Anika entre libros

La prisionera (A la busca del tiempo perdido, V)

Ficha realizada por: Lidia Casado,Darío Luque
La prisionera (A la busca del tiempo perdido, V)

Título: La prisionera (A la busca del tiempo perdido, V)
Título Original: (La Prisonnière, 1923)
Autor: Marcel Proust
Editorial: El Paseo
Colección: El Paseo Central


Copyright:

© 2024, Mauro Armiño (de la traducción, prólogos y notas)
© 2024, El Paseo Editorial (de esta edición)

Traducción: Mauro Armiño
Edición: 1ª Edición: Mayo 2024
ISBN: 9788419188120
Tapa: Blanda
Etiquetas: clásicos filosofía narrativa literatura francesa novela reflexiones sagas ciclo celos novela introspectiva Proust homosexualidad novela psicológica memoria
Nº de páginas: 489

Argumento:

"La prisionera" es el quinto de los siete volúmenes que conforman "A la busca del tiempo perdido", el ciclo narrativo más importante del siglo XX. A continuación de los acontecimientos relatados en "Sodoma y Gomorra", en este quinto volumen asistimos a la convivencia entre el narrador y la descarada Albertine, quien ha inquietado al protagonista por sus relaciones sentimentales con Mlle. Vinteuil y con su amiga Andrée. Viviendo bajo el mismo techo, el narrador vigila con esmero los pasos de Albertine a lo largo de París, impidiendo sus encuentros furtivos y sufriendo por las mentiras con las que ella justifica sus escapadas. El amor posesivo y celoso que encarna el narrador encontrará su momento más álgido de expresión en casa de los Verdurin, donde los celos que despiertan las mentiras de Albertin terminan de concienciar al protagonista sobre los lastres de su relación. Aunque amor y celos serán los ejes principales de este volumen, reaparecen aquí temas de los libros anteriores, como la sexualidad morbosa que encarnan Charlus y otros personajes de tendencias homoeróticas, o las consecuencias políticas y sociales del caso Dreyfus.

En versión de Mauro Armiño, esta edición incorpora al texto un riguroso aparato de notas críticas que añaden novedosas capas de lectura a la tan admirada obra de Marcel Proust

 

Opinión:

 

Darío Luque

La publicación de "La prisionera", quinto volumen del ciclo A la busca del tiempo perdido de Marcel Proust, nos sitúa un paso más cerca del desenlace final: tras el despertar erótico del narrador en "Sodoma y Gomorra", alentado por las costumbres morbosas de sus conocidos, en este quinto libro asistimos a la posesividad y a los celos que despliega este mismo personaje sobre Albertine, la muchacha descarada y taimada que conoció el Balbec. Este nuevo volumen se suma a los cuatro anteriores en una ambiciosa colección que ya ha alcanzado un ritmo constante de publicación, siempre con las majestuosas traducciones de Mauro Armiño y con numerosas notas a pie de página que enriquecen la comprensión de los aspectos sociológicos y culturales de la novela. Como en las entregas anteriores, este volumen prescinde del aparato crítico e informativo del primer tomo, "Por la parte de Swann", el cual sigue siendo una referencia fundamental para los lectores, pues allí encontrarán una detallada introducción, junto a un listado de personajes y una cronología de la obra.

La convivencia secreta entre Albertine y el narrador en su apartamento de París constituye el eje central de "La prisionera". Angustiado por las mentiras de la muchacha, el narrador se debate constantemente entre la angustia que le provocan sus sospechas de engaño y el deseo de liberarse de ella. El punto de inflexión ocurre, sin embargo, cuando Albertine expresa su deseo de asistir a una fiesta en casa de los Verdurin, donde el barón de Charlus tocará una sonata de Vinteuil. Temiendo que Albertine se encuentre con Mlle Vinteuil, una de sus amantes, el narrador se asegura de que ella cancele su asistencia, mientras que él consigue acudir a la velada sin avisarla. Los roces entre distintos personajes, como el barón de Charlus, Morel, Brichot y Madame Verdurin, provocan una cierte amargo de la velada, que hallará su continuación en la acalorada discusión entre el narrador y su particular prisionera. Tras presenciar la confesión de Albertine, que reconoce sus mentiras y engaños, el narrador sentirá nuevamente la necesidad de separarse, pero el un nuevo impulso romántico -motivado por celos- lo llevará a atesorar nuevamente a la muchacha, cuya huida resulta inevitable.

Al mismo tiempo que descubrimos las vicisitudes de ese amor celoso y posesivo, la novela explora también otros temas recurrentes en el ciclo proustiano: por ejemplo, el contexto político del caso Dreyfus resurge como telón de fondo, especialmente en la velada en casa de los Verdurin. También allí, la presencia de Charlus y de Morel aporta nuevas reflexiones sobre la homosexualidad y sobre sus aspiraciones eróticas de seducción, eso que en volúmenes anteriores conocimos como "Gomorra". Además, la muerte de Bergotte propicia una conmovedora reflexión sobre el arte y especialmente sobre la perpetua lucha entre la vida y la creación artística. De esta forma, Proust ofrece una mirada profunda y compleja a las relaciones humanas, en este caso con el epicentro situado en la tensión emocional provocada por los celos. Así, "La prisionera" se consolida como una pieza esencial dentro del vasto mosaico que es A la busca del tiempo perdido, pues nos ofrece uno de los momentos más álgidos en la intensidad dramática de la obra, protagonizado por esta heroína trágica que es Albertine, tan compleja y tan inolvidable como otros personajes de volúmenes anteriores (pienso en Charles Swann, en Odette de Crécy y en Gilberte). Dicho esto, ahora no nos queda más que esperar al próximo tomo de este ciclo literario para conocer los nuevos acontecimientos que guiarán al narrador tras este amargo desenlace romántico.

 

Darío Luque

 

SOMBRA

 

Lidia Casado

El título de esta quinta entrega de A la busca del tiempo perdido sirve para resumir a la perfección su contenido: la prisionera, con todo lo que ello conlleva, con el amor y el odio que una situación así provoca, con las mentiras que pretenden cambiar el estado de las cosas, con la inseguridad, los celos, que han conducido a tal reclusión y la alimentan cada día; con sus sinsabores, sus placeres cotidianos, su egoísmo y su incomprensión.

Tras anunciar a su madre (de forma precipitada, movido por los celos y el miedo a perderla) que se casará con Albertina, el protagonista se encierra con ella en su casa de París. No habla con ella de boda, simplemente la confina tras las cuatro paredes de su hogar con el fin de que ella no pueda ver a nadie, excepto a quienes él permite que vea. Albertina puede salir, sí, puede acudir a determinadas reuniones, pasear, hacer vida social… pero siempre con el control y el consentimiento absoluto del protagonista, que variará su criterio a conveniencia, cuando crea comprometida la fidelidad de la joven.

La reclusión (física y mental) de Albertina incide, desde el punto de vista del estilo de la obra, en esa animalización de la que ya hemos hablado en reseñas anteriores (como en el caso de El mundo de Guermantes). Ahora, esa animalización se domestica: Albertina es un animal domesticado, sometido, que acepta su presente sin rebelarse, sin enfrentarse a la decisión del protagonista; que se siente a gusto en él y asume su estado con docilidad y calma. Al menos, aparentemente. En varias ocasiones descubrimos que no es así, que Albertina burla la vigilancia del protagonista, le miente, le engaña, trata de zafarse de su encierro, aunque nunca lo haga de forma directa. Hasta el final de la obra.

Por eso, serán los celos, las desconfianzas y las mentiras los grandes protagonistas de esta entrega, los que centren buena parte de las reflexiones y de las anécdotas narradas. Los celos irán moviendo la acción, las decisiones del protagonista e incrementarán la sensación contradictoria con la que éste vive el amor: es placentero, pero ata; tranquiliza y desasosiega al mismo tiempo; renace cuando parece que está a punto de finalizar.

Este cúmulo de sentimientos permite al protagonista exponer en varias ocasiones su concepción sobre el amor, sobre la conquista, sobre las mujeres y sobre las relaciones sentimentales. Una teoría muy relacionada con esa forma de entender la vida que ha ido mostrándonos a lo largo de estas cinco entregas: desea hasta que consigue, quiere lo que no tiene, ama en la lejanía, detesta en la posesión, disfruta del trayecto pero a veces la pereza le frena antes de comenzar el viaje. No es de extrañar, pues, que su relación con Albertina esté marcada por el amor-dolor, el amor-sufrimiento, el amor-odio, el amor-conflictivo y el amor-desamor. Un amor desconfiado, un amor que no reconoce como amor, que en ocasiones siente como odio y otras, como abandono y miedo.

De hecho, son muchas las ocasiones en las que dice no estar enamorado de Albertina. Sin embargo, teme perderla, se aferra a ella con uñas y dientes y hasta prefiere robar su libertad antes de arriesgarse al abandono. Esta contradicción se manifiesta también en su modo de disfrutar de la joven: son varios los pasajes en los que nos describe el placer que siente viéndola dormir, tranquila, en su cama, desmadejada, ajena a todo lo que pasa a su alrededor, ajena a las tentaciones, a las mentiras, a las dudas y hasta al propio amor. La imagen de Albertina durmiendo (momento en el que está controlada, en casa, no hay por qué preocuparse de qué andará haciendo ni con quién estará haciéndolo) tranquiliza al protagonista.

Tal es la tranquilidad que siente (en ocasiones) cuando Albertina está a su lado, que hasta la identifica con su madre: en varios fragmentos compara el beso de buenas noches que le da la prisionera con el que le daba su madre cuando era pequeño, en el primer libro de la saga, y cómo no queda satisfecho hasta que obtiene tal beso. Se produce, pues, una identificación entre su madre y Albertina, una identificación basada en el cariño y la tranquilidad pero con reminiscencias incestuosas y edípicas.

Una madre, ausente en esta entrega, que aparece sólo a través de las cartas que envía al protagonista y que, por cierto, no aprueba el casamiento de su hijo con Albertina, de clase inferior a la suya.

El encierro de la joven implica también el cautiverio del propio protagonista. En esa vivencia del amor como esclavitud, como freno a la libertad, él mismo experimenta ese sometimiento, esa dependencia, esa falta de autonomía. De hecho, son muchas las ocasiones en las que habla de los viajes (o los conciertos, o las obras teatrales, o las mujeres) que no puede realizar (o disfrutar, o asistir, o conquistar) por culpa de Albertina. Sin embargo, conociendo su carácter, este lamento no parece más que la excusa perfecta para no hacer algo, alimentando esa pasividad que le caracteriza.

Así pues, son dos los prisioneros. Prisioneros del amor, pero también de la mentira y la desconfianza. Prisioneros con distinta percepción de su encierro: Albertina lo acepta en apariencia pero busca estratagemas para zafarse de él; el protagonista se lamenta de él, reniega de su suerte y culpa a la joven de su reclusión en largos parlamentos sobre lo que podría estar haciendo en vez de estar vigilándola. Pero, en el fondo, disfruta de su clausura, cada vez sale menos, se relaciona con menos gente, se vuelve más maniático, más egoísta, en muchas ocasiones con la excusa de su enfermedad.

Este estado contradictorio se muestra también en las contraposiciones que realiza el escritor entre el ambiente exterior (el bullicio de la calle, la gente en la plaza, los sonidos, los olores, los gritos…) y el ambiente interior de la casa. Es en esas descripciones de lo que se ve y se oye a través de las ventanas donde Proust retoma el gusto por el detalle, por la representación plástica, por la pintura llena de sensaciones e imágenes sensoriales (cromáticas, visuales, olfativas, auditivas, táctiles y hasta gustativas) que ya enriquecieran la narración en entregas anteriores. Esa realidad que se cuela por la venta, realidad que es casi hiperrealidad, a juzgar por la cantidad de detalles, de matices, de variaciones que es capaz de describir, se contrapone con el mutismo interior, la soledad, la oscuridad, la desconfianza, los sentimientos encontrados (ese amor/odio que siente Albertina y el protagonista pero también el rechazo que ella provoca en Francisca, el ama de llaves).

Estas imágenes sensoriales reaparecen también cuando el protagonista alude al arte (música, pintura, literatura, teatro…), reflexión recurrente durante toda la heptalogía.

Como también lo es la reflexión sobre el lenguaje, que continúa en esta quinta entrega, al igual que también lo hace la narración de los escarceos homosexuales tanto de Albertina como del barón de Charlus. Narraciones que, como es habitual en toda la obra, no se limitan a contar o describir, sino que juzgan, opinan, aunque sólo sea mediante el contrapunto que adquieren ciertas escenas o diálogos.

Obviamente, también continúa la reflexión sobre la memoria, sobre esa búsqueda del tiempo perdido que guía la saga. Una memoria que aparece aquí ligada a esas imágenes sensoriales de las que hablábamos, a la música, a los olores y al rastro imborrable que dejan en nuestro recuerdo.

A través de esos recuerdos vamos descubriendo la evolución personal del protagonista, que nos descubre, en esta entrega, dos datos importantes. En primer lugar, cómo va pareciéndose cada vez más a su propia familia, como va reconociéndose como parte de ella. Y, en segundo lugar, su nombre, que desconocíamos hasta el momento. Hasta ahora, no ha transcrito su nombre, ni se ha referido a él. Ahora lo conocemos, por boca de Albertina y a través de un juego metaliterario: pongamos que aquí aparece el nombre del autor, Marcel, dice el protagonista completando una frase de la joven, jugando con el lector y propiciando la identificación entre autor y protagonista.

Y una vez más, Proust deja abierto el final, más que abierto, colgando, en suspenso, con un suceso que deja al lector con ganas de abordar la sexta parte. Se titula La Fugitiva. Con eso, está todo dicho.

 

Lidia Casado

 

 

 

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