'STENDHAL O EL VIAJE
SENTIMENTAL'
Álvaro Bermejo
Los abismos del corazón humano le fascinaban tanto como la
ambición por ir más allá. No escribió novelas de aventuras, menos
aún de capa y espada y, sin embargo, tanto como un implacable
cirujano de las pasiones, fue un insaciable devorador de espacios.
Del Danubio a San Petersburgo, de Inglaterra a Prusia, de Calabria
a Cataluña, de Berlín a Florencia, a Italia entera, fuese en
calesa o en diligencia, a pie o caballo, en barco o en ferrocarril,
Stendhal fue uno de los más incombustibles viajeros de su tiempo.
"Entre dos amores y dos libros", como le gustaba definirse, el
inventor de la literatura del Yo también inventó la palabra
"turista" -derivada del Grand Tour-, creó una nueva modalidad de
viaje, el viaje sentimental, y hasta dio nombre a un síndrome, el
"Síndrome de Stendhal". Naturalmente murió caminando, una
tarde de marzo de 1842, en París, a causa de un ataque de
apoplejía. Monsieur Beyle nos dejaba más de treinta novelas, entre
ellas obras capitales como La cartuja de Parma o El rojo y el
negro. Todo un itinerario existencial, siempre de viaje en viaje.
El de un hombre que jamás se arrepintió de nada y siempre vivió por
encima de sus posibilidades.
EL EGOTISTA IMPACIENTE
Todo comenzó en Grenoble, la ciudad donde nació, un 23 de enero
de 1783. Los Alpes fueron para él algo más que una frontera
natural, un desafío que le proyectaría hacia los cuatro puntos
cardinales arrastrado por una fiebre de horizontes solo comparable
a su doble pasión narrativa: escribir para los demás pero también
para conocerse a sí mismo. Su coartada inicial son las banderas de
la Grande Armée, pero su ambición de conquista no tiene nada que
ver con la del Gran Corso. Atraviesa las campañas de Prusia, entra
en Viena y, poco después de cruzar el puente de Beresina, deserta
porque ha entendido que las únicas batallas que le seducen son las
del corazón, un vagabundeo incesante de amante en amante, de país
en país, pero sin objeto: "Yo no viajo para conocer, sino por puro
placer".
Tanto es así que, a partir de entonces, ese renuente oficial de
caballería llamado Henri Beyle se inventa una nueva personalidad y
elige el extraño seudónimo de "Stendhal". Yo soy otro, parece
decirnos. Y esa transmutación electiva de sí mismo es precisamente
lo que diferencia a Stendhal tanto de de los viajeros ilustrados
del XVIII como de los del XIX.
Vista de Florencia
Cierto, también Rousseau celebraba el viaje por el viaje, pero
su objeto era la reflexión filosófica que, ya con el XIX y los
grandes viajeros del siglo romántico, se trocará en la búsqueda del
exotismo. Stendhal no busca una terra incognita, se deja llevar
guiado por una fascinación particular y genuina, atenta a los
pequeños detalles, cuenta las cosas desde un ángulo furiosamente
subjetivo -el famoso Yo que define al "egotista" esencial-. El
relato que surge de su pluma cobra así las dimensiones de un
retrato en movimiento. Su manera de contar, sus digresiones sin
solución de continuidad, su libertad absoluta para saltar de un
tema a otro, son las de un escritor que escribe como respira, sin
cuidarse de que está inventando la literatura moderna. Bajo el
imperio de la primera persona el viajero se convierte en el centro
del relato, por encima del viaje mismo.
Londres en 1830
VIAJO, LUEGO EXISTO
En honor a la verdad, todo eso ya estaba en Lawrence Sterne.
Antes de su Tristram Shandy, el excéntrico irlandés compuso un
Viaje sentimental en orden a una revolucionaria declaración de
principios: "viajo por necesidad, por la necesidad misma de
viajar". Pero la sentimentalidad de Sterne tiene bien poco de
sentimental. Es esencialmente paródica, bastante más volteriana que
romántica, más cercana a las sátiras de Swift que al análisis de sí
mismo. Stendhal, por el contrario, no pretende hacer literatura -no
en vano el viaje como tal apenas existe en su obra novelesca-.
Escribe como Montaigne, o quizá más como componía Rossini, solo
para él y sus amigos. Lo que ve le importa menos que su mirada, la
perspectiva más que el panorama, el yo más que el objeto o el
objetivo… y su viaje no admite ninguno. "No pretendo contar las
cosas, solo las sensaciones que me producen".
Londres, vista de Charing Cross,
1830
A partir de Stendhal el viaje deja de ser un descubrimiento del
mundo para convertirse en una experiencia íntima que tiene mucho
que ver con la alquimia de los sentidos, el viajero se erige en el
gran protagonista del relato, y este dinamita el género. En
adelante se escindirá en dos vectores: el de los cronistas que
transcriben lo real y el de los escritores que narran una
experiencia personal, en su caso regida tanto por la pasión como
por el capricho. Para él la individualidad no es tanto un fin como
un medio. Tampoco es el mejor, simplemente el único. Vivir en viaje
permanente, sin otro extremo que la degustación de lo diverso,
define la máxima manifestación del Yo stendhaliano.
Madame Rebuffel, una de las primeras
amantes de Stendhal, 1802
Se trata de un Yo caótico, nómada, asistemático, fragmentario,
convulso a veces, pero decididamente hedonista y bonvivant,
que prefigura la sentimentalidad contemporánea. Un siglo antes de
Peter Handke o Bruce Chatwin, el viaje stendhaliano engendra una
novedosa "no-forma" y una manera de pensar deliberadamente peleada
con toda norma. Tan libérrimo como su propio estilo, su relato se
configura como una digresión permanente. La arbitrariedad de su Yo
marca la ruta, pero su prosa opera como una máscara. Nada le
complace más que esa metamorfosis, pasar inadvertido, ser solo ese
otro Yo anónimo que cuenta: "Mi mayor felicidad es pasearme por una
ciudad extranjera a la que acabo de llegar y donde nadie me
conoce". A la libertad de olvidarse del personaje suma la de
no ser reconocido. Deliberadamente extraño a sí mismo, en sus
diarios de viaje encontramos al Stendhal más esencial y
genuino.
EUROPA EXÓTICA, ESPAÑA PARADÓJICA
Lejos de la tentación romántica, hipostasiada en la inmersión en
el exotismo, Stendhal no viaja para perderse en los Mares del
Sur o en las cumbres del Tíbet. El oriente de las mil y una noches
apenas le interesa, América le da pereza. Para él la aventura
requiere un cierto raccord con su propia cultura y, en este
sentido, Europa resume para él la quintaesencia de lo maravilloso.
En 1820, tras visitar Berlín, Viena y Moscú, y a la salida de su
enésima representación de las obras de Shakespeare en
Londres, se pregunta qué más puede interesarle. Ya había estado en
España con las tropas de Napoleón. Devoto bonapartista, chovinista
sin saberlo, deja unas palabras para la historia: "Aquella guerra
sublime contra Napoleón pondrá a los españoles del siglo XIX por
delante de los demás pueblos de Europa, ...y les asignará un
segundo lugar después de los franceses".
Puente de San Martín en Toledo, y
Gitanos en una venta, 1830
Grabados de Pérez Villamil.
Regresa en 1838. Los tiempos han cambiado, pero él sigue siendo
idéntico a sí mismo. Lejos de caer en la tentación estupefaciente
de tantos ilustres compatriotas, como Gauthier o Merimée, tan
fascinados por el arabismo misterioso que llegaron a afirmar que la
catedral de Barcelona había sido en tiempos una mezquita árabe,
Stendhal redescubre España como el "país de lo imprevisto" -"¿qué
país merece más la mirada de un hombre sensible?"-, no precisamente
por ese pintoresquismo romántico del que huía como de la peste,
sino a cuenta de los muchos cambios que advierte en el país y en
sus gentes: "Todo está cambiando en España, el progreso avanza. El
miriñaque ha desplazado a las viejas sayas, en lugar de bandoleros
y guitarras la industria avanza al compás de los
ferrocarriles".
Madrid, el Buen Suceso al
frente y la Victoria a la derecha, año 1790.
Eso no le impide sentenciar que Madrid se le antoja "una inmensa
oficina", mientras se reserva su predilección para Barcelona:
"delicioso placer de ver lo que nunca había visto". Pero añade un
apunte que parece escrito ayer mismo: «En Barcelona predican la
virtud más pura, el beneficio general y a la vez quieren tener un
privilegio: una contradicción divertida. Los catalanes piden que
todo español que hace uso de telas de algodón pague cuatro francos
al año, por el solo hecho de existir Cataluña. Con esta excepción,
estas gentes son de fondo republicano y grandes admiradores del
Contrato Social. Dicen amar lo que es útil y odiar la injusticia
que beneficia a unos pocos. Es decir, están hartos de los
privilegios de una clase noble que no tienen, pero quieren seguir
disfrutando de los privilegios comerciales que con su influencia
lograron extorsionar hace tiempo a la monarquía absoluta. Los
catalanes son liberales como el poeta Alfieri, que era conde y
detestaba los reyes, pero consideraba sagrados los privilegios de
la nobleza.»
Barcelona, 1843
Stendhal en estado
puro, podríamos decir. O quizá más bien Julian Sorel, el jacobino
incombustible, hablando por la pluma de Stendhal -no escribiré que
acaso también adelantando las corrosivas agudezas de Josep Plà-.
Sea cual sea el registro, ese otro Yo también formaba parte del
multiforme yo stendhaliano. Al tiempo que reinventaba la escritura
de viajes estaba forjando la literatura moderna en todo lo que
tiene de híbrida: cruce de visiones donde el paisaje incluye una
mirada que lo mismo puede ser social, económica y hasta política.
Lo esencial es la impresión instantánea, la urgencia por
registrarlo todo, esa grafomanía adictiva que excluye por igual las
retóricas de lo literario y las construcciones demasiado rígidas de
lo novelesco. Cuando no tiene pluma escribe a lápiz, si acaso en el
tiempo que tardan los postillones en cambiar los caballos de la
diligencia. Stendhal, grafómano incurable, siempre tiene prisa por
llegar al siguiente descubrimiento. Y el crisol de todos ellos no
es otro que la Italia de sus sueños.
Basílica de Santa Croce,
Florencia
EL VIAJE A ITALIA
"Milán, 24 de septiembre de
1816.
Llego a las siete de la
tarde, descompuesto y agotado: corro hacia la Scala".
A comienzos del XIX el viaje a Italia consistía una
experiencia obligada para un diletante con aspiraciones culturales:
el mito romántico marcaba la ruta. Stendhal se atiene a ella, pero
carece de paciencia y hasta de método para sujetarse a lo
previsible. Al poco de unas páginas lo que comienza siendo una
crónica de un concierto de Cimarosa, acaba derivando en una
confesión de los amoríos de los que ha sido testigo en el palco de
al lado. No puede evitarlo, su pluma solo se afila en los márgenes
del lugar común y de todo lo previsible, en la promesa entrevista
en una mirada galante o en una discusión entre dos paisanos a
cuanta de cualquier nimiedad, tanto más empáticos cuanto más
ridículos.
Los grandes monumentos, el gran arte a la vuelta de cada
esquina, le apasionan, sin duda, pero no tanto como frecuentar a
las bellas mundanas de cada lugar. ¿Qué nos cuenta de aquella
sesión en la Scala? No precisamente la obra que se representaba,
sino apuntes como este: "Acudí tres noches seguidas, qué
espectáculo tan encantador: cada mujer acude cuando menos con uno
de sus amantes".
De Milán se desplaza a Bolonia: "tiene más carácter, más fuego,
más originalidad que la ciudad del Duomo". ¿Es el mismo Stendhal
que hará escribir sobre su tumba en Montparnasse el epitafio
"Arrigo Beyle, Milanese"? Por supuesto que sí, pues la
contradicción permanente nunca dejó de ser otro de sus
tributos.
En Milán, en Bolonia, en Florencia, en Roma, no se pierde las
citas obligadas, pero a condición de poder visitarlas solo: "He
contemplado las perspectivas de Florencia tantas veces que prefiero
caminar sin guía".
La Scala de Milán, 1829
Rendido a sus vagabundeos, Stendhal vive intensamente la noche y
todos sus sortilegios. Una suerte de caza de la felicidad siempre
con los ojos bien abiertos, pluma en ristre. Escribe como se pasea,
y hace de ello toda una propedéutica: "Como verdaderos filósofos,
haremos cada día solo aquello que nos apetezca". Su mirada, sin
embargo, sin dejar de ser absolutamente personal, no se sustrae a
la tentación de ordenar el paisaje. Roma la ve como un hojaldre de
tres capas: La Roma de la Antigüedad, la Roma del Arte y la Roma de
los Papas, "con el gobierno y las costumbres que la caracterizan".
Hasta se detiene en contarnos los días que necesitaremos para que
la visita sea completa: "En cinco o seis mañanas vuestro cochero os
paseará del Coliseo a las salas de Rafael en el Vaticano, del
Panteón al taller de Canova. Os aconsejo que seáis vosotros mismos
quienes toméis las riendas".
Costa de Positano, 1845
Florencia, desde lo alto de Santa
María del Fiori.
Él lo hizo de una manera tan completa como arrebatada. Quería
conocerlo todo, vivirlo todo, experimentarlo todo. Temiendo sus
debilidades, se previene a sí mismo: "Roma es una ciudad tan
infinita en todas sus grandezas que puede haceros enfermar.
Pretender verlo todo puede abocaros a la locura, pues la saciedad
no acaba con la ansiedad volviéndoos incapaces de disfrutar de cada
momento". Antes de inventar el síndrome de Stendhal concibió su
antítesis más avanzada: el hastío de la admiración.
"Afortunadamente" -escribe-, "también hay una antídoto para eso:
perderse por las calles de la ciudad vieja, entre la gente, sus
pequeñas cosas y sus conversaciones". Lástima que no lo recordase
cuando visitó Florencia. El antídoto estaba apenas a cuatro pasos
de Santa Croce, pero beberse tanta belleza de un solo trago podría
provocarle un delirium tremens hasta al David de Miguel Ángel.
EL SINDROME DE STENDHAL
Parte de la culpa la tuvo su ambición por estar a la última. Sus
diarios de viajes respondían a un mercado en alza. Una nueva clase
social, la burguesía emergente, reclamaba guías detalladas donde se
les señalara todo lo que debían visitar para ser considerados
cultos, refinados, elegantes. Más que guías al uso, como las de la
agencia Cook, Stendhal escribe "récueils de sensations", compendios
de sensaciones, donde intenta abarcarlo todo: lo obligado y lo
electivo, lo sustancial y lo personal, lo efímero y lo inmortal. El
método le falla por la base, pues el trabajo se le duplica:
trasnocha en un café perdido a la sombra de la cúpula de
Brunelleschi pero al día siguiente ya queda sin aliento ante el
desfile de maravillas de los Ufizzi. Un 27 de enero de 1817
su pasión por Florencia le llevará a un paso de la tumba: "Al fin
había llegado a Santa Croce. A la derecha la tumba de Miguel Ángel,
un poco más allá la de Alfieri tallada por Canova. Luego la de
Maquiavelo, y en frente la de Galileo ¡Qué grandiosa reunión!
Me sentí caer en una suerte de éxtasis, absorto en la contemplación
de tantas bellezas sublimes. Había llegado a ese punto de emoción
donde las sensaciones celestes otorgadas por las bellas artes
despiertan los sentimientos más profundos. Al salir de Santa
Croce sentí un fuerte latido de mi corazón. Sentí que se me acababa
la vida, caminé unos pasos con la sensación de que iba a caer".
Visiones de Stendhal
Stendhal acababa de poner nombre a un conjunto de
manifestaciones patológicas que, todavía hoy, llevan a decenas de
turistas al dispensario de urgencias psiquiátricas del hospital de
Santa Maria Nuova. Lo llaman el Síndrome de Stendhal: un trastorno
que se manifiesta con una aguda crisis de ansiedad e intensos
desequilibrios somáticos provocados por la contemplación de tanta
belleza. La terapia recomendada comienza con una buena dosis de
ansiolíticos y un billete de vuelta al país de origen. Stendhal
hizo justamente lo contrario: tan pronto como recuperó el sentido
se sentó en un banco y se puso a leer los versos de Hugo Foscolo,
uno de los primeros poetas de la Italia moderna, cuyo culto a los
muertos le insufló la energía suficiente para seguir sintiéndose
vivo.
Vista de Parma, 1805
En ningún otro de sus libros el autor de La cartuja de Parma
dejó una constancia tan fieramente humana de que su corazón no era
precisamente de mármol. Pocos días después, a la salida de un
baile, anota en su cuaderno: "la belleza suprema no es otra cosa
que una promesa de felicidad". Y en pos de esa promesa siguió
entregado a su errancia -"me oculto cuidadosamente de los
ministros, esos eunucos que están en cólera permanente contra los
libertinos"-. Su mundo era el suyo, libérrimo y caótico, una
conquista cotidiana del azar a la caza de un milagro, sin más
ambición que seguir viajando, de país en país, de mujer en mujer,
de pasión en pasión, sin más ambición que ser obstinadamente uno
mismo.
Stendhal, retrato de Johan Olaf
Sodemark, 1840
"Pues no hay nada que me produzca más placer que viajar. Y, en
cuanto a todo lo demás", escribe como si se dirigiera a cada
uno de nosotros, "¿quién sabe si el mundo durará tres semanas?".
Toda una declaración de principios, la de un diletante exquisito,
más liberal que libertino, cosmopolita por elección, para quien la
belleza y la felicidad siempre fueron sinónimos de una mirada
fieramente personal, pero siempre en tránsito.
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