Álvaro Bermejo

Los papeles de Pickwick

El secreto del rey alquimista

 

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EL SECRETO DEL REY ALQUIMISTA

CRÓNICA DE UN MAKING OFF

Álvaro Bermejo

 

Un códice misterioso -el legendario Manuscrito Voynich-. Dos monarcas en bancarrota -Felipe II y su primo, Rodolfo II el alucinado-. Tres personajes como surgidos de los pinceles de Arcimboldo en ruta hacia Praga, la ciudad de los alquimistas. Y allá, un rabino tirando a inquietante -Judá León, el creador del Golem. Algo que me rondaba como desencajado en mi interior, comenzó a articularse cuando me decidí a ponerlo por escrito. El resultado es una novela entre histórica, esotérica y romántica, donde todo lo que parece increíble es cierto… Y lo que parece más cierto, hijo de la ficción. Esta es la intrahistoria de El secreto del rey alquimista.

 

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Castel del Monte / Apulia

 

Permitidme, amigos, que comience por el final. Vengo de un viaje por Italia que atendía a dos objetivos: visitar Castel del Monte, la fortaleza octogonal erigida por el emperador Barbarroja en un rincón de Apulia, en medio de la nada. Y, ya en Nápoles, hacer lo propio con la legendaria capilla del príncipe Raimondo di Sangro, la del Cristo Velato, otro prodigio de ciencia hermética.

Allá, en la cripta del Cristo Velado, me esperaban dos tentadores cadáveres dieciochescos que exhibían sobre su esqueleto todo su tejido arterial prodigiosamente solidificado. Tres siglos después, nadie sabe cómo el enigmático Di Sangro logró semejante proeza taxonómica.

 

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El Cristo Velato y uno de los Cadáveres de Di Sangro / Nápoles

 

No pude evitar que me vinieran a la mente dos gabinetes de tinieblas como los que habilitaban los dos monarcas de mi novela, Felipe II -en las criptas de El Escorial-, y Rodolfo II, en su disparatado castillo de Praga.

No fueron sin embargo esos cadáveres quienes me helaron la sangre, sino lo que encontré en Castel del Monte. Un texto que cotejaba las torres octogonales de su fortaleza con las fuentes igualmente octogonales que ilustran las páginas del Manuscrito Voynich. Increíble, pero cierto.

Manoscritto

 

 

Fuentes octogonales del Manuscrito Voynich fundidas con el diseño de planta octogonal de Castel del Monte

Entonces lo recordé. En su tiempo este manuscrito se conoció como el Códice Ochavado, en alusión al Octavo Cielo del que habla el Dante. ¿Podría ser que ese Octavo Cielo fuera también la clave maestra sobre la que se erigió Castel del Monte?

Una rara geometría alquímica preside ambas construcciones -una en vitela, la otra en piedra-. El secreto del rey alquimista me revelaba su estricta continuidad a través del tiempo, justo en el momento en que su primera edición salía de la imprenta.

 

 

 

LAS LOCURAS DE FELIPE II

Porque en realidad esta historia comenzó hace muchos años. Me cuesta recordarme como un adolescente, pero fue en ese tiempo -el de los descubrimientos-, cuando sucedió mi primer encuentro con el Manuscrito Voynich. ¿Qué era eso? Un libro de apenas doscientas páginas, escrito en un lenguaje tan inextricable como desconocido, que nadie hasta hoy -ni siquiera los supercomputadores de la NASA- ha conseguido descifrar.

Sus caracteres ilegibles lo presentan como un desafío mayúsculo que se incrementa al reparar en su caudal de ilustraciones. Jóvenes doncellas bañándose en fuentes octogonales bajo estrellas y constelaciones nunca vistas, artefactos que sugieren laboratorios alquímicos, plantas monstruosas sin parangón en la herborística conocida.

"En este terrible volumen yace el misterio de los misterios", dijo de él Walter Scott. No le faltaba razón. Precisamente por eso todos cuantos lo poseyeron cifraron en él sus más desatinadas esperanzas. Y en esto, nadie como Felipe II.

 

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Páginas del Manuscrito Voynich

 

Se cuenta que lo conoció durante su estancia en Inglaterra, donde acudió para casarse con María la Sangrienta, la inefable Bloody Mary. Tan adusta y entrada en años era la primogénita de Enrique VIII, que el mujeriego Felipe llegaría a afirmar: "no voy a unas bodas, sino a una cruzada". Intimidades conyugales al margen, si su matrimonio acabó en desastre, el libro prodigioso no se le fue de la cabeza. Treinta años después, cuando su reino se iba a pique acuciado por las guerras y las bancarrotas, no concibió mejor idea que hacerse con él. ¿Por qué? Porque los sabios de su gabinete de alquimistas y cabalistas -buena parte de ellos hebreos confesos, en la España ultraortodoxa de la Inquisición-, le habían advertido que ese códice, el Ochavado, contenía las claves de la Piedra Filosofal y las del Elixir de la Vida.

Aquel Felipe ya anciano y decrépito a sus cincuenta años -como si su salud fuera una proyección de la quiebra nacional-, llegó a obsesionarse. El Ochavado no sólo revertiría sus mil dolencias -gota, artritis, asma, cálculos biliares-. Si verdaderamente contenía la fórmula de la Piedra Filosofal, y si a ésta se le atribuía la virtud de convertir el plomo en oro, una vez que se hiciera con él, sus grimorios le procurarían una montaña de doblones. Los que necesitaba para saldar sus infinitas deudas y convertirse en el amo del mundo.

Mediaba un pequeño problema. El Ochavado, entonces, estaba en posesión de su primo, Rodolfo II de Bohemia, el emperador. Y sus relaciones personales, pese a considerarse los dos baluartes de la Cristiandad en el tiempo de las Guerras de Religión, no salían de lo catastrófico. No le quedaba otra que alistar una embajada tan discreta como secreta, enviarla a Praga, y poner a trabajar las mil reliquias de santos que arbolaban su Escorial, de modo que le fueran favorables en la empresa.

 

UN ANDRÓGINO, UN ENANO Y UN GIGANTE

Si todo lo que vengo contando es cierto y bien cierto, la parte de ficción comienza con el dibujo de los protagonistas de esa misión. Al mando no podía ir cualquiera. Tenía que inventarme un personaje que estuviera en consonancia con el misterio. Algo así como un cruce entre el príncipe Di Sangro -el de la capilla del Cristo Velado-, el Parsifal de las sagas artúricas, y el Andrógino que, en alquimia, simboliza la consecución de la gran obra.

Así nació Andrés de Onís. Un joven sevillano, hidalgo de fortuna -aunque carente de todas las materiales-, cuya belleza, decididamente ambigua, va unida a su destreza con el estoque. Frecuenta un círculo de cortesanos muy al tanto de la secreta ambición del rey, pero aún más de las intrigas que se cuecen en el Alcázar. Su plan real apunta a quitarse de en medio a la princesa de Éboli. Pero esa es otra historia. Una vez que Onís queda emplazado como el Andrógino de la profecía -porque también hay una profecía por medio-, necesitaba un par de acompañantes que otorgaran un punto de verosimilitud a la historia.

El primero estaba obligado. Si el Manuscrito Voynich es un libro en clave, se imponía la presencia de un experto en lenguajes cifrados. Concebí un enano tan cómico como presuntuoso -Ranuccio de Parma-. Y junto a éste un gigante escocés -William Wallace-, buen conocedor de la ruta.

El trío compuesto por un caballero disfrazado de dama -Onís-, el enano y el gigante, atravesará la Francia de Enrique IV -el de "París bien vale una misa" (…y también una masacre, como la de la noche de San Bartolomé)-. Luego los feudos de Silesia y Suabia -allá donde Federico II, el de Castel del Monte, levantó un ordenado imperio que en el tiempo de mi relato se reduce a un pandemonio-. Después la bucólica Baviera, otro infierno para vivos, aunque habitado por unas cuantas diablesas de lo más seductoras. Hasta que finalmente, alcanzan la "Ciudad del Umbral", la Praga de todos los esplendores.

 

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Dragones alquímicos del Manuscrito Voynich

 

¿He dicho finalmente? Me atrevo a revelaros otra clave del making off. El texto original de mi novela contaba con ciento cincuenta páginas más. No estaban mal escritas. Referían las peripecias de nuestros tres aventureros en las variopintas cortes que van atravesando. Pero, ¿cuál era el sentido de mi relato? Presentar el Manuscrito Voynich tan pronto como me fuera posible. Todo lo demás, por más interesante o divertido que me pareciera, sobraba.

Nunca olvidaré una frase de Stevenson: "Quitar texto a una historia es como apartar la leña verde de un fuego. Cuanta más quitas, más se levanta la llama". Dicho y hecho. En mi última lectura, esas ciento cincuenta páginas fueron expurgadas. Y, creedme, no me arrepiento. A cambio de eso, la presencia de Praga se ha hecho más fuerte en el relato. O, como diría Stevenson, su llama se ha elevado. Aunque sólo puedes ser tú quien juzgue hasta qué altura.

El resto es un thriller que me atrevo a calificar como kafkiano. Con su parte histórica, su parte esotérica, su parte romántica y, por encima de todas -o al menos así lo he pretendido-, su parte humana. La histórica resultó la más difícil de orquestar. No porque fuera complicada, sino por su inverosimilitud esencial …pese a ser rigurosamente cierta. Y ahora os lo cuento.

 

 

LOS MISTERIOS DEL MANUSCRITO VOYNICH

Imaginad un emperador loco -entonces decían melancólico-, que se desentiende de sus tareas de gobierno para dedicarse al estudio de la astronomía, la cábala y la alquimia. Volvemos a hablar de Rodolfo II. Pero lo veréis mejor si os asomáis al retrato que le pintó otro de su cuerda, el genial Arcimboldo, componiendo su rostro en base a una mezcolanza de frutas y verduras. Lo que a cualquier pintor de corte le hubiera costado la cabeza -supongamos a Felipe II pintado de esa guisa-, al monarca bohemio le fascinó.

 

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Retrato Vegetal de Rodolfo II, obra de Arcimboldo

 

El hecho no tiene nada de sorprendente. Por su palacio pululaba todo un friso de personajes no menos esperpénticos. Como por ejemplo Tycho Brahe, el astrónomo de la nariz de plata -perdió la suya en un duelo-, o el tenebroso doctor Dee.

Fue este científico inglés -el que concibió la idea del meridiano de Greenwich, además de pasar a la historia por unos cuantos autómatas de su invención (entre ellos un formidable escarabajo mecánico)-, quien le procuró a Rodolfo II la verdadera joya de su corona. No otra que el Manuscrito Voynich. Y ya va siendo hora de que hablemos un poco más de él.

 

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El Códice Voynich y el Doctor Dee ante Bloody Mary

 

Este libro prodigioso carece de título y en ninguna de sus páginas revela el nombre de su autor o el tiempo en que fue escrito. En el de mi novela se atribuía su factura a otros tres sabios no menos estupefacientes. El Abad Tritemio, autor de una obra hermética monumental -su Esteganografía-, de quien se llegó a decir que estaba en contacto con los ángeles. Nuestro Raimundo Lulio, que también fue un clérigo alquimista además de un mujeriego impenitente. Y un tercer clérigo, el franciscano Roger Bacon, a quien se atribuye la creación del telescopio, además del descubrimiento de los gametos y otras células vivas que podía observar con un microscopio de su invención -y estamos hablando del siglo XIII-.

El doctor Dee vendió el códice al emperador -por la astronómica cifra de seiscientos ducados, una fortuna para la época-, prometiéndole que entre sus páginas se contenían todos los secretos de la vida y de la muerte cifrados en un sistema de lógica simbólica.

Su herramienta para desvelarlos sigue a la vista del público en el British Museum. Se trata de un espejo negro, de antracita muy pulimentada, que Dee atribuía a la generosidad de un "espíritu enochiano" -en alusión al patriarca Enoch, aquel que fue raptado por Dios y elevado al Octavo Cielo-.

Más allá de la patraña que sólo un demente podía creer, no es menos cierto que las ilustraciones de este libro prodigioso muestran sistemas estelares desconocidos en su tiempo, incluso planetas con dos soles. ¿Los que había visto el franciscano Roger Bacon desde su telescopio? Pero lo importante no dejaba de orbitar en torno a lo inmediato. Y esto no era otra cosa que descifrar la fórmula de la Piedra Filosofal, presuntamente encriptada entre sus jeroglíficos.

 

 

EN LA CORTE DEL EMPERADOR ALUCINADO

No será fácil para Onís y los suyos acceder a él. Rodolfo II lo guarda en su cámara más privada, y a ella solo pueden acceder sus íntimos. Como la sin par Polixena de Carpatia, la hermana mística del monarca. Pero también una insaciable "devorahidalgos"… ante la que nuestro personaje -Onís- solo podrá acceder bajo el disfraz de dama de corte con el que ha atravesado media Europa.

El resto es una historia donde se cruzan el romance, la intriga y la seducción. Pero también una trama paralela. Sabedores de que el rey Felipe ha enviado a Praga una embajada secreta para hacerse con el códice, los partidarios de la princesa de Éboli en la corte española lanzan en su persecución otra embajada. Esta presidida por una dama tirando a fatal -por no escribir letal-, y un intrigante que acabará revelándose como un patriota. Desvelar el cruce de maquinaciones y persecuciones ya sería destripar la historia. Y tampoco es eso. Quedaos con que allá en Praga se librará una guerra larvada entre españoles -raza cainita la nuestra-, muy a tono con las que seguimos manteniendo en la actualidad.

 

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Otra página del Manuscrito V. y retrato de la Princesa de Éboli

 

 

LA CLAVE ESTÁ EN EL GOLEM

También se le atribuyó un origen español al rabino Judá Loew -no confundirlo con la marca homónima-, más conocido como Judá León. Su presencia en el relato, al menos para mí, era inevitable. El rabino Judá, y aún más su fantástica criatura, el Golem, subraya el rango mágico-delirante de aquella Praga, al tiempo que se erige en el contrapunto ideal para equilibrar ese otro binomio compuesto por el doctor Dee y el manuscrito Voynich.

Un lector avisado ya habrá intuido que en este cruce de espirales se oculta la clave para resolver el enigma. Si el Golem de la leyenda no pasaba de ser un gigante devastador, significado por su fuerza bruta, ¿por qué no concebir la posibilidad de un segundo Golem, este sutil y matemático? De hecho, si el rabino Judá pudo crear uno para defender su geto, también pudo concebir otro, este consagrado a resolver lenguajes cifrados. Y no os cuento más.

 

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El rabino Judá León dando vida al Golem

 

Según cómo te acerques al Manuscrito Voynich, hay quien afirma que parece sonreír y cerrarse en su silencio, como si guardara un secreto que nadie podrá descifrar. Su sonrisa es la de Arcimboldo, el visionario pintor de corte de Rodolfo II, aliado de nuestros protagonistas y -¿he de decirlo ya?-, un trasunto de quien firma estas líneas.

A fin de cuentas, ¿qué somos los escritores o quienes aspiramos a serlo? Pintores de trampantojos que en su lienzo de palabras, tantas veces ilusorio, siempre ficticio, reflejan la verdad profunda del alma humana, o lo que alcanzamos a entrever de ella.

No sé hasta qué punto habré acertado a pintar el mundo actual a través de esta fábula histórica. En realidad, así como Arcimboldo, no he pretendido otra cosa que componer un divertimento. Igual que el Manuscrito Voynich tal vez no sea otra cosa que una monumental broma metafísica, urdida por alguien que solo pretendía enfrentarnos con nuestra codicia vital y nuestras más secretas ambiciones. ¿Lo sabremos algún día?

"Si secretum tibi sit" -dice el aforismo clásico-, "tege illud, ved rebella". Traduzco: "Si tienes un secreto, escóndelo o revélalo". Llegado al final de este monólogo, me apunto a las dos fórmulas. Guardo mi secreto mientras lo revelo.

El resto, solo es literatura.

 

Álvaro Bermejo - 20 de Septiembre de 2018 - Madrid

 

 

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EL GRECO Y CERVANTES

 

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EL GRECO Y CERVANTES
RETRATO DE DOS INICIADOS

 

Álvaro Bermejo

 

Este Amadís de Grecia a su manera navegó de Creta a Venecia como pintor de iconos. Su fama de artista extravagante le llevó a desairar al papa Pío V y aun al amo del mundo, Felipe II. Pero en la biografía de El Greco late otra historia bajo la historia oficial. Era de ascendencia judía, se formó entre los eremitas del monte Athos y en un inédito viaje a Moldavia descubrió la sabiduría oculta. Ya en Roma accedió a los cenáculos de una secta herética, la Familia Charitatis. Cuando llega a Toledo su obra rebosa emblemas esotéricos solo accesibles a los iniciados.  Tal vez El Entierro del señor de Orgaz sea el de Don Quijote y El Caballero de la mano en el pecho el retrato oculto de Cervantes. La novela y el lienzo se iluminan mutuamente para mostrarnos un camino hacia lo desconocido.

 

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EL ENIGMA GRECO

 

En apenas dos años, de 2014 a 2016, estamos celebrando los centenarios de dos creadores sin parangón en nuestra cultura: El Greco y Cervantes.  Además de ser contemporáneos, ¿se conocieron realmente? Los datos obran a favor de la conjetura. Cuando El Greco llega a Roma como invitado del cardenal Farnesio, Cervantes ejerce como "paje de camas" del cardenal Acquaviva. Ambos frecuentan al ilustre consejero del primero, Fulvio Orsini, tanto como a Benito Arias, el Montano, quien ejercía como bibliotecario de Felipe II. Montano había viajado  Roma por otra razón: liberar al arzobispo Carranza, encarcelado en Sant'Angelo bajo la acusación de herejía, por oponerse a la los estatutos de Limpieza de Sangre, también por defender la biblia Políglota de Plantino. ¿Quién era Plantino? Un impresor flamenco vinculado con una secta entre mística, gnóstica y hermética, la Familia Charitatis, cuyo maestro se hacía llamar Hiël, la Luz de Dios. Cuatro siglos después, cuando Roger Garaudy glosa la figura del Cretense, escribe: "En cada uno de sus lienzos la magia estaba presente". Sin saberlo acertó de lleno en el enigma que rodea a El Greco.

 

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LA CLAVE CRISTO

 

Hasta que salió de Creta no era más que un pintor de iconos, pero antes de llegar al taller de Tiziano pocos saben que pasó un tiempo de iniciación, primero en los monasterios del monte Athos, y luego  entre Valaquia y Moldavia. De ellos aprendió todo un canon compositivo que repetirá en  sus obras mayores del período español, también a poner el acento de sus retratos en la vivencia espiritual priorizando lo que él llamaba las "transfiguraciones", y, singularmente, a cifrar en sus lienzos claves esotéricas.

Lo vemos en el aura que sitúa tras la cabeza de sus Cristos: si la iconografía vaticana dicta que ha de ser redonda, Doménikos  la vuelve romboidal. El rombo es la "vesica piscis", la intersección de dos círculos o dos mundos, donde se concilian las tres raíces del Árbol de la Vida en la tradición cabalística. En su tiempo de Toledo añade una audacia más. Le encargan un Expolio de Cristo para la catedral. En vez de pintarlo despojado de sus vestiduras, lo plasma envuelto en una túnica de un intenso rojo carmesí. ¿No se trataba de plasmar la desnudez martirológica del Nazareno? Es justamente eso lo que hace. Mientras lo viste, lo desnuda  de todo su aparato escolástico para mostrarlo como un corazón irradiante elevándose hacia la gloria. Exactamente lo que predicaban los iniciados de la Familia Charitatis, perseguidos a sangre y fuego por la Inquisición.

 

HEREJES, CABALISTAS Y CONVERSOS

 

Tras su paso por Moldavia, todo ese aprendizaje secreto bien pudo haberse forjado en Roma, a cuenta de sus asiduidades con el familista Montano, y con Cervantes. Su pasaporte fue una de las obras que traía de Venecia y que repetiría hasta la saciedad: La expulsión de los mercaderes del Templo. Toda una declaración de intenciones -abiertamente reformistas, por no decir heréticas-, plasmada a las puertas del Vaticano. Pese a saberse bajo sospecha y el riesgo que comportaba hacerlo, Montano le animó a venir a España, un país que identifica -en su Liber generationis-, con la Paloma del Espíritu. Al ilustre hebraísta no se le escapaba que la diosa Ashera, la Paloma, se venera como la esposa de Yahvéh en la Cábala. La misma que aparece sobre el río Jordán  cuando Cristo es bautizado por Juan, y en la Anunciación de María.

Bautismo y anunciación, desvelamiento de una identidad e ingreso a una vida nueva. Si hoy parece probado que El Greco era de ascendencia hebrea, lo constata la filiación de todos sus protectores en España. Desde el deán de la catedral de Toledo, Diego de Castilla, hasta Andrés Núñez, el cura párroco de Santo Tomé, y desde Jerónima de las Cuevas -la que sería su mujer, aunque nunca llegaron a casarse-, hasta el regidor de la ciudad imperial, Gregorio Angulo, todos ellos eran reconocidos conversos. ¿Lo fueron también Cervantes y Montano?  El Greco responde por ellos: en uno de sus lienzos más insólitos, la Alegoría de los Camaldulenses, pinta un tabernáculo que contiene el Talmud, y traza siete caminos que alegorizan la Menorá, el candelabro de los siete brazos. En otro, La Virgen con el Niño, Santa Inés y Santa Martina, donde debiera aparecer un cordero aparece un león con las iniciales del pintor.

 

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El León de Judá oculto bajo los pinceles de El Greco asoma en el epicentro de una sociedad al acecho, católica hasta la paranoia, donde los familiares del Santo Oficio suben a los tejados por ver si las chimeneas de los sospechosos humean o no durante el Sabat, donde pintores como Alonso Cano levantan el pavimento de su casa si se enteran de que lo ha hollado un sefardita, y escritores como Quevedo denuncian a sus rivales, como Góngora,  acusándoles públicamente de falsos conversos, mientras Luis vives huye a Bruselas.

En medio de ese auto de fe permanente, Doménikos se instala en la judería de Toledo, cerca de la Sinagoga del Tránsito -otro emblema de su trayectoria, en tránsito permanente, así físico como espiritual-, y no tarda en ocupar los aposentos de un ilustre nigromante  como el Marqués de Villena, el demonio en persona.

 

EL GRECO Y DON QUIJOTE

 

Felipe II también tenía algo de eso. Si propuso a Juan de Herrera alzar la planta de El Escorial según las claves del Templo de Salomón, buscando un lugar de imantación para conseguir la piedra filosofal -un empeño constante alimentado por lo que el Rey Prudente llamaba su "Círculo Espagírico"-,  Villena, en las criptas de su palacio, ocultaba un laboratorio de alquimia y magia negra del que esperaba conseguir la inmortalidad. El Greco lo logró a su manera mientras mandaba al infierno al rey del mundo -una vez que este deploró su Martirio de San Mauricio-. Junto con el deán Castilla, le protegía el marqués de Fuensalida, otro converso, alma mater de la academia homónima que tenía su capítulo en los cigarrales del Tajo. Es muy posible que Cervantes, ya instalado en Esquivias, asistiera a sus reuniones. Si dos conversos como Núñez y Castilla la frecuentaban, la larga sombra de la Familia Charitatis no quedaría lejos.

 

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Retrato de Arias Montano y Sello de la Familia Charitatis

 

Pero hay más: en toda la obra de Cervantes, como en la de El Greco, resulta omnipresente el juego entre lo terreno y lo celeste, lo real y lo irreal, la locura y la razón o, lo que viene a ser lo mismo, la coincidencia alquímica de los opuestos. El Quijote sigue un canon bizantino, la novela dentro de la novela, paralelo al bizantinismo del Cretense, el cuadro dentro del cuadro. La doble verdad, la visible y la oculta, cifrada en la tensión entre las dos almas de El Greco, lo que vale por decir la de las dos Españas.

Sucede otro tanto con las figuras desmesuradamente dilatadas de El Greco. Puro manierismo, en apariencia. Pero también quijotismo, pues desde entonces nos figuramos al Ingenioso Hidalgo como un caballero muy perpendicular. O, por decirlo en palabras de Cossío: "como una llama en pos del éxtasis". Éxtasis iniciático, diríamos nosotros, guiado por esa paloma astral -la del Espíritu, pero también la de la Sabiduría Hermética-, que puede ser una tenue pincelada blanca en el iris de los retratos más enigmáticos de El Greco, como una parodia cifrada en la figura de Dulcinea del Toboso. Su nombre recuerda demasiado a fray Dulcino de Novara, padre de la herejía dulcinista y fundador de otra fraternidad, los Hermanos Apostólicos, precursora de la Familia Charitatis.

 

LA INICIACIÓN DEL CONDE ORGAZ

 

Todos están presentes en el lienzo más celebrado de El Greco y quizá también el menos conocido. Hablamos del Entierro del Conde Orgaz. Los miembros españoles de la Familia Charitatis acreditaban lecturas erasmistas y neoplatónicas. Su maestro, el flamenco Hiël, predicaba el consejo evangélico: "sed mansos como palomas, pero también astutos como serpientes". En aquella España obsesionada con la ortodoxia tridentina, donde la ascendencia judía es un estigma y todo extranjero es sospechoso de herejía, había que ocultarse, vivir en la clandestinidad, moverse con sigilo. Es así como El Greco pinta a sus hermanos, perfectamente reconocibles entre los comparecientes a El Entierro, ocultando en ellos una clave diametralmente opuesta: no asisten a un entierro, sino a un renacimiento alquímico, a una secreta iniciación ligada a los antiguos misterios.

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De entrada, la composición se ordena en dos planos dominantes -terrestre y celeste- que replican el precepto de la Tabla Esmeralda: Lo que está arriba es como lo que está abajo. ¿Qué es lo que los une? El ángel que ayuda a la elevación del alma del conde hacia una segunda trinidad, integrada por las figuras de la Virgen, Juan el Bautista y Jesucristo. Allá donde se cruzan los dos planos, la sección áurea del lienzo sugiere una estrella de David envolviendo el alma del conde y esta se nos muestra como un embrión, como una crisálida, ¿Cómo un homúnculo alquímico?  El marqués de Villena no vacilaría  en afirmarlo, pero cuando pinta, El Greco primero geometriza. Sigue la tradición pitagórica, según la cual el universo está contenido en una ecuación de números e ideas.

Volvamos al plano terrestre. Dibuja un rectángulo, cuyo número sería el cuatro, la Materia. El celeste, por su parte, forma un semicírculo, la Divinidad, cuya clave es tres. Cuatro más tres suma siete, la cifra de la Maestría. Multipliquemos siete por cuatro: nos da veintiocho. Exactamente la cifra de los comparecientes al presunto entierro. Retrata a la aristocracia de Toledo, pero no la de la sangre, sino la del espíritu. Están todos los familistas -Covarrubias, Núñez, Fuensalida- que fueron sus protectores. Dos de ellos, el monje del hábito gris y el paje, velan otro misterio: el de quienes ocultaron el armazón del Hombre de Palo. Hablamos de un autómata que recorría las calles de Toledo recabando limosnas. Pero, si era así, ¿por qué fue quemado? Tal vez porque era mucho más que eso. Una suerte de Clavileño, comparable a la cabeza parlante de la que habla Cervantes en El Quijote, y a la que se atribuían poderes adivinatorios, lo que la convertiría en un artefacto diabólico a ojos de la Inquisición.

 

DOS CABALLEROS ANDANTES

 

Para atemperar sus iras, El Greco pinta sobre el cuerpo de San Agustín el retrato del factótum de la Primada e Inquisidor general, el cardenal Quiroga. Pero, sin vacilar, plasma los de dos ilustres disciplinados por sus tribunales, el arzobispo Carranza y fray Luis de León, entre los santos. E incluso a Montano, el sumo oficiante de los familistas, con hábito agustino, al lado de su autorretrato. Es posible que a su espalda se insinúe el de Cervantes. Pero si su obra magna, El Quijote, es un libro de claves, aún resulta más plausible que ese cuerpo yacente a quien identificamos con el conde de Orgaz, sea el Ingenioso Hidalgo, caballero de la Triste Figura donde los haya, descabalgado de su andadura terrena y presto a renacer en el reino de los inmortales.

Bartolomé de Cossío lo dejó entrever. Hans Rosenkratz lo sugirió en su magnífico estudio "El Greco and Cervantes in the Rythm of Experiencie". Guillermo Morey llega a afirmar que El Greco pudiera haber sido el autor secreto de El Quijote. Desde entonces no han cesado de prodigarse las analogías entre el Cretense y el Manchego. Caballeros andantes a su manera,  heterodoxos en todo, únicos e irrepetibles, emparentados por la familia de Jerónima de las Cuevas, y más que probablemente hermanos en el misterio. España y Oriente, Grecia y Bizancio, están presentes en ambos. Y asimismo, ambos hicieron de la locura, o de la extravagancia, un artificio para salvarse del celo contrarreformista.

Para Platón la locura tenía un origen divino, formaba parte de los ritos de iniciación. En ellos se escenificaba una muerte virtual, entendida como el paso a una nueva vida. Es lo que subraya el alma del conde de Orgaz al elevarse hacia esa Estrella de David, emblema supremo de la Cábala, umbral de un renacimiento en la Luz.

 

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EL INGENIOSO HIDALGO

 

A lo largo de su disparatada epopeya, don Quijote no hizo otra cosa que cabalgar en pos de un ideal. Y Cervantes también. El Greco supo corresponderle finalmente con su retrato más enigmático. El mundo lo conoce como El caballero de la mano en el pecho. Nadie sabe a ciencia cierta quién es este hidalgo de severo porte y negra vestidura, aunque muestra indicios muy reveladores para cualquier observador perspicaz. Un hombro izquierdo, más derrumbado que caído, en consonancia con la empuñadura de su espada, centrada y no ladeada, delata a un manco: centra su acero para poder desenvainarlo sin necesidad de ayudarse con la otra mano. ¿De quién se trata? Nos lo va diciendo su rostro, aguileño, levemente asimétrico, de barba recortada y bigotes tan afilados como un estoque, también de  notable apostura y mirada grave, a quien solo le falta la celada arriba para remedar al inmortal caballero andante que nació de su pluma. Cervantes, ingenioso hidalgo donde los haya,  quería que su imagen fuera un enigma, tal vez porque  le fascinaba la esgrima de las palabras tanto como la de las armas. También porque adoraba los juegos de equívocos a la manera de los imbroglios teatrales a la  italiana. Pero había más: aunque entonces ya era un autor celebrado en media Europa, su deuda con la España que le maltrató hasta el fin de sus días seguía pendiente.

La ingrata patria que hoy le venera le llamó ladrón, traidor, putañero; no le regaló otros palacios que sus muchas prisiones, le pagó con el desdén tras la proeza de Lepanto, y nunca dejó de considerarle un desclasado sin rango ni abolengo.

 "Juro por mi honor que nada de lo que me acusáis es cierto", dice  con el lenguaje de las manos al llevarse su diestra al pecho, juntando los dedos centrales sobre su corazón, el santo y seña de los familistas. Acerquémonos un poco más, busquemos el detalle: sus dedos tocan la cadena de un joyel medio oculto en su herreruelo. Cerca del final de sus días, Cervantes ingresó en la Cofradía de los Esclavos del Santísimo Sacramento. ¿Se volvió beato? En absoluto. Sabía que sus hermanos estaban perseguidos y se cubrió con ese sello. Pero, en su reverso es muy posible que figurara el de los familistas, un óvalo en forma de corazón con el lema Charitas Extorsit, Dios y Amor, nada más que eso.

Se diría que al tiempo que retrata a Cervantes, El Greco se pinta  a sí mismo. "Para mí nació Don Quijote y yo para él" -escribió el Manchego en el epílogo de su novela-, "El supo obrar y yo escribir. Solo los dos somos para en uno". La frase define perfectamente la simultaneidad de conciencia entre estos dos creadores que compartieron un mismo viaje iniciático al Parnaso, como una vía de conocimiento del alma a través de la Belleza.

 

 

 

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STENDHAL O EL VIAJE SENTIMENTAL

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'STENDHAL O EL VIAJE SENTIMENTAL'

Álvaro Bermejo

Stendhal

 

Los abismos del corazón humano le fascinaban tanto como la ambición por ir más allá. No escribió novelas de aventuras, menos aún de capa y espada y, sin embargo, tanto como un implacable cirujano de las pasiones, fue un insaciable devorador de espacios. Del Danubio a San Petersburgo, de Inglaterra a Prusia, de Calabria a Cataluña, de Berlín a Florencia, a Italia entera,  fuese en calesa o en diligencia, a pie o caballo, en barco o en ferrocarril, Stendhal fue uno de los más incombustibles viajeros de su tiempo. "Entre dos amores y dos libros", como le gustaba definirse, el inventor de la literatura del Yo también inventó la palabra "turista" -derivada del Grand Tour-, creó una nueva modalidad de viaje, el viaje sentimental, y hasta dio nombre a un síndrome, el "Síndrome de Stendhal".  Naturalmente murió caminando, una tarde de marzo de 1842, en París, a causa de un ataque de apoplejía. Monsieur Beyle nos dejaba más de treinta novelas, entre ellas obras capitales como La cartuja de Parma o El rojo y el negro. Todo un itinerario existencial, siempre de viaje en viaje. El de un hombre que jamás se arrepintió de nada y siempre vivió por encima de sus posibilidades.

 

 

EL EGOTISTA IMPACIENTE

Todo comenzó en Grenoble, la ciudad donde nació, un 23 de enero de 1783. Los Alpes fueron para él algo más que una frontera natural, un desafío que le proyectaría hacia los cuatro puntos cardinales arrastrado por una fiebre de horizontes solo comparable a su doble pasión narrativa: escribir para los demás pero también para conocerse a sí mismo. Su coartada inicial son las banderas de la Grande Armée, pero su ambición de conquista no tiene nada que ver con la del Gran Corso. Atraviesa las campañas de Prusia, entra en Viena y, poco después de cruzar el puente de Beresina, deserta porque ha entendido que las únicas batallas que le seducen son las del corazón, un vagabundeo incesante de amante en amante, de país en país, pero sin objeto: "Yo no viajo para conocer, sino por puro placer".

Tanto es así que, a partir de entonces, ese renuente oficial de caballería llamado Henri Beyle se inventa una nueva personalidad y elige el extraño seudónimo de "Stendhal". Yo soy otro, parece decirnos. Y esa transmutación electiva de sí mismo es precisamente lo que diferencia a Stendhal tanto de de los viajeros ilustrados del XVIII como de los  del XIX.

 

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Vista de Florencia

 

Cierto, también Rousseau celebraba el viaje por el viaje, pero su objeto era la reflexión filosófica que, ya con el XIX y los grandes viajeros del siglo romántico, se trocará en la búsqueda del exotismo. Stendhal no busca una terra incognita, se deja llevar guiado por una fascinación particular y genuina, atenta a los pequeños detalles, cuenta las cosas desde un ángulo furiosamente subjetivo -el famoso Yo que define al "egotista" esencial-. El relato que surge de su pluma cobra así las dimensiones de un retrato en movimiento. Su manera de contar, sus digresiones sin solución de continuidad, su libertad absoluta para saltar de un tema a otro, son las de un escritor que escribe como respira, sin cuidarse de que está inventando la literatura moderna. Bajo el imperio de la primera persona el viajero se convierte en el centro del relato, por encima del viaje mismo.

 

 

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Londres en 1830

 

VIAJO, LUEGO EXISTO

 

En honor a la verdad, todo eso ya estaba en Lawrence Sterne. Antes de su Tristram Shandy, el excéntrico irlandés compuso un Viaje sentimental en orden a una revolucionaria declaración de principios: "viajo por necesidad, por la necesidad misma de viajar".  Pero la sentimentalidad de Sterne tiene bien poco de sentimental. Es esencialmente paródica, bastante más volteriana que romántica, más cercana a las sátiras de Swift que al análisis de sí mismo. Stendhal, por el contrario, no pretende hacer literatura -no en vano el viaje como tal apenas existe en su obra novelesca-. Escribe como Montaigne, o quizá más como componía Rossini, solo para él y sus amigos. Lo que ve le importa menos que su mirada, la perspectiva más que el panorama, el yo más que el objeto o el objetivo… y su viaje no admite ninguno. "No pretendo contar las cosas, solo las sensaciones que me producen".

 

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Londres, vista de Charing Cross, 1830

A partir de Stendhal el viaje deja de ser un descubrimiento del mundo para convertirse en una experiencia íntima que tiene mucho que ver con la alquimia de los sentidos, el viajero se erige en el gran protagonista del relato, y este dinamita el género. En adelante se escindirá en dos vectores: el de los cronistas que transcriben lo real y el de los escritores que narran una experiencia personal, en su caso regida tanto por la pasión como por el capricho. Para él la individualidad no es tanto un fin como un medio. Tampoco es el mejor, simplemente el único. Vivir en viaje permanente, sin otro extremo que la degustación de lo diverso, define la máxima manifestación del Yo stendhaliano.

 

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Madame Rebuffel, una de las primeras amantes de Stendhal, 1802

 

Se trata de un Yo caótico, nómada, asistemático, fragmentario, convulso a veces, pero decididamente hedonista y bonvivant,  que prefigura la sentimentalidad contemporánea. Un siglo antes de Peter Handke o Bruce Chatwin, el viaje stendhaliano engendra una novedosa "no-forma" y una manera de pensar deliberadamente peleada con toda norma. Tan libérrimo como su propio estilo, su relato se configura como una digresión permanente. La arbitrariedad de su Yo marca la ruta, pero su prosa opera como una máscara. Nada le complace más que esa metamorfosis, pasar inadvertido, ser solo ese otro Yo anónimo que cuenta: "Mi mayor felicidad es pasearme por una ciudad extranjera a la que acabo de llegar y donde nadie me conoce". A la libertad de olvidarse del personaje  suma la de no ser reconocido. Deliberadamente extraño a sí mismo, en sus diarios de viaje encontramos al Stendhal más esencial y genuino.

 

 

EUROPA EXÓTICA, ESPAÑA PARADÓJICA

Lejos de la tentación romántica, hipostasiada en la inmersión en el exotismo, Stendhal  no viaja para perderse en los Mares del Sur o en las cumbres del Tíbet. El oriente de las mil y una noches apenas le interesa, América le da pereza. Para él la aventura requiere un cierto raccord con su propia cultura y, en este sentido, Europa resume para él la quintaesencia de lo maravilloso. En 1820, tras visitar Berlín, Viena y Moscú, y a la salida de su enésima  representación de las obras de Shakespeare en Londres, se pregunta qué más puede interesarle. Ya había estado en España con las tropas de Napoleón. Devoto bonapartista, chovinista sin saberlo, deja unas palabras para la historia: "Aquella guerra sublime contra Napoleón pondrá a los españoles del siglo XIX por delante de los demás pueblos de Europa, ...y les asignará un segundo lugar después de los franceses".

 

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Puente de San Martín en Toledo, y Gitanos en una venta, 1830

Grabados de Pérez Villamil.

 

Regresa en 1838. Los tiempos han cambiado, pero él sigue siendo idéntico a sí mismo. Lejos de caer en la tentación estupefaciente de tantos ilustres compatriotas, como Gauthier o Merimée, tan fascinados por el arabismo misterioso que llegaron a afirmar que la catedral de Barcelona había sido en tiempos una mezquita árabe, Stendhal redescubre España como el "país de lo imprevisto" -"¿qué país merece más la mirada de un hombre sensible?"-, no precisamente por ese pintoresquismo romántico del que huía como de la peste, sino a cuenta de los muchos cambios que advierte en el país y en sus gentes: "Todo está cambiando en España, el progreso avanza. El miriñaque ha desplazado a las viejas sayas, en lugar de bandoleros y guitarras la industria avanza al compás de los ferrocarriles".

 

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Madrid,  el Buen Suceso al frente y la Victoria a la derecha, año 1790.

 

 

Eso no le impide sentenciar que Madrid se le antoja "una inmensa oficina", mientras se reserva su predilección para Barcelona: "delicioso placer de ver lo que nunca había visto". Pero añade un apunte que parece escrito ayer mismo: «En Barcelona predican la virtud más pura, el beneficio general y a la vez quieren tener un privilegio: una contradicción divertida. Los catalanes piden que todo español que hace uso de telas de algodón pague cuatro francos al año, por el solo hecho de existir Cataluña. Con esta excepción, estas gentes son de fondo republicano y grandes admiradores del Contrato Social. Dicen amar lo que es útil y odiar la injusticia que beneficia a unos pocos. Es decir, están hartos de los privilegios de una clase noble que no tienen, pero quieren seguir disfrutando de los privilegios comerciales que con su influencia lograron extorsionar hace tiempo a la monarquía absoluta. Los catalanes son liberales como el poeta Alfieri, que era conde y detestaba los reyes, pero consideraba sagrados los privilegios de la nobleza.» 

 

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Barcelona, 1843

 

Stendhal en estado puro, podríamos decir. O quizá más bien Julian Sorel, el jacobino incombustible, hablando por la pluma de Stendhal -no escribiré que acaso también adelantando las corrosivas agudezas de Josep Plà-. Sea cual sea el registro, ese otro Yo también formaba parte del multiforme yo stendhaliano. Al tiempo que reinventaba la escritura de viajes estaba forjando la literatura moderna en todo lo que tiene de híbrida: cruce de visiones donde el paisaje incluye una mirada que lo mismo puede ser social, económica y hasta política. Lo esencial es la impresión instantánea, la urgencia por registrarlo todo, esa grafomanía adictiva que excluye por igual las retóricas de lo literario y las construcciones demasiado rígidas de lo novelesco. Cuando no tiene pluma escribe a lápiz, si acaso en el tiempo que tardan los postillones en cambiar los caballos de la diligencia. Stendhal, grafómano incurable, siempre tiene prisa por llegar al siguiente descubrimiento. Y el crisol de todos ellos no es otro que la Italia de sus sueños.

 

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Basílica de Santa Croce,  Florencia

 

EL VIAJE A ITALIA

 

"Milán, 24 de septiembre de 1816.

 Llego a las siete de la tarde, descompuesto y agotado: corro hacia la Scala".

 

A comienzos del XIX el viaje a Italia consistía una experiencia obligada para un diletante con aspiraciones culturales: el mito romántico marcaba la ruta. Stendhal se atiene a ella, pero carece de paciencia y hasta de método para sujetarse a lo previsible. Al poco de unas páginas lo que comienza siendo una crónica de un concierto de Cimarosa, acaba derivando en una confesión de los amoríos de los que ha sido testigo en el palco de al lado. No puede evitarlo, su pluma solo se afila en los márgenes del lugar común y de todo lo previsible, en la promesa entrevista en una mirada galante o en una discusión entre dos paisanos a cuanta de cualquier nimiedad, tanto más empáticos cuanto más ridículos. 

Los grandes monumentos, el gran arte a la vuelta de cada esquina, le apasionan, sin duda, pero no tanto como frecuentar a las bellas mundanas de cada lugar. ¿Qué nos cuenta de aquella sesión en la Scala? No precisamente la obra que se representaba, sino apuntes como este: "Acudí tres noches seguidas, qué espectáculo tan encantador: cada mujer acude cuando menos con uno de sus amantes".

De Milán se desplaza a Bolonia: "tiene más carácter, más fuego, más originalidad que la ciudad del Duomo". ¿Es el mismo Stendhal que hará escribir sobre su tumba en Montparnasse el epitafio "Arrigo Beyle, Milanese"? Por supuesto que sí, pues la contradicción permanente nunca dejó de ser otro de sus tributos.

En Milán, en Bolonia, en Florencia, en Roma, no se pierde las citas obligadas, pero a condición de poder visitarlas solo: "He contemplado las perspectivas de Florencia tantas veces que prefiero caminar sin guía".

 

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La Scala de Milán, 1829

 

Rendido a sus vagabundeos, Stendhal vive intensamente la noche y todos sus sortilegios. Una suerte de caza de la felicidad siempre con los ojos bien abiertos, pluma en ristre. Escribe como se pasea, y hace de ello toda una propedéutica: "Como verdaderos filósofos, haremos cada día solo aquello que nos apetezca". Su mirada, sin embargo, sin dejar de ser absolutamente personal, no se sustrae a la tentación de ordenar el paisaje. Roma la ve como un hojaldre de tres capas: La Roma de la Antigüedad, la Roma del Arte y la Roma de los Papas, "con el gobierno y las costumbres que la caracterizan". Hasta se detiene en contarnos los días que necesitaremos para que la visita sea completa: "En cinco o seis mañanas vuestro cochero os paseará del Coliseo a las salas de Rafael en el Vaticano, del Panteón al taller de Canova. Os aconsejo que seáis vosotros mismos quienes toméis las riendas".

 

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Costa de Positano, 1845

 

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Florencia, desde lo alto de Santa María del Fiori.

 

Él lo hizo de una manera tan completa como arrebatada. Quería conocerlo todo, vivirlo todo, experimentarlo todo. Temiendo sus debilidades, se previene a sí mismo: "Roma es una ciudad tan infinita en todas sus grandezas que puede haceros enfermar. Pretender verlo todo puede abocaros a la locura, pues la saciedad no acaba con la ansiedad volviéndoos incapaces de disfrutar de cada momento". Antes de inventar el síndrome de Stendhal concibió su antítesis más avanzada: el hastío de la admiración. "Afortunadamente" -escribe-, "también hay una antídoto para eso: perderse por las calles de la ciudad vieja, entre la gente, sus pequeñas cosas y sus conversaciones". Lástima que no lo recordase cuando visitó Florencia. El antídoto estaba apenas a cuatro pasos de Santa Croce, pero beberse tanta belleza de un solo trago podría provocarle un delirium tremens hasta al David de Miguel Ángel.  

 

EL SINDROME DE STENDHAL

Parte de la culpa la tuvo su ambición por estar a la última. Sus diarios de viajes respondían a un mercado en alza. Una nueva clase social, la burguesía emergente, reclamaba guías detalladas donde se les señalara todo lo que debían visitar para ser considerados cultos, refinados, elegantes. Más que guías al uso, como las de la agencia Cook, Stendhal escribe "récueils de sensations", compendios de sensaciones, donde intenta abarcarlo todo: lo obligado y lo electivo, lo sustancial y lo personal, lo efímero y lo inmortal. El método le falla por la base, pues el trabajo se le duplica: trasnocha en un café perdido a la sombra de la cúpula de Brunelleschi pero al día siguiente ya queda sin aliento ante el desfile de maravillas de los Ufizzi.  Un 27 de enero de 1817 su pasión por Florencia le llevará a un paso de la tumba: "Al fin había llegado a Santa Croce. A la derecha la tumba de Miguel Ángel, un poco más allá la de Alfieri tallada por Canova. Luego la de Maquiavelo, y en frente la de Galileo  ¡Qué grandiosa reunión! Me sentí caer en una suerte de éxtasis, absorto en la contemplación de tantas bellezas sublimes. Había llegado a ese punto de emoción donde las sensaciones celestes otorgadas por las bellas artes despiertan  los sentimientos más profundos. Al salir de Santa Croce sentí un fuerte latido de mi corazón. Sentí que se me acababa la vida, caminé unos pasos con la sensación de que iba a caer".

 

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Visiones de Stendhal

 

Stendhal acababa de poner nombre a un conjunto de manifestaciones patológicas que, todavía hoy, llevan a decenas de turistas al dispensario de urgencias psiquiátricas del hospital de Santa Maria Nuova. Lo llaman el Síndrome de Stendhal: un trastorno que se manifiesta con una aguda crisis de ansiedad e intensos desequilibrios somáticos provocados por la contemplación de tanta belleza. La terapia recomendada comienza con una buena dosis de ansiolíticos y un billete de vuelta al país de origen. Stendhal hizo justamente lo contrario: tan pronto como recuperó el sentido se sentó en un banco y se puso a leer los versos de Hugo Foscolo, uno de los primeros poetas de la Italia moderna, cuyo culto a los muertos le insufló la energía suficiente para seguir sintiéndose vivo.

 

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Vista de Parma, 1805

 

En ningún otro de sus libros el autor de La cartuja de Parma dejó una constancia tan fieramente humana de que su corazón no era precisamente de mármol. Pocos días después, a la salida de un baile, anota en su cuaderno: "la belleza suprema no es otra cosa que una promesa de felicidad". Y en pos de esa promesa siguió entregado a su errancia -"me oculto cuidadosamente de los ministros, esos eunucos que están en cólera permanente contra los libertinos"-. Su mundo era el suyo, libérrimo y caótico, una conquista cotidiana del azar a la caza de un milagro, sin más ambición que seguir viajando, de país en país, de mujer en mujer, de pasión en pasión, sin más ambición que ser obstinadamente uno mismo.

 

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Stendhal, retrato de Johan Olaf Sodemark, 1840

 

"Pues no hay nada que me produzca más placer que viajar. Y, en cuanto a todo lo demás",  escribe como si se dirigiera a cada uno de nosotros, "¿quién sabe si el mundo durará tres semanas?". Toda una declaración de principios, la de un diletante exquisito, más liberal que libertino, cosmopolita por elección, para quien la belleza y la felicidad siempre fueron sinónimos de una mirada fieramente personal, pero siempre en tránsito.

 

 

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LA POSIBILIDAD SHERLOCK FREUD

 

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"LA POSIBILIDAD SHERLOCK FREUD"

Álvaro Bermejo

 

El psicoanálisis tiene sin duda un punto detectivesco. ¿Tanto como los detectives algo de psicoanalistas? Las coincidencias en el método y en la casi milagrosa perspicacia no parecen casuales. Sucede algo semejante con dos de sus iconos canónicos: Sigmund Freud y Arthur Conan Doyle. El primero bien pudiera haber sido un personaje del segundo, pues las similitudes entre el más notorio de los suyos -Sherlock Holmes-, y el célebre psicoanalista austriaco revelan un inquietante parentesco que trasciende lo literario.

 

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En el tercer capítulo de su libro "Psicopatología de la vida cotidiana", publicado en 1901, Freud nos cuenta cómo, durante un viaje emprendido el año anterior, se encontró con un hombre joven y de formación académica que había leído algunos de sus libros. La conversación, parece ser, versó acerca de la situación de los judíos. El joven académico, judío como Freud, expresó su amargura y concluyó "su exaltado y apasionado discurso" con el famoso verso de la Eneida donde Dido exterioriza la esperanza de que alguien se alzase en el futuro para vengarla: "Exoriare aliquis nostris ex ossibus ultor". El joven se acordaba del verso... menos de la palabra "aliquis", que Freud, buen lector de Virgilio, no vaciló en recordarle. Su interlocutor, entonces, le dijo haber oído que él, Freud, sostenía que nada se olvida sin motivo. De ser así, ¿por qué no se había acordado de la palabra "aliquis".

 

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Freud acepta el reto con la condición de que el joven le comunique sinceramente, y sin omitir nada, todo cuanto se le ocurra en relación con la palabra "aliquis". El joven comienza a asociar, y lo primero que se le viene a la mente es dividir la palabra en a- y -liquis, lo que a su vez lo lleva a asociar "reliquias, licuefacción, fluido, líquido". A continuación piensa en san Simón de Trento, cuyas reliquias ha visto en esa ciudad, y en los crímenes rituales que una y otra vez se atribuyen a los judíos; en un libro de Kleinpaul sobre el tema; en un artículo de una revista italiana acerca de lo que san Agustín opinaba acerca de las mujeres; en un robusto anciano con el que se había encontrado hacía poco, un "espécimen único", cuyo nombre era Benedicto. Después piensa en san Genaro y su milagro de la sangre: en Nápoles se conserva una ampolla de cristal que contiene sangre coagulada, y hay un determinado día festivo en que esa sangre suele licuarse. Por el tiempo de la ocupación napoleónica, o bajo Garibaldi, un oficial llevó aparte a los sacerdotes responsables y, señalando a sus soldados con un gesto significativo, expresó la esperanza de que el milagro se produciría enseguida. "Y, en efecto, se produ...".

En esa palabra cortada se detiene el interlocutor de Freud. ¿Por qué? Se le ha ocurrido algo que es "demasiado íntimo para comunicarlo".

"No necesita contármelo", replica Freud: "usted lo sabe ya y yo no necesito explicarle por qué se le olvidó aquella palabra". Después de lo cual el joven termina por decírselo: "De pronto he pensado en una dama de quien es fácil que pueda recibir una noticia que podría ser sumamente desagradable para ambos". "Y esa noticia -pregunta entonces Freud-, ¿tendría algo que ver con la posibilidad de que esa dama ha experimentado una falta en su periodo menstrual, de la que pueden derivarse consecuencias particularmente comprometedoras para usted?". El joven se queda atónito, apenas acierta a balbucir: "¿Cómo ha podido adivinarlo?". Freud le aclara que ha sido muy fácil: santos del calendario, licuefacción de la sangre, la amenaza de que la sangre debía licuarse porque, si no, ello podría tener consecuencias desagradables. Y luego la división de "aliquis" en a- y -liquis.

A su juicio, el caso estaba tan claro como cualquiera de esas endemoniadas tramas criminales que dejaban estupefacto al doctor Watson, toda vez que el inefable Sherlock Holmes parecía resolverlas apenas con un parpadeo.

 

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Pero el misterio que nos ocupa no se cierra con eso.

El tiempo da un salto de trapecio en la oscuridad, estamos en 1982, han corrido ochenta años y, de pronto, en la New American Review aparece un artículo acerca de este caso. Estaba escrito por Peter Swales y llevaba el título "Freud, Minna Bernays, and the Conquest of Rome". Allí se desarrollaban dos tesis. La primera viene a sugerir que aquel joven no existió nunca y la conversación descrita por Freud jamás tuvo lugar. Swales aporta buenos argumentos para ello. El joven tiene un parecido demasiado grande con el propio Freud: ha leído escritos de Freud -lo que en aquel entonces no se daba tan a menudo-, era académico, judío y frustado en su carrera a causa de ese judaísmo, era ambicioso, citaba de la Eneida, había estado en Trento, conocía a alguien que se llamaba Benedicto, había leído el libro de Kleinpaul sobre "Víctimas humanas y crímenes rituales", cosas todas ellas que también remitían a Freud. Además, lo que resulta definitivo,  no había manera de encontrar a aquel misterioso joven por ninguna parte.

La segunda tesis va un paso más ellas y acaba por desvelar el misterio: en ella Swales defiende la posibilidad de que la dama cuyo embarazo tanto temía el joven ficticio era en realidad la cuñada de Freud, Minna Bernays, con la que Freud se había mantenido una reiterada relación extraconyugal donde se cruzaban los desafíos de un terapeuta experimental y los extravíos del perverso polimorfo.

 

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Tanto da que nos convenza más la primera tesis que la segunda, o viceversa. "El análisis de Freud es tan brillante que hace palidecer las deducciones magistrales de Sherlock Holmes", afirma Swales. Cierto. Por su elaborada estructura literaria, por su construcción tan enrevesada como las circunvalaciones cerebrales del padre del psicoanálisis, por su método deductivo, a medio camino entre lo surrealista y lo detectivesco, todo este diálogo -¿imaginario?-, entre Freud y su joven paciente, o su Sombra, recuerda uno de los que sucedieron entre Sherlock Holmes y el doctor Watson.

El genial sabueso extrae una conclusión que deja atónito a su interlocutor. "Por todos los diablos, ¿cómo hizo para saberlo? -pregunta Watson-. Siempre impasible, el detective concluye que todo era muy sencillo: "Ya no era muy difícil" -o, en su versión cinematográfica:"elementary, my dear Watson"-. Dicho lo cual, pormenoriza cómo ha llegado a esa conclusión.

 

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Volvamos al episodio del encuentro entre Freud y su joven interlocutor. Retomemos la frase "Por cierto, he oído decir que usted sostiene que nada se olvida sin una razón. Me gustaría conocer por qué he olvidado ahora el pronombre indefinido aliquis". Para Swales, ese "usted sostiene" es un argumento en favor de su tesis de que el joven nunca existió: por así decirlo, habría leído "Psicopatología de la vida cotidiana" antes de que se hubiera escrito, lo que descubre la posibilidad de que ese joven no fuera otra cosa que una creación "literaria" del propio Freud.

 

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En cualquier caso, trátese de ciencia o de literatura pero sin salir de ésta, el hecho de que Freud fuese retado por ese joven espectral -o especular-, sugiere una posibilidad no menos perturbadora. ¿No habría en alguna de las historias de Sherlock Holmes un lugar en el que Holmes hubiera sido desafiado por el doctor Watson, para extraer conclusiones de unos indicios determinados, suministrados por él mismo, de igual manera que Freud fue retado por su interlocutor fantasma a partir de un dato tan demencial como el olvido de un pronombre indefinido?

De ser así, no solo podríamos dar una nueva vuelta de tuerca a los laberintos de la psique descritos por Freud. Tal vez encontraríamos en alguna de sus encrucijadas un espejo oscuro donde el rostro del padre del psicoanalisis formularía las preguntas, mientras la deducción tras cada respuesta correría a cargo de otro Sigmund. Solo que este se apellidaría Holmes en lugar de Freud.

¿Cambia en algo el final de la historia? Tal vez sí, tal vez no. De todo esto solo nos cabe una certeza: los dos rostros, a uno y otro lado del espejo, tocaban el violín, fumaban en pipa… y eran adictos a la cocaína diluida al siete por ciento.

 

 

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EL BOSQUE DESENCANTADO

 

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'EL BOSQUE DESENCANTADO'

Álvaro  Bermejo

 

Como todos los veranos, tal vez cada verano un poco más, mil hectáreas más, un pulmón verde menos, asistimos al ritual de lamentos que acompaña el espectáculo de los incendios forestales. Sabemos que en cada uno de estos holocaustos se quema mucho más de lo que se ve. Pero con ser enorme el daño sobre los ecosistemas, conviene no olvidar que la memoria colectiva también es un capítulo importante de la ecología humana. Y que, en gran medida, incluso las raíces mismas de nuestra civilización, surgen de los bosques.

Así como sucede con todas las poderosas manifestaciones de la vida, los bosques generan en el hombre un sentimiento contradictorio de angustia y serenidad, de opresión y liberación. Sin embargo, casi desde los orígenes, sólo hemos entendido nuestro crecimiento como una guerra continua contra nuestro entorno para construir ciudades que, en ocasiones, recuerdan la entropía de una jungla caótica y deshumanizada donde evidenciamos nuestra desarmonía con nosotros mismos. Ya en la obra literaria más antigua de la humanidad, la Epopeya de Gilgamesh, el legendario rey de Uruk encuentra su primer enemigo en Humbala, el demonio del Bosque de los Cedros.

 

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No obstante, entre los griegos cada divinidad tenía su bosque sagrado, por eso a ningún mortal se le consentía cortar ni uno sólo de sus árboles. Entonces el castigo corría a cargo del terrible dios Pan, así como dos milenios después Jung identificará los terrores "pánicos" con el temor a las revelaciones del inconsciente.

 

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En términos medievales y en ese otro bosque de alegorías que encierra la Divina Comedia del Dante, el bosque se asocia al olvido de Dios, territorio metafórico del pecado, espacio de la magia tenebrosa donde lo inanimado se anima, donde la línea recta se convierte en círculo para perder al santo ermitaño o al esforzado caballero. También entonces, mientras los bosques eran progresivamente desencantados, nos encontramos con la poesía de Petrarca y Garcilaso empeñados en reencantarlos con todo su lirismo.

 

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Esta pulsión irá en ascenso, a medida que se configura la civilización industrial, con las grandes odas románticas de Shelley y Leopardi que, leídas hoy, suponen la prehistoria literaria de todo el movimiento ecologista. El bosque deja de presentarse como frontera del hombre y recupera su lugar en nuestro imaginario como espacio de una regeneración que nos reconcilia con nuestras raíces más humanas. Así, mientras los hijos de la filosofía de las Luces expresan su dominio racional de la naturaleza, caracterizado por la explotación sistemática de los bosques, sus nietos regresan hoy a ellos buscando entre sus sombras vestigios del reencantamiento.

Por una extraña paradoja, en este tiempo en que la desforestación planetaria ha llegado a ser alarmante, nos acercamos a los bosques como si buscáramos en ellos la Fuente de la Juventud, un espacio vivificador de descanso y alegría, semejante al paraíso recobrado. Sus tinieblas no son ya las del infierno, sino las del útero materno. Su frondosidad no es símbolo del laberinto donde uno se pierde, sino de ese lugar casi sagrado donde uno se reencuentra consigo mismo. Frente al bosque amenazante de los cuentos infantiles, poblado de lobos feroces, resurge el bosque mítico como potencia tutelar y benigna, como una gran reserva de fuerza, de inspiración y de pureza. En cierto modo el estado natural del hombre contemporáneo parece ser la paradoja trágica: cantamos más que nunca la gloria de los bosques al tiempo que aceleramos más que nunca su destrucción. Si se unieran todas las hordas de las umbrías paganas, los demonios sumerios y los faunos griegos, el Basajaun de los vascos y todos los encantamientos de Merlín en su floresta de Brocelandia, no conseguirían en cien años de conjuros destructivos lo que puede conseguir una multinacional papelera en un año de actividad indiscriminada sobre un bosque canadiense.

 

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La denuncia sin embargo no es nueva. Allá por el XVIII Gianbattista Vico ya alertaba sobre esta nueva forma de barbarie disfrazada de civilización: "Primero suplantan los árboles de los bosques por las columnas de los templos, y luego la sabiduría por las academias". Hoy, incluso a los más doctos académicos les resultaría arduo explicarle a un niño en qué se diferencian las atmósferas de un hayedo y un robledal. Pero mientras lo pensamos, los bosques se alejan. Hasta que el hombre recupera la conciencia de que se encuentra en el centro de un inmenso calvero, y su centro perdido, su bosque interior, se convierte para él en una utopía. Si su batalla contra los bosques suponía un capítulo de su prehistoria síquica -la lucha contra su  inconsciente-, ahora, demasiado  tarde, comienza el tiempo de la reconciliación. No hicimos caso a la apología rusoniana de la naturaleza, y a Emerson se le tomó por loco cuando se retiró a los grandes bosques americanos harto de todo.

 

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Hijo del dilettante Calvino, el Barón Rampante siguió sus pasos en rebelión y se encaramó a un árbol de su jardín del que ya nunca quiso bajar. Desde sus ramas reclamaba una constitución que salvaguardase los derechos legítimos no sólo de los hombres, sino también de los animales y las plantas, desde los pequeños pájaros a las águilas reales, y desde las encinas más majestuosas a las legumbres. Hoy la oveja Dolly o la soja transgénica son el anticipo de un futuro bosque artificial a la japonesa, perfectamente reconstruido en alguna especie de plástico biónico, pero de igual modo perfectamente desencantado.

Más allá de la literatura, no somos conscientes de que la desaparición de los bosques conlleva la pérdida de una dimensión radical de nuestro imaginario ligado a los orígenes. En este sentido la inquietud ecológica incluye también una lectura sicológica: la pérdida de los bosques exteriores implica la desforestación de una parte sustancial de nuestra identidad. ¿Qué supone pues preservar los bosques? Incuestionablemente, preservarnos también a nosotros mismos, no sólo en el plano de las analogías, sino en el de nuestra más estricta matriz biológica y cultural.

 

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Los viejos bosques encantados han perdido su encanto roídos por los vapores de la lluvia ácida, y nos han dejado a solas con un documentado desencanto. El bosque de Macbeth cobró vida para vengarse de un loco cegado por su ambición. Sin saberlo, en pleno siglo XVI, Shakespeare trazó la mejor metáfora del hombre contemporáneo perdido en su propio bosque nocturno, como en un combate perpetuo entre los más pésimos presagios y los buenos sentimientos.

 

 

 

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NACIONES SUICIDAS

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"NACIONES SUICIDAS"

 Álvaro Bermejo

 

Naciones

 

 

Europa y EE.UU. tienden a suicidarse de manera antagónica, escribe Noam Chomsky: mientras los europeos se imponen recetas de austeridad, los americanos han optado por acentuar la raíz especulativa de su economía financiera en orden a los mismos postulados que llevaron a la quiebra a Lehman Brothers. A medio camino de esos dos vectores tenemos el caso de Grecia: la cuestión no es ya el dilema sespiriano entre pagar o no pagar la deuda que les ahoga, sino el estricto origen de esa deuda.

 

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Vivir por encima de sus posibilidades, hacerlo a cuenta del resto de Europa y revertir el descalabro en un argumento identitario con derecho a decidir -vía referéndum-, no es sin embargo un contrasentido exclusivo del gobierno Tsipras. Valdría perfectamente para la Cataluña de Artur Mas, sin ir más lejos. Aunque la literatura nos abrume con el viejo lugar común del suicidio por amor a lo Romeo y Julieta, lo cierto es que también fueron legendarios no pocos suicidios por una crisis de opulencia. François Vatel, el mítico cocinero del príncipe de Condé, se quitó la vida en medio de la fastuosa comida con que su patrón quiso agasajar a Luis XIV en Chantilly. ¿La razón?  El pescado llegó demasiado tarde a palacio.

 

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Los comportamientos suicidas se encuentran hasta en la fisiología de la célula. Se llama apoptosis o muerte celular programada, y sucede cuando las células deciden su autodestrucción porque reciben mensajes químicos indicando la muerte inevitable del órgano al que pertenecen.

En su libro titulado 'Colapso', el biólogo Jared Diamond extiende este proceso al declive de las civilizaciones y lo remite a la incapacidad de las élites para detectar los procesos de hundimiento en curso, unida a la voluntad ciega de mantener su estatus privilegiado. Es lo que decía en los '60 Arnold Toynbee, el  gran filósofo de la historia: "las civilizaciones no mueren, se suicidan". 

 

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Si Toynbee proponía como modelos la implosión de los mayas, la caída de Roma o la locura del III Reich, hoy Grecia nos sirve un paradigma perfectamente concordante con la filosofía de los nuevos tiempos. Cuando Sócrates eligió suicidarse antes que rendir culto a los dioses de Atenas se cuidó mucho de pagar sus deudas, incluido el gallo que le debía a Esculapio. Hoy el gallo griego cacarea muy indignado a cuenta de nuestra insolidaridad. En algo tiene razón, aunque nadie más indicado que él mismo para aplicarse la lección: debemos aprender a vivir juntos como hermanos, si no queremos morir separados como idiotas.

 

 

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EL ARENQUE DE BISMARCK

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"EL ARENQUE DE BISMARCK"

Álvaro Bermejo

 

Mientras en la Comisión Europea se escenificaba el penúltimo acto de una tragedia griega, con Tsipras en el papel de Edipo y Merkel en el de Medea, el Centro Pompidou inauguraba una muestra decididamente hilarante, consagrada a la influencia de la comedia en vivo en el arte contemporáneo. ¿Son nuestros políticos el último eslabón de una cadena de monologuistas histriónicos, a la manera de Lenny Bruce? Comencé a pensarlo allá, delante de un café y con un libro en la mano, cuyo título implica toda una 'punchline'.

 

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Rubricado por el jefe de filas de la Izquierda francesa, Jean-Luc Mélenchon, 'Le Hareng de Bismarck' -El Arenque de Bismarck-, propone una enmienda a la totalidad del modelo alemán. Arrogancia, prepotencia, voluntad der poder. Para Mélenchon, Alemania es el buco emisario de todos los males sufridos por Europa desde el inicio de la crisis, y Grecia su chivo expiatorio. "El imperialismo prusiano ha vuelto", afirma Mélenchon, "la dictablanda europea es su nuevo uniforme, el neoliberalismo su credo, y los campos de concentración para jubilados su nuevo proyecto de civilización".

 

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Pintar Europa como una suerte de Cena de las Postrimerías, donde Alemania nos envenena con sus arenques podridos, y al Bundesbank como la nueva Caja de Pandora, es un peaje obligatorio para cualquier 'stand up comediant' de la Izquierda. Pero, realmente, ¿todo es tan sencillo? Sin duda, hay una Alemania egoísta, pero también es el primer proveedor de fondos de la UE. Sin duda, hay mucha riqueza al otro lado del Rhin, pero también doce millones de pobres sobre una población de ochenta y cinco millones. Entre tanto, ¿se puede calificar de altruistas a la Francia de Hollande o a la Inglaterra de Cameron?

 

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La respuesta me vino sola cuando se aparejó a mi mesa una ancianita genuinamente parisina con dos Teckel idénticos. ¿Cómo se llaman?, pregunté. Manet y Monet, me respondió la veterana sin parpadear. Me faltó coraje para invitarla a la muestra del Pompidou: qué grandes cómicos, Manet y Monet, Hollande y Merkel, Cameron y Rajoy, todos tan perecidos como justamente apaleados. ¿Por qué?

 

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Porque un buen monologuista, a diferencia de nuestros políticos, nos autoriza a reírnos de las miserias ajenas tanto como de las propias. Y es precisamente eso lo que hace de la política, como del humor, un saludable ejercicio catártico.

"El veneno alemán es el opio de los ricos", escribe el iracundo Mélenchon. Olvida que los arenques de Bismarck resultan bastante más económicos que el pato a la sangre, la gran especialidad de la Tour d'Argent, el mítico restaurante parisino, cuyo nombre se traduce como La Torre de Plata, también como la Torre del Dinero. Una manera como cualquier otra de decirnos que en este bistró de lujo llamado Europa se entra por voluntad propia, y solo con un buen montón de euros en la cartera.

 

 

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UNA TERAPIA A LATIGAZOS

 

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UNA TERAPIA A LATIGAZOS

Álvaro Bermejo

 

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En 1698 el médico prusiano Christian Franz Paulini publicaba en Frankfurt del Meno su tratado Flagellum salutis  (El Látigo de la curación), un pormenorizado estudio acerca de la eficacia de la flagelación para curar enfermedades. Aunque cueste creerlo, esto sucedía en el umbral del Siglo de las Luces, en el epicentro del más que ilustrado Sturm und Drang, y, en fin, a cuenta de un eminente físico natural que, por añadidura, se consideraba uno de los más reputados teólogos de Turingia.

Miembro de importantes sociedades eruditas de la época, Paulini había estudiado en Leyden y enseñado en Pisa. Un año antes había dejado boquiabiertas a las primeras academias europeas con otro título para la historia:  Heilsame Dreck-Apotheke  (Farmacia curativa de la inmundicia), un estudio acerca de las facultades medicinales del excremento.

 

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Christian Franz Paulini y cubierta de uno de sus ensayos

 

A partir de 1675 ocupó el cargo de médico e historiógrafo del obispo de Münster, y entre 1681 y 1688 estuvo al servicio de los duques de Braunschweig-Wolfenbüttel, poseedores de una de las más importantes bibliotecas de la época.

Grande y misteriosa era la obra de Dios, sostenía Paulini, que hacía que los azotes tuviesen propiedades curativas.

 

Como indica su título, el Flagellum salutis  proponía la flagelación como tratamiento para un amplio abanico de dolencias, como la melancolía, la rabia, la locura, la epilepsia, el hipo persistente, los flujos menstruales intensos o los padecimientos abdominales. Puñetazos, fustazos, bastonazos y latigazos aplicados en determinadas zonas del cuerpo eran estrategias de gran eficacia para el logro de una curación completa.

La exposición de esta terapia tan peculiar iba acompañada de abundantes ejemplos, provenientes de fuentes bíblicas, humanísticas, literarias y, obviamente, médicas.

      

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Johann Heinrich Meibom, e ilustración de uno de sus tratados,

conocido como el 'Meibonius"

 

Un capítulo en particular, intitulado "Del coito difícil", estaba destinado a los problemas que giraban en torno a la consumación del acto sexual. El tratamiento que ofrecía Paulini se apoyaba en los trabajos del no menos célebre médico y humanista Johann Heinrich Meibom, a quien se consideraba toda una autoridad en el tema. Según Meibom, las nalgas, la espalda y buena parte de los órganos del bajo vientre constituían una unidad funcional estrechamente vinculada al acto sexual. Los riñones eran el punto de partida de la circulación de la sangre y un componente fundamental del sistema general de calentamiento del cuerpo. De creer en sus observaciones, una buena tunda localizada en esa zona tenía el efecto de producir un generoso torrente de sangre recalentada, que al fluir hacia los genitales hacía que el paciente lograse la firme erección de su pene. Los azotes también eran beneficiosos para el despertar el deseo sexual de la mujer, dado que la sangre inflamada por los golpes fluía rápidamente hacia el útero, alimentando el placer y facilitando la concepción.

Tanto Meibom como Paulini consideraban que los efectos de la flagelación ayudaban a mantener el equilibrio humoral del cuerpo, produciendo un nivel adecuado de excitación en aquellas personas de temperamento frío o edades avanzadas. Era la solución ideal para pacientes con frustrantes dificultades en el delicado campo de las prácticas sexuales.

 

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Cubierta e ilustración del  Traité du fouet et de ses effets sur le physique de l'amour, obra de François Amédée Doppet

 

Por más descabellada que nos pueda parecer esta terapia, no sólo triunfó en la Alemania de su tiempo. Refrendada por el prestigio de las luminarias que la practicaban, el médico y militar francés François Amédée Doppet publicó en 1788 su Aphrodisiaque externe ou Traité du fouet et de ses effets sur le physique de l'amour, un tratado médico-filosófico en el que se ocupaba de las relaciones entre la flagelación y el acto sexual. Tomando como punto de partida los estudios de Meibom, Doppet se propuso dos objetivos: mostrar la eficacia de la flagelación en el despertar de la voluptuosidad y censurar el uso inadecuado de los castigos corporales.

Justamente por excitar los apetitos sexuales la flagelación debía evitarse en ámbitos religiosos y educativos. Nada peor para mantener la castidad que un fraile o una monja recurrieran a la flagelación. Recurriendo al látigo se corría el riesgo de que tanto el éxtasis místico como el sexual se confundieran sin remedio, como cualquier observador atento podía imaginar contemplando El éxtasis de Santa Teresa, la célebre escultura de mármol esculpida por Gian Lorenzo Bernini.

 

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Recreación del marqués de Sade, a cargo de Frank Fiedler, 2012,

e ilustración original para su "Justine"

 

La flagelación tampoco era aconsejable la educación de los niños. Si bien Doppet admitía la necesidad de recurrir de tanto en tanto a alguna paliza ejemplar, esta nunca debía materializarse en las nalgas o en la zona del bajo vientre. Y menos recurriendo a varas o fustas. Admirador de Rousseau, Doppet invitaba al lector a recorrer la obra educativa del ginebrino para idear otras alternativas fuera del castigo físico. Había que mantener alejados a los niños de cualquier estímulo sexual prematuro, capaz de perturbar su desarrollo normal. El mismo Jean-Jacques era un buen ejemplo de ello; basta leer sus Confesiones para constatar cómo de niño su voluptuosidad se encendía gracias a las palizas que le propinaba la señorita Lambercier, en su afán de castigarlo debido a su poca dedicación al estudio.

En 1870 Leopold von Sacher-Masoch publicó La Venus de las pieles. En la novela el narrador toma la decisión de convertirse en esclavo de una mujer, describiendo con evidente excitación las escenas en las que su ama se le acerca blandiendo un látigo. Aparecida en plena era victoriana, aunque en la convulsa Viena de todos los excesos, La Venus de las pieles no desató ningún escándalo. Más aún, la prestigiosa Revue de Deux Mondes publicó en 1872 un artículo sobre la postura filosófica de Sacher-Masoch, presentándolo al público parisino como un visionario de los nuevos tiempos -tanto como de sus terapias "avanzadas"-, e impulsando la difusión de su obra.

 

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Cubierta de la película 'La Venus de las Pieles', de Roman Polasnski. Retrato de Sacher Masoch. Cubierta de la última edición francesa del mismo libro.

 

A su manera, el psiquiatra alemán Richard von Krafft-Ebing también aportó su granito de arena en este sentido. En su célebre Psychopatia Sexualis  (1886), Krafft-Ebing dejó de considerar a la flagelación como un método terapéutico para estimular un apetito sexual ausente. Ahora era claro síntoma de una forma de perversión que bautizó con el apellido del novelista austríaco: masoquismo. La literatura lo volvió a inspirar con el nombre del marqués de Sade para designar al par antagónico y al mismo tiempo complementario.

Sadismo y masoquismo pasarían así a encabezar el dudoso Olimpo de las parafilias fundadas en la búsqueda de placer sexual a través del dolor físico o la humillación.

De ser una terapia estimulante para despertar la excitación sexual y la fecundidad, recomendada por destacados especialistas de los siglos XVII y XVIII, la flagelación pasó a ser en los albores del siglo XX un elemento de indudable importancia a la hora de catalogar determinados trastornos psicosexuales, pero también un fetiche lúdico bien capaz de inspirar iconografías a medio camino entre la inocencia y la perversidad, como sucedió con no pocas pin-up norteamericanas de los tiempos de Bettie Page.

 

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Bettie Page, 1959. Helmuth Newton, 1989

 

Si bien, por razones totalmente diferentes, ambas perspectivas, la médica y la lúdica, concordaban en un punto: el látigo, las fustas y las varas seguían siendo fundamentales para elevar la temperatura erótica de sus usuarios.

 

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Fotograma de 'Cincuenta sombras de Grey', película de Sam Tailor-Wood,

basada en la obra homónima de E. L. James

 

Es poco probable que E. L. James, la autora de la abominable, por irrisoria, Cincuenta sombras de Grey, sea una conspicua admiradora de las terapias implementadas por Paulini, Meibom, Dopper y Sacher-Masoch. Pero si, cuatro siglos después, una literatura tan decididamente aberrante ha conseguido vender setenta millones de copias, y esto entre un público fundamentalmente femenino, tal vez deberíamos comenzar a admitir que el imaginario contemporáneo no queda tan lejos de aquellos demonios surgidos a la sombra del Siglo de las Luces.

 

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Daguerrotipo de 1897. Fotograma de 2014.

 

Eros y Tanatos, placer y dolor, excitación y castigo, dominación y vasallaje sexual, se enlazan en una oscura contradanza cuya partitura se escribe a latigazos en lo más profundo de nuestro hipocampo. Nada más fácil que ironizar al respecto. Nada más inquietante, sin embargo, que mirarnos de frente en ese espejo negro donde nuestras pulsiones ancestrales forman y deforman un rostro, tantas veces el nuestro, abocado a una terapia extrema, como sería la de reconocernos, así a la luz de la razón como en todos sus abismos.

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ESCUCHANDO LA CARACOLA

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ESCUCHANDO LA CARACOLA

Álvaro Bermejo

 

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Eric R. Kandel, en 1999.

 

El 12 de marzo de 1938 Adolf Hitler daba un paso más en su ofensiva expansionista hacia el Este, también conocida como el Anschluss: Austria pasaba a ser una provincia del Reich -la Ostmark-. Ocho meses después, un día de noviembre de 1938 y en el exclusivo distrito del Schloss Belvedere, junto al Prater, un niño vienés jugaba en el salón de su casa con un cochecito de carreras que su padre acababa de regalarle por su noveno cumpleaños. En eso, sonaron unos golpes a la puerta. El cochecito se detuvo, el corazón del niño también. Quienes llamaban eran dos agentes de la Gestapo que, a su manera expeditiva, ordenaron a su madre que hiciera las maletas y abandonara inmediatamente aquel inmueble. Las cosas empeoraron antes del mediodía, cuando tuvieron la constatación de que su padre había desaparecido. Por fortuna, reapareció a los pocos días: lo habían liberado tras verificar que combatió para el Imperio austro-húngaro durante la I Guerra Mundial. Pero este antecedente no evitó que le arrebataran su comercio para dárselo a un nuevo dueño que, obviamente, no era judío.

 

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Noche de los Cristales Rotos, Berlín, 1938.

 

Sólo muchos años más tarde aquel niño pudo comprender que lo que había vivido esos días de noviembre era la Kristallnacht, la Noche de los Cristales Rotos,  uno más de los espeluznantes prolegómenos del Holocausto. Gracias a la ayuda de la Israelitsiche Kultusgemeinde der Staat Wien, en abril de 1939 el niño pudo salir, junto a su hermano, rumbo a los EE. UU., donde viviría bajo la tutela de sus abuelos. En agosto, días antes del estallido de la II Guerra Mundial, fueron sus padres los que lograron escapar de una muerte más que cierta, reuniéndose con ellos en Nueva York para iniciar una nueva vida.

El niño se llamaba Eric Kandel, y allá, en la América de las oportunidades, inició una carrera científica absolutamente conectada con esa "otra vida" que había dejado de entender, cuando su propia patria, Austria, dejó de llamarse Austria. Tras estudiar Historia, Literatura y Biología en Harvard -la vida contada y la vida en sus raíces-, se doctoró en Medicina en la Universidad de Nueva York, decantándose tanto por la Psiquiatría como por la naciente Neurofisiología. En 1965 sería nombrado  director del Centro de Neurobiología de la Universidad de Columbia, y treinta años después recibiría el Nobel de Medicina, a cuenta de sus estudios acerca de la Aplysia.

 

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Aplysia punctata.

 

¿Qué demonios es la Aplysia? Un enigma con forma de molusco, en cuyas circunvalaciones parecía cifrarse buena parte de su drama personal, el de su familia, el de su nación, el de Europa entera. Pero aún es pronto para acabar de resolverlo.

Si esta historia se originó a partir del trauma experimentado durante aquella noche de horror y destrucción, la Noche de los Cristales Roto, también hubo algo que se rompió dentro de la mente de ese niño que, hasta entonces, creía pertenecer a la cultura más sofisticada de Europa. ¿Cómo explicarse que una sociedad generadora de tantas de las más altas expresiones culturales de todos los tiempos, hubiera sido capaz de producir el Holocausto? ¿Cómo comprender que intelectuales y artistas como Martin Heidegger, Ernst Jünger y Herbert von Karajan hubiesen sucumbido al hechizo del nazismo?

Preguntas como éstas persiguieron a Kandel durante años. En Harvard abordó como tema de tesis la actitud de los intelectuales alemanes frente al nazismo. Su dramática conclusión fue que mientras muchos de ellos habían aceptado alegremente los aberrantes postulados del III Reich, fueron demasiados los que se mantuvieron al margen, y demasiado pocos los que tuvieron la valiente actitud de enfrentarlo. Pero su búsqueda no se limitó al mundo de los intelectuales. La experiencia del nazismo, su violencia y su brutalidad, despertó su interés en el estudio de la mente humana.

¿Cuáles eran las claves para la comprensión del comportamiento de las personas y el carácter imprevisible de sus motivaciones? En un principio eligió como vía para esa investigación la literatura, guiado por autores como Fedor Dostoievski, Franz Kafka, Charles Dickens o Thomas Mann. Con ellos Kandel fue demarcando algunos de los más oscuros y recónditos mecanismos de nuestra mente. Al poco tiempo encontró un nuevo guía: Sigmund Freud. En 1955, ya como avanzado estudiante de medicina, llevó su interés por el psicoanálisis a la Universidad de Columbia y se entrevistó con el biólogo Harry Grundfest. Tuvo la presencia de ánimo suficiente como para plantearle su aspiración de averiguar en qué lugar físico del cerebro se podrían alojar entidades psíquicas tales como el yo, el ello y el superyó.

 

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Sigmund Freud, junto a su perro, Viena, 1895

 

Entonces, con la investigación del cerebro sumergida en el racionalismo más absoluto, plantearse estudiar científicamente las emociones y los sentimientos, apenas podía despertar más que una sonrisa educada. Eso era como retrotraerse al tiempo de las disquisiciones escolásticas acerca del órgano interior donde se ubicaba el alma.

Un siglo después, las emociones y su base cerebral atraen simposios e investigadores como un imán. Pocos científicos alcanzan el grado de popularidad del portugués Antonio Damasio, calificado por el prestigioso investigador Kerry Ressler, del Instituto Médico Howard Hughes (EE.UU.) como "un líder que recoge la imagen global en neurociencia para permitirnos comprender cómo surgen las funciones más complejas". Cierto, pero solo a medias. Porque todo eso comenzó con las inquietudes de ese niño vienes que jugaba con un cochecito azul, con la ambición científica que despertó en él la memoria del horror, con la decisión inquebrantable de llegar al fondo de las causas a través del estudio de las bases biológicas de la conciencia.

Fue Harry Grundfest quien le suministró la primera clave para resolver el enigma: el limitado desarrollo de las ciencias del cerebro no hacía posible aún comprender los fundamentos biológicos de las teorías freudianas. Lo que sí era posible era estudiar el cerebro observando las células nerviosas una a una.  

 

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Santiago Ramón y Cajal, 1906.

 

Kandel se preguntó entonces cómo abordar cuestiones tan complejas como las motivaciones inconscientes de la conducta por semejante camino. Se respondió al instante haciendo una inesperada conexión: recordó que en 1887 el propio Freud había planteado la idea de impulsar el estudio biológico del cerebro. ¿En base a qué? A los estudios de un oscuro investigador español llamado Santiago Ramón y Cajal, quien, antes de deslumbrar a la Sociedad Anatómica Alemana, en el Congreso de Berlín de 1889, estableció un postulado científico que le valdría el Nobel de Medicina de 1906 y que hoy conocemos como su ya célebre "Doctrina de la Neurona". Estudiando la materia gris del sistema nervioso cerebroespinal, había descubierto que está compuesto por "enjambres de células individuales altamente conectivas".

 

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Si Freud nunca consiguió ser más que un mediocre biólogo, Cajal no mostraba ningún interés por el psicoanálisis. Pero, lejos de arredrarle, la disyuntiva no hizo sino acentuar la ambición cognitiva de Kandel. Las  limitaciones del psicoanálisis a la hora de estudiar la investigación biológica del cerebro, como las de la propia biología, siempre tan remisa a ir más allá de sus microscopios y sus probetas, no le movieron a decantarse por priorizar ninguna de las dos ciencias. Pionero de la conectividad  interdisciplinar, de la permeabilidad de la ciencia, y aun del conocimiento, lejos de reemplazar un abordaje por otro, se propuso lograr una conjugación de ambos, lo que, en un principio, le llevó al rechazo de unos y otros.

Hasta que, como en un cuento infantil, tal vez a bordo de ese cochecito azul que convocaba sus sueños, apareció la Aplysia

 

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Se trataba de un pequeño molusco marino, un simple caracol, en apariencia insignificante que habita aguas atlánticas y mediterráneas. ¿Se puede estudiar el cerebro de un caracol marino y no acabar en un manicomio? Sí, se puede. Pero, ¿con qué objeto? Con uno en apariencia demencial. En el curso de sus investigaciones Kandel descubrió que la Aplysia tiene memoria, una memoria rudimentaria, pero memoria al cabo. Y no solo eso: su proceso de almacenamiento de datos a  corto y largo plazo, así como sus mecanismos neuronales, funcionaban de una manera inquietantemente parecida a los de los seres humanos.

Increíble pero cierto, y cada uno de sus análisis no hacía sino constatar esta evidencia, en apariencia más fantasiosa que científica, se diría propia de un niño.

 

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Pero fue así: el niño que jugaba con aquel cochecito azul se había acercado la caracola de la memoria a su tímpano cerebral. Oyó algo más que el eco del mar, quizá el eco de cien mares, los mares profundos de la insondable memoria humana.

A diferencia de sus más señalados colegas de aquel tiempo, convencidos de que siempre ha sido el bosque, y no los árboles, lo que cuenta, Kandel se aplicó a estudiar los campos neuronales, árbol por árbol. Una  tarea imposible, ciertamente, pero en la mente de Kandel no cabía tal adjetivo. Sabía a lo que se enfrentaba: el cerebro humano es un misterio dentro de otro, un bosque formado por más de cien mil neuronas. Kandel secuenció sus exámenes biológicos con los cambios que la experiencia externa genera entre las múltiples conexiones sinápticas de las neuronas. Llegó a una conclusión sencillamente revolucionaria: el proceso de aprendizaje produce notables cambios anatómicos en la estructura cerebral, sea de la simple Aplysia o del complejo Homo Sapiens. O, lo que viene a ser lo mismo: cada una de nuestras neuronas es tan sensible a su herencia genética como a las emociones humanas producto de la cultura. Su modulación, en suma, es una consecuencia de la consciencia.

Pero aquella caracola llamada Aplysia siguió hablándole al oído.

En aquellos años ya se conocían los estudios de Cajal acerca de la elasticidad neuronal. A semejanza de los músculos, las neuronas respondían a los cambios momentáneos con un retorno a la forma original. Kandel fue más lejos. Los cambios no solo eran fisiológicos. Afectaban tanto o más a la conciencia del sujeto, hasta el extremo de modificar su conducta. Lo elástico se transfería a lo plástico, entendido como una suerte de impresión perdurable en los códigos más profundos de nuestra mente.

 

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Si hoy hablamos de plasticidad neuronal, lo que implica permanencia del cambio después de la interrupción de la causa, pensamos como en un acto reflejo en las teorías de Antonio Damasio. Pero no. Sin desmerecer los  hallazgos de Damasio, su raíz viene de aquel niño vienes, el verdadero Mago del Cerebro,  quien, escuchando una caracola, llegó a la conclusión de que la sinfonía de los mares cerebrales estaba más influenciada por la partitura de cada instante, o de cada ciclo histórico, que por la estructura orgánica de los instrumentos.  

Fue, en definitiva, Eric Kandler el primero en anotar en sus cuadernos de trabajo, y a finales de los '70 del pasado siglo,  ese concepto que consideramos tan consonante con nuestro vertiginoso XXI: Plasticidad Neuronal. Abrió así todo un nuevo horizonte para el estudio de las bases biológicas del aprendizaje y la memoria del que seguimos siendo deudores.

Cuando percibes lo que sucede, surge el sentimiento. Emocionarse es actuar, pero sentir es percibir. Todo aquello que se archiva como aprendido en las zonas prefrontales de la corteza cerebral configura tanto el manejo de las emociones como el proceso de toma de decisiones. De ahí que la plasticidad neuronal implique la existencia de una causa vinculada a un proceso de aprendizaje que produce un cambio. Cuando este perdura en el tiempo, se archiva en la memoria, y nuestra mente actúa en consecuencia.

 

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Hitler saludando a los últimos defensores del III Reich, apenas niños. Berlín. 1945.

 

Adolf Hitler, Martin Borman, Heinrich Himmler y todo lo que perpetraron no fue producto de una anomalía genética, sino de una especie de tsunami emocional con derivaciones delirantes de sustrato cultural -toda la mitología aria, raíz del nazismo-, elevadas a un programa político y abocadas a una conclusión demoniaca. A partir de aquella Noche de los Cristales Rotos, algo se rompió igualmente en la mente de Alemania, y millones de personas pasaron a replicar las pulsiones cerebrales de un simple caracol marino. La Alemania "Aplysica" no despertó de esa pesadilla hasta que vio Berlín envuelto en llamas, y a su Führer tan calcinado como su conciencia nacional.

 

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Archivos Privados del Pentágono. Bergen-Belsen, 1945.

 

Entretanto, sobre las bases de Cajal, Kandel había comenzado a alzar los pilares de una nueva manera de estudiar, neurona por neurona, los mecanismos de la memoria humana. Entendía que el Holocausto había colocado al lema "no olvidar jamás" en el centro de un compromiso que las futuras generaciones tendrían que suscribir para luchar contra la intolerancia, la discriminación y el genocidio.

"Mi trabajo científico - escribió en En busca de la memoria - está dedicado a investigar los fundamentos biológicos de ese lema: los procesos cerebrales que nos permiten recordar". Porque el cerebro de quien recibiría el premio Nobel de Medicina en 2000 conservaba bien nítido el recuerdo de aquel niño vienés cuyo juego con su cochecito azul había sido interrumpido por aquellos brutales puñetazos a la puerta de su casa, una trágica noche en la cual las calles de su culta ciudad, iluminadas por los incendios de sus sinagogas, se habían llenado con miles de cristales rotos.

Entonces, cuando huía de Alemania rumbo a los EE.UU., aun no sabía que, bajos las aguas del Atlántico, una caracola había comenzado a hablarle. Se llamaba Aplysia y él nunca supo por qué. El término viene del griego, ya lo empleaba Aristóteles, y se traduce como "suciedad". ¿Por qué denominaban así a este molusco de larga memoria?  Porque vive tan encastrado en el fango marino que apenas se puede limpiar. Otra metáfora de la memoria neuronal y su plasticidad. "Todo podemos aprenderlo, amigo mío" -parecía decirle la sabia Aplysia al joven Kandel-, "pero quizá lo más importante sea aprender a no olvidar lo que sucedió, de modo que no vuelva a repetirse nunca jamás".

 

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Kandel consagró toda su vida a ese empeño, absolutamente avanzado, sumamente científico, sin duda, pero radicalmente humano, nacido de su experiencia ante el horror. El odio, la deshumanización y la barbarie crecen y se multiplican, no tanto a cuenta de lo que ignoran sino, fundamentalmente, a raíz de lo que se niega a recordar.

 

 

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ENTRE SALVAJES

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"ENTRE SALVAJES"

Álvaro Bermejo

 

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Aby Warburg con los indios Pueblo. Nuevo México, 1895.

 

"Ayer, antes del examen físico, atacó gravemente a la enfermera, saltó a una silla y cayó sobre ella, le sujetó el cuello y la boca, de modo que la enfermera no podía gritar. Esta habría perecido si no hubiera estado alguien más allí, pues el paciente posee una fuerza colosal. Durante la noche de ayer, horas y horas de escándalo."

Según los informes psiquiátricos, el paciente tenía una personalidad psicopática que presentaba ideas y conductas obsesivas. En 1918 se había desencadenado en él una aguda psicosis. Intentó asesinar a su familia y también suicidarse. A lo largo de su larga internación alternaba momentos de tranquilidad con accesos de furia descontrolada y delirante, acompañados de niveles extremos de violencia verbal y física. Sus alucinaciones eran extremadamente vívidas; escuchaba voces que, una y otra vez, se volvían contra él y su familia. Su esposa era repetidamente fusilada, y sus hijos ajusticiados para elaborar con sus cadáveres exquisitos manjares. La clínica era una hermética prisión que disponía de refinados dispositivos para eliminar personas. Médicos y enfermeras eran dueños de una hostilidad infinita, intentaban matarlo sirviéndole comida envenenada todo el tiempo. Su médico era el despiadado líder de una banda de forajidos que tenía espías por todos lados. En todo momento se trasladaba con tres maletines llenos de libros y apuntes. Sus momentos más lúcidos eran aquellos en los que hablaba de historia del arte. Según sus médicos, las perspectivas del paciente no eran nada optimistas.

El paciente no era otro que Aby Warburg, un hombre llamado a revolucionar la historiografía del arte desde perspectivas nunca antes experimentadas en la Europa de 1920. Nacido en Hamburgo treinta años antes, en el seno de una familia de banqueros judíos, renunció hacerse cargo de la fortuna familiar y se dedicó a recorrer el mundo mientras estudiaba filosofía, historia y religiones primitivas en las primeras universidades de Europa. Pronto despertó en él una visión singular, no necesariamente surgida de sus pulsiones psicopáticas: bajo el pensamiento racional, cuyo exponente sería el arte del Renacimiento, latía un sustrato de pensamiento mágico, de carácter convulso y dionisíaco profundamente enraizado en nuestra memoria colectiva.

 

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Warburg con un tocado ritual de los indios Hopi. 1895

 

Para entonces ya había viajado a los EE.UU, no precisamente para visitar la Biblioteca del Congreso o el Metropolitan. Su destino eran los desiertos de Arizona y Nuevo México, donde convivió más de seis meses con los indios Hopi, los Pueblo y los Navajo. A su regreso comenzó a organizar la Biblioteca Warburg, un formidable reservorio global de la memoria colectiva plasmada en imágenes. Fue entonces cuando sufrió sus primeras crisis psicóticas. Su internamiento en la clínica neurológica del doctor Ludwig Binswanger, en Kreuzlingen, Suiza,  abrió un paréntesis trágico tanto en su proyecto como en su biografía. 

Nadie supo advertir que se trataba de la crisis previa a un nuevo renacimiento.

 

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Retrato de Aby Warbug. Hamburgo. 1923

 

Si Warburg se inspiró en Nietzsche, su legado iluminaría la obra de pensadores trascendentales para entender las conexiones entre Arte, Antropología y Psiquiatría, como Ernst Gombrich, Erwin Panofsky o el mismo Walter Benjamin. Pero entonces nuestro hombre solo era un "alienado" más, prácticamente un incurable.

Para el doctor Binswanger el diagnóstico era esquizofrenia, una patología crónica que, más allá de alguna que otra mejoría transitoria, jamás le permitiría al paciente arribar a un restablecimiento completo. Todo parecía indicar que Warburg, gran lector del Dante, estaba destinado a vivir el resto de sus días en su propio infierno.

 

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El Infierno del Dante según Botticelli

 

Sin embargo, cuando en 1923 el psiquiatra Emil Kraepelin lo examinó a petición de la familia, se produjo un cambio esperanzador. Su diagnóstico fue diferente al de Binswanger: estado mixto maníaco depresivo, con pronóstico favorable. Su prescripción fue reposo en la cama y administración de opio en dosis paulatinamente decrecientes por algunos meses. Más tarde rediseñó la rutina diaria del paciente, estableciendo un minucioso régimen de actividades que Warburg debía cumplir de un modo estricto. Dado que Kraepelin basaba su diagnóstico y sus tratamientos en concepciones clínicas propias, Binswanger no compartió en un principio su opinión. "Kraepelin - escribiría Binswanger a un colega - denomina neurosis obsesiva a aquello que yo he destacado como constitución esquizoide".

El doctor Hans Berger, que había tratado a Warburg en Jena, fue más contundente. En una carta a Binswanger afirmaba que no podían "echarse casos como éste a la enorme olla del síndrome maníaco-depresivo". A pesar de todo Kraepelin siguió visitando a su paciente y no solo eso: junto con la terapia de opio, le estimulaba a seguir escribiendo todo aquello que pasara por su cabeza.

 

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Rituales chamánicos de los indios Hopi. Arizona (EE.UU) 1895

 

Había descubierto algo esencial: aquel caso perdido, aquel loco  incurable, tenía mucho que contar. Precisamente, porque comenzaba a recordar.

Fue en ese tiempo cuando Warburg comenzó a preparar, junto a su colaborador Fritz Saxl, una conferencia acerca del Ritual de las Serpientes de los pueblos indígenas americanos que había visitado entre 1895 y 1896. La terminó en poco tiempo, y en abril de 1923 la expuso, con abundancia de datos y fotografías, durante una hora y cuarenta y cinco minutos en una sala rebosante de invitados.

 

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Chamán de las Serpientes fotografiado por Warburg, 1896

 

Aquellas imágenes nunca vistas -el Chamán Hopi del Culto a la Serpiente, con un enorme crótalo sobre sus hombros y su boca en la suya, las danzas rituales con serpientes, las inhumaciones, las invocaciones-, conmocionaron a su audiencia.  

¿Tenían algo en común las serpientes de los indios Hopi y los Navajo con la Kundalini de los orientales, con la temible pitón que daba nombre a las pitonisas griegas, con los misterios órficos, con la taimada serpiente del Génesis?

El inconsciente colectivo apenas comenzaba a despertar. Pero, a medida que lo verbalizaba, Warburg comenzó a mejorar sensiblemente.

 

Hacia fines de ese mismo año su historia clínica lo muestra avanzando en sus investigaciones sobre arte renacentista, pidiendo a Saxl más información y más libros. Poco después, Warburg recibía la visita de Ernst Cassirer, el gran pionero de la Filosofía de las formas simbólicas  quien, en una animada y extensa charla coincidió con todas las hipótesis de su trabajo. El entusiasmo por su encuentro con Cassirer, quien tiempo después le dedicó su Individuo y cosmos en la Filosofía del Renacimiento, fue equiparable al del día de la conferencia sobre los indígenas americanos. Pero su mente, en adelante, parecía operar en otra dimensión.

 

En vísperas de su alta médica fue trasladado a una villa. Durante los primeros días se sentía completamente perdido. Para orientarse dejaba libros y pinturas en distintos lugares de la casa. Dado de alta en 1924, Warburg se abocó con pasión a la tarea de remodelación y ampliación del Instituto de investigaciones en Hamburgo, basado en su biblioteca de sesenta mil volúmenes que, tras su muerte, en 1929, Saxl, trasladaría a su actual sede en la Woburn Square de Londres.

 

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Izquierda: primera ubicación del Insituto Warburg en Hamburgo.

Derecha: ubicación actual en Londres.

 

 

Dentro de ella, todo operaba como en un capítulo perdido de Alicia en el País de las Maravillas. Por dar un ejemplo, el estudioso que utilizaba el ascensor no pulsaba en el panel un piso numérico. A la manera del índice de un libro, pulsaba "Renacimiento", "Barroco" o "Edad Media", según sus necesidades académicas, y así sucesivamente.

Cuesta imaginar que aquel juego, aparentemente demencial, estaba sentando las bases de una nueva concepción de las relaciones entre Imagen y Pensamiento, entre Arte y Sanación, entre Mente y Memoria, entre Hombre y Cosmos.

 

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Cabeza de Mnemosyne. Museo Arqueológico de Atenas

 

Memoria es una palabra clave en esta aproximación, pues, el año en que se inauguró su Instituto -1926-, Warburg concebía su más ambicioso proyecto: Mnemosyne, un monumental atlas iconográfico destinado a reunir largas series de formas artísticas de las más diversas procedencias, realizadas en distintas épocas históricas y capaces de traer al presente el recuerdo de experiencias del más remoto pasado. El gran salón oval del Instituto fue especialmente diseñado para poder levantar los paneles en donde exponer estas series. Se trataba, ni más ni menos, de ir en busca de la memoria de la cultura occidental a través de las raíces de sus representaciones artísticas.

 

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Instituto Warburg. Paneles del Atlas Mnemosyne.

 

En este grandioso proyecto ocupaban un lugar especial la magia y la ciencia. Warburg sostenía que la magia había permitido a las sociedades primitivas conjurar su profundo miedo a las fuerzas hostiles de la naturaleza. Fundamental en el proceso de separación del hombre de la naturaleza, la magia sentaba las bases culturales que hacían posible el futuro desarrollo del pensamiento racional y del conocimiento científico.

Si esto hoy puede parecernos evidente, Warburg avanzó una conjetura tan inaudita como inquietante. El proceso planteado en su tesis no era necesariamente lineal ni progresivo, podía revertirse: de la ciencia se podía volver a la magia e incluso al caos y los miedos atávicos de las primeras etapas de la humanidad.

 

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Paneles del Atlas Mnemosyne. Instituto Warburg.

 

En un texto autobiográfico de 1922 Warburg describía algunas de las consecuencias del tifus que había contraído siendo un niño. "De ese tiempo - afirmaba - procede el miedo que provocaron los desproporcionados e inconexos recuerdos visuales o excitaciones sensoriales de los órganos olfativos y auditivos, la angustia que provocaba el caos, el intento de poner orden intelectualmente en este caos". El pánico que le tenía a los exámenes escolares durante su adolescencia "reforzó de modo tan rotundo la tendencia a la fantasía fóbica que fue precisamente ella la que mejor amarró allí la cadena de mis miedos y, al mismo tiempo, vio en la ciencia un recurso liberador".

Tanto es así que durante su internamiento psiquiátrico Warburg escribió a su esposa y a su hermano Max una carta en la que sostenía que la tarea científica había sido "el único recurso terapéutico" que había conquistado en los últimos tres años.

El trabajo intelectual acabó por constituirse en una terapia paralela que  lo alejaba de la espiral de delirios y fobias en las que se hallaba sumergido el resto de su tiempo. "Para mí -volvería a escribir a su hermano- el ocuparme de mi investigación es un claro síntoma de que mi naturaleza quiere salir por sí sola de este pantano".

 

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Aby Warburg entre los Navajo. EE.UU, 1896

 

Nos encontramos ante un pensador que hace de sí mismo la materia de su ciencia, pero también con un psicoanalista que desafía la ciencia médica convencional de su tiempo, hasta el extremo de interpretar los rituales de los indios Hopi como psicodramas terapéuticos. Tal vez los viejos cultos mistéricos, como el gran teatro griego en sus orígenes, tenían algo de eso. Tal vez el arte no era sino una extensión "civilizada" de pulsiones salvajes ancestrales conducentes a una catarsis liberadora. Afirmar esto después de Picasso y su culto al arte africano -raíz del cubismo-, no tiene nada de novedoso. En 1926 solo había dos pensadores que se atrevían a sugerirlo: Sigmund Freud y Carl Gustav Jung. Por increíble que parezca, Warburg no se relacionó con ninguno de los dos. Había vivido tres años dentro de una camisa de fuerza. La ciencia oficial, incluso el naciente psicoanálisis, lo consideraba un apestado. Solo en el joven historiador Fritz Saxl, quien se convertiría en su más estrecho colaborador, Warburg encontró el apoyo y la comprensión necesarios para seguir adelante.

En sus Notas de Kreuzlingen, Saxl nos cuenta cómo, durante sus visitas al sanatorio, debía "pelear contra los médicos mi antigua batalla por el reconocimiento de Warburg como científico". Y quizás esa pelea fuera necesaria para que su maestro tuviera "el estímulo de mostrar lo que vale. Y esto sería un camino a la sanación".

Hacia 1923, en una carta dirigida a los directores de la clínica, Warburg agradecía profundamente a médicos y enfermeras la buena marcha de su tratamiento. Pero también señalaba su desacuerdo en un punto: "En una conversación el doctor Binswanger dejó caer ante mí una observación del tipo: "Sí, está muy bien que usted realice su trabajo científico, pero primero ¡cúrese!. Esta clase de concepción me resulta incomprensible y resalto, frente a esto, que yo, desde que estuvo aquí el profesor Cassirer, tengo motivos personales para defender otra opinión. Pues también en esa oportunidad se demostró que mis intentos, continuados por mi parte con energía y bajo grandes dificultades, a pesar de los deplorables instrumentos que aquí tengo a mi disposición, llevaron sin embargo a resultados que permitieron la unión de mis observaciones aisladas sobre psicología del arte, registradas desde hace años, con el material de historia de la cultura que he ido viendo en el curso de mi vida, y quizás no sea exagerado decir que podría bosquejar un nuevo método de comprensión de la historia desde el punto de vista de la psicología de la cultura".

 

Para Warburg no se trataba de curarse para poder hacer ciencia, sino a la inversa. La curación llegaría, en buena medida, gracias a su actividad científica.

 

       

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El doctor Ludwig Binswanger y Yee Nadlooshi, el Hombre Medicina de los Hopi.

 

En la misma carta Warburg consideraba que su conferencia sobre los rituales de los indígenas norteamericanos había sido "un punto de inflexión", un acontecimiento en el que fechaba el comienzo de su "renacimiento". Pero también "un descenso a los infiernos". "Pude morir allá, y lo sabía. Pero también sabía que ese infierno formaba parte de mi terapia, pues sería el primer paso hacia mi sanación". El arte como terapia, el hombre como médico de sí mismo. ¿Quién es el doctor? ¿Quién el paciente?

En el umbral de una Europa al borde del Holocausto, Warburg había descubierto en el estudio de los símbolos de una cultura "primitiva" los cauces de una catarsis tanto individual como colectiva fundada sobre el análisis de la Memoria.

 Sea por la magia, la ciencia o por su propios recursos psíquicos, el camino hacia el restablecimiento de su salud mental, conjurado por sus amigos, los chamanes de Nuevo México, se había cruzado con el que lo conducía a Mnemosyne.

 

Como en una novela de trama trepidante que tuviera como escenario las convulsiones previas a la II Guerra Mundial, en la Alemania de 1927 un visionario doblemente estigmatizado, por su condición de judío y por su diagnóstico paranoide, se aplicó a compilar un ingente archivo de imágenes, por miles de millares, sin apenas textos explicativos, mediante el cual pretendía narrar la historia de la memoria de la civilización europea desde sus raíces primigenias. "No somos tan diferentes a los indios Hopi", parecía decir en cada uno de los paneles que componían su monumental libro abierto, "tal vez incluso podemos llegar a ser mucho peores".

 

 Hopis 13-13

 

Hitler acabó por darle la razón, pero para entonces esa colosal biblioteca de la Memoria -el Atlas Mnemosyne-, había conseguido ser preservada tras una no menos novelesca travesía desde el puerto de Hamburgo hasta Londres. La Guerra arrasó con todo lo que tenía de racional la Europa de los años '30, pero Mnemosyne se había salvado.

 

 Hopis 15-15

Júpiter y Mnemosyne. Escuela Veneciana, 1754.

Szépmûvészeti Múzeum, Budapest

 

No en vano, entre los griegos, esta oscura titánide encarnaba la personificación de la Memoria. Pero no de cualquier manera. Tras unirse con Zeus durante nueve noches, dio a luz a las nueve musas del panteón olímpico. Inspiración y respiración, terapias de creatividad frente a la psicosis y la paranoia. O Eros frente a Thánatos, una vez más con la Mnemosyne de Aby Warbug abriendo las puertas del misterio.  Porque Mnemosyne era también el nombre de un río del Hades, opuesto al Leteo. Según Platón, las almas de los muertos bebían las aguas de este último para no recordar sus vidas anteriores cuando se reencarnaban. Sólo los iniciados eran invitados a beber las del Mnemosyme cuando morían, de modo que pudieran recordar cuanto habían aprendido tras su iniciación en los misterios.  A través del suyo, en las antípodas de la medicina convencional de su tiempo, Aby Warburg concibió una terapia inaudita que sigue siendo avanzada cien años después,  entre los salvajes.

 

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Hombre Pájaro. Emblema de la Memoria.

Pueblo Navajo. EE.UU. 1896

Foto de Aby Warburg

 

 

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