Álvaro Bermejo

Los papeles de Pickwick

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Los colmillos del tío Tom

LOS COLMILLOS DEL TIO TOM (WOLFE)

O

EL VAMPIRO HA VUELTO

Álvaro Bermejo

 

Esto no es un déjà vu, es que veo vampiros por todas partes. Me sucedió nada más comenzar la gira promocional de mi última novela: al poco de ocupar mi plaza en el Ave Madrid-Valencia observo que mi compañera de viaje, una treintañera pelirroja, saca de su bolso un libro. Naturalmente no era el mío, pero resultó ser, ¿Cuál? Nada menos que el Drácula de Bram Stoker. Me sobraron veinte años, el entusiasmo, el fervor de los principiantes, para comentarle que adoraba ese relato y que, precisamente, iba a presentar uno que trata de vampiros -Eternamente tuya-, ambientado en la misma vieja Escocia que inspiró al Gigante Rojo.  Dos días después, regreso a casa, y mi pareja me sorprende con un dvd de Joseph Losey. ¿Cuántas veces habré visto El sirviente? Nunca como entonces. Nunca como entonces, quiero decir, se me hizo tan evidente que se trata de una cinta genuinamente vampírica donde Dirk Bogarde interpreta al chupasangre más endemoniado, más sutil, más exquisito y tenebroso,  de entre los cientos que han poblado el mundo del celuloide desde el Nosferatu de Murnau en adelante. En esas estaba cuando, tercer día de mi síndrome Vamp, veo aparecer a un provecto anciano enfundado en una capa tan negra como blanco era su pálido rostro, culebreando en un palco del Liceo de Barcelona. El vampiro se despoja de la capa de la manera más histriónica que cabe imaginar. Y resulta que se trata de Tom Wolfe montando su patético numerito promocional de la mano de Jorge Herralde, otro que está bien curado de espantos.  Pero este señorito del Sur como escapado de la peor  pesadilla de Tennesse Williams, con su empalagoso traje blanco y sus ínfulas de new journalism forever young a sus ochenta y dos tacos, ¿no se cansa de vendernos su grotesco disfraz de dandy perdido en la casa de los horrores?

Vale, de acuerdo, su Feria de las Vanidades es una obra maestra. Tan de acuerdo como que Yo, Charlotte Simmons, fue la última. ¿Qué hay de nuevo en Bloody Miami?  Hay, desde luego, mucho más de lo mismo. De entrada un formato tan excesivo  como todo en él -otras seiscientas páginas babeando por merecer el rango de "la gran novela americana"-.  Enseguida la ambición por construir una gran novela coral, esta vez en torno al microcosmos del Miami, crisol de etnias, lenguas y naciones, entendido como el gran melting pot de la nueva América, donde los wasps  no representan más que el 10% de la población. Un alcalde latino, un jefe de policía negro, y nada más blanco que el terno de Wolfy, sumo sacerdote de un góspel vagamente satírico, monumentalmente pretencioso, cuajado de personajes previsibles hasta la náusea, igual que una vieja receta con todos los ingredientes para satisfacer todos los paladares -carnívoros y vegetarianos, macrobióticos y vampíricos-, con un solo pequeño, minúsculo, casi insignificante hándicap: carece hasta el escándalo de esa especia sureña que podríamos llama Tom Wolfe himself, y, hèlas, la receta no funciona. Desde la primera página te vence la impresión de estar leyendo, no una novela de Tom Wolfe, sino su pálida copia.

No se puede decir, sin embargo, que sus marionetas no hagan todo lo posible por atenerse a las más deleznables normas del tópico. Preside el reparto un tiburoncillo recién salido de Yale -¿no se lo podía haber ocurrido un nombre menos ominoso que John Smith?-, emblema de los wasps en vías de extinción, aunque eso sí, con todos los atributos de lo plúmbeo y lo cien veces previsible: es guapo, ambicioso, seguro de sí mismo, y, horror, ¡carece de escrúpulos! No se puede decir mucho más de la bellísima Magdalena, veinticinco años, loca por ascender en la escala social, pero, ah, oh, pobre desventurada, tan incapaz de detectar a los pérfidos villanos que rondan sus prietas y jugosas carnecillas como de pillarle la gracia a los guiños culturetas que asedian sus inmersiones sonámbulas en camas si hacer. No falta un psiquiatra como surgido de las masturbaciones juveniles de Woody Allen. Se llama Norman -lástima que no se apellide Bates (Alfred Hitchcook, Psicosis)-, y se aprovecha de las mil y una  neurosis de sus pacientes, ¿para qué?, para integrarlas en un fresco pretendidamente freudiano -línea Lucien-, donde escarnece una sociedad subyugada por las apariencias -más vanidades a la hoguera-, algo que le fascina y le aterra a partes iguales.

Uf, lo que se sufre leyendo todo esto, no tanto por sus exageradas pretensiones, sino, sobremanera, a cuenta de sus clamorosas carencias. Tanto ropaje de capas vampíricas, tanto malditismo presuntamente provocador bajo el big businness de su abominable merchandaising, y te encuentras con que debajo de tanta farfolla este Tío Tom blanco no tiene ya nada que contar acerca de la negra complejidad de la existencia, como si hubiera olvidado lo esencial del juego novelesco a fuerza de preocuparse por la puntuación -sobrecargada de puntos suspensivos-, el sexo -imposible un par de tetas que se libren de una descripción rijosa con pretensiones de lúbricas-, y, una vez más los tópicos más gastados del oficio -todas las latinas son bombas sexuales, todos los rusos son oligarcas corruptos, todos los periodistas son venales, pero felizmente, un joven policía y un joven reportero, milagrosamente incontaminados, unirán sus fuerzas para la que la verdad resplandezca finalmente y el amor triunfe-.

A los ochenta años Philip Roth tomó la sabia decisión de dejar de escribir. Si Tom Wolfe, dos años mayor, hubiera hecho lo mismo nos hubiera dejado como testamento una excelente novela, Yo, Charlotte Simmons. Dada su genealogía vampírica -los vampiros nunca mueren-, es de temer que antes de 2015 nos sorprenda con una nueva entrega de sus memorias de ultratumba. Es lo que tiene la gloria cuando se alía con la inmortalidad. Dalí acabó firmando las  calabazas del Un, dos tres, y creyéndose un genio. Wolfe sigue creyendo que sus colmillos dejan una huella indeleble en la yugular de la sociedad contemporánea. Lástima que todo en él sea prótesis, me da igual dental que literaria. Tiene que ser muy duro posar como el príncipe del nuevo periodismo y que tus dentelladas ya no sepan más que a Corega Tabs. Bloody Miami, muy cierto, pero solo para vampiros desdentados.