HORARIOS
Cada cual tiene sus preferencias a la hora de deshacer
calenturas. En mi caso, mi hora favorita coincide con la siesta, en
ese reposo primaveral o veraniego en el que junio se llena de
tentaciones.
Al despertarme, en la mañana, no me gusta: puede que sea a causa
de la tensión baja, o de la somnolencia que me atrapa hasta
mediodía, tras un café y dos sorbos de cola. No es mi momento, ni
nunca lo fue. Cosa de la biología y de los horarios.
De noche, suele ser lo habitual. Y lo más socorrido, por
comodidad y predisposición. Pero tampoco es mi horario preferido,
quizá porque el sexo, a esas horas, tiene sabor a
rutina.
A mí lo que me gusta es una habitación amplia bañada por la luz
que se cuela entre las rendijas de las persianas. Es cuando el calor del mediodía se funde con la
luminosidad de la tarde para exhibir una cama de sábanas blancas a
punto de ser revueltas con ecos de suspiros y jadeos. Fiebre
vespertina en la que dos cuerpos sudorosos, se entrelazan
apasionados en asaltos breves, embestidas alternas, deseos
exacerbados y pasiones húmedas.
La hora de la siesta es el gran momento. Los cuerpos mojados, en
sintonía con mil fluidos regalados, se funden y se deslizan ávidos
de más, ambiciosos de todo, avariciosos de poseer y deseosos de ser
poseídos. Después, el estallido final, como un relámpago rasgando
la espalda, es la más deliciosa de las derrotas.
Estoy esperándolo. Porque en cuanto la primavera nazca y el sol
nos devuelva su aliento de luz cálida volveré a sumergirme en la
siesta entre sábanas blancas y revueltas, dispuesto para ofrecer mi
cuerpo a la mujer que quiera hacer con él una ofrenda a Eros, un
brindis a la concupiscencia y un regalo a esa eternidad efímera que
se condensa en un acto de amor y vicio.
Como debe ser.
Texto y foto de Antonio Gómez
Rufo