Álvaro Bermejo

Los papeles de Pickwick

Séneca como antídoto

 

 

Seneca

SÉNECA COMO ANTÍDOTO

Álvaro  Bermejo

 

El ritmo de nuestro tiempo es el de las grandes ciudades. Por ellas vivimos precipitados, desconcertados, insatisfechos.  En el Senado discursos huecos, sin norte ni contenido. Y en los ciudadanos, una mezcla de ambición y ceguera que no puede conducirnos sino al peor de los futuros. Todo esto, ¿lo dice algún iracundo profeta de la Posmodernidad? Ciertamente, podría parecerlo. Pero en realidad se trata de una reflexión que hoy cumple nada menos que dos milenos, Seneca1surgida de un filósofo más heterodoxo que estoico, de un hispanorromano que se sentía ciudadano del mundo, también  de un maestro que se hacía llamar Séneca, el Anciano, pese a que ya era considerado el árbitro moral de un imperio a la deriva, aún sin cumplir los cuarenta, cuando Calígula sucedió a Tiberio.

Hoy, Gilles Lipovetsky habla del Imperio de lo Efímero,  mientras Gianni Vattimo denuncia la omnipresencia del pensamiento débil. Séneca va un paso por delante sin perder la sonrisa irónica ante el espectáculo del poder, ni ante el tremendo Tiberio, ni ante el irascible Nerón. Ni siquiera después de muerto perdona a Claudio,  a quien satiriza presentándolo no ya convertido en dios, sino en una panzuda y cavernosa calabaza. ¿Por qué se atreve a tanto? Porque frente al pensamiento débil de su época creyó en el poder de convicción de un discurso fuerte, más a pie de calle que entre los mármoles. No le interesaban los sabios de gabinete, los animales lógicos, como llegó a ridiculizar la lógica declarándola no procedente para la sabiduría. Claro, porque ¿cuándo el mundo ha sido lógico?  Los romanos de la decadencia vivían en un estado de ánimo parecido al nuestro, sólo comparable, como repite Séneca con insistencia, a la locura.

También ellos se sabían saturados de conocimientos, de riquezas, de posibilidades que ni siquiera habían sido vislumbradas en épocas anteriores, pero carecían de la más mínima sabiduría. Séneca escribe a Lucilio: "Una cólera enorme desemboca en la locura furiosa. He aquí la razón por la que se debe evitar la cólera, no por un asunto de moderación, sino de salud".

 

 

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Séneca y Nerón

 

Igualmente hay que tomar a Séneca en dosis homeopáticas,  como su propio estilo nos invita a detenernos, a respirar con más calma, a reflexionar antes de actuar. Si pretendes estar en todas partes, no estarás en ninguna, nos advierte. Si aspiras a poseerlo todo, no poseerás nada: serás siempre esclavo de lo que todavía no posees.

 

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Por encima de todos los bienes, él poseía uno que no tiene precio: su fascinante perspectiva, su insobornable punto de vista. En esta sociedad no hace falta ser un líder de opinión. Basta con flirtear en los cenáculos del poder para sentir en la nuca el aliento y la tentación de su influencia. A Séneca le tientan desde todas las instancias, saben que le escucha el emperador. Pero bien lejos de dejarse corromper, a medida que la cúpula del  Capitolio se envilece, pone en escena sus sátiras más corrosivas y sus tragedias más drásticas. En ellas  plasma su concepción agónica de la vida del héroe, la tarea del sabio entendida como un combate donde aun si cae "lucha de rodillas". Si el emperador se enfurece,  escribe para él un libro Sobre la clemencia. Si la virulencia contra él llega a la agresión física, responde hablando De la tranquilidad del alma. Si le deportan, aprovecha el viaje para ensanchar su incesante curiosidad intelectual.

 

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Monumento A Séneca en la Puerta de Almodóvar, Córdoba

 

En su adolescencia siguió las enseñanzas de un discípulo de Pitágoras, Sotión, el cual prescribía, debido a su creencia en la reencarnación de las almas, una dieta vegetariana. Dado que nació un año antes que Cristo, la juventud de Séneca correspondió a tiempos de repliegue cultural, de dictadura, de profunda desconfianza frente a las ideologías exóticas. Los primeros cristianos iban a conocer esa atmósfera represiva, ese mundo de la sospecha y la delación, un poco más tarde. El padre del joven Séneca creyó que el hecho de adherirse a una doctrina filosófica y de no comer carne podría comprometer su futura carrera política. Primero le convenció de que debía renunciar a singularizarse, después decidió mandarlo a Egipto. De ahí en adelante, cada vez que regresaba a Roma y se veía involucrado en las luchas internas por el poder, conocía un destierro.

En gran medida, el lenguaje incomparable de Séneca, con su concisión, su eficacia soterrada, su elegancia y a la vez su fuerza, es producto de sus exilios. De esa distancia crítica, irónica, insobornable, que no abandona nunca

Como habla al político y al gobernante, habla al hombre en todas sus edades y en todos los tiempos. A los jóvenes, como si les invitara a una fiesta, les regala un libro plenamente contemporáneo, por su sencillez, por su estilo directo, como es La Vida Feliz. Para los adultos cegados por la preeminencia del tener sobre el ser, escribe sus Consolaciones. Más adelante, en su Epístola sobre la Vejez, donde habla de la cercanía de la muerte y de la mejor forma de encararla, cuenta el caso de un gobernador de Siria, Pacuvio. Este personaje, un libertino delirante, celebraba su propio banquete fúnebre todas las noches. Después de las libaciones, se hacía trasladar desde el comedor a su dormitorio en medio de los aplausos  y las enfervorizadas exclamaciones de sus favoritos: ¡ Ha vivido, ha vivido !

  

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Séneca y Montaigne

 

No pasaba un día sin que se enterrara, comenta Séneca. Lo que Pacuvio hacía por mala conciencia, agrega, habría que hacerlo por conciencia buena, dando cada día por vivido y pensando que el día siguiente es un beneficio suplementario. En su condición de narrador filósofo, Séneca adopta siempre una perspectiva propia, pero también un punto de vista sorprendentemente moderno, por cuanto prioriza el yo especulativo que descubriría Montaigne siglos más tarde, cuando escribió: soy yo mismo la materia de mi libro. Como Séneca es nosotros cada vez que nos habla, colocando su yo soy después del conocimiento, como si el conocimiento se adquiriera para olvidarlo, y en el umbral de la sabiduría.

Cada una de sus epístolas se presenta de esta forma como un diálogo a través del tiempo, sobre el que prospera una preparación para la filosofía que no se encuentra lejos de nuestra concepción del arte literario. La elegancia de la palabra es el equilibrio del pensamiento, como la buena literatura es una cuestión de oído, de ritmo, de organización sabia del lenguaje. Por eso la escritura de calidad no da notas falsas. Séneca sin embargo interpreta una melodía bien difícil: su sencillez es el arma de convicción de un compromiso sin excusas. En su tiempo, al ser descubierta la conjura de Cayo Calpurnio, dirigida contra el emperador con la finalidad, según muchos creían, de entregar el imperio a Séneca, éste fue condenado a muerte y no vaciló en cortarse las venas. Dos milenios después bebemos su sangre, su literatura, casi como un antídoto. Un tónico contra el vértigo de este fin de siglo, sin duda de gran valor intelectual y estético, al que se une, sabiéndolo leer, un incontestable valor de uso.

 

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La muerte de Séneca

 

 

 

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Solo para cronopios

Cortazar

'SOLO PARA CRONOPIOS'

Álvaro Bermejo

 

De padres argentinos, aunque de orígenes vascos, nació en Bruselas bajo un bombardeo alemán. "Mi nacimiento fue muy belicista", solía decir este gigante de voz de barítono y ojos de buzo, "debe ser por eso que solo me apunto a las revoluciones pacíficas". Lo hizo desde su primer libro hasta el último. La vida entendida como un juego simultáneamente poético y político, siempre antisolemne. Todo eso  resume el universo literario de Julio Cortázar,  quien nos invita hoy a celebrar su primer centenario con la sensación de que es sencillamente imposible. No puede haber pasado un siglo desde entonces. Aquel París infinito sigue vivo en las correrías de la Maga y Oliveira entre puentes y laberintos. Todavía podemos oír esa música de jazz que apasionaba al autor de Modelo para armar. Todavía lo vemos como un enorme árbol aislado en la llanura, de donde salen alternadamente los pájaros y los huracanes.

Los primeros relatos de este trotamundos camusiano, extrañado, pero también entrañado en todas partes, no hablaban de la Pampa. Sueños bizarros, delirios futuristas, vampiros y fantasmas. De su pasión por lo sobrenatural, unida a su ironía y su debilidad por lo pulp, surgió esa versión ultramoderna del realismo mágico que desemboca en Rayuela.

 

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Cortázar y su maga, Aurora Bernárdez

 

Medio siglo después ya no queda huella de las vanguardias literarias, tampoco hay lugar para las utopías. "Se diría que nací para no aceptar las cosas tal como  me son dadas". Rebelión permanente de Cortázar. Contra la literatura convencional, pero también contra las ideologías incapaces de cuestionarse a sí mismas.

El mismo Cortázar que apoya la revolución cubana defiende a un disidente genial como Lezama Lima, lo que le gana el ostracismo de la intelectualidad. No le importa. Recibe el premio Médicis, dona su importe a la resistencia chilena. Y sigue jugando. Goddard lleva a la pantalla la adaptación de uno de sus relatos -Au bout de souffle-, Belmondo se disfraza de existencialista. La censura franquista impide a Buñuel rodar su versión de Las Ménades. Cortázar responde escribiendo El Libro de Manuel, donde traslada la extrañeza de la vida a la extrañeza de la literatura.

 

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Con Carlos Fuentes y Luis Buñuel

 

Autonautas de la cosmopista, cronopios perdidos en el tiempo, niños sabios como su Rocamadour. Si a cada tiempo le corresponde una literatura, cada página de Cortázar nos dice que el nuestro ya nació viejo. Un siglo después el cementerio de Montparnasse sigue siendo un jardín de infancia donde tenemos mucho que aprender. ¿De la Maga? No, de nosotros mismos.

 

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Rayuela

 

Bien, hasta aquí la leyenda. Pero, ¿Qué queda más allá? Desde el pasado 12 de febrero, cuando se cumplieron tres décadas de su muerte,  hasta el próximo 26 de agosto en que se recordará el centenario de su nacimiento, se multiplicarán las páginas en su memoria escritas por doctos eruditos con la rosa de los letraheridos en el ojal. ¿Alguien dirá quiénes son hoy sus  lectores? ¿Lograrán los homenajes que recibirá en la Feria del Libro de Madrid, de Buenos Aires, de Guadalajara o de  París, desvelar este interrogante?

 

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Porque, tal vez, con Cortázar pasa algo extraño, lo contrario a lo que sucede con Jorge Luis Borges, el otro gigante de la literatura argentina del siglo XX. Mientras es poco común encontrar a escritores que confiesen que no han leído ni leerán a Borges, en la opinión de muchos lectores sus cuentos tienen cierto carácter inasible. De Cortázar, en cambio, se afirma que se lo lee en las escuelas y en los autobuses, y que Rayuela es la novela que todos deberían transitar en algún momento de la adolescencia. Sin embargo, casi no conozco autores que lo mencionen como referente, o como una influencia determinante a la hora de escribir sus propios libros.

Así que se hablará de Cortázar una y otra vez, y se le dedicarán mesas redondas y conferencias y charlas y debates. Pero de nuevo: ¿cuántos serán los que lleguen a sus libros por primera vez, o vuelvan a ellos?

Hace diez años el escritor César Aira generó cierto revuelo al decir públicamente lo que tantos otros pensaban y comentaban en privado: "Cortázar es un caso especial para los argentinos, y no sólo para los argentinos, también para los latinoamericanos y quizás para los españoles, porque es el escritor de la iniciación, el de los adolescentes que se inician en la literatura y encuentran en él -y yo también lo encontré en su momento- el placer de la invención. Pero con el tiempo se me fue cayendo. El de los cuentos es el mejor Cortázar. O sea, un mal Borges. Luego, el resto de la carrera literaria de Cortázar es auténticamente deplorable".

 

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¿Quién mira a quién?

 

Mucha gente que conozco (escritores, editores, críticos y simples lectores) piensa igual que Aira. Cortázar como un Poe (a quien tradujo), un Lovecraft, un Salgari o un Verne, un escritor para leer vorazmente en la juventud, como una suerte de entrenamiento para la vida de lector adulto.

La opinión más difundida entre la crítica es que de la extensa obra cortazariana, lo que más rápido envejeció fue la novela que le dio fama mundial en 1963. Mientras Rayuela se oxidaba, ambientada en una época que hoy parece lejana (el París de los años cincuenta, bohemia y existencialismo, free jazz y tabaco negro), sus cuentos, sobre todo los de Bestiario (1951), Final del juego (1956) y Las armas secretas  (1959) lograban una supervivencia digna: más tradicionales y menos atados a los procedimientos narrativos en boga, con una voluntad más clásica y menos experimental, funcionan como mecanismos de relojería que logran abolir el tiempo, y envejecer mejor.

 

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Sur le Pont-Neuf

 

Los homenajes, se sabe, tienen como condición esencial llegar siempre tarde. Borges y Cortázar, claro, siguen ahí. Uno como la inevitable sombra que todo lo tiñe; el otro, como una figura que año a año se difumina un poco más. Las razones para que esto suceda deben ser muchas. Yo solo podría arriesgar una: si Borges es un escritor del siglo XIX cuya inteligencia anticipa el siglo XXI, Cortázar resulta un escritor demasiado anclado en la mitad del siglo XX. Uno podría imaginarle a Borges lectores dentro de mil años. ¿Podríamos imaginárselos a Cortázar? ¿Lograrán los homenajes volver a revivir una obra que parece necrosada en el anaquel de todo lo que fuimos y ya jamás volveremos a ser?

 

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El eclipse de Sartre

Sartre

"EL  ECLIPSE  DE  SARTRE"

Álvaro  Bermejo

 

Sobre el escenario de la Francia de De Gaulle y de la Nouvelle Vague, quiso ser la encarnación intelectual de los "philosophes" del Siglo de las Luces. Durante aquel Mayo del '68 también actualizó al Zola del Yo acuso, cuando salió a vender ejemplares de Liberation por el Barrio Latino mientras exigía a los gendarmes que le encadenasen.  Cuatro años antes se había permitido una osadía mayor: la de rechazar el Premio Nobel. Entonces no lo necesitaba porque gozaba de la más absoluta universalidad. Sartre era el paradigma de una conciencia que podía incurrir en excesos como el de justificar el régimen de Stalin y el de Pol-Pot, la represión de la Primavera de Praga, los crímenes de la Baader-Meinhoff y hasta la causa de ETA. Hoy la opinión quiere recordarle como el hombre que se equivocaba siempre y, a lo sumo, ya  sólo se habla de él para recordar cómo intercambiaba sus amantes con Simone de Beauvoir. ¿ Por qué este filósofo total, en otro tiempo tan celebrado, ha caído hoy en el más absoluto de los olvidos ?

 

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Detrás de esa pregunta y coincidiendo con el cincuenta aniversario de la publicación de Les Mots, uno de sus hijos pródigos, Bernard Henri-Levy, a quien el propio Sartre acusó de ser un agente de la CIA,  acaba de  reeditar Le siécle de Sartre, un ensayo de seiscientas páginas dedicadas a demostrar que existen Hombres-Siglo. No obstante, si en Jean-Paul Sartre se concentra todo el siglo XX, habrá que comenzar por decir que éste ha sido fundamentalmente contradictorio, y bastante amnésico. Pero también que, inmersos en su vorágine de guerras, políticas de bloques y manipulaciones indiscriminadas, los intelectuales no han acertado siempre a mantener la independencia y la honestidad de su criterio.

 

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Un equívoco básico ha desvirtuado el concepto de compromiso intelectual:  la confusión entre militancia política y solvencia ética. En esto, Sartre fue a su pesar un  profeta del apocalipsis que hoy envuelve a toda la clase intelectual y, más que a ninguna, a la especie de los intelectuales orgánicos.  Por supuesto, siempre ha habido hombres de la cultura vinculados con los poderes fácticos de su tiempo: la nómina de poetas, músicos, filósofos o escritores que han cantado a papas y antipapas, a reyes y a tiranos, sería interminable. En tiempos de Sartre, aún les amparaba ese aura reverencial que llevó a De Gaulle a pronunciar aquel memorable: No se detiene a Voltaire.

 

Hoy, en los tiempos de la más aparente libertad de expresión, no es necesario detenerlos. Tal vez porque, en realidad, ya ni agitan, ni se mueven, ni son seguidos por nadie fuera de sus respectivas capillas mediáticas entendidas como prolongaciones de un determinado poder político. On connait la chanson. Sí, conocemos la canción: es la misma que se interpreta en las ejecutivas de los grandes -y pequeños- partidos políticos,  entre la crema de la vanguardia steampuk, en todos los medios y a la sombra, ¿indignada? de todas las masas: es la alegre canción que hace hoy del ser -intelectual- un sinónimo de la nada.

 

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No obstante, pese al descrédito de la figura de Sartre, hoy somos bastante más existencialistas de lo que pensamos. Ya en el título de su ensayo más divulgado, El ser y la nada, hay mucho de Heidegger. Pero Heidegger consideró que Sartre no era más que un divulgador de su filosofía y le llamaba despectivamente "periodista". Sin pretenderlo, definió a toda una nueva oligarquía pensante que nacía con él. Pues si hoy todavía es posible imaginar una cierta élite intelectual, ésta resulta inimaginable fuera del amparo de una gran empresa de comunicación que de pábulo a sus opiniones y una oportuna cobertura mediática a su imagen.

 

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Primera edición e ilustración de La Náusea

 

Después de La Náusea, más allá de La Náusea, ya no cabe, ni en su forma más ingenua, la posibilidad de un intelectual contradictorio. Se impone el puro existencialismo. Es decir, la primacía de la existencia sobre la esencia. Quizá porque Sartre, con todas sus contradicciones,  nos enseñó no sólo que vivir es más importante que pensar, sino que es la única manera  cierta de pensar.

 

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Al tiempo que califica la obra sartriana de "monstruosa y viva como un cáncer", Henri-Levy se pregunta cómo el padre del existencialismo pudo abrazar el más ortodoxo estalinismo. En un mundo dividido en dos bloques, Sartre lo hizo sabiendo que no optaba por el paraíso, pero tan de espaldas a las dimensiones del infierno como si él mismo fuese uno de sus personajes literarios. Entre la  Nouvelle Vague y el Nouveau Roman, entre el enfant gaté de  Los cuatrocientos golpes y los amantes trágicos de Hiroshima mon amour, de esa dualidad entre el hombre que no quiere ver fracasar las sucesivas utopías del siglo y el idiota de la familia que se deja seducir por Madame Bovary, de ahí surge la difícil coexistencia entre el Sartre dogmático y el anarquista, entre el político y el artista, entre el comprometido y el libertino, el que pone su talento al servicio de una causa, hasta perder el norte, y el que descubre la desesperada lucidez de la soledad, más allá de La sale espoir, pero  ya sin esperanzas. 

 

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Antoine Roquentin, el protagonista de La Naúsea, llega al final de su novela sin saber cómo justificar su existencia. Pero ocho años después, su autor sigue defendiendo el modelo de intelectual comprometido y le da cuerpo con un título bien elocuente: Las manos sucias. Entonces podía permitírselo, porque aquélla era la izquierda impecable, cuajada de sacerdotes ateos, como Sartre era el gran predicador por antonomasia. Más que un escritor que interviene en el debate social, quería ser un demiurgo capaz de inspirar grandes movimientos de renovación ética y política. Pero ese mismo halo de grandeur con que le encumbraron sus acólitos, le impidió ver que esos valores no constituyen una vacuna contra ciertos compromisos de dudosa moralidad. Y así como con el ocaso de la izquierda toda una generación de desencantados hicieron de su figura el chivo expiatorio de sus entusiasmos adolescentes, hoy, la erosión añadida al inevitable relevo generacional ha ensanchado un notable rechazo, absolutamente existencial, contra toda forma de intelectual que se atreva a ser intransigente con sus principios, pues lo que se lleva en estos tiempos posmodernos es ese vacuo lugar común al que llamamos "tolerancia". 

 

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Foto de grupo

En pie: Cécile Elouard, Pierre Reverdy, Pablo Picasso, Simone de Beauvoir, Brassai.

Parte inferior: Sartre, Camus, Michel Leris

 

 

Los tiempos cambian, pero las grandes cuestiones siguen siendo las mismas. Y, a decir verdad, pese a los errores asociados al compromiso, la función del intelectual como instancia crítica no sólo debería ser irrenunciable. Si hoy ya nadie denuncia nada más que lo que le conviene, si todas las voces nos parecen ecos de algún gran hermano, si acertamos a interpretar el silencio intelectual como un síntoma, aunque no la nombremos, también sabemos cuál es la enfermedad. Y en eso, los presuntos hijos de la posmodernidad tampoco somos diferentes. El eclipse de Sartre, más que el epitafio de un pensador, suena como el toque de silencio sobre un vasto cementerio.

 

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Probablemente el próximo sábado, cuando se celebre por todo lo alto el quincuagésimo aniversario de Les Mots, se expandirá un gran silencio sobre París -silencio de palabras-, y habrá más de una mesa vacía en el Café de Flore. Incluso si faltan camareros, será difícil encontrar allá algún intelectual de servicio.

 

 

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Un ARCO menos triunfal

Arco

 

 

"UN ARCO MENOS TRIUNFAL"

Álvaro Bermejo

 

La inauguró Juana de Aizpuru en el Madrid de la Movida, con un centenar de galerías, casi todas españolas, y apenas llegaron a sumar 25.000 visitantes. Tres décadas después se han dado cita centenares de galerías, la gran mayoría extranjeras, y se espera un flujo de visitantes cercano a los 200.000. Verdaderamente, no se puede negar su eficacia como referente esencial del mercado del arte contemporáneo en una España sin tradición de colecciones ni museos. Gracias a Arco1una gestión tan impecable como implacable, sus directores han sabido moverse en las turbulentas aguas del mercado internacional y situar la feria de Madrid entre las mejores del mundo. 

Ahora bien, además de un éxito, Arco es un síntoma de la situación artística y cultural de nuestro país. No tanto por lo que tiene de feria de las vanidades, que es lícito y hasta deseable que lo tenga, sino, sobre todo, por su tendencia a ocupar una peligrosa centralidad, marcando cada temporada lo que será la moda artística pret-à-porter, e imponiendo de esta manera nada frívola un sutil desplazamiento de la modernidad, cuyos protagonistas ya no son los artistas, sino esos genios de la mercadotecnia que marcan el rumbo desde el timón de sus grandes galerías.

Entre las ruinas de la generación de los gigantes, lo que va de Picasso a Barceló, en el arte español más actual se agita un sentimiento contradictorio de orfandad y fuga. Los reyes del mercado han periclitado la explosión del concepto de identidad. Del culto al inconformismo hemos pasado al arte de la conformidad, de acuerdo a los cánones que marcan las cajas registradoras de las grandes galerías de Londres, París o Nueva York. En el país de las identidades exacerbadas y la adoración de la diferencia -la eterna España donde todos quiere ser diferentes-, deriva, en el panorama del arte más actual, hacia una homologación individual en las grandes corrientes internacionales que, naturalmente, produce un cierto vértigo.

 

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¿Existen mapas en la geografía del arte español actual? ¿Existe un nuevo perspectivismo y, por tanto una nueva receptividad? ¿O, por el contrario, para saber quién es quién entre nosotros hay que hacer las maletas y desplazarse a Arco, porque el prestigio, como antaño, ya sólo se gana fuera de la casa del padre? Entonces, ¿para qué queremos tantos Guggenheims, Tantos IVAM y tantos Macbas, si somos incapaces de implementar una postvanguardia propia que cohesione a artistas y galeristas, y que equilibre con la coherencia de lo propio  las fascinaciones de temporada promocionadas por la gran cocina del mercado?

La creación de los primeros museos de arte contemporáneo obedeció a una decisión política para legitimar al arte de vanguardia frente a una recusación social inicialmente casi unánime. Hoy aquel acto político proteccionista se ha transformado en un espectáculo entre cínico y demagógico, pensado para satisfacer el masivo anhelo de fuegos de artificio. En este sentido, así como Arco ha sucumbido al monumentalismo escenográfico, no podría sucederle nada peor al conjunto de nuestros creadores que sucumbir al imán de Arco y convertirse en siervos de un contenedor de franquicias, con muchas instalaciones de importación  y mucha apropiación mimética del lenguaje conceptual a la catalana, pero sin espacio ni oxígeno para los artistas  y los agentes culturales que no vengan precocinados por el vector mercado-instituciones.

 

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Así como resulta muy difícil escandalizar cuando lo que se demanda es escándalo, no es de extrañar que en el arte actual los contenedores primen sobre los contenidos, y los "curadores" sobre los creadores. Sería muy preocupante que nos importase  menos el discurso surgido de un debate hurtado a la ciudadanía, que endosar precipitadamente el adjetivo "internacional" a todo lo que se crea y se "descrea" entre nosotros. Pero tal como sucede con Arco, por más que todo eso tenga una enorme rentabilidad económica y política, nada tiene que ver con la cultura que respira ni con ese arte vivo que es muy fácil de detectar: no habla de sí mismo, sino de nosotros.

 

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Que Arco hoy genera más impacto social que cultural, y más evanescencia que identidad, parece un diagnóstico incuestionable. Que, por otra parte, para lograr ese impacto social y mediático, sus promotores propendan a liberarse del arte resulta ya un poco alarmante pero no tiene nada de sorprendente, pues es lo que están haciendo casi todos los grandes museos. Ahora bien, que los artistas mismos aspiren a ser bendecidos por esa mutación,  supone  la constatación final de que vivimos los tiempos del sálvese quien pueda, y mejor si quien te salva es el jefe de pista de un gran circo llamado Arco.

 

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Espejo de todas las mixtificaciones de nuestro tiempo, saturado por la repetición de todos los cliches tardomodernos,  rebosante de provocación a plazo fijo, después de todo, con tantos guiños eclécticos y tanto revival expoliado a la memoria, Arco6esta gran feria de comienzos del XXI se asemeja cada vez más a esas grandes exposiciones finiseculares del XIX, donde se rendía culto a las mismas tendencias -eclecticismo e historicismo- que denostaban los modernos de entonces. Puede que sea una inercia inevitable, y puede que no quepa sino avanzar impertérritos, con la sonrisa congelada y la creatividad real remasterizada en una emulsión de diseño, hacia ese nuevo pórtico de la gloria  donde todo se vende y se compra. 

No obstante, mirando cara a cara el frío rostro de Arco, uno comprende no tanto que el arte esté condenado a desaparecer, sino que podemos hacerlo desaparecer bajo el peso de esta política global de  grandes eventos. Si así fuera, habría que comenzar a buscar lo artístico en algún sitio muy alejado de lo que hoy, seamos vanguardistas, llamamos arte. Si hace cien años este desafío generó una inquietud aún no resuelta, es porque todavía hoy no puede haber nada más inquietante.

 

 

 

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Ritos y mitos del amor

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"RITOS Y MITOS DEL AMOR"

Álvaro Bermejo

 

Por los tiempos en que el Arcipreste de Hita rondaba pastoras y serranas, Chaucer ya hablaba del catorce de febrero como un día proclive a los apareamientos, al menos, entre los mirlos de la campiña inglesa. Siempre en vísperas de Carnestolendas, antes que la farsa llegaba el amor. Y así lo constataban los jóvenes de media Europa que consideraban esa fecha la más propicia para elegir pareja o para formalizar sus compromisos. No obstante, tuvieron que esperar a que el calendario gregoriano la casase con el día de san Valentín, para que sus efusiones tuviesen la dispensa canónica de un patrón de los enamorados.

 

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Dos versiones de San Valentín

 

Desde luego, del san Valentín histórico, que murió decapitado en Roma allá por el siglo III, al Rodolfo Valentino cuya muerte desencadenó una ola de histeria colectiva entre sus admiradoras, sea en su vertiente divina o en la humana, el amor sigue siendo un misterio. Y, como tal, se presta a todo género de supersticiones, casi todas de origen profano, aunque muchas estén ya consagradas. No es casual que para Hesíodo, Amor, el más bello de los dioses, fuera hijo de la Tierra y del Abismo. Más sofisticado, Platón elige a Hermes y Afrodita como padres de Eros. Pero, enseguida, le atribuye una naturaleza dual, sublime o terrible. Sus contemporáneos lo representaban como un niño alado y desnudo, porque encarna un deseo que no se puede ocultar, así como la eterna juventud de los amores profundos. Ahora bien, también le vendaron los ojos mientras le armaban con arcos y flechas, pues Eros es un cazador caprichoso, muy capaz de conseguir la milagrosa unión de los contrarios, pero también de cegar a hombres y mujeres, hasta abocarlos a los dominios mortuorios de Thánatos.

 

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No en vano, los mitos y ritos en torno al amor y al matrimonio son tan numerosos como los concernientes a la muerte. Por supuesto, todo enamorado aspira a la eternidad. Por ello, en el momento del compromiso ciñe su dedo con un anillo, circular como el infinito, que simboliza tanto un deseo de perdurabilidad como una protección mágica que sella la alianza con la suerte de la "sortija". Siendo también de oro, sorprende que las arras deban sumar trece, el número maléfico por antonomasia, salvo que volvamos a remitirnos a la mitología griega, donde  significa la hipóstasis del decimotercero que es también el primero, como Zeus en el cortejo de los dioses o Ulises en la caverna del Cíclope. Claro que, si estas arras simbolizan el compromiso de proveer el hogar conyugal, un beso puede significar bastante más que un beso.

 

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Por ejemplo, el que se dan los contrayentes al concluir una boda tiene su origen en los tiempos en que la pareja hacía el amor por primera vez, literalmente, ante los ojos de concurrencia. Del acto público y explícito,  se pasó a un ritual más discreto, sólo en presencia de sus padrinos, madrinas y testigos.  A la postre, y en estos tiempos en que creemos vivir el pleonasmo de toda desvergüenza, de todo ello sólo ha quedado el casto intercambio de besos en la iglesia, costumbre que Bertrand Russell calificó de "disfraz apetecible".

Así mismo, entre otros disfraces antaño usuales en este ritual, figuraba el del deshollinador que debía aguardar a la novia a las puertas del templo, para darle buena suerte, en su condición de guardián de los fuegos del hogar.  Entre tanto, al novio se le cubría la cabeza con una corona de laurel, tal vez  para recordarle que, en determinadas situaciones, es preciso ser un héroe para casarse. Si estas prácticas europeas no prosperaron, sí lo hizo otra de origen oriental, como es la de arrojar Ritosymitos5puñados de arroz sobre los recién casados. En su día, el Mahatma Gandhi fue materialmente sepultado por una montaña de arroz, entre el fervor de los más de cinco mil hindúes que presenciaron su boda. Bastante más grandilocuente, también Alejandro Magno eligió la simbología conyugal para ver cumplido su sueño de unir Oriente y Occidente a su regreso de la India. 

Para ello, dispuso el casamiento en masa de diez mil soldados de su ejército con otras tantas jóvenes nativas, en una sola noche. El escenario fue la legendaria ciudad de Susa, cerca de Persépolis, donde tuvo lugar la batalla sexual más espectacular de todos los tiempos, durante la cual charlatanes elegidos iban de acá para allá contando historias picarescas, dando origen así a la literatura del género, y tal vez, al tópico posmoderno de la "Guerra de Sexos".

Pese a ello, el ritual de la luna de miel no tiene un origen macedonio, sino teutónico. Allá en la hiperbórea Jutlandia y durante un mes lunar posterior al desposorio, los desposados celebraban su unión bebiendo hidromiel, un vino hecho de miel, símbolo de pureza y felicidad. Con esto pretendían conjurar todo mal augurio sumiéndose en aturdimientos etílicos que equivalían, verdaderamente, a unas prolongadas vacaciones. Más drásticos, los chamanes de Madagascar preferían espantar a los demonios mediante tatuajes protectores en el pubis de la novia.

 

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Según como se mire, no somos menos primitivos cuando creemos en los poderes catárticos del rojo y el azul aplicados al poder seductor de la lencería, o en la acrobacia de atrapar en el aire el tapón de una botella de champán abierta en período de luna llena. Tal vez, tantas supersticiones camufladas bajo el tranquilizador ropaje de lo civilizado, ocultan en su raíz desnuda el temor a sucumbir a un amor fatal, como el de Troilo y Criseida, o como todos los que van de la tragedia de Mayerling al mito de Lohengrin.

 

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Y es que, a decir verdad, entre las sátiras de Boccaccio y los dramas de Wagner, el amor mismo es una superstición donde comenzamos por otorgarle a la persona amada virtudes benéficas, casi sobrenaturales, que acaso no posee. Quizá por ello -otra paradoja- los más encendidos poetas del amor sean los místicos. De hecho, no fue Don Juan Tenorio, sino otro Juan, san Juan de la Cruz, quien escribió aquello de: "Quedéme y olvidéme / El rostro recliné sobre el Amado / cesó todo y dejéme / dejando mi cuidado / entre las azucenas olvidado". Todo un Himalaya romántico a cuyos pies se abren horizontes de gloria o de infierno. Pues, incluso desde la simbología astral, el Amor, como dios primero, simboliza la cohesión interna del cosmos. Salvo que se pervierta y pase así, de ser el centro unificador que dimana felicidad, a invertirse en un principio de división, destrucción y muerte.

 

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Mientras miraban al cielo desde lo alto de sus observatorios, los astrólogos persas, que también tenían su parte de poetas,  pensaban que para amar es preciso cerrar los ojos. Sobre todo si esa floración amorosa coincide con un eclipse de sol, pues contemplarlo equivale a cerrar las puertas a toda fortuna en el amor.  Hasta el próximo, que sucederá el próximo 29 de abril, san Valentín nos concede una tregua de  dos meses y quince días para recordarnos que, a pesar de todos sus tormentos, la felicidad sigue siendo un mito posible.

 

 

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Doménikos, el genio extravagante

 

DOMENIKOS, EL GENIO EXTRAVAGANTE

Álvaro Bermejo

 

 

"Creta le dio la vida, y los pinceles / Toledo, mejor patria

donde empieza / a lograr con la muerte eternidades". 

Hortensio Félix Paravicino

 

 Greco

 

Salvo que el estruendo de tanta pompa y circunstancia en torno al cuarto centenario de la muerte de El Greco haya acallado a quien lo recordase antes que yo, aún no he encontrado ni una sola reseña que trate del expolio. No me refiero al lienzo pintado por el genio cretense en 1577, sino al perpetrado en torno gran parte de su obra, y en particular a una que iluminó singularmente a Picasso cuando plasmó la que sería su primera gran ecuación cubista en torno a Las señoritas de Avignon. Basta un simple vistazo para advertir que el lienzo del malagueño no es sino una recreación del Quinto Sello del Apocalipsis que quien suscribe pudo contemplar en la Casa-Museo de Zuloaga, en Zumaya (Gipuzkoa), antes de que la familia del mismo nombre, para orgullo norteamericano y vergüenza nacional, lo vendiera al Metropolitan de Nueva York a cambio de un puñado de dólares.

 

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El Quinto Sello del Apocalipsis y Las Señoritas de Avignon

 

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Las Bañistas de Cèzanne

 

Por azares de la fortuna el desagravio ha venido a encallarse apenas a treinta kilómetros del crimen, bajo las formas de un libro sencillamente espléndido. Su título es El Greco. Historia de un pintor extravagante, lo firma Fernando Marías, y lo edita Nerea. Una editorial emplazada en lo que ha sobrevivido de la línea de costa de San Sebastián tras el tsunami y cuyas gestoras no cejan en el empeño de poner en pie libros definitivos de una calidad incontestable: Chanel íntima, Vidas infames, Devorar París. Picasso 1900-1907, Balenciaga, Solitudo Carnis, La muerte de la mujer Wang… Abruma un catálogo tan infinito, que en este caso rima con exquisito, en una editorial a la que le cuadra ese epíteto que Eduardo Chillida hacía extensivo a la entera ciudad de San Sebastián: de "escala humana".  La escala humana, en este caso, es mayúscula. Y el libro en cuestión, memorable.

Un texto más que cuidado, ilustraciones que te hacen sentir la pincelada y aun el pálpito de pintor. Con una prosa tan ágil como certera, cuajada de documentación, lúcida en cada análisis, Marías desmonta  buena parte de la batería de tópicos al uso acerca del pintor de Candía y propone una mirada nueva pero consonante con la impronta del cretense. Ni tan hermético como pretende la hagiografía, ni tan dócil como lo pintan, en absoluto español por más que hiciera de Toledo su segunda patria, ni mucho menos un adelantado de las vanguardias, por más que su obra inspirara, antes que a Picasso, al mejor Cèzanne y al último Kokoschka, y después a creadores de la talla de Pollock y Oppenheimer.

Ciertamente El Greco fue un pintor extraordinariamente moderno para su época, siempre que entendamos por modernidad una suerte de rebeldía no exenta de una rigurosa fidelidad a sus maestros. Tanto es el empeño por engarzarlo en la santísima trinidad de la escuela española -junto con Goya y Velázquez-, que apenas nadie quiere recordar que, antes de Tiziano y Venecia, El Greco fue un magistral pintor de iconos cuya técnica aprendió entre los monjes del monte Athos y también en los monasterios ortodoxos de Moldavia.

 

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De ahí viene su hallazgo de pintar en no pocos de sus lienzos el aura que rodea la cabeza de Cristo en forma romboidal -cuando la canónica, y esto lo dictaba Trento, seguía siendo la circular-.  Anatema para los integristas de la Suprema, pero asimismo suprema afirmación del genio tanto en su "manera" como en su visión, solo fiel a su más privada ortodoxia, heterodoxo en todo lo demás.

Cuando Europa entera cae rendida de admiración ante los frescos de Miguel Ángel, él solo ve a "un buen hombre que no sabía pintar". El que será el pintor más avanzado de su tiempo no renuncia a sus raíces orientales ni aun cuando es aceptado en el taller de ese emporio andante, tal vez la primera multinacional del arte, como era el taller de Tiziano.

"El Greco en España se liberó de Italia", escribe André Malraux, pero su matriz bizantina sigue bien patente en su obstinación por romper con la tradición perspectivista del Renacimiento -fingir en el plano la tercera dimensión-, construyendo muchos de sus lienzos capitales en total frontalidad. En 1750, cuando pinta ese enigmático cielo de la Crucifixión del Louvre, cielo dislocado, hecho jirones, veteado como mármol, lo hace como un inmenso plano hostil a toda sensación de lejanía. Otro tanto cabría decir del San Mauricio o de La Cena, cuya novedad estriba en mantener el dibujo barroco en movimiento suprimiendo aquello de lo que nació: la búsqueda de la profundidad.

 

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El martirio de San Mauricio y San Sebastián

 

Sucede algo semejante con los colores de su paleta. ¿Hemos dicho paleta? Craso error: El Greco pinta al óleo… pero como si lo hiciese sobre una vidriera: de lienzo en lienzo su cromatismo se inunda de una luz simultáneamente mineral y cristalina, forzada por su dominio del claroscuro, pero tan arraigada  a su prodigiosa materia como los rosetones de Chartres a sus plomos.  Esa vidriera presuntamente opaca que el haz de luz atraviesa y vivifica es la que perseguirá Picasso como un sueño, tantas veces recompuesto hasta lograr la alquimia suprema: convertir en inmanente el plano, el dibujo en plomo negro y los cuerpos hipostasiados en una dramática llamarada tan intensa que vuelve casi invisibles las rígidas tensiones geométricas de su composición.

 

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El Expolio y retrato de Jerónima

 

En cada uno de sus lienzos la magia está presente. Los contemplamos, no sabemos muy bien qué es lo que más nos atrapa. "Sus luces lívidas" -escribe Garaudy-, "sus relámpagos azulosos, sus formas angulosas y despedazadas rechinan de color". Pero ese color es más que color,  sus cuerpos se dilatan, levitan -a veces bizantinos, otras picassianos, tatarabuelos de los de su época azul-. Sus ojos nos miran a través de una pátina líquida, simultáneamente acuosa y ardiente, etérea y profunda, como si mirasen tanto al interior como a lo desconocido, a lo ilimitado, a lo infinito, como es infinito El Greco.

 

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En el anecdotario del cretense suele resaltarse el desdén de Felipe II hacia el portentoso San Mauricio de El Escorial y callar de paso, el desdén paralelo con que veinte generaciones sucesivas relegaron el "descubrimiento" de El Greco al advenimiento de la modernidad. Le sobra razón a Marías cuando afirma que "la fascinación moderna por El Greco tiene, además de una vertiente estética, una vertiente económica" -por lo que esta comporta de comercial-. Sucede como si a la mala conciencia nacional de repente le hubiese atacado un furibundo mal de san Vito por aggiornarlo y españolizarlo, al tiempo que se multiplican las adhesiones inquebrantables a su obra que nos convertirían a todos en los más perspicaces adelantados de las vanguardias. Ni era un expresionista avant la lettre, como afirma Marías, ni un siniestro abducido por las pinturas negras dos siglos antes de Goya. Solo desde el analfabetismo ilustrado que nos ocupa cabe confundir expresionismo y manierismo, de la misma manera que la negritud de El Greco se duele más de la incuria patria que de cualquier otro propósito escatológico. Marías  nos recuerda que El Caballero de la mano en el pecho tenía un precioso fondo gris y que el  San Luis rey de Francia perdió los celajes que lo rodeaban, porque el gusto de la época - siglos después-, prefería presentarlo como un personaje convulso y saturnal.

 

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Autorretrato de El Greco y Alegoría de los Camaldulenses

 

¿También lo era El Greco?  Por supuesto que no. La maestría de su concepción anatómica, sus escorzos imposibles, esos personajes dislocados, descoyuntados, y ferozmente recompuestos en la imperiosa convergencia hacia un vértice, rubrican la vibrante libertad formal de un artista que ya no quería ser un artesano, que peleaba cada ducado en la consideración de sus obras y a quien poco le faltó para hacer un corte de mangas al intratable Felipe II y a toda su corte.

Esa libertad formal, en plena España de la Contrarreforma, antes que reprimir le lleva a acentuar sus desnudos apenas disimulados por la liviandad de las telas, a contravenir todas las normas estéticas de Trento, incluyendo palabras en hebreo y símbolos hebraicos sencillamente explosivos  -como en la Alegoría de los Camaldulenses-, a imponer su estilo más puro y genuino, íntimo y a un tiempo arborescente, en paralelo al crecimiento de las formas.

"Ese soy yo", parece decirnos el cretense a través de esos cuerpos dilatados hasta el paroxismo, "el que pinta y el que os mira". Y la mirada de Marías sobre el personaje atraviesa el espejo.

Solo en un punto me permito discrepar de su tesis, y es en el que afecta a su religiosidad. "Cualquiera que escribe sobre arte en esa época habla de pintura religiosa en cada párrafo" - afirma Marías-, "y en las 20.000 palabras de sus notas no hay una sola sobre religión". Olvida que en el estrecho círculo de amigos de El Greco en Toledo figuraba Benito Arias Montano, aquel que, aun siendo confesor de Felipe II e inspirador de su monumental Biblia Políglota, estuvo a un soplo de sufrir los hierros de la Inquisición por contravenir los dogmas de la Vulgata.

 

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Arias Montano y Felipe II

 

En sus tiempos de Roma, Montano  se afilió a la secta de la  "Familia Charitatis" -la Familia del Amor-. Seguían a un
Greco9maestro espiritual apodado Hiël (Luz de Dios), abominaban de las prácticas religiosas convencionales, fueran del tipo que fueran, y lo único que escuchaban era la "Voz de Dios" dentro de su propio corazón. 

Aunque Rekers los relaciona con los anabaptistas de Münster, sus rituales procedían de los monjes ortodoxos del monte Athos, y es posible que fray de León, otro de los amigos de El Greco, se contara entre sus adeptos. Si el cretense ya vivía en un distrito sospechoso, del que no se mudó ni en sus tiempos de mayor fortuna, curiosamente a un paso de la Sinagoga del Tránsito. Si entre sus protectores e incondicionales se contaban ilustrísimos "marranos", como el Marqués de Villena o don Pedro de Castilla. Si uno de los más grandes sabios españoles del Renacimiento y precursor del pensamiento moderno, como Luis Vives, tuvo que emigrar a Bruselas, una vez que su familia fuera diezmada por la Inquisición,  su padre  quemado vivo y su madre, ya fallecida, desenterrada para someterla al mismo fuego, parece muy razonable que El Greco, fuera cual fuese su credo, se abstuviese  de manifestarlo por escrito, tal como hacía Montano incluso entre sus más íntimos.

 

 

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Autos de fe en la España De Felipe II

 

No en vano el lema de la Familia Charitatis venía a recomendar lo que sigue: El que anda entre hombres ha de tener la astucia de las serpientes".  El Greco la tuvo sin duda, no solo para medrar, sino también para mantenerse fiel a sí mismo hasta la última pincelada y el último suspiro. No solo dependía del juicio estético de un sanedrín de talibanes contrarreformistas. Al pairo, dictaban sus sentencias los letrados de los Tribunales de Sangre que veían en cualquier extranjero a un sospechoso de herejía, los meapilas que vigilaban las costumbres de los sábados de cada cual, y hasta las maritornes que husmeaban en el cocido de la vecina por ver si mojaban el prescriptivo corte de tocino rancio -atributo de los cristianos viejos-. Hasta Montano tenía que excusarse de los jamones que le regalaban sus enemigos en la Corte, alegando que era "vegetariano por penitencia".

Si en esa España del espanto y la sospecha cabe una posibilidad de que El Greco profesara algún credo con sombra de herejía, este pasa precisamente por esa sostenida tenacidad de no escribir ni una palabra al respecto en sus cartas. Lo decía con sus pinceles y aquí, ciertamente, que cada cual vea lo que quiera ver. Solo el Cretense sabía a ciencia cierta lo que pretendía contarnos y todo lo demás, como certeramente afirma Marías, remite a "un poliedro que se puede coger por cualquier cara". 

Este volumen excepcional contiene todas las esenciales. Se las debemos a las chicas de Nerea: desde esa barbacana de San Sebastián, allá donde rompe el viento del noroeste, nos han regalado el mejor volumen que podemos encontrar hoy y ahora en las librerías en torno a El Greco.

 

 

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Einstein contra Verne

 

¿EINSTEIN CONTRA VERNE?

Álvaro Bermejo 

 

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Siempre me han fascinado las paradojas del tiempo. Coincidencias de fechas como la que unió la muerte de Julio Verne con el nacimiento de la Teoría de la Relatividad.  El creador de personajes tan extraordinarios como Phileas Fogg o el capitán  Nemo, abandonó este planeta el mismo día en que un genio confinado en una oficina de patentes suiza estableció, en sus ratos libres, primero nada menos que los fundamentos de la física contemporánea y, sobre ella, toda una revolución científica que cambiaría aquella lectura del universo que permanecía inmutable desde Copérnico, Galileo y Newton.

A decir verdad, el dibujo de su carácter y la biografía de Albert Einstein parecen una novela de Julio Verne que hubiera comenzado a escribirse, precisamente, el año en que éste dejó de escribir. Más allá de la paradoja, resulta muy tentador preguntarse hasta qué punto las ideas de visionario de Amiens pudieron tener alguna influencia en el descubridor del Tiempo Permeable.  ¿Se leyeron? ¿Se admiraron? ¿Llegaron tal vez a conocerse? 

 

Hay dos datos acerca de Einsten que, por inversión, demuestran cómo había leído a Julio Verne: no le gustaba nada la Verne -einstein2literatura de ciencia-ficción, y llegó a rechazar fortunas negándose siempre a escribir un libro de divulgación científica. Ahora bien, salvada la ironía, lo cierto es que  la mecánica de los procesos mentales de Einstein operaba de una manera muy literaria. Antes que en una pizarra llena de apretadas ecuaciones, siempre se ha dicho que construía sus teorías "desde arriba". Es decir, replanteándose las paradojas de la Física como un juego de creatividad pura, donde primero era la visión y después la confirmación empírica. "En ocasiones siento que estoy en lo cierto sin saberlo con certeza", afirmó en cierta ocasión de lo más novelesca, cuando dos expediciones de científicos se propusieron poner a prueba su Teoría de la Relatividad. Un mes después, cuando el eclipse del 29 de mayo de 1929 confirmó sus intuiciones, respondió con otra frase digna de Verne: "Sólo hubieran podido sorprenderme diciéndome que estaba equivocado".

 

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Otra idea interesante que acerca las visiones de Einstein a las de Verne es su concepto de la ciencia como un viaje. Es decir, como una aventura, que explica tanto la velocidad de la luz como la obsesión de Phileas Fogg por dar la vuelta al mundo en ochenta días. Todo el mundo sabe que la luz "viaja" a 300.000 kilómetros por segundo. Ante esa evidencia, Einstein actualizó la curiosidad de Phileas Fogg: ¿ qué sucedería si alguien pudiera "viajar" más rápido que la luz? Respuesta: sencillamente desbordaría el tiempo y podría adentrarse en un fascinante viaje al pasado, a la manera del protagonista de La máquina del tiempo, de H.G.Wells, pero también a la manera de tantos antihéroes vernianos, como los locos de la misión Barsac, atrapados en un alucinado  viaje sin tregua contra el tiempo.

 

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Cualquiera de ellos hubiera podido escribir la fórmula, E=mc2, y ninguno de sus contemporáneos le hubiera entendido. Bueno, alguno tal vez sí: El demente Robur que desertó del mundo a bordo del Albatros, o aquel tremendo Herr Schultze en quien Verne trazó un anticipo de Hitler. Cuando Einstein se dio cuenta de que unas pequeña cantidad de materia ( m) podía convertirse en una gran cantidad de energía ( E ) si se multiplicase por el cuadrado de la velocidad de la luz, seguro que en su mente se produjo una iluminación atómica y lo vio todo deslumbrante y aterradoramente claro. La posibilidad de construir un mundo feliz basado en una fuente de energía infinita, y la amenaza paralela de crear un arma de destrucción masiva capaz de consumar el apocalipsis en una fracción de segundo. De esta manera, pese a su ardiente filosofía pacifista, el trabajo de Einstein contribuyó a la creación de la Bomba de Hidrógeno y a todo lo que vino después.

Se lo había vaticinado Verne -"Todo lo que es posible se hará"-, antes de que él mismo coronase así su viaje de ida y vuelta. De las novelas imbuidas del más optimista de los positivismos, las de su primer ciclo -como Viaje al centro de la Tierra-, Verne deriva hacia un pesimismo progresivamente atroz a medida que observa cómo la ciencia se va convirtiendo en un peligroso instrumento de poder al servicio de los imperios. Correlativamente el científico, presentado hasta entonces con todos los rasgos del héroe moderno, irá degradándose por los abismos de la inconsciencia o de la demencia, hasta llegar a la premonición literal de la bomba atómica einsteniana  -lean Frente a la bandera-. En adelante, cada una de sus novelas aprieta una vuelta de tuerca en su ajuste de cuentas con la utopía, y hasta se atreve a vaticinarnos un mundo de ideologías totalitarias sostenidas en el puro terror científico.

 

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"Vivimos una época" -escribe Verne mucho antes que Orwell- "en la que todo ocurre, en la que todo ha ocurrido ya, podría decirse incluso. Si nuestro relato no es hoy verosímil, gracias a la ciencia, lo será sin duda mañana". Y le responde Einstein, haciendo vibrar un rondó de partículas subatómicas sobre su violín: "Todo está predeterminado, tanto el principio como el fin, por fuerzas sobre las que  no tenemos ningún control".

 En 1929, Einstein explicó el universo en términos electromagnéticos. En 1870, la definición verniana de la electricidad entendida como "alma del universo", fue valorada como un delirio místico-esotérico sólo apto para mentes infantiles. Aunque siempre fue un autor de masas, a Verne nunca se le tomó en serio -de hecho, jamás le abrieron las puertas de la Academie Française. A Einstein le sucedió algo parecido. Aunque le concedieron el Nóbel, por más que la ciencia se rindiera ante él, la opinión pública nunca dejó de verlo como una especie de genio chiflado, ese científico tan divertido que sacaba la lengua a los fotógrafos mientras invitaba al mismo Dios a jugar a los dados.

 

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Jugando con las partículas subatómicas, nada más divertido que esa observación einsteniana según la cual, a causa del efecto fotoeléctrico, una misma partícula puede estar en dos espacios simultáneamente. Entonces, jugando con la paradoja, ¿sería posible que una misma mente fuera, "al mismo tiempo", Albert Einstein y Julio Verne?

 

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La respuesta, más que a la física o la literatura, afecta a nuestra visión de la vida y del conocimiento. Para Einstein, aunque no leía a Verne, la imaginación era más importante que el conocimiento: "El conocimiento es limitado, la imaginación trasciende la idea de infinito". Verne por el contrario, pese a que nunca imaginó la Teoría de la Relatividad, proclamó que la investigación científica podía ser la más maravillosa aventura.

Si el Tiempo es la cuarta dimensión del Espacio, nada más justo entonces que hoy celebremos el reencuentro de dos mentes infinitamente creativas donde se conjugaron en magnitudes dispares -como lo verosímil y lo visionario- el sueño de la ciencia y la ciencia de los sueños.

 

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Madrid - 30 de Enero de 2014 - Álvaro Bermejo

 

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Leopardi, la belleza prometida

LEOPARDI,

 LA BELLEZA  PROMETIDA

Álvaro  Bermejo

 

 Leopardi

 

Cuando Unamuno partió hacia su exilio en Fuerteventura solo metió tres libros en la maleta. Uno de ellos era los "Cantos" de Leopardi. Pienso a menudo en esa imagen por una razón: víctimas del tiempo que nos ocupa, sobrecargado de actualidades tan apremiantes como fugaces, la única manera posible de leer a los clásicos pasa por el exilio interior. De hecho, acercarse a un autor que no figure entre los novísimos parece estar en contradicción con nuestro ritmo vital, que no conoce los tiempos largos ni el otium humanístico. Nos llenamos la boca con la europeidad, pero no leemos a los europeos que la han hecho posible, tal vez porque prejuiciamos que su mundo no tiene nada que ver con el nuestro. Sin embargo, basta con acercarse a la biografía de Leopardi para advertir un parentesco que trasciende lo cultural y que puede convertirse en imprescindible, cuando se transitan los territorios del desamparo.

Primogénito del señor de Recanati, el conde Monaldo, en principio Giaccomo Leopardi lo tuvo todo para ser feliz. Pero lo cierto es que fuera de su literatura, jamás conoció otra cosa que la incomprensión y la desdicha. Educado en un opresivo ambiente de carcamales obsesionados por las apariencias, rechazado por la malformación de su espalda y enfermo hasta la invalidez, su carácter se formó por oposición a su entorno. No había dejado de ser un niño cuando compuso un pequeño tratado de astronomía, mientras buscaba un consuelo a su soledad en los limpios hexámetros de Homero y de Virgilio. Con estas aficiones tan "up to date", parecía abocado a vivir fuera del mundo. Sucedió todo lo contrario: Así como el talante reaccionario de su padre acabó haciéndole un fervoroso defensor de los ideales democráticos, que se llamaban entonces las "ideas románticas", la desafección materna le llevó a indagar en ese enigma llamado amor con la frialdad de un lector del Discurso del Método.

 

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Como buen pensador rusoniano, Leopardi nunca tuvo un buen concepto de la condición humana. En el inicio de sus mordaces "Paralipómenos" ya nos describe el mundo como "una alianza de granujas". A partir de aquí surge el lugar común del "pesimismo leopardiano" que tanto conmovía a Nietzsche y a Cernuda, y que le emparentará con Unamuno, por su concepción trágica de la existencia, y con el mismo Baroja, por la ironía corrosiva con que disecciona a sus contemporáneos. Ahora bien, más allá de sus invectivas, Leopardi se distinguirá por su voluntad de invertir esa conciencia de una humanidad inhóspita en una sensibilidad humanizada por la derrota y la pérdida, que hace sinónimos belleza y sufrimiento.

Cuando Kafka escribe a Milena que "el amor es el cuchillo con el que me escarbo las heridas", se refería sin duda a ese sentimiento leopardiano que se expresa en su "Zibaldone", casi como un análisis filosófico: "Jamás he encontrado un pensamiento capaz de abstraer el ánimo de todas las cosas con más fuerza que el amor, quiero decir en ausencia de la persona amada, porque en su presencia no cabe decir qué sucede".  Hasta aquí Leopardi también pudiera  parecer un poeta más. Pero el enigma comienza a ensancharse cuando advertimos que su acercamiento al amor se deduce, ni más ni menos, que de la contemplación del Infinito. Bajo este mismo epígrafe, nos lo dice en un poema donde equipara la ensoñación de la inmensidad con la quimera amorosa, y la inmersión en el amor con la fusión en la muerte, a la que llamó "un dulce naufragar".

 

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Sus contemporáneos no le entendieron. Ni siquiera Stendhal, eterno enamorado, con quien coincidió en la Florencia de 1832. Entonces a  Leopardi apenas le quedaban cinco años de vida, estaba  loco de pasión por una dama inaccesible, y aquejado por las mil dolencias que le atravesaban desde su corazón a su joroba. Aún más apresurado que él, Stendhal mantenía que el amor no se conoce hasta que se conquista. En las antípodas de su planteamiento, Leopardi sostenía  la incapacidad del hombre para habitar en la felicidad, salvo cuando vive la tragedia de su ausencia: "El no poder quedar satisfecho con ninguna cosa terrena, contemplar el universo infinito y sentir que nuestra alma y nuestro deseo serían más grandes que un universo así, me parece el mayor signo de grandeza y de nobleza que cabe ver en el alma humana".

Aunando el asombro cósmico de los presocráticos y la más exacerbada sensibilidad romántica, trascendió su tiempo Leopardi3eludiendo toda visión enfática de su circunstancia y de sí mismo, hasta anticipar una sensibilidad muy actual, precisamente, por la atormentada conciencia de su extemporaneidad. Cuando la obra de poetas mayores como Hölderlin o Keats parecía demostrar que sentimentalidad y racionalidad eran conceptos antagónicos, Leopardi inaugura así un nuevo clima intelectual hibridando elegía y filosofía, y recordándonos que el consuelo de la belleza sólo es una metáfora de la belleza prometida.    

Hoy mismo, somos leopardianos sin saberlo cuando anhelamos el contacto y la contemplación de la naturaleza, buscando alternativas respirables al sentimiento de limitación que nos impone el hastío moderno. Pero junto con eso, a partir de su vivencia como indeseable, por su fealdad, también incluye una lección: la vida, mientras sepamos vivirla, nos trata a todos por igual. Basta con saber mirar para entender, así como basta con saber amar para no desear poseer.  Si hay una magia particular en sus "Ricordanze", es la que dimana de una tarde en comunión con las raíces y las cosechas, cuando los aromas y las campanas protegen el trabajo de las más profundas semillas. De esos silencios sobrehumanos, de esos horizontes sin límites, es de donde surge la voz de Leopardi como una serena impregnación en la continuidad de la belleza. Pocas veces se ha visto sufrir a un hombre más intensamente su drama personal, pero menos aún extraer de él una  forma de aprendizaje susceptible de transfigurar incluso el dolor en piedra angular de sus "Cantos".

 

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"¿Cómo puede existir Dios, si yo soy jorobado ?", se preguntaba en uno de sus primeros poemas.  La corta vida de su experiencia le enseñó a resolver su desolada pregunta, pues  incluso de los torbellinos de negatividad absoluta se puede licuar una forma de conocimiento que reconcilia la desesperación con la esperanza. Es sabido que mientras le preparaban la cicuta,  Sócrates ensayaba una nueva melodía con su flauta. ¿ Para qué te va a servir ?, le preguntaron. Y ésta fue su respuesta: Para saberla antes de morir.  Los "Cantos" de Leopardi  interpretan la misma vieja canción, ese misterio de los creadores de belleza, los cuales, aun en el umbral de la muerte, nos restituyen con ella el sentido de la vida infinita que, desde el nacimiento, creemos tener perdida.

 

 

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Ancha es la Mancha

 

Ancha -es -la -mancha

"ANCHA ES LA MANCHA"

Álvaro Bermejo

 

Era hijo de cirujano y, como tal, de  más que probable sangre judía. En vida, no conoció mayor honor que el de ser un oscuro alcabalero que sobrevivió mediocremente en la España de los fastos imperiales, que él odiaba -como odió a Felipe II, a quien llamó ladrón-, como le odiaron a él casi todos los grandes escritores de su tiempo, empezando por el excelso Lope de Vega, quien dictaminó furioso contra El Quijote. El libro, sin embargo, llegó a ser un best-seller, pero los beneficios no le alcanzaron ni para remendarse el jubón. El licenciado que aprobó la segunda parte lo pinta como "un soldado viejo, hidalgo y pobre", ante unos franceses que se asombraban de que alguien tan celebrado en Francia viviera en tanta precariedad en su patria. No sabían que nuestra máxima gloria nacional acababa de salir de la cárcel de Sevilla y que pronto volvería a la de Valladolid, casi en calidad de proxeneta, cuando a la puerta de la mancebía donde pernoctaba con sus hermanas, las "Cervantas", apareció acuchillado un caballero vasco, Gaspar de Ezpeleta. Tal vez un trasunto del vizcaíno que batalló a brazo partido con Don Quijote, el único en toda la novela que se tomó en serio su locura. Y, por tanto, tal vez el único a quien hoy le parecería una locura tanto homenaje, tanto congreso universal, tanto alarde de ediciones ilustres e ilustradísimas. Todo para honrar a un autor que casi nadie conoce y un libro que muy pocos han leído. Pese a todos ellos, en fin, la obra cumbre la literatura universal cumple este año sus primeros cuatro  siglos de andadura sin desmayar el ánimo ni perder la sonrisa. 

 

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Porque hay que reírse, aunque sea en voz baja. Reírse como nos enseña la elegante melancolía de Cervantes, que el humor es el lenguaje del desencanto. Libro para desencantados pero también para soñadores, libro por tanto ambiguo, plural, poliédrico, parece burlarse de todo y de nada. Cierto. Pues la hazaña literaria de este ingenioso hidalgo consistió en trabar de tal manera su pensamiento con las hazañas y desventuras de su héroe que es, en sí mismo, una paradoja viviente cuyo significado profundo se proyecta en un juego de espejos sin término.

Cervantes se inventa  un narrador árabe -Cide Hamete Benengeli-, y por medio de éste a un hidalgo muy español, Alonso Quijano, quien a su vez inventa a Don Quijote, que inventa asimismo a Dulcinea y a toda la realidad que necesita. Esa confusión genial entre  ficción y realidad prefigura una de las claves del realismo mágico. Tanto es así que casi todos los recurrentes personajes de García Márquez, desde Aureliano Buendía en adelante, no dejan de ser  hidalgos desencantados que van de fracaso en fracaso hasta la derrota final, hasta esa muerte que es también la del mundo que ellos mismos han creado. Pocas tonterías mayores, por tanto,  que cifrar en ese contraste la esencia del carácter nacional y de la España eterna, como postulaba Unamuno, otro vasco, por cierto, bien quijotesco. A decir verdad, más que en España, los hijos de Don Quijote se prodigan allende los mares que bañan la ínsula de Barataria: en el exagerado príncipe Mishkin de Dostoievski, en los locos felices que emprenden aventuras disparatadas con cargo al club Pickwick, hasta en el Ignatius Reilly de La conjura de los necios, la obra maestra de aquel norteamericano sanchopancesco, y sin embargo suicida, Kennedy Toole.

Junto a Don Quijote cabalga Sancho, otra víctima de las simplificaciones abusivas: vayan al texto, escúchenles hablar. Verán que no queda siempre claro quién está más de acuerdo con la opinión común. ¿Por qué? Porque subrepticiamente, el hombre de la Mancha pone a dialogar entre ellos a Amadís de Gaula con el Lazarillo, y a Erasmo contra Torquemada, y, en el camino va dinamitando todo el pensamiento dogmático de su época y de la nuestra, la severa normatividad de la escolástica y su lectura unívoca del mundo. Pero de manera que no parezca que sea Cervantes quien habla por boca de nadie, ni dónde acaba Sancho ni dónde empieza Don Quijote. Pues uno y otro se interpenetran y seducen mutuamente como Herr Puntila y su criado, o como Lolita y su ridículo hidalgo y escudero al mismo tiempo, en la novela homónima de Nabokov.

 

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El Quijote inaugura la novela moderna y la agota al explotar de una vez todas sus posibilidades, pues lo característico de la novela moderna es alcanzar una expresión totalizadora del sentido de la existencia humana. Esta historia no sería la misma sin las páginas que nos cuentan la muerte del caballero. Todo muere ahí, sepultado bajo la amargura que produce la falta de sentido de la aventura humana en la mirada de un existencialista avant la lettre. Pero, a su vez, de esas cenizas resurgen todos los héroes románticos que encuentran en el fracaso la prueba de una conciencia superior, incompatible con este mundo mezquino, egoísta y filisteo. Lo más fascinante es que estas dos voces surgen de un escritor  que no tiene estilo ni quiere tenerlo. Cervantes no enseña literatura, pero enseña a vivir. Y esto lo sabemos inmediatamente, como inmediatamente se gana su voz el ánimo de cada lector para hablarle de tú a tú y hacerle sentir que es así, que es Don Quijote quien le habla de corazón a corazón.

¿Qué importa cuál fuera ese lugar de La Mancha del que Cervantes no quería acordarse y al que ahora, una vez más, los necios eruditos a la violeta quieren ponerle nombre y calles y placas y monumentos ? No se hagan fotos en Argamasilla de Alba, ni en Villanueva de los Infantes. La Mancha de Don Quijote no es La Mancha de Cervantes. Se trata de una mancha literal, una mancha que ha caído sobre su honor y que quiere olvidar a toda costa. Es la mancha de las prisiones donde imaginó su fantasía liberadora, pues no en vano la puso en prosa tras cinco años de cautiverio en Argel. Por eso todo su mundo está más allá del tiempo y del espacio que refleja, más cerca del mito que de la geografía  nacional, pues todo gran libro es siempre algo más de lo que es. Esa Mancha metafórica que fue en origen la huella de una reclusión, hoy, tras volcarse el tintero, se ha convertido en una mancha en expansión, en un inmenso espejo de tinta  donde mirar lo que somos.

Así es como Don Quijote nos enseña. A través de la mirada llena de humanidad que vierte Cervantes sobre los humildes, que se vuelve de acero cuando contempla a los grandes de este mundo. Así es como subvierte el alma de ceniza que alienta bajo tanta pompa fraudulenta.

 

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No, la mancha no es la Mancha. Es un  lugar oscuro donde prospera el libre examen y la libertad de pensamiento. Es también una vasta ilusión donde triunfa el punto de vista del individuo sobre el mundo. Pero, sobre todo, es una invitación  a vivir en los límites de la realidad, a cabalgar detrás de lo imposible en pos de la inocencia final, aunque sea una inocencia que sólo se alcanza en la locura.

Por eso la andadura de Don Quijote es universal. Su mancha es la nuestra. Y sólo se lava con una sonrisa, que ya no es cómica ni trágica, sino, esencialmente, de pura sabiduría.

 

 

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ESCUCHANDO LA CARACOLA

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ESCUCHANDO LA CARACOLA

Álvaro Bermejo

 

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Eric R. Kandel, en 1999.

 

El 12 de marzo de 1938 Adolf Hitler daba un paso más en su ofensiva expansionista hacia el Este, también conocida como el Anschluss: Austria pasaba a ser una provincia del Reich -la Ostmark-. Ocho meses después, un día de noviembre de 1938 y en el exclusivo distrito del Schloss Belvedere, junto al Prater, un niño vienés jugaba en el salón de su casa con un cochecito de carreras que su padre acababa de regalarle por su noveno cumpleaños. En eso, sonaron unos golpes a la puerta. El cochecito se detuvo, el corazón del niño también. Quienes llamaban eran dos agentes de la Gestapo que, a su manera expeditiva, ordenaron a su madre que hiciera las maletas y abandonara inmediatamente aquel inmueble. Las cosas empeoraron antes del mediodía, cuando tuvieron la constatación de que su padre había desaparecido. Por fortuna, reapareció a los pocos días: lo habían liberado tras verificar que combatió para el Imperio austro-húngaro durante la I Guerra Mundial. Pero este antecedente no evitó que le arrebataran su comercio para dárselo a un nuevo dueño que, obviamente, no era judío.

 

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Noche de los Cristales Rotos, Berlín, 1938.

 

Sólo muchos años más tarde aquel niño pudo comprender que lo que había vivido esos días de noviembre era la Kristallnacht, la Noche de los Cristales Rotos,  uno más de los espeluznantes prolegómenos del Holocausto. Gracias a la ayuda de la Israelitsiche Kultusgemeinde der Staat Wien, en abril de 1939 el niño pudo salir, junto a su hermano, rumbo a los EE. UU., donde viviría bajo la tutela de sus abuelos. En agosto, días antes del estallido de la II Guerra Mundial, fueron sus padres los que lograron escapar de una muerte más que cierta, reuniéndose con ellos en Nueva York para iniciar una nueva vida.

El niño se llamaba Eric Kandel, y allá, en la América de las oportunidades, inició una carrera científica absolutamente conectada con esa "otra vida" que había dejado de entender, cuando su propia patria, Austria, dejó de llamarse Austria. Tras estudiar Historia, Literatura y Biología en Harvard -la vida contada y la vida en sus raíces-, se doctoró en Medicina en la Universidad de Nueva York, decantándose tanto por la Psiquiatría como por la naciente Neurofisiología. En 1965 sería nombrado  director del Centro de Neurobiología de la Universidad de Columbia, y treinta años después recibiría el Nobel de Medicina, a cuenta de sus estudios acerca de la Aplysia.

 

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Aplysia punctata.

 

¿Qué demonios es la Aplysia? Un enigma con forma de molusco, en cuyas circunvalaciones parecía cifrarse buena parte de su drama personal, el de su familia, el de su nación, el de Europa entera. Pero aún es pronto para acabar de resolverlo.

Si esta historia se originó a partir del trauma experimentado durante aquella noche de horror y destrucción, la Noche de los Cristales Roto, también hubo algo que se rompió dentro de la mente de ese niño que, hasta entonces, creía pertenecer a la cultura más sofisticada de Europa. ¿Cómo explicarse que una sociedad generadora de tantas de las más altas expresiones culturales de todos los tiempos, hubiera sido capaz de producir el Holocausto? ¿Cómo comprender que intelectuales y artistas como Martin Heidegger, Ernst Jünger y Herbert von Karajan hubiesen sucumbido al hechizo del nazismo?

Preguntas como éstas persiguieron a Kandel durante años. En Harvard abordó como tema de tesis la actitud de los intelectuales alemanes frente al nazismo. Su dramática conclusión fue que mientras muchos de ellos habían aceptado alegremente los aberrantes postulados del III Reich, fueron demasiados los que se mantuvieron al margen, y demasiado pocos los que tuvieron la valiente actitud de enfrentarlo. Pero su búsqueda no se limitó al mundo de los intelectuales. La experiencia del nazismo, su violencia y su brutalidad, despertó su interés en el estudio de la mente humana.

¿Cuáles eran las claves para la comprensión del comportamiento de las personas y el carácter imprevisible de sus motivaciones? En un principio eligió como vía para esa investigación la literatura, guiado por autores como Fedor Dostoievski, Franz Kafka, Charles Dickens o Thomas Mann. Con ellos Kandel fue demarcando algunos de los más oscuros y recónditos mecanismos de nuestra mente. Al poco tiempo encontró un nuevo guía: Sigmund Freud. En 1955, ya como avanzado estudiante de medicina, llevó su interés por el psicoanálisis a la Universidad de Columbia y se entrevistó con el biólogo Harry Grundfest. Tuvo la presencia de ánimo suficiente como para plantearle su aspiración de averiguar en qué lugar físico del cerebro se podrían alojar entidades psíquicas tales como el yo, el ello y el superyó.

 

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Sigmund Freud, junto a su perro, Viena, 1895

 

Entonces, con la investigación del cerebro sumergida en el racionalismo más absoluto, plantearse estudiar científicamente las emociones y los sentimientos, apenas podía despertar más que una sonrisa educada. Eso era como retrotraerse al tiempo de las disquisiciones escolásticas acerca del órgano interior donde se ubicaba el alma.

Un siglo después, las emociones y su base cerebral atraen simposios e investigadores como un imán. Pocos científicos alcanzan el grado de popularidad del portugués Antonio Damasio, calificado por el prestigioso investigador Kerry Ressler, del Instituto Médico Howard Hughes (EE.UU.) como "un líder que recoge la imagen global en neurociencia para permitirnos comprender cómo surgen las funciones más complejas". Cierto, pero solo a medias. Porque todo eso comenzó con las inquietudes de ese niño vienes que jugaba con un cochecito azul, con la ambición científica que despertó en él la memoria del horror, con la decisión inquebrantable de llegar al fondo de las causas a través del estudio de las bases biológicas de la conciencia.

Fue Harry Grundfest quien le suministró la primera clave para resolver el enigma: el limitado desarrollo de las ciencias del cerebro no hacía posible aún comprender los fundamentos biológicos de las teorías freudianas. Lo que sí era posible era estudiar el cerebro observando las células nerviosas una a una.  

 

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Santiago Ramón y Cajal, 1906.

 

Kandel se preguntó entonces cómo abordar cuestiones tan complejas como las motivaciones inconscientes de la conducta por semejante camino. Se respondió al instante haciendo una inesperada conexión: recordó que en 1887 el propio Freud había planteado la idea de impulsar el estudio biológico del cerebro. ¿En base a qué? A los estudios de un oscuro investigador español llamado Santiago Ramón y Cajal, quien, antes de deslumbrar a la Sociedad Anatómica Alemana, en el Congreso de Berlín de 1889, estableció un postulado científico que le valdría el Nobel de Medicina de 1906 y que hoy conocemos como su ya célebre "Doctrina de la Neurona". Estudiando la materia gris del sistema nervioso cerebroespinal, había descubierto que está compuesto por "enjambres de células individuales altamente conectivas".

 

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Si Freud nunca consiguió ser más que un mediocre biólogo, Cajal no mostraba ningún interés por el psicoanálisis. Pero, lejos de arredrarle, la disyuntiva no hizo sino acentuar la ambición cognitiva de Kandel. Las  limitaciones del psicoanálisis a la hora de estudiar la investigación biológica del cerebro, como las de la propia biología, siempre tan remisa a ir más allá de sus microscopios y sus probetas, no le movieron a decantarse por priorizar ninguna de las dos ciencias. Pionero de la conectividad  interdisciplinar, de la permeabilidad de la ciencia, y aun del conocimiento, lejos de reemplazar un abordaje por otro, se propuso lograr una conjugación de ambos, lo que, en un principio, le llevó al rechazo de unos y otros.

Hasta que, como en un cuento infantil, tal vez a bordo de ese cochecito azul que convocaba sus sueños, apareció la Aplysia

 

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Se trataba de un pequeño molusco marino, un simple caracol, en apariencia insignificante que habita aguas atlánticas y mediterráneas. ¿Se puede estudiar el cerebro de un caracol marino y no acabar en un manicomio? Sí, se puede. Pero, ¿con qué objeto? Con uno en apariencia demencial. En el curso de sus investigaciones Kandel descubrió que la Aplysia tiene memoria, una memoria rudimentaria, pero memoria al cabo. Y no solo eso: su proceso de almacenamiento de datos a  corto y largo plazo, así como sus mecanismos neuronales, funcionaban de una manera inquietantemente parecida a los de los seres humanos.

Increíble pero cierto, y cada uno de sus análisis no hacía sino constatar esta evidencia, en apariencia más fantasiosa que científica, se diría propia de un niño.

 

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Pero fue así: el niño que jugaba con aquel cochecito azul se había acercado la caracola de la memoria a su tímpano cerebral. Oyó algo más que el eco del mar, quizá el eco de cien mares, los mares profundos de la insondable memoria humana.

A diferencia de sus más señalados colegas de aquel tiempo, convencidos de que siempre ha sido el bosque, y no los árboles, lo que cuenta, Kandel se aplicó a estudiar los campos neuronales, árbol por árbol. Una  tarea imposible, ciertamente, pero en la mente de Kandel no cabía tal adjetivo. Sabía a lo que se enfrentaba: el cerebro humano es un misterio dentro de otro, un bosque formado por más de cien mil neuronas. Kandel secuenció sus exámenes biológicos con los cambios que la experiencia externa genera entre las múltiples conexiones sinápticas de las neuronas. Llegó a una conclusión sencillamente revolucionaria: el proceso de aprendizaje produce notables cambios anatómicos en la estructura cerebral, sea de la simple Aplysia o del complejo Homo Sapiens. O, lo que viene a ser lo mismo: cada una de nuestras neuronas es tan sensible a su herencia genética como a las emociones humanas producto de la cultura. Su modulación, en suma, es una consecuencia de la consciencia.

Pero aquella caracola llamada Aplysia siguió hablándole al oído.

En aquellos años ya se conocían los estudios de Cajal acerca de la elasticidad neuronal. A semejanza de los músculos, las neuronas respondían a los cambios momentáneos con un retorno a la forma original. Kandel fue más lejos. Los cambios no solo eran fisiológicos. Afectaban tanto o más a la conciencia del sujeto, hasta el extremo de modificar su conducta. Lo elástico se transfería a lo plástico, entendido como una suerte de impresión perdurable en los códigos más profundos de nuestra mente.

 

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Si hoy hablamos de plasticidad neuronal, lo que implica permanencia del cambio después de la interrupción de la causa, pensamos como en un acto reflejo en las teorías de Antonio Damasio. Pero no. Sin desmerecer los  hallazgos de Damasio, su raíz viene de aquel niño vienes, el verdadero Mago del Cerebro,  quien, escuchando una caracola, llegó a la conclusión de que la sinfonía de los mares cerebrales estaba más influenciada por la partitura de cada instante, o de cada ciclo histórico, que por la estructura orgánica de los instrumentos.  

Fue, en definitiva, Eric Kandler el primero en anotar en sus cuadernos de trabajo, y a finales de los '70 del pasado siglo,  ese concepto que consideramos tan consonante con nuestro vertiginoso XXI: Plasticidad Neuronal. Abrió así todo un nuevo horizonte para el estudio de las bases biológicas del aprendizaje y la memoria del que seguimos siendo deudores.

Cuando percibes lo que sucede, surge el sentimiento. Emocionarse es actuar, pero sentir es percibir. Todo aquello que se archiva como aprendido en las zonas prefrontales de la corteza cerebral configura tanto el manejo de las emociones como el proceso de toma de decisiones. De ahí que la plasticidad neuronal implique la existencia de una causa vinculada a un proceso de aprendizaje que produce un cambio. Cuando este perdura en el tiempo, se archiva en la memoria, y nuestra mente actúa en consecuencia.

 

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Hitler saludando a los últimos defensores del III Reich, apenas niños. Berlín. 1945.

 

Adolf Hitler, Martin Borman, Heinrich Himmler y todo lo que perpetraron no fue producto de una anomalía genética, sino de una especie de tsunami emocional con derivaciones delirantes de sustrato cultural -toda la mitología aria, raíz del nazismo-, elevadas a un programa político y abocadas a una conclusión demoniaca. A partir de aquella Noche de los Cristales Rotos, algo se rompió igualmente en la mente de Alemania, y millones de personas pasaron a replicar las pulsiones cerebrales de un simple caracol marino. La Alemania "Aplysica" no despertó de esa pesadilla hasta que vio Berlín envuelto en llamas, y a su Führer tan calcinado como su conciencia nacional.

 

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Archivos Privados del Pentágono. Bergen-Belsen, 1945.

 

Entretanto, sobre las bases de Cajal, Kandel había comenzado a alzar los pilares de una nueva manera de estudiar, neurona por neurona, los mecanismos de la memoria humana. Entendía que el Holocausto había colocado al lema "no olvidar jamás" en el centro de un compromiso que las futuras generaciones tendrían que suscribir para luchar contra la intolerancia, la discriminación y el genocidio.

"Mi trabajo científico - escribió en En busca de la memoria - está dedicado a investigar los fundamentos biológicos de ese lema: los procesos cerebrales que nos permiten recordar". Porque el cerebro de quien recibiría el premio Nobel de Medicina en 2000 conservaba bien nítido el recuerdo de aquel niño vienés cuyo juego con su cochecito azul había sido interrumpido por aquellos brutales puñetazos a la puerta de su casa, una trágica noche en la cual las calles de su culta ciudad, iluminadas por los incendios de sus sinagogas, se habían llenado con miles de cristales rotos.

Entonces, cuando huía de Alemania rumbo a los EE.UU., aun no sabía que, bajos las aguas del Atlántico, una caracola había comenzado a hablarle. Se llamaba Aplysia y él nunca supo por qué. El término viene del griego, ya lo empleaba Aristóteles, y se traduce como "suciedad". ¿Por qué denominaban así a este molusco de larga memoria?  Porque vive tan encastrado en el fango marino que apenas se puede limpiar. Otra metáfora de la memoria neuronal y su plasticidad. "Todo podemos aprenderlo, amigo mío" -parecía decirle la sabia Aplysia al joven Kandel-, "pero quizá lo más importante sea aprender a no olvidar lo que sucedió, de modo que no vuelva a repetirse nunca jamás".

 

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Kandel consagró toda su vida a ese empeño, absolutamente avanzado, sumamente científico, sin duda, pero radicalmente humano, nacido de su experiencia ante el horror. El odio, la deshumanización y la barbarie crecen y se multiplican, no tanto a cuenta de lo que ignoran sino, fundamentalmente, a raíz de lo que se niega a recordar.

 

 

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