La carrera del siglo

Opinión:

Me encanta correr. O me encantaba cuando podía hacerlo. Era una forma de sentirme vivo, rápido, y era yo quien tenía el control, quien decidía cuando darle caña a la cosa o cuando bajar el ritmo. Lo cierto es que era rápido. Era yo de los de la velocidad, no de carreras largas, no de resistencia y desde luego, para nada de maratones ni medias maratones. Nada de fondo. Esas me gusta más verlas. Y leerlas.

Y por eso estamos aquí. Porque he leído, y disfrutado como un gorrino en el fango, este estupendo "La carrera del siglo". Un cómic ajustado a la realidad de la carrera más importante del atletismo y de los Juegos Olímpicos. Un cómic que narra con pasión y buen hacer el maratón de 1904 que se celebró en el marco de los terceros JJ. OO. de nuestra era, allá por agosto en las calles de San Luis (y cuando digo calles es literal, ya que hubo tramos en los que los corredores debían esquivar los primeros coches, viandantes, orientarse por sus propios medios debido a la mala señalización del recorrido y todos los obstáculos imaginables que pueden darse tanto en una ciudad como en montaña).

Bajo un sol de justicia, una humedad de tres pares de cojones, un único punto de avituallamiento de agua antes del kilómetro 20… puede decirse que fue un experimento que el organizador, el rencoroso James E. Sullivan, realizó sobre la deshidratación en el ser humano y sus diversas razas. Cabe decir que las anteriores circunstancias climatológicas junto con el polvo provocaron que muchos atletas sufrieran graves hemorragias internas. Pero no solo eso. Sullivan también «inventó» el dopaje. A un pobre atleta compatriota suyo, cansado de quedar siempre segundo en sus carreras, se le administró estricnina y sus consecuencias le acompañaron el resto de su vida.

«…la maratón más desastrosa de la historia del deporte mundial. Con una terrible marca de 3 horas, 28 minutos y 53 segundos, tan solo 14 de los 32 corredores consiguen acabar la carrera "más lenta, tramposa y llena de hitos de todos los tiempos"». 

Y hasta aquí la lección de historia. Insisto, este cómic está basado en hechos reales y en las páginas finales se cuenta de forma precisa y clara todo lo narrado en las líneas de arriba y muchas otras anécdotas y curiosidades que, vistas ahora, más de cien años después, le dejan a uno con el culo torcido.

Pero por si todo esto fuera poco, el dibujo es espectacular. Es de los bonitos, podría decirse que es un estilo caricaturesco pero lindando con el realismo. Una gozada de dibujo hábilmente combinada con un color que se ajusta como un guante a este y al tono del cómic.

En definitiva, una historia entretenidísima con un reparto coral que se disfruta del principio al final y se devora con avidez.

Diego Palacios