
"EL ECLIPSE DE
SARTRE"
Álvaro Bermejo
Sobre el escenario de la Francia de De Gaulle y de la Nouvelle Vague, quiso
ser la encarnación intelectual de los "philosophes" del Siglo de
las Luces. Durante aquel Mayo del '68 también actualizó al Zola del
Yo acuso, cuando
salió a vender ejemplares de Liberation por el Barrio
Latino mientras exigía a los gendarmes que le encadenasen.
Cuatro años antes se había permitido una osadía mayor: la de
rechazar el Premio Nobel. Entonces no lo necesitaba porque gozaba
de la más absoluta universalidad. Sartre era el paradigma de una
conciencia que podía incurrir en excesos como el de justificar el
régimen de Stalin y el de Pol-Pot, la represión de la Primavera de
Praga, los crímenes de la Baader-Meinhoff y hasta la causa de ETA.
Hoy la opinión quiere recordarle como el hombre que se equivocaba
siempre y, a lo sumo, ya sólo se habla de él para
recordar cómo intercambiaba sus amantes con Simone de Beauvoir. ¿
Por qué este filósofo total, en otro tiempo tan celebrado, ha caído
hoy en el más absoluto de los olvidos ?

Detrás de esa pregunta y coincidiendo con el cincuenta
aniversario de la publicación de Les Mots, uno de sus
hijos pródigos, Bernard Henri-Levy, a quien el propio Sartre acusó
de ser un agente de la CIA, acaba de reeditar Le siécle de Sartre, un
ensayo de seiscientas páginas dedicadas a demostrar que existen
Hombres-Siglo. No obstante, si en Jean-Paul Sartre se concentra
todo el siglo XX, habrá que comenzar por decir que éste ha sido
fundamentalmente contradictorio, y bastante amnésico. Pero también
que, inmersos en su vorágine de guerras, políticas de bloques y
manipulaciones indiscriminadas, los intelectuales no han acertado
siempre a mantener la independencia y la honestidad de su
criterio.

Un equívoco básico ha desvirtuado el concepto de compromiso
intelectual: la confusión entre militancia política y
solvencia ética. En esto, Sartre fue a su pesar un profeta
del apocalipsis que hoy envuelve a toda la clase intelectual y, más
que a ninguna, a la especie de los intelectuales orgánicos.
Por supuesto, siempre ha habido hombres de la cultura vinculados
con los poderes fácticos de su tiempo: la nómina de poetas,
músicos, filósofos o escritores que han cantado a papas y
antipapas, a reyes y a tiranos, sería interminable. En tiempos de
Sartre, aún les amparaba ese aura reverencial que llevó a De Gaulle
a pronunciar aquel memorable: No se detiene a
Voltaire.
Hoy, en los tiempos de la más aparente libertad de expresión, no
es necesario detenerlos. Tal vez porque, en realidad, ya ni agitan,
ni se mueven, ni son seguidos por nadie fuera de sus respectivas
capillas mediáticas entendidas como prolongaciones de un
determinado poder político. On connait la chanson.
Sí, conocemos la canción: es la misma que se interpreta en las
ejecutivas de los grandes -y pequeños- partidos políticos,
entre la crema de la vanguardia steampuk, en todos los medios y a
la sombra, ¿indignada? de todas las masas: es la alegre canción que
hace hoy del ser -intelectual- un sinónimo de la nada.

No obstante, pese al descrédito de la figura de Sartre, hoy
somos bastante más existencialistas de lo que pensamos. Ya en el
título de su ensayo más divulgado, El ser y la nada, hay
mucho de Heidegger. Pero Heidegger consideró que Sartre no era más
que un divulgador de su filosofía y le llamaba despectivamente
"periodista". Sin pretenderlo, definió a toda una nueva oligarquía
pensante que nacía con él. Pues si hoy todavía es posible imaginar
una cierta élite intelectual, ésta resulta inimaginable fuera del
amparo de una gran empresa de comunicación que de pábulo a sus
opiniones y una oportuna cobertura mediática a su imagen.

Primera edición e ilustración de La
Náusea
Después de La
Náusea, más allá de La Náusea, ya no cabe,
ni en su forma más ingenua, la posibilidad de un intelectual
contradictorio. Se impone el puro existencialismo. Es decir, la
primacía de la existencia sobre la esencia. Quizá porque Sartre,
con todas sus contradicciones, nos enseñó no sólo que vivir
es más importante que pensar, sino que es la única manera
cierta de pensar.

Al tiempo que califica la obra sartriana de "monstruosa y viva
como un cáncer", Henri-Levy se pregunta cómo el padre del
existencialismo pudo abrazar el más ortodoxo estalinismo. En un
mundo dividido en dos bloques, Sartre lo hizo sabiendo que no
optaba por el paraíso, pero tan de espaldas a las dimensiones del
infierno como si él mismo fuese uno de sus personajes literarios.
Entre la Nouvelle
Vague y el Nouveau
Roman, entre el enfant gaté de Los cuatrocientos golpes
y los amantes trágicos de Hiroshima mon amour, de
esa dualidad entre el hombre que no quiere ver fracasar las
sucesivas utopías del siglo y el idiota de la familia que
se deja seducir por Madame Bovary, de ahí surge la difícil
coexistencia entre el Sartre dogmático y el anarquista, entre el
político y el artista, entre el comprometido y el libertino, el que
pone su talento al servicio de una causa, hasta perder el norte, y
el que descubre la desesperada lucidez de la soledad, más allá de
La sale espoir,
pero ya sin esperanzas.
Antoine Roquentin, el protagonista de La Naúsea, llega al
final de su novela sin saber cómo justificar su existencia. Pero
ocho años después, su autor sigue defendiendo el modelo de
intelectual comprometido y le da cuerpo con un título bien
elocuente: Las manos
sucias. Entonces podía permitírselo, porque aquélla era la
izquierda impecable, cuajada de sacerdotes ateos, como Sartre era
el gran predicador por antonomasia. Más que un escritor que
interviene en el debate social, quería ser un demiurgo capaz de
inspirar grandes movimientos de renovación ética y política. Pero
ese mismo halo de grandeur con que le
encumbraron sus acólitos, le impidió ver que esos valores no
constituyen una vacuna contra ciertos compromisos de dudosa
moralidad. Y así como con el ocaso de la izquierda toda una
generación de desencantados hicieron de su figura el chivo
expiatorio de sus entusiasmos adolescentes, hoy, la erosión añadida
al inevitable relevo generacional ha ensanchado un notable rechazo,
absolutamente existencial, contra toda forma de intelectual que se
atreva a ser intransigente con sus principios, pues lo que se lleva
en estos tiempos posmodernos es ese vacuo lugar común al que
llamamos "tolerancia".

Foto de grupo
En pie: Cécile Elouard, Pierre
Reverdy, Pablo Picasso, Simone de Beauvoir, Brassai.
Parte inferior: Sartre, Camus,
Michel Leris
Los tiempos cambian, pero las grandes cuestiones siguen siendo
las mismas. Y, a decir verdad, pese a los errores asociados al
compromiso, la función del intelectual como instancia crítica no
sólo debería ser irrenunciable. Si hoy ya nadie denuncia nada más
que lo que le conviene, si todas las voces nos parecen ecos de
algún gran hermano, si acertamos a interpretar el silencio
intelectual como un síntoma, aunque no la nombremos, también
sabemos cuál es la enfermedad. Y en eso, los presuntos hijos de la
posmodernidad tampoco somos diferentes. El eclipse de Sartre, más
que el epitafio de un pensador, suena como el toque de silencio
sobre un vasto cementerio.

Probablemente el próximo sábado, cuando se celebre por todo lo
alto el quincuagésimo aniversario de Les Mots, se expandirá
un gran silencio sobre París -silencio de palabras-, y habrá más de
una mesa vacía en el Café de Flore. Incluso si faltan camareros,
será difícil encontrar allá algún intelectual de servicio.
anikaentrelibros no se hace
responsable del uso de imágenes de los blogueros a partir del
momento en que informa que sólo deben utilizarse aquellas libres de
copyright, con permiso o propias del autor