Comenta cuentos
Liberty City. Lorenzo Silva
Autor: Lorenzo Silva (Madrid, España. 7.6.1966) Web Oficial: www.lorenzo-silva.com Participa con: "Liberty City" |
Sobre Lorenzo Silva: |
Novelista, articulista, ensayista y abogado, estudió Derecho en la Universidad Complutense y su obra ha sido traducida al ruso, francés, alemán, italiano, griego, catalán y portugués. Lorenzo Silva fue ganador del premio Nadal y del premio Primavera. Como guionista de cine, ha escrito junto a Manuel Martín Cuenca la adaptación a la gran pantalla de la novela "La flaqueza del bolchevique", por la que ambos fueron nominados al Goya al mejor guión adaptado en la edición de 2004. Colabora en prensa y revistas con reportajes, artículos literarios, de viajes y de opinión, y es comentarista de radio.
Bibliografía (hasta el momento de participar en Comenta-Cuentos): |
(más en su web oficial)
¬ Noviembre sin
violetas (1995)
¬ La sustancia interior (1996)
¬ La flaqueza del bolchevique (Finalista del Premio Nadal,
1997)
¬ Algún día, cuando pueda llevarte a Varsovia (1997)
¬ El lejano país de los estanques (Premio Ojo Crítico 1998)
¬ El cazador del desierto (1998)
¬ El ángel oculto (1999)
¬ El urinario (1999)
¬ El alquimista impaciente (Premio Nadal, 2000)
¬ La lluvia de París (2000)
¬ El nombre de los nuestros (Finalista del Premio Ciudad de
Cartagena de Novela Histórica 2002, 2001)
¬ La isla del fin de la suerte (2001)
¬ La niebla y la doncella (2002)
¬ Los amores lunáticos (2002)
¬ Laura y el corazón de las cosas (INFANTIL. Premio Destino
Infantil-Apel.les Mestres 2002-2003)
¬ Carta blanca (Premio Primavera, 2004)
¬ La reina sin espejo (2005)
¬ En tierra extraña, en tierra propia (2006)
¬ El déspota adolescente (relatos)
* ver Lorenzo Silva en Anika Entre Libros
Liberty City
Para ser franco, tengo que empezar por reconocer que aquel
diciembre no me encontraba en mi mejor momento. En pos de la nada
caminaba por las avenidas nevadas de Nueva York, y unos días era la
Sexta con sus edificios inhumanos y otros, más clementes, era
Lexington Avenue. Allí, en Lexington, podía hacer escala en la
estación Grand Central y sentarme bajo su bóveda, o quedarme sin
más al pie del Chrysler Building, hipnotizado por su aguja que se
clavaba en el cielo encapotado. Me recuerdo parado en la acera,
idólatra estupefacto ante la magnificencia de la torre,
esforzándome por evitar que los copos de nieve me cegaran mientras
trataba de distinguir en lo alto la faz inexistente de sus gárgolas
de acero.
Fue aquel diciembre cuando empecé a mirar los anuncios
clasificados, en su versión más rudimentaria de los semanarios o en
la infinitamente más versátil, y casi inmanejable, que se ofrecía
en la red. En ningún momento llegué a considerar seriamente
anunciarme, porque me desanimaba el trabajo de tener que urdir un
texto que pudiera llamar la atención de alguien en la fronda de
tentaciones más o menos ingeniosas que infestaban las páginas
impresas o el éter electrónico. Pero sí recorrí los señuelos que
habían puesto otros. Casi todos eran rutinarios: Abogada
pelirroja, atractiva, amante del espacio abierto, busca profesional
blanco, no fumador; soy tímida al principio, pero espera a que
se rompa el hielo. La raza y sobre todo los hábitos respecto del
tabaco eran motivo recurrente, en una ciudad donde en enero se ve a
la gente fumando aterida a la puerta de los restaurantes. A veces
se exigía sin contemplaciones: nonsmoker a must.
Posiblemente no hubiera probado nunca de no ser porque una noche,
mientras pasaba páginas sin mayor interés, leí un reclamo que no
era, para variar, escandaloso o insípido: Bonita
irlandesa-polaco-americana, genéticamente miserable, 26, sexo
opuesto, disfruto con una charla inteligente y también con un rato
divertido; me gusta la poesía y los cafés.
Por supuesto, al pie del anuncio venía la dirección de la red
donde se podía entrar en contacto con ella y a la que exigía, en
caso de hacerlo, que se remitiese una fotografía reciente. Tomé
nota de su código y estuve durante algún tiempo cavilando sobre qué
podía enviar allí junto a mi imagen, si es que cabía enviar algo
que compensase eso. Al final di en redactar un breve mensaje. Como
identificación nacional y poética, y pensando en el gusto
americano, lo cerré con la traducción aproximada al inglés de un
par de versos del Grito hacia Roma de Federico García Lorca:
...hasta que las ciudades
tiemblen como niñas
y rompan las prisiones del aceite y de la música.
Al día siguiente, al encender el ordenador, encontré un
mensaje:
Trembling girl willing to break
oil's shackles, whichever they may be. Seek me in a corner of this
city: 58th and Fifth, this Friday at 6.00 p.m. I'll wear a red and
yellow muffler for you (if I can't buy it, I'll have to weave it
-that'll be nice). Name is Adrienne.
O lo que es lo mismo:
Niña temblorosa dispuesta a
romper las prisiones del aceite, sean las que sean. Búscame en un
rincón de esta ciudad: 58 con la Quinta, este viernes a las seis.
Llevaré una bufanda roja y amarilla para ti (si no puedo comprarla,
tendré que tejerla; eso estará bien). El nombre es
Adrienne.
Recabé el asesoramiento de mi amigo Raúl para reservar un sitio
donde cenar y otro para tomar café más tarde, aunque la cita no
abarcaba explícitamente esos dos puntos. Raúl era un experto
acreditado en la elección de locales, y forzado a sacar de la
chistera algo que estuviera a la altura de la ocasión y que no
desmereciera de su bien ganado prestigio, propuso
cautelosamente:
-Podría valerte el Bowery Bar, en Bowery Street. Comida diferente
y luz escasa, si puede ayudarte. Lo malo es que tienes una
posibilidad entre ocho de que te dejen entrar, aunque reserves. A
mi me han rechazado casi todas las veces que he ido. Para el café,
te doy dos: Caffé della Pace y Limbo, ambos en el East Village, no
lejos. Uno es argentino y el otro no se sabe. Son bohemios, yo
diría zarrapastrosos, lo que supongo que resulta apropiado.
Acepté el riesgo e hice la reserva. El viernes, veinte minutos
antes de la hora indicada, estaba apostado un poco más arriba de la
58, con la conveniente clandestinidad. Ella llegó a menos diez. Era
una chica espigada, de cabello pajizo y andar desgarbado. Se apoyó
en un semáforo y se quedó casi inmóvil los diez minutos, mirando al
frente. A la vista no había nada que me disuadiera invenciblemente
de seguir adelante, así que a la hora en punto crucé y me acerqué
hasta ella:
- ¿Adrienne? -pregunté, porque por algo había que empezar.
- ¿Tú qué dirías? -contestó ella, sonriendo y agitando la bufanda.
Me dio una mano muy fría; iba sin guantes. Sus ojos eran de color
verde oliva claro y sus pupilas los inundaron mientras yo
escudriñaba su fondo.
- ¿Tuviste que tejerla, al final?
- No. No hay casi nada que no pueda conseguirse en Bloomingdale's.
Por cierto, tengo algo que comprar. ¿Te importa acompañarme un
momento?
Ella sabía que no podía importarme. Por el camino me fue
fichando:
- ¿De qué ciudad eres?
- Madrid.
- No pasarán -proclamó en español, arrastrando
horriblemente la erre.
- ¿Y eso? -me sorprendí.
- Hemingway, claro.
- Claro. ¿Tú eres de aquí?
- Nyet. Chicago. ¿Cuánto llevas en Nueva York?
- Cuatro meses. Menos.
- ¿Y qué haces?
- Nada, en realidad.
- Ah, eso está bien. Al fin uno que se ha enterado -aprobó,
risueña.
Bloomingdale's estaba infestado de gente a la caza de los regalos
de navidad. Adrienne se abrió paso con resolución hasta las
escaleras mecánicas y subimos a la planta de ropa femenina. Una vez
allí, se fue directa a la sección de lencería y me señaló un sofá
bastante cómodo. Se hizo con un ejemplar del New York
Times que alguien había dejado sobre una mesa y poniéndomelo
entre las manos, prometió:
- No tendrás que leerlo entero.
Dispuse de un cuarto de hora, durante el que no desperté la más
mínima reacción en ninguna de las dependientas, pese a lo anómala
que pudiera ser la presencia de un hombre leyendo el periódico en
medio de un bosque de bastidores repletos de sostenes y bragas.
Algún otro día, después de aquél, fui allí a hojear la prensa, y
tal vez fuera uno de los sitios donde más en paz podía cumplirse
aquel rito. Adrienne volvió con una bolsita. De su cara no se iba
aquella especie de alegría apacible, con la que me enseñó una de
sus capturas, un sostén blanco de diseño púdico, casi
virginal.
- Veinticinco dólares, y dura hasta que te cansas de él -lo
elogió. Mientras lo extendía no pude dejar de sopesar la talla,
comparando la prenda y su destino. Ella lo notó y lo guardó en
seguida, advirtiendo-: Bien, esto no estaba en el programa. Vamos a
tomar algo.
Dejé que ella escogiera el sitio y me condujo al Royalton, en la
cuarenta y tantas, un local moderno que también era hotel y en el
que solían recalar los oficinistas pudientes de la Quinta Avenida
al final de la jornada. Cada mesa era distinta de las demás, y
entre los asientos había desde tresillos a chaises longues.
Aquéllos y otros detalles ponían de manifiesto que el decorador
había sido caro. Lo único que quedaba libre era una especie de mesa
de juntas, al lado de la entrada. Aunque era desproporcionada para
los dos, allí nos acomodamos. En seguida acudió una de las
camareras. Todas eran sinuosas y mestizas. Adrienne pidió un
gimlet y cuando la camarera se hubo marchado en su busca
observó:
- Fíjate que ninguna lleva nada debajo de la blusa. Creo que las
despiden si se lo ponen.
La observación era inocente, nada que pudiera creerse parte de la
misma estrategia que la expedición a comprar ropa interior. Y
también era certera: bajo los tejidos ligeros de las blusas se
advertían sin obstáculos las formas, a veces demasiado alborotadas
y en todo caso seleccionadas con un evidente designio. Adrienne
retomó la conversación:
- ¿Y tú por qué respondes a los anuncios?
- No respondo a los anuncios. Respondí a tu anuncio.
- No pretenderás que crea que es la primera vez.
- Pues sí.
- ¿Y por qué el mío?
- Genéticamente miserable.
- Sí, eso choca, ¿verdad? Pero hace falta una predisposición, leas
lo que leas. Si no, te ríes y lo pasas. Quiero saber por qué tienes
tú esa predisposición.
Adrienne era directa, perentoria. Supuse que debía ofrecerle
algo:
- No estoy en mi país, he dejado mi empleo, me divorcié este año.
Si no respondo ahora a un anuncio no responderé nunca. Aunque
también tengo que confesar que he leído muchos sin que se me pasara
por la cabeza la idea. ¿Por qué pones tú anuncios?
- Ésa es una buena pregunta, pero la esperaba. Tengo una teoría
-afirmó, con mucha solemnidad-. ¿Te interesa?
- Desde luego.
- Mi teoría es que las mujeres tienen tres edades -dijo-. Una
hasta los quince, otra hasta los treinta y cinco y otra en
adelante. Y para cada una de las tres edades hay un papel que
representar. Hasta los quince hay que ser angelical. Desde los
quince hasta los treinta y cinco hay que ser errática. Desde los
treinta y cinco en adelante hay que ser quieta y maternal.
- ¿Y eso por qué?
- Es muy simple. Prueba a pensar en lo contrario. Piensa en las
niñas zafias que conociste en tu infancia. Piensa en las mojigatas
que están en la segunda fase. Y ah, horror, piensa en las
cuarentonas que andan por ahí portándose como golfas, o en las
sesentonas que ya no pueden hacer nada, aunque se empeñen. Vaya
forma de arruinarse la vida.
- A veces la vida se arruina sola -alegué, por excusar a quienes
ella condenaba.
- Típico razonamiento equivocado. Se puede amañar, la vida, y hay
que amañarla. Cualquier cosa antes que dejar que se vuelva fea y
lamentable. Tendrías que ver mis fotos de niña. Era un ángel
conscientemente. Y cuando cumpla treinta y cinco me casaré y me
hartaré de tener hijos con un tipo que no se haga preguntas, para
no estar siempre temiendo que pueda estorbar mis planes. Así que
ahora, esta noche que tengo veintiséis y estoy en la flor de mi
arrebato, vengo aquí, contigo.
Adrienne estaba convencida de lo que decía, y tenía recursos para
convencer a su vez a cualquiera de ello. Reclinada al otro lado de
la mesa de juntas, mientras jugaba con un par de cerillas de cabeza
azul, me escrutaba con malicia y a la vez tenía en el gesto una
pureza inflexible. Sus cabellos se derramaban sobre su jersey rojo
fuego y en sus mejillas muy blancas se marcaban continuamente dos
rayitas que se abrían hacia los pómulos.
Aceptó ir a cenar al Bowery Bar. El portero, después de
examinarnos de arriba abajo cuatro o cinco veces y resistirse
durante un par de minutos, me autorizó a entrar sólo a mí, con la
azarosa misión de lograr que le confirmasen que habíamos hecho una
reserva. Me atendió un hombre inusitadamente menudo y distraído,
que consiguió dar con mi nombre en un cuaderno y le hizo señal al
portero de que dejase pasar a Adrienne. Ella se burló:
- Parece que eres un habitual.
El ambiente era efectivamente tenebroso, y la comida, aunque
tardaban siglos en cocinarla, insólita. Al menos así me pareció la
pechuga de pato Long Island que yo tomé, y a Adrienne tampoco la
decepcionó su pedido. Por lo demás nos colocaron en la peor zona
del local, un sitio de paso por el que iban y venían los
jactanciosos personajes que se sentaban en la parte más selecta.
Adrienne miraba regocijada, con la punta de la lengua asomada entre
los dientes, a las mujeres que al pasar dejaban caer sobre nosotros
su desprecio. Todas llevaban maquillajes explosivos y una náusea en
el semblante. Adrienne apenas iba maquillada y su amabilidad era
pertinaz.
Nos atendió una camarera muy joven, con aspecto de bailarina
clásica. Como tal se movía y también llevaba moño. Sin embargo,
ostentaba una torpeza manual extremada y una desmemoria notable, lo
que la incapacitaba de forma casi definitiva para su oficio.
Adrienne, siempre atenta a las mujeres (no hizo ninguna apreciación
sobre un hombre, en toda la noche), se permitió elucubrar:
- Qué habrán pedido a esta chica que haga, para contratarla.
Durante la cena, al calor del vino de California con el que me
cuidé de mantener en todo momento llenas ambas copas, Adrienne
quiso saber más:
- ¿Y cómo dirías que es tu país? -me asaltó.
- ¿Qué versión quieres?
- No sé. Versión para polacas de Chicago.
- Pues diría que es un tanto anárquico y aparentemente
irrazonable, pero manso y especulador en el fondo. Aseguran que
antes no lo era, pero también que las fuerzas se iban a donde menos
provecho daban, así que no se sabe muy bien qué preferir.
- ¿Y tú que prefieres?
- No preferiría pasar por manso, aunque nunca he embestido a
nadie, que me acuerde. Aparte de eso lo cierto es que en mi país
hay gente de todas clases, como en cualquier otro. ¿Y el tuyo, cómo
lo describirías?
- ¿El mío? -se rebulló en su asiento-. Bueno, aquí todos son muy
patriotas, creerás que lo veo como el más grande. Pero mi país,
hasta ahora, es un trozo de Chicago y cuatro calles de esta ciudad.
Pequeño y un poco de mentira, eso es lo que me parece. Me gusta,
aunque a veces es demasiado solitario. ¿Cómo lo ves tú?
Pensé antes de contestar.
- La sensación es contradictoria. Como si hubiera sitio para
cualquiera y a la vez no hubiera sitio para nadie. Pero no me
quejo, de momento.
- ¿Y a qué estás esperando?
Me encogí de hombros.
- Ni idea. ¿Tú sabes qué esperas?
- Depende. Sí sé qué espero cuando me cito con quienes responden a
mi anuncio -declaró, y a continuación se mordió el labio inferior y
alzó los ojos, como si hubiera cometido un desliz.
Después de la cena fuimos andando hasta el Limbo. Fue extraño
bajar con ella por la Segunda Avenida, en la gélida noche de
diciembre. El Limbo era un local pequeño, decorado desigualmente,
que no estaba muy limpio y donde servían un café más fuerte de lo
común. Lo atendía un grupo de camareras desorganizadas, aunque
simpáticas. Entre la concurrencia había muchos con aspecto de
estudiantes. Una mulata con gruesas gafas subrayaba un libro en la
mesa de nuestra izquierda. La música era una mezcla heterogénea,
tan pronto rap como Dinah Washington cantando I Get a Kick Out
of You:
I get no kick from
champagne,
mere alcohol doesn't thrill me at all...
- Me mata esta música. ¿Y a ti? -interrogó Adrienne.
- Esta música y algunas películas son lo que me une a
América.
- Di una película, por ejemplo.
- Retorno al pasado.
- No falla. A todos los hombres les chiflan las zorras. Pero sólo
en las películas, claro.
- A mí lo que me interesa es la historia entre Robert Mitchum y su
ayudante mudo.
- Así que vas más allá. Infrecuente.
Adrienne se quedó callada, estudiándome como si estuviera midiendo
lo alto o lo hondo que podía ser lo que hubiera detrás de mi
máscara.
- Ya estamos en un café -dije, para zafarme-. De acuerdo con tu
plan ideal nos falta la poesía. ¿Quién es tu poeta preferido?
- Baudelaire. Tan ingenuo, tan amoroso -y añadió, con un francés
esmerado-: Mais l'amour n'est q'un matelas d'aiguilles, fait
pour donner à boire a ces cruelles filles. También me
enloquece García Lorca. Por eso me he citado contigo. ¿Le lees a
menudo?
- Apenas. En España la poesía es cosa de maricas. Eso le llamaban
a García Lorca, por ejemplo. El libro de donde saqué los versos lo
escribió aquí, en Nueva York. Lo leí porque me interesaba lo que
pensó de este lugar otro español, hace tantos años. Es un libro
bastante airado. Casi nadie lo sabe, porque a la gente le despista
que García Lorca naciera en Andalucía. Pero era un andaluz trágico.
Los otros no sirven para mucho.
- ¿Madrid es Andalucía? -indagó, con sincera ignorancia.
- No. Aunque yo soy medio andaluz.
- ¿Trágico?
- Si hace falta.
Siempre cabe que esté descaminado, pero creo que fue en ese
momento, porque no se me ocurre que pudiera ser en otro, cuando
Adrienne terminó de tomar su decisión. Al menos, fue entonces
cuando se procuró, sin titubear, el primer contacto físico, pasando
la yema de uno de sus dedos delgados y lechosos por el arco negro
de mis cejas.
La acompañé a su apartamento de Central Park West. Cuando dio la
dirección al taxista no pude ocultar mi sobresalto. Debía ser un
apartamento de seis o siete mil dólares al mes, lo que revelaba que
Adrienne era rica. Bajé con ella y en la puerta me dispuse a
admitir que allí acababa todo.
- Si quieres, podemos vernos otro día -ensayé, porque era obligado
y también porque lo deseaba, aunque no tuviera esperanza.
- ¿No vas a subir?
- ¿La primera noche? -alegué, por prudencia.
Adrienne rió.
- Puede que no haya otra noche.
Subí con ella. Nada más entrar, obedeciendo el mismo impulso que
sufren tantos neoyorquinos, Adrienne puso en marcha el reproductor
de discos compactos. Mientras yo admiraba su apartamento, unas diez
veces mayor que el mío y bastante mejor amueblado, sonaron en unos
altavoces invisibles unos aplausos y la voz de un hombre que
decía:
- Buenas noches a todos. Me gustaría saludar a mi
madre.
- Jaco Pastorius -explicó Adrienne-. ¿Lo conoces?
- No.
- Es un concierto que grabó el día de su cumpleaños. ¿No te parece
adorable, acordarse lo primero de su madre? Casi todos olvidan que
es una hazaña de la madre lo que se conmemora con el
cumpleaños.
Hizo avanzar el disco. De pronto arrancó una animosa melodía con
derroche de trompetas, cuyo compás Adrienne siguió con sus índices
extendidos.
- ¿Cómo se llama esto? -pregunté.
- Liberty City. Me gusta oírla de noche, viendo el
parque.
La vista que había al otro lado de sus ventanas era de veras
fastuosa, lo suficiente como para merecer la presumible renta. Al
tiempo que la orquesta se desbandaba, desgarrando aquella melodía
uniforme hasta hacerle adquirir la soltura del jazz, Adrienne
comenzó a desvestirse, como debía hacerlo, pensé, para los otros
hombres que respondían a su anuncio. La vi salir, blanca y
engañosamente frágil, de debajo de su jersey rojo y de su falda
oscura. Quizá no tuve que hacerlo (aunque ella era bonita, como
prometía su reclamo), pero cuando me invitó prescindí de todo y
traté de ser sólo lo que ella esperaba.
De madrugada, Adrienne salió a despedirme al rellano. Abrazada a
mí, pasando despacio la mano sobre mis cabellos, pronunció
afectuosamente su advertencia:
-Si alguna vez quiero volver a verte, te llamaré. Si vienes por
aquí sin que yo te haya llamado, el portero te impedirá entrar. Si
te quedas en la puerta, telefoneará a la policía. Si alguna vez me
sigues, pagaré a alguien para que te haga daño.
No había sido en toda la noche tan dulce como cuando dijo las dos
últimas palabras, hurt you. Conforme se abrió la puerta del
ascensor me metió dentro, y antes de que se cerrara y nos separase
me envió un beso soplando sobre la palma de su mano abierta.
Durante muchos días después pensé que aquel leve beso soplado era
todo el recibimiento que la ciudad vacía había de darme. Así era el
invierno, en el corazón helado de Liberty City. En cuanto a
Adrienne, no me llamó nunca.
© Lorenzo Silva
COMENTARIOS SOBRE EL
RELATO
Travis
¡Genial! Me ha encantado. Creo que es uno de los mejores relatos
que he leído en esta sección, elegante en la forma e incisivo en el
fondo. Esto es para mí lo que debería ser el modelo de un cuento
corto, una historia que gira alrededor de unos personajes que
aunque cuentan con pasado (y seguramente con futuro) tienen una
vida propia y creíble en unas breves líneas.
Esta historia la coge Richard Linklater y hace otro
peliculón.
Athman
Sencillamente magistral...
Me ha encantado el tono que ha seguido durante todo el desarrollo
del relato, y aún más los diálogos entre los personajes, que con
unas pocas frases nos muestran su alma... Enhorabuena
Pilar López Bernués
(pilarlb)
Una historia muy bien escrita y muy dinámica. Me ha gustado mucho.
Y no sé si ésa era la intención del autor, pero yo la he visto como
una clara muestra de la soledad y superficialidad que en este siglo
XXI convive con todos nosotros.
Panzermeyer
Bonita historia. Curiosa forma de encontrarse, aunque en estos
tiempos cada vez más frecuente. Ya había leído otras cosas de Silva
y no defrauda.
Enhorabuena, maestro.
César
Me ha encantado ¡¡me ha encantado!! y lo repetiría hasta cansar.
No tengo nada que decir, de negativo, me refiero. No exijo nada
más... hasta le he puesto rostro a los personajes, a los
restaurantes, al piso... sin darme cuenta, eso es señal de que me
ha absorbido totalmente, disfrutando con ello durante el rato en
que estaba leyendo. Y me ha entretenido... lo que no
sospechas.
Muchas gracias por este relato de algo que se da todos los días,
pero que tan extraordinariamente bien lo has contado. Muchas
gracias y ¡Enhorabuena!
¿Para qué decir más? si me ha gustado un... bueno, no encuentro la
palabra.
César
Joseph B. Macgregor
Una de las características más evidentes de las historias de amor
/ románticas / sentimentales de Lorenzo Silva es que la gente no
"liga" tanto por que sean más guapos o más feos sino por el modo
como se expresan, piensan, argumentan... es una sedución más
cerebral que física.
En el caso de este relato, me da la impresión de que aunque la
chica encima es guapina, desde un principio lo que motiva al
personaje a conocerla es el modo como ésta redacta su mensaje de
contacto y viceversa para ella. El modo como transcurre la velada
tiene también mucho de esto que digo: de seducción a través del
diálogo, de la inteligencia manifiesta de los dos protagonistas de
la cita.
Por otro lado, se nos cuenta una relación amorosa sin compromisos,
donde ella lo deja todo muy claro al final y donde no hay lugar a
jueguecitos ni nada por el estilo.
El buen pulso narrativo de Silva es el acostumbrado en él, aunque
gusta de describir en exceso (para mi gusto), en dar demasiados
detalles quizá, en recargar un poquillo los párrafos, aunque esto
no quita que el cuento se lea bien y se desarrolle con la fluidez
adecuada. Es más bien una cuestión de gusto personal.
Fermina Daza
Pues me ha gustado y mucho.
Valoro mucho la literatura que leo y el cine que veo por las
sensaciones que me dejan al final y cómo me empapan cuando voy
conociendo las historias. Este cuento es una maravilla.
Silva marca un ritmo adecuado en los diálogos y en la descripción
de la historia, y cuenta muy bien contada esa secuencia en la vida
de dos personajes solos y complejos. Me ha sorprendido cómo nos
marca el pasado de ambos con una pincelada para que nos lo
dibujemos. Y la crueldad de la soledad y el no querer nada del otro
a priori y luego tal vez quererlo cuando se nos niega.
Principio bueno, final magistral.
Y ahora ando buscando el tema musical, que debe ser delicioso
también, y volver a releer este cuento unas cuantas veces más pero
con su banda sonora.