LA DESAPARICIÓN (UN CUENTO DE
VERANO)
Estaba tumbado en la arena, embadurnado hasta las cejas en crema
protectora, factor, sintiendo cómo el mundo de la oficina se le
difuminaba en la memoria hasta convertirse en un lugar tan
improbable como Camelot o el Olimpo. En realidad, la playa no le
gustaba demasiado, pero, ¿en qué otro sitio podía uno estar así,
desmadejado en una toalla mientras el universo seguía su curso,
escuchando el ajetreo de la multitud como si no fuera con él? Se
encontraba en un estado de plenitud absoluta, en paz con el resto
de seres vivos, por lo que se rindió al sueño que venía arrastrando
desde el invierno sin reparar en que en ese mismo instante su hijo
de tres años se le acercaba con el cubo y la pala.
Ese fue su error.
Cuando su mujer se puso a buscarlo, no lo encontró. Le preguntó
al hijo, pero este era más diestro con la pala que con la lengua,
por lo que no pudo sacar nada en claro. Durante el resto de la
tarde, los altavoces exigieron una y otra vez que el desaparecido
se presentara en el puesto de guardia, pero no tuvieron ningún
éxito. Al caer la tarde, frente al espectáculo del sol tiñendo de
azafrán las aguas, su mujer aceptó lo que ya sospechaba: mientras
leía el Hola, su cónyuge se habría fugado con la amante que ella
creía que tenía desde que adjudicaba a una lagarta pelirroja los
pelos que el cocker zalamero del vecino perdía en las chaquetas de
su marido.
Aquel verano pronto se desflecó en el otoño, y el otoño dejó
paso al invierno, y así, sin hacer excesivo ruido, la rueca del
tiempo continuó girando, sumando años al mundo. Y él seguía
durmiendo enterrado bajo la arena, cual animalito en su madriguera,
ajeno al discurrir de los días, al inexorable relevo de las
estaciones. Hasta que muchos años después, lo despertó un repentino
pinchazo. Era la sombrilla que alguien insistía en clavar en la
arena. Con la lógica desorientación de quien despierta de una
siesta larguísima, el hombre se entregó a la búsqueda de su
familia, para descubrir que su cabezadita le había costado cara:
sin su tutela, el hijo se le había descarriado, convirtiéndose
justamente en el adolescente díscolo que siempre evitó que fuera, y
su mujer había empezado una nueva vida con uno de sus vecinos, el
dueño del cocker coñazo, quien se la pegaba sin problemas con una
lagarta pelirroja.
En vista del panorama, el hombre regresó a la playa. Aquel lugar
se mantenía igual, inmune a los vaivenes del tiempo. Y, ante un
crepúsculo memorable, empezó a enterrarse los pies, dispuesto a
entregarse de nuevo al sueño. Lo alentaba la esperanza de que, esta
vez, lo despertara su mujer, a ser posible sin clavarle una
sombrilla en ninguna parte, y que su hijo no se hubiese movido de
la orilla, donde construía su castillo, sin el menor interés en
enterrar a un padre que hacía mucho que había decidido enterrarse
él solo, borrase de sus vidas pasando casi todo el día en la
oficina, lejos de ellos, desaparecido de verdad.
Félix
J. Palma
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