Como todos los veranos, tal vez cada verano un poco más, mil
hectáreas más, un pulmón verde menos, asistimos al ritual de
lamentos que acompaña el espectáculo de los incendios forestales.
Sabemos que en cada uno de estos holocaustos se quema mucho más de
lo que se ve. Pero con ser enorme el daño sobre los ecosistemas,
conviene no olvidar que la memoria colectiva también es un capítulo
importante de la ecología humana. Y que, en gran medida, incluso
las raíces mismas de nuestra civilización, surgen de los bosques.
Así como sucede con todas las poderosas manifestaciones de la
vida, los bosques generan en el hombre un sentimiento
contradictorio de angustia y serenidad, de opresión y liberación.
Sin embargo, casi desde los orígenes, sólo hemos entendido nuestro
crecimiento como una guerra continua contra nuestro entorno para
construir ciudades que, en ocasiones, recuerdan la entropía de una
jungla caótica y deshumanizada donde evidenciamos nuestra
desarmonía con nosotros mismos. Ya en la obra literaria más antigua
de la humanidad, la Epopeya de Gilgamesh,
el legendario rey de Uruk encuentra su primer enemigo en Humbala,
el demonio del Bosque de los Cedros.
No obstante, entre los griegos cada divinidad tenía su bosque
sagrado, por eso a ningún mortal se le consentía cortar ni uno sólo
de sus árboles. Entonces el castigo corría a cargo del terrible
dios Pan, así como dos milenios después Jung identificará los
terrores "pánicos" con el temor a las revelaciones del
inconsciente.
En términos medievales y en ese otro bosque de alegorías que
encierra la Divina Comedia del
Dante, el bosque se asocia al olvido de Dios,
territorio metafórico del pecado, espacio de la magia tenebrosa
donde lo inanimado se anima, donde la línea recta se convierte en
círculo para perder al santo ermitaño o al esforzado caballero.
También entonces, mientras los bosques eran progresivamente
desencantados, nos encontramos con la poesía de
Petrarca y Garcilaso empeñados en
reencantarlos con todo su lirismo.
Esta pulsión irá en ascenso, a medida que se configura la
civilización industrial, con las grandes odas románticas de
Shelley y Leopardi que, leídas
hoy, suponen la prehistoria literaria de todo el movimiento
ecologista. El bosque deja de presentarse como frontera del hombre
y recupera su lugar en nuestro imaginario como espacio de una
regeneración que nos reconcilia con nuestras raíces más humanas.
Así, mientras los hijos de la filosofía de las
Luces expresan su dominio racional de la naturaleza,
caracterizado por la explotación sistemática de los bosques, sus
nietos regresan hoy a ellos buscando entre sus sombras vestigios
del reencantamiento.
Por una extraña paradoja, en este tiempo en que la
desforestación planetaria ha llegado a ser alarmante, nos acercamos
a los bosques como si buscáramos en ellos la Fuente de la Juventud,
un espacio vivificador de descanso y alegría, semejante al paraíso
recobrado. Sus tinieblas no son ya las del infierno, sino las del
útero materno. Su frondosidad no es símbolo del laberinto donde uno
se pierde, sino de ese lugar casi sagrado donde uno se reencuentra
consigo mismo. Frente al bosque amenazante de los cuentos
infantiles, poblado de lobos feroces, resurge el bosque mítico como
potencia tutelar y benigna, como una gran reserva de fuerza, de
inspiración y de pureza. En cierto modo el estado natural del
hombre contemporáneo parece ser la paradoja trágica: cantamos más
que nunca la gloria de los bosques al tiempo que aceleramos más que
nunca su destrucción. Si se unieran todas las hordas de las umbrías
paganas, los demonios sumerios y los
faunos griegos, el Basajaun de los
vascos y todos los encantamientos de
Merlín en su floresta de Brocelandia, no
conseguirían en cien años de conjuros destructivos lo que puede
conseguir una multinacional papelera en un año de
actividad indiscriminada sobre un bosque canadiense.
La denuncia sin embargo no es nueva. Allá por el XVIII
Gianbattista Vico ya alertaba sobre esta nueva
forma de barbarie disfrazada de civilización: "Primero suplantan
los árboles de los bosques por las columnas de los templos, y luego
la sabiduría por las academias". Hoy, incluso a los más doctos
académicos les resultaría arduo explicarle a un niño en qué se
diferencian las atmósferas de un hayedo y un robledal. Pero
mientras lo pensamos, los bosques se alejan. Hasta que el hombre
recupera la conciencia de que se encuentra en el centro de un
inmenso calvero, y su centro perdido, su bosque interior, se
convierte para él en una utopía. Si su batalla contra los bosques
suponía un capítulo de su prehistoria síquica -la lucha contra
su inconsciente-, ahora, demasiado tarde, comienza el
tiempo de la reconciliación. No hicimos caso a la apología
rusoniana de la naturaleza, y a Emerson se le tomó
por loco cuando se retiró a los grandes bosques americanos harto de
todo.
Hijo del dilettante
Calvino, el Barón Rampante siguió sus pasos en
rebelión y se encaramó a un árbol de su jardín del que ya nunca
quiso bajar. Desde sus ramas reclamaba una constitución que
salvaguardase los derechos legítimos no sólo de los hombres, sino
también de los animales y las plantas, desde los pequeños pájaros a
las águilas reales, y desde las encinas más majestuosas a las
legumbres. Hoy la oveja Dolly o la soja transgénica son el anticipo
de un futuro bosque artificial a la japonesa, perfectamente
reconstruido en alguna especie de plástico biónico, pero de igual
modo perfectamente desencantado.
Más allá de la literatura, no somos conscientes de que la
desaparición de los bosques conlleva la pérdida de
una dimensión radical de nuestro imaginario ligado a los orígenes.
En este sentido la inquietud ecológica incluye también una lectura
sicológica: la pérdida de los bosques exteriores implica la
desforestación de una parte sustancial de nuestra identidad. ¿Qué
supone pues preservar los bosques? Incuestionablemente,
preservarnos también a nosotros mismos, no sólo en el plano de las
analogías, sino en el de nuestra más estricta matriz biológica y
cultural.
Los viejos bosques encantados han perdido su encanto roídos por
los vapores de la lluvia ácida, y nos han dejado a solas con un
documentado desencanto. El bosque de Macbeth cobró
vida para vengarse de un loco cegado por su ambición. Sin saberlo,
en pleno siglo XVI, Shakespeare trazó la mejor
metáfora del hombre contemporáneo perdido en su propio bosque
nocturno, como en un combate perpetuo entre los más pésimos
presagios y los buenos sentimientos.
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