ha habituado a proyectar una mirada "zapping" sobre todo cuanto nos rodea. Nuestro mundo avanza así. Aceleradamente, pero sin rumbo. Compulsivamente, pero sin consistencia.  No hay tiempo para que los vínculos afectivos echen raíces. Y, sin embargo, aunque no duran, los amores duelen  más que nunca. ¿Por qué tienen tanto éxito los libros de autoayuda? Porque la nuestra es una sociedad de supervivientes  muy prósperos pero maltrechos, y a la deriva.

 

 Tiempos 10

 

Recién inaugurada la primera modernidad, Erich Fromm desenmascaró  sus fantasmas poniéndole nombre al "miedo a la libertad".  Pero, y la nuestra, aparentemente tan desprejuiciada, tan permisiva y tan flexible, ¿vivirá aterrorizada por el "miedo a amar"?

Tiempos 11 

Es muy posible que la historia oculta de este tiempo líquido  -y absolutamente liquidacional- comience con esa pregunta.

 

 

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LOCURAS DE NAVIDAD

 

Navidad 11

"LOCURAS DE NAVIDAD"

Álvaro Bermejo

 

 

La Navidad es la fiesta que más se celebra, la mas antigua y la más unánime, en todo el mundo occidental. Su origen data del siglo IV, cuando la Iglesia impuso el nacimiento de Cristo como "Luz del Mundo", sobre las fiestas paganas que festejaban el renacimiento del sol, en el solsticio de invierno. En contra del tópico sociológicamente correcto -denostar la orgía hedonista que Navidad 22acompaña la celebración de la Navidad-, es más que probable que ésta sea tan antigua como la controversia, que hoy creemos tan actual, entre sus partidarios y sus detractores. No obstante y a decir verdad, tampoco polemizamos sobre la profanación de la Navidad, sino sobre la divinización del Consumo. Pero, así mismo, permitidme una pregunta: Verdaderamente, ¿la dimensión dominante de la Navidad hoy es el Consumismo?

El consumidor posmoderno tiende a comprar estilo, signos de estatus, imagen de marca, moda de etiqueta o tecnología doméstica de máxima calidad. Casi nada de esto se da en los productos ni en las escenografías prescriptivas de la Navidad, que tienden al más previsible de los ritualismos. Según en qué familias, se sirven comidas de Pascua que poco tendrían que envidiar a los "potlachs" suntuarios donde los aborígenes de las Marquesas devoraban ritualmente todas sus excedencias alimentarias. Hay casos peores que reproducen, en estas largas noches de fiesta, el clásico mecanismo trifásico de los romanos en su esplendor: engullir, vomitar, volver a engullir. Con eso y todo, cualquier remilgado experto en teorías de la comunicación sentenciaría que estos signos son puramente redundantes, porque no transmiten nada más que un homenaje al viejo dios pagano de la abundancia, el cual nos evita acabar como Saturno, devorando a nuestros propios hijos. 

 

 Navidad 33

 

Sin embargo, ¿qué sucede cuando la multiplicación de signos redundantes ofrece una visión nada coherente con los valores dominantes de la posmodernidad? Olvidaos de la visión mercantilista y probad a ver las grandes áreas comerciales como una epifanía: como la epifanía de nuestra suficiencia como sociedad significada en esos nuevos templos, los grandes hipermercados, donde  revivimos el sueño de Aladino: tener a nuestro alcance todo cuanto pudiéramos desear. Y ahora, lejos del feo materialismo Navidad 44ambiente, preparaos para dos rituales de magia.

Primero, el ritual de la "desaparición instantánea". O lo que viene a ser lo mismo: rodearse de productos que procuran la máxima gratificación en la medida en que su duración sea más efímera, como podrían ser, tal vez un perfume, una cena o un cotillón extraordinario. Por otro lado, el ritual de la "aparición eterna": regalar bienes perfectamente prescindibles, pero cargados de una intención de perdurabilidad como serían todos aquellos que destacan publicitariamente por estas fechas -joyas o relojes imbuidos de poderes talismánicos, viajes a lugares "inolvidables", etcétera-. Ambos rituales anudan sortilegios complejos, capaces de expresar infinidad de significados simultáneos y contradictorios. Y un buen paradigma sería, por ejemplo, el alto consumo navideño de vinos de crianza.

Hablamos de una auténtica comunión profana significada, como todas las comuniones, con su propia mística. En tanto que la botella se vacía al beberla, el vino expresa el ritual de la desaparición instantánea -lentificada por matices como el bouquet, el paladar o el color-. Pero si el crianza tiene solera, por ser de añada y solar lo suficientemente señalados, el vino también expresa el ritual de la aparición eterna: memoria de un pasado que, en el instante de la comunión, cobra dimensión de eternidad.

Ambas dimensiones, eterna e instantánea, remiten a una ética y a una estética que pueden simultanearse en cualquier ágape de Navidad, a modo de contrapunto. Por supuesto, ambas vienen repitiéndose sin variación  desde la noche de los tiempos. Ahora bien, interpretadas a la luz del hedonismo posmoderno, remiten a una nueva teoría general del placer: el hedonismo actual, al contrario que el clásico, es un hedonismo autoilusionante y mental, que busca el placer más por la ensoñación que por la realización, más en el goce del objeto imaginado que en el poseído. Por eso la posesión acaba decepcionando siempre -y las fiestas de Navidad, por lo general,  también-.

Navidad 55

 

Todo esto es una locura -repetimos recurrentemente año tras año antes comenzar estas fiestas, y todavía más después de concluirlas-. Que no cunda el pánico, no es grave: es exactamente lo que deben seguir diciendo. En un mundo erróneamente racionalizado, la compra, el consumo sin control, es el espacio social reservado a las locuras tolerables, a la explosión controlada de insatisfacciones, al seudocumplimiento de los irracionales irresueltos. En Navidad todos estos procesos desembocan en un Navidad 66acto de locura colectiva. Pero bajo esta fiebre hedonista puede estar expresándose, una vez más, una locura perfectamente religiosa.

George Ritzer atribuye el éxito de la Navidad a la actual deriva del consumo hacia su espectacularización como forma de reencantamiento: se busca, ante todo, recrear un espacio mágico donde podamos vivir el sueño de la exuberancia y la opulencia al alcance de cualquiera. Baudrillard habla del síndrome de Peter Pan: la Navidad como exponente, no tanto de la puerilidad en la que parece haberse sumido el hombre contemporáneo, sino más bien del temor al envejecimiento que marca, implacable, la inminencia de las doce campanadas de Nochevieja.  Menos espectacular, pero sin duda más certero, Julio Caro Baroja demostró que el ciclo de Navidad pertenece a la misma estación invernal que el Carnaval y otras fiestas profanadoras o subversivas, como la Fiesta de los Locos, donde lo estrictamente propio es rendir culto al renacimiento de la vida, significado por el absurdo o la sinrazón de la infancia irresponsable y sin embargo protegida por los dioses, como ese sol que pese a todo, cada solsticio invernal, vuelve a regenerarse en su más absoluta plenitud.

Probablemente, antes de la Contrarreforma y su obsesión por el martirio, la Iglesia también celebraba la Navidad como una fiesta salvífica, de alegría y gratificación, muy parecida a esas orgías paganas que fueron antes y que hoy regresan, distintas en la forma, pero idénticas en su fondo, aunque las llamemos posmodernas.

Navidad 77

Navidad 88 

Tanto como la del Niño Dios que nace, esta es la fiesta de Gargantúa y Pantagruel engullendo las quintaesencias de Alcofibrás, la de Don Quijote y Sancho bailando su rigodón en la ínsula de Barataria, la de todos los locos que se consuman consumiéndose, derrochándose en el sacrificio batailleano de su ser. Sí, aunque nadie les haga mucho caso de verdad por estos días, que son los suyos, hay una extraña religiosidad que aúna a los locos y a los niños: sólo ellos creen verdaderamente que cada mañana pueden nacer de nuevo. Una locura, claro. Por eso es Navidad.

 

Navidad 99 

 

 

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