Eva Reichenberger (Krabat. Otfried Preussler)
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Eva Reichenberger
(editora)
Krabat Otfried Preußler
La cubierta, una xilografía, es preciosa. Ante un intenso cielo azul oscuro, un edificio rojizo, muros de ladrillo, una puerta extremadamente estrecha, encima un ancho ventanal formado por muchas ventanas pequeñas. Encima se extiende el tejado inclinado de una gigantesca buhardilla. Alrededor del tejado vuelan en círculo doce pájaros negros. Arriba a la izquierda, delante de nubes oscuras, una luna llena blanca, abajo a la izquierda, apoyada en el cobertizo de la casa, -como un reflejo- una rueda de molino blanca. El grupo de nubes y un arroyo sólo insinuado llevan a la contracubierta, un camino, flanqueado por sauces sin hojas y un carro cubierto por una lona tirado por tres caballos volando por los aires.
Éste será el lugar y el ambiente donde pasará la historia. El nombre del protagonista da título al libro: «Krabat». Un nombre extraño, como muchos otros nombres de la historia. Un niño mendigo, Krabat, tiene un sueño: once cuervos sentados en una barra, en la que queda un sitio libre, llaman tres veces su nombre, dicéndole que vaya al molino de Schwarzkollm. Krabat busca el molino, y, sin saber muy bien cómo y dónde se mete, acepta empezar como aprendiz. «Aquí yo soy el maestro. Tú puedes ser mi aprendiz, necesito uno. ¿Quieres, no?» «Quiero», se escuchó diciendo Krabat. Su voz sonaba extraña, como si no fuera suya. «¿Y qué tengo que enseñarte? ¿El oficio de molinero, o también todo lo demás?» Quiso saber el maestro. «Lo otro también», dijo Krabat.
Mi padre solía leernos. Empezamos con Der glückliche Löwe, libros de Astrid Lindgren y James Krüss, mitos de héroes griegos y romanos, de Shakespeare, de piratas (Wickie, el vikingo, o Der Geist in der Mittagssonne), otros libros del autor de Krabat -Otfried Preussler- como La pequeña bruja y El pequeño fantasma. Aun cuando ya sabíamos leer por nuestra cuenta, mi padre seguía leyéndonos a todos -no teníamos tele, y él, una gran biblioteca- nos leía y además nos gustaba repetir. Alternábamos, Wickie con historias del oeste como Los días de la ira o El hombre que mató a Liberty Valence, Krabat y El Lazarillo, historias de Isaac Asimov, Robert Heinlein, Wickie y La isla del tesoro, Robinson Crusoe, Poe, Maupassant, Stendhal. Mirábamos todos juntos las aventuras de Asterix y Obelix, mientras mi padre nos las leía, de tanto en tanto explicándonos algún bonmot. A veces, encantados por su voz, mi padre nos leía en otros idiomas extranjeros (francés e inglés) sin que importase demasiado que no entendiéramos ni un tercio. A veces, en fines de semana lluviosos o en vacaciones, hubo sesiones dobles, en las que mi padre nos leía hasta quedarse medio afónico. Y nosotros, de tanto en tanto, nos dormíamos y luego nos enganchábamos de nuevo.
Con los años, hubo libros que ya no pasaron el filtro de la repetición: habíamos crecido, desarrollábamos preferencias diferentes y gustos propios, en algunas repeticiones se descolgaba uno que otro de los tres hermanos. Pero, más espaciadas, continuábamos las lecturas compartidas, hasta que a los 18 me fui de casa. Entre los más compartidos estaban Un mundo feliz y Krabat.
Años más tarde, cuando estudiaba en Berlín, poco después de la caída del muro, encontré una edición escolar de Krabat que traía en el apéndice la leyenda sorbia en la que se había inspirado el autor y un mapa de los lugares, e hice lo que no suelo hacer con otros autores -un peregrinaje-, me fui en tren y andando al lugar de la novela, a ver los campos de Schwarzkollm, buscando el molino.
Firma: Eva Reichenberger
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