STEAMPUNK A LA ESPAÑOLA
(I)
La primera vez que oí hablar del steampunk fue a finales de los
años 80. Por aquel entonces, yo era un ávido lector de ciencia
ficción, y tuve la suerte de leer casi seguidas dos de las novelas
fundacionales de este subgénero: Las puertas de Anubis, de Tim
Powers, y Homónculo, de
James P. Blaylock, ambas publicadas en España unos
años antes. Fue el escritor K. W. Jeter quien
acuñó el término para englobar dichas novelas, más la suya propia,
Moorlock Night, que desde su punto de
vista compartían algunos elementos comunes. Lo bautizó steampunk
con cierta ironía, para contraponerlo al ciberpunk, el género de
moda por entonces, y del que, por cierto, hoy ya apenas se habla.
Podría decirse, por tanto, que el steampunk surgió como el hermano
amable e ingenuo del ciberpunk.
Pero, ¿qué es exactamente el steampunk?, dices,
mientras clavas en mi pupila tu barroca prótesis ocular. La
pregunta no es fácil de responder, debido a que se trata de un
termino muy permeable, donde cabe casi de todo. Os aseguro que es
una pregunta que me hacen incluso en las convenciones de steampunk.
Así que intentaré explicarlo lo mejor posible. Podríamos decir,
resumiéndolo mucho, que se trata de un género cuyas historias
suceden en una época alternativa donde la tecnología a vapor sigue
siendo la predominante, generalmente localizadas en Inglaterra
durante la época victoriana, y donde no es extraño encontrar
elementos comunes de la ciencia ficción o la fantasía. La
magia, el ocultismo y la
brujería, por ejemplo, conviven en mayor o menor
medida con la que quizás sea su característica más representativa:
la presencia de la tecnología anacrónica, toda
suerte de inventos y gadgets
mecánicos que parecen sacados directamente de las
entrañables ilustraciones futuristas del siglo
XIX, aquellas que mostraban damas con corsés alados y
carruajes aéreos.
Dentro del steampunk, para liar aún más la cosa,
también hay subgéneros, como el dieselpunk o el
clockpunk, que parecen diferenciarse unos de otros
por pequeños matices solo perceptibles para el ojo del entendido.
Los japoneses incluso tienen su propia versión del steampunk
tamizado por la estética manga.
Pero en los 80 nadie sabía lo que era el steampunk, lo cual no
debe sorprendernos porque era únicamente un movimiento literario.
Por mi parte, a principios de los 90, yo empezaba a alejarme
progresivamente de la ciencia ficción. Empezaba a leer literatura
general, y a publicar mis primeros cuentos aquí y allá, en revistas
que ya no eran del género. Aquellos relatos, muy deudores de la
obra de Julio Cortázar, darían forma a mi primer
libro, El vigilante de la salamandra. Y
mientras yo me afanaba en construir mi obra sobre los pilares de lo
que podríamos denominar el "fantástico cotidiano", poco a poco, el
término steampunk empezaba de calar en la sociedad. Aunque, para mi
sorpresa, nadie lo relacionaba con la literatura, sino con el cine,
con la estética de determinadas películas, como Wild
Wild West, El castillo ambulante,
Steam boy, La Liga de los caballeros
extraordinarios o la serie británica Dr.
Who. Se trataba de un grafismo muy concreto, vistoso
y barroco, donde menudeaban los engranajes, las tuberías, las
bielas, y los brillos dorados del cobre y del estaño… Y en cuestión
de años, el steampunk trascendió lo literario para
impregnar otras disciplinas artísticas, como la ilustración, los
videojuegos o la moda, hasta convertirse incluso en una filosofía
de vida, en el movimiento sociocultural que es hoy.
Félix
J. Palma
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