ELLA
Ayer conocí a una mujer de veintiocho años que era virgen. Fue
una experiencia tan escandalosa que me quedé a hablar con ella para
conocerla mejor.
Desde el principio la cosa fue bien: fluida la conversación,
cómplice el trato, insinuantes miradas, presencia reiterada de los
labios que hablaban…
Se nos hizo la noche corta. Y después del segundo gin-tonic
enumeró un decálogo con sus esencias: Que tenía que pensar menos y
besar más. Que creía en los dragones porque uno de ellos le quemó
el alma y desde entonces sólo era esqueleto y carne. Que gastaba
mucho dinero en libros y en discos porque era la mejor herencia que
podía dejar a sus sobrinos. Que
nunca se enamoraba y, si lo hacía, lo hacía en
silencio y mal. Que no le gustaba la miel porque ya la había
probado en labios que le dieron veneno. Que nunca lloraba porque
tenía alma de estatua de sal. Que su repóker de ases eran Sabina,
Woody Allen, Salinger, los hermanos Coen y Berlanga. Que no hacía
nada que no quisiera, salvo ir a funerales cuando no le quedaba más
remedio. Que el amor no era confortable, porque, como las guerras,
había que lucharlo. Y que había cosas que, pareciendo perfectas,
estaban destinadas a la destrucción, y que cuanto antes, mejor.
Después de eso nos vinimos a casa, claro. Y nos hemos pasado la
noche follando como locos y, a ratos, dormitando. Ahora, a su lado
en la cama, tecleando estas palabras en el portátil, la veo dormir
tan plácidamente que sigue pareciendo una virgen. Hace un rato ha
abierto un momento los ojos, me ha mirado y, en vez de salir
corriendo, me ha regalado una sonrisa de ángel.
Ayer conocí a una mujer virgen de veintiocho años a la que daba
gusto oírle hablar de ella misma y de Dostoievski, García Márquez,
Jardiel Poncela y La casa de Bernarda Alba. Ya no lo es. Y
es que hay cosas destinadas a la destrucción a las que alguien ha
de poner remedio.
Texto y foto:
Antonio Gómez Rufo