"EL VERANO DE
ALICIA"
Álvaro
Bermejo
Pese a que era tartamudo y
hasta un poco sordo, a los veintitrés años ya ejercía como
catedrático de matemáticas en Oxford y como diácono en su
prestigioso Christ Chruch. Sin embargo, la "biblia" por la
que hoy se conmemora el primer centenario de su muerte y por la que
ha pasado a la historia nació de la insistencia de una niña,
durante un paseo en barca, una tarde de verano del año 1862.
La niña se llamaba Alicia Liddell, y el reverendo inventó para ella
un cuento que hablaba de un conejo apresurado, de un sombrerero
loco y de una sonrisa de gato suspendida en el aire. Hoy lo
conocemos como "Alicia en el País de las
Maravillas", pero su primer
título fue "Las
aventuras de Alicia bajo tierra". Tan bajo tierra como el seudónimo
elegido por el diácono, de Charles Dodgson a Lewis Carroll, para
distanciar su opresivo ministerio victoriano de su transgresora
pasión por las nínfulas.
Sin duda, de no haber sido por ellas hubiera alcanzado una
dignidad más alta en la Universidad y en la Iglesia. Pero nada le
tentaba tanto como contar sus fábulas a esas niñas que le
escuchaban fascinadas, sin interrumpirle con objeciones sobre lo
inverosímil de sus personajes o de sus peripecias. También le
encantaba fotografiarlas: "Las niñas desnudas son absolutamente
puras y adorables", escribió, aunque bien pudiera haber añadido:
"hasta que comienzan a crecer". Y eso fue precisamente lo que le
ocurrió a su Alicia, tres años después de que transcribiese su
cuento preferido en un cuaderno de tapas de cuero verde, como
regalo de Navidad: "Alicia parece estar cambiando, y no para
mejorar. Temo que se encuentre al borde de una horrible
transformación".
Alicia Liddell
El amor que sentía por ella no impidió sin embargo que se
atreviera a pedir su mano, al poco de que cumpliera once años. Y,
si bien en sus diarios no consta ni una palabra acerca del rechazo
que le impusieron sus padres, su petición no era tan extravagante
en aquel tiempo. Apenas unos años antes, Edgar Allan Poe se había
casado con una niña de trece, y cinco años después el celebérrimo
crítico de arte John Ruskin, tras alegar que había sido incapaz de
consumar el matrimonio con su primera esposa, literalmente, "porque
tenía pelos en el pubis", se emparejó con una "diosa de mirada
melancólica", aunque de apenas diez años de edad.
Casa y Jardin de L.Carroll
De hecho, en aquella edad de oro del puritanismo, y pasando de
lo lícito a lo clandestino, resulta sumamente revelador recordar
cómo sólo en la ciudad de Birmingham se aglomeraban 180 burdeles,
donde prestaban sus servicios medio centenar de prostitutas menores
de quince años. Asiduo recalcitrante de los de Londres,
Bertie, el primogénito de la reina Victoria, le dio el golpe de
gracia a su padre Albert cuando se divulgaron sus amoríos con Nelly
Crafton, una ninfa del ramo que luego se hizo de oro paseando su
abolengo por Picadilly. Por lo demás, tanto en Inglaterra como en
Europa, corría la leyenda de que las enfermedades venéreas se
curaban desflorando a una virgen, aunque la mayoría de ellas no
vivieran precisamente en el País de las Maravillas.
Con todo, lo que diferencia a Lewis Carroll de
otros escritores que se sintieron fuertemente atraídos por
las niñas, es la singular combinación que se da en él, casi única
en la historia de la literatura, de una pasión genuinamente
heterosexual, y de una absoluta inocencia sexual. Como
dijo Martin Gaardner en su "Alicia anotada", las niñas le atraían
porque con ellas se sentía sexualmente a salvo. Así, en las
antípodas de la "Lolita" de Nabokov, la "Alicia" de Carroll es una
niña que se resiste a crecer. También ella, como el Oscar Matzerath
de Gunther Grass, bate incesantemente su "Tambor de hojalata", pero
no para denunciar las aberraciones del mundo de los adultos, sino
para abrir las puertas del paraíso perdido y perderse en él, tras
atravesar ese espejo que es testigo y fiscal de la maduración en el
tiempo.
En este sentido, las inclinaciones de Lewis Carroll se
aproximan más a las del Dante, enamorado de Beatriz cuando ella no
pasaba de los siete años. Ahora bien, Alicia fue algo más que su
musa poética. En el anverso de la literatura de su tiempo, traza
por inversión el retrato de esa otra forma de nínfula-fatídica cuyo
erotismo no parte de su sensualidad, sino de sus sortilegios.
Encantada, Alicia a su vez encanta, como esa Fata Morgana, alter
ego del mago Merlín y su eventual dominadora, así como Alicia es al
cabo el alter ego de Carroll, a quien éste acabó por rendirse, no
obteniendo de ella más que despecho.
Muchos años después de que la Alicia real se casara con un
petimetre, esa mujer madura que ya no tenía nada de nínfula,
escribió: "Estoy cansada de ser Alicia en el País de las
Maravillas". Quizá por ello se vengó subastando el manuscrito que
le regaló su creador, por el que obtuvo poco más de 15.000 libras.
Acaso por la maldición que aconseja no vender ciertos regalos,
murió arruinada y con mucho tiempo por delante para lamentarlo, a
los 84 años de edad, en 1934.
En 1887, Carroll había
escrito: "muchos años han transcurrido desde aquella tarde dorada
que te dio vida, pero puedo evocarla tan claramente como si fuera
ayer. Ese rostro impaciente, ávido de noticias del país de las
hadas, en cuyos labios las palabras 'cuéntanos un cuento', tenían
toda la adusta inevitabilidad del Destino". Ciertamente, el
destino quiso que de aquel amor imposible sólo quedaran sus
cenizas. Pero a través de esa niña eterna que desde su primera
página ya devino inmortal, el matemático Charles Dodgson obró algo
tan aparentemente contradictorio como prodigioso: colocó la lógica
en el espacio mágico-emocional de la infancia. Y, a semejanza del
talismán que abre puertas hasta entonces cerradas, con su
resplandor abrió la imaginación de niños y adultos hacia los
horizontes de lo infinito.
Hoy sus ecos podemos escucharlos en toda la literatura
fantástica, desde el realismo mágico de "Rayuela" hasta la
provocación surrealista de "Los cantos de Maldoror". Al igual que
en otras narraciones fundacionales de la literatura moderna,
como la Odisea o el Quijote, la poderosa influencia de este relato
nace también de su condición viajera. En cierto modo, la quijotesca
odisea de Alicia, niña eterna detenida en la edad de la inocencia,
transmite la melancolía de esas almas mal enterradas que vagan por
el mundo en busca de reposo. Algo que nunca sucederá, dada su
condición inmortal. Pero, por contra, mientras nos llevan de la
mano en su incesante viaje interior, tanto ella como su
creador han acabado por enseñarnos a atravesar el espejo del
tiempo. El suyo comenzó con un apacible paseo en barca, hasta que
se cruzaron con la enigmática sonrisa del gato de Cheshire. Un
golpe de remo, una página más, y ya se abrió para ellos ese
laberinto mágico de todos los veranos, donde todavía pervive
el niño que somos y que fuimos.
Álvaro Bermejo
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