Félix J. Palma

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En una galaxia muy, muy lejana (I)

EN UNA GALAXIA MUY, MUY LEJANA (I)

Félix J. Palma

 

Ahora que J. J. Abrams ha comenzado el rodaje de Star Wars: Episodio VII, quizás sea el momento de hablar de la enorme influencia que La guerra de las galaxias, la primera parte de la popular saga galáctica, ejerció sobre los jóvenes de mi generación, especialmente sobre aquellos que, como yo, acabarían ganándose la vida viajando con su imaginación al infinito y más allá. No hablaré de la siguiente trilogía, no solo por ser una continuación decepcionante -su único logro es haber creado al secundario cómico más cargante del cine, el despreciado Jar Jar Binks-, sino por haber pasado absolutamente "desapercibida" en una época donde los jóvenes conviven con naturalidad con la fantasía, que los bombardea desde los videojuegos, las series de televisión y el cine. Pero para quienes hoy tenemos entre treinta y cincuenta años, Star Wars fue algo nuevo. Algo distinto, revolucionario, brutal. Fue una película que nos marcó, que ensanchó nuestra imaginación, y a muchos nos encarriló hacia nuestro destino.

 

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Cuando La guerra de las galaxias se estrenó yo tenía nueve años. Y teniendo en cuenta que en aquella época las películas llegaban a mi ciudad con bastantes meses de retraso, lo más probable es que la viera después de haber cumplido los diez. Fuera como fuese, lo cierto es que de los pocos recuerdos que conservo de mi infancia -mi memoria es un coladero-, uno de los más nítidos corresponde al día en que mi padre me llevó a ver las correrías estelares de los caballeros jedi.

Por aquel entonces, aunque ya había ido algunas veces al cine, aún seguía pareciéndome un ritual de adultos, supongo que porque eran ellos quienes nos llevaban e incluso quienes nos ilustraban sobre la película que veríamos, como si fuera un secreto más del mundo de los mayores. No recuerdo cómo me anunció mi padre que íbamos a ver La guerra de la galaxias, pero sí recuerdo perfectamente la muchedumbre que se arracimaba en la puerta del cine, recorrida por un calambre de expectación, pues de la capital habían llegado rumores de que aquella película era algo fuera de lo común. Lógicamente, aquella excitación no tardó en poseerme también a mí. ¿Qué diablos iba a ver? Pero a la excitación que me despertaba la película, había que sumar la que me producía el propio acto de ir al cine, y además a la sesión nocturna. La oscuridad lo envolvía todo de cierto aire sacramental, convirtiéndolo en una aventura misteriosa y colectiva, una especie de verbena clandestina.

Por aquellos años en mi ciudad habría cinco o seis cines, y recuerdo que Star Wars la proyectaban en el Teatro Principal, que como puede deducirse por su nombre era un teatro reconvertido en cine. Tenía una enorme sala en la que un océano de incómodas butacas abatibles se extendía ante un escenario sobre el que colgaba la pantalla, presta a iluminarse cuando se descorría el telón, un cortinaje granate que había sobrevivido a la remodelación. Sobre la mitad trasera de la vasta sala pendía una especie de placo con más butacas, al que todos se referían como "el gallinero". Hasta entonces yo nunca había subido allí. Siempre habíamos encontrado sitio en la sala y, debido a que mi padre me había advertido que no escogiera nunca la fila de butacas que se encontraba justo debajo del gallinero, si no quería quedar irremediablemente expuesto a una lluvia de cáscaras de pipas, la idea que yo me había formado de la planta superior era la de un lugar misterioso donde se sentaban jóvenes irreverentes y bregados en la vida, quienes veían la película de turno distraídamente, mientras charlaban de sus cosas e intercambiaban carcajadas. Mi imaginación era demasiado ingenua para imaginar entretenimientos más adultos.

 

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Pero la noche del estreno de Star Wars la sala estaba repleta, así que mi padre me condujo hasta el gallinero. Y allí subí yo, con las rodillas temblorosas y la sensación de aventurarme en un reino prohibido, gobernado por Dios sabía qué leyes. Me sorprendió cruzarme por las escaleras con rostros conocidos, con los dueños de las tiendas que formaban parte de mi paisanaje diario, arrastrados también allí por los rumores provenientes de la capital. Nadie, fuera o no aficionado al cine, quería perderse aquello. La película estaba empezando, ya sonaba la atronadora banda sonora de John Williams, y a tientas nos acomodamos en un par de butacas libres, sorteando bultos oscuros que murmuraban entre ellos en actitud de recogimiento, como si rezaran el rosario.

Una cascada de letras amarillas inundaba la pantalla, advirtiendo con desfachatez a los incrédulos espectadores que aquella historia no empezaría por el principio, si no por el capítulo cuarto. Qué rayos. Sin duda iba a ser algo fuera de lo común.

Félix J. Palma

 

 

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