Álvaro Bermejo

Los papeles de Pickwick

Un ARCO menos triunfal

Arco

 

 

"UN ARCO MENOS TRIUNFAL"

Álvaro Bermejo

 

La inauguró Juana de Aizpuru en el Madrid de la Movida, con un centenar de galerías, casi todas españolas, y apenas llegaron a sumar 25.000 visitantes. Tres décadas después se han dado cita centenares de galerías, la gran mayoría extranjeras, y se espera un flujo de visitantes cercano a los 200.000. Verdaderamente, no se puede negar su eficacia como referente esencial del mercado del arte contemporáneo en una España sin tradición de colecciones ni museos. Gracias a Arco1una gestión tan impecable como implacable, sus directores han sabido moverse en las turbulentas aguas del mercado internacional y situar la feria de Madrid entre las mejores del mundo. 

Ahora bien, además de un éxito, Arco es un síntoma de la situación artística y cultural de nuestro país. No tanto por lo que tiene de feria de las vanidades, que es lícito y hasta deseable que lo tenga, sino, sobre todo, por su tendencia a ocupar una peligrosa centralidad, marcando cada temporada lo que será la moda artística pret-à-porter, e imponiendo de esta manera nada frívola un sutil desplazamiento de la modernidad, cuyos protagonistas ya no son los artistas, sino esos genios de la mercadotecnia que marcan el rumbo desde el timón de sus grandes galerías.

Entre las ruinas de la generación de los gigantes, lo que va de Picasso a Barceló, en el arte español más actual se agita un sentimiento contradictorio de orfandad y fuga. Los reyes del mercado han periclitado la explosión del concepto de identidad. Del culto al inconformismo hemos pasado al arte de la conformidad, de acuerdo a los cánones que marcan las cajas registradoras de las grandes galerías de Londres, París o Nueva York. En el país de las identidades exacerbadas y la adoración de la diferencia -la eterna España donde todos quiere ser diferentes-, deriva, en el panorama del arte más actual, hacia una homologación individual en las grandes corrientes internacionales que, naturalmente, produce un cierto vértigo.

 

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¿Existen mapas en la geografía del arte español actual? ¿Existe un nuevo perspectivismo y, por tanto una nueva receptividad? ¿O, por el contrario, para saber quién es quién entre nosotros hay que hacer las maletas y desplazarse a Arco, porque el prestigio, como antaño, ya sólo se gana fuera de la casa del padre? Entonces, ¿para qué queremos tantos Guggenheims, Tantos IVAM y tantos Macbas, si somos incapaces de implementar una postvanguardia propia que cohesione a artistas y galeristas, y que equilibre con la coherencia de lo propio  las fascinaciones de temporada promocionadas por la gran cocina del mercado?

La creación de los primeros museos de arte contemporáneo obedeció a una decisión política para legitimar al arte de vanguardia frente a una recusación social inicialmente casi unánime. Hoy aquel acto político proteccionista se ha transformado en un espectáculo entre cínico y demagógico, pensado para satisfacer el masivo anhelo de fuegos de artificio. En este sentido, así como Arco ha sucumbido al monumentalismo escenográfico, no podría sucederle nada peor al conjunto de nuestros creadores que sucumbir al imán de Arco y convertirse en siervos de un contenedor de franquicias, con muchas instalaciones de importación  y mucha apropiación mimética del lenguaje conceptual a la catalana, pero sin espacio ni oxígeno para los artistas  y los agentes culturales que no vengan precocinados por el vector mercado-instituciones.

 

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Así como resulta muy difícil escandalizar cuando lo que se demanda es escándalo, no es de extrañar que en el arte actual los contenedores primen sobre los contenidos, y los "curadores" sobre los creadores. Sería muy preocupante que nos importase  menos el discurso surgido de un debate hurtado a la ciudadanía, que endosar precipitadamente el adjetivo "internacional" a todo lo que se crea y se "descrea" entre nosotros. Pero tal como sucede con Arco, por más que todo eso tenga una enorme rentabilidad económica y política, nada tiene que ver con la cultura que respira ni con ese arte vivo que es muy fácil de detectar: no habla de sí mismo, sino de nosotros.

 

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Que Arco hoy genera más impacto social que cultural, y más evanescencia que identidad, parece un diagnóstico incuestionable. Que, por otra parte, para lograr ese impacto social y mediático, sus promotores propendan a liberarse del arte resulta ya un poco alarmante pero no tiene nada de sorprendente, pues es lo que están haciendo casi todos los grandes museos. Ahora bien, que los artistas mismos aspiren a ser bendecidos por esa mutación,  supone  la constatación final de que vivimos los tiempos del sálvese quien pueda, y mejor si quien te salva es el jefe de pista de un gran circo llamado Arco.

 

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Espejo de todas las mixtificaciones de nuestro tiempo, saturado por la repetición de todos los cliches tardomodernos,  rebosante de provocación a plazo fijo, después de todo, con tantos guiños eclécticos y tanto revival expoliado a la memoria, Arco6esta gran feria de comienzos del XXI se asemeja cada vez más a esas grandes exposiciones finiseculares del XIX, donde se rendía culto a las mismas tendencias -eclecticismo e historicismo- que denostaban los modernos de entonces. Puede que sea una inercia inevitable, y puede que no quepa sino avanzar impertérritos, con la sonrisa congelada y la creatividad real remasterizada en una emulsión de diseño, hacia ese nuevo pórtico de la gloria  donde todo se vende y se compra. 

No obstante, mirando cara a cara el frío rostro de Arco, uno comprende no tanto que el arte esté condenado a desaparecer, sino que podemos hacerlo desaparecer bajo el peso de esta política global de  grandes eventos. Si así fuera, habría que comenzar a buscar lo artístico en algún sitio muy alejado de lo que hoy, seamos vanguardistas, llamamos arte. Si hace cien años este desafío generó una inquietud aún no resuelta, es porque todavía hoy no puede haber nada más inquietante.

 

 

 

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