Comenta cuentos
La prometida. José Manuel Sánchez del Águila
Autor: José Manuel Sánchez del Águila (Sevilla, España. 1957) Web Oficial: Participa con: "La prometida" |
Sobre José Manuel Sánchez del Águila: |
José Manuel Sánchez del Águila es abogado de oficio. En 1997 salió su primer libro de relatos publicado por Capela, "Recuerdo del olvido", título inspirado en unos versos de Cernuda. Más adelante y alternándolo con la abogacía vocacional, publicó "Ropa vieja", que ha tenido muy buenas críticas, con razón además.
Bibliografía (hasta el momento de participar en Comenta-Cuentos): |
¬ Recuerdo del olvido (1997)
¬ Ropa vieja (2004)
¬ Un columpio entre estrellas (2005)
[bajo el heterónimo de Andrés Chapullé]
* ver José Manuel Sánchez del Águila en Anika Entre Libros
La
prometida
Aquel conservador diario de provincias se sentía especialmente
orgulloso de atesorar entre sus páginas el mayor número de anuncios
mortuorios de toda la región, y ello hasta el punto de que podía
asegurarse con relativa propiedad que quien no figurase entre
aquellas macabras páginas no había llegado a fallecer
efectivamente. Esa mañana, sus lectores volvieron a leer
asombrados, por cuarto año consecutivo, aquella esquela de una
ternura escabrosa que parecía dar cuenta de un amor desmesurado y
posiblemente enfermo: Tras la cruz y el título ("Cuarto
aniversario"), el nombre de un varón al que se le reconocía
cariñosamente por su apodo, un alias que desprestigiaba los
relumbrantes apellidos que le seguían: Curro Alvear de Bracamonte.
A continuación se recordaba el trágico suceso: "falleció el día 24
de diciembre de 2000". A modo de colofón, y tras las protocolarias
siglas "DEP", aparecía la siguiente leyenda: "Siempre estarás en mi
corazón. Tu prometida, Patricia Miranda".
Patricia y Curro tenían previsto casarse uno de esos días de la
nueva Navidad que se avecinaba tras un fatigoso noviazgo poblado de
amor, caricias y besos, aunque también lacerado por una gravosa
castidad, poca veces quebrantada, que seguía exigiendo con rigor
una sociedad provinciana, diligente vigía de la virtud ajena.
Faltaba poco para la ceremonia y los novios tenían que alternar los
últimos preparativos de la boda próxima con las numerosas comidas,
cenas y festejos propios de esas vísperas.
El día previo a la catástrofe, Patricia había asistido -como
puntualmente había venido haciendo desde que finalizó la carrera- a
esa cena que las compañeras más entusiastas del curso habían
prometido celebrar cada año para felicitarse las navidades. Tras la
cena, las copas, las risas aún adolescentes y por eso también aún
mágicas, el frenético bailoteo en el centro de la pista,
enloquecidas por la música caribeña y las luces, y por eso algún
que otro discreto coqueteo colectivo con esos muchachos de buen ver
(niños bien engominados) que acechaban en la barra observando la
mercancía con profesionalidad, ya perennes habitantes de aquel
antro, siempre dispuestos a la captura de cualquier hembra que se
pusiese a tiro; pero todo por pura diversión y por eso la locura y
aquellas risas desaforadas y gratuitas; y también, al final, ya
derrengadas, las confidencias más íntimas, trasegándose entre ellas
los últimos chismes: algún inesperado embarazo que forzaba una boda
de urgencia, ciertas aventuras que no pasaban de eso, pero también,
cómo no, la escandalosa clausura de un consolidado noviazgo.
Aquella noche Patricia y Marta fueron despidiendo una a una a las
restantes miembros del grupo, ya vencidas por el cansancio o por el
sueño, hasta quedarse solas; Marta y Patricia, ya íntimas desde el
colegio, desde tan pequeñas que ni recordaban; pidieron más
whiskies con seven up, sentadas en aquel apartado sofá, mientras
fumaban y bebían, charlando ya ebrias, disparatadas, tan
disparatadamente locuaces, tan niñas de nuevo; y fumaban sin parar
y los ojos enrojecidos, y más whiskies con seven up, y otra copa
más, y otra, y así hasta que casi las sorprende allí el amanecer,
aún de parloteo, asombradas, destrozadas, todo tan increíble.
A la mañana siguiente de esa fiesta levemente crapulosa aunque
intensa, Patricia despertó tarde y, aún somnolienta, se encontró
envuelta en una nebulosa de imágenes y palabras, abrumada por algo
que no alcanzaba a entender del todo. Sabía que Curro tenía ese día
almuerzo navideño con sus compañeros de empresa. Hizo una llamada
que no admitía demora y luego pulsó el número de móvil de su novio
para quedar con él tras esa comida y pasar juntos el resto de la
tarde antes de marchar cada uno a sus respectivas cenas familiares
de nochebuena. Esa mañana se vistió morosamente, como si ejecutase
un rito prohibido: rebuscó en el ajuar hasta encontrar ese escueto
conjunto de ropa interior que había escogido minuciosamente para
enloquecer de deseo a su marido la misma noche de bodas; buceó en
su desordenado armario hasta encontrar una falda brevísima, de pana
celeste, que permitía mostrar en todo su esplendor unas piernas que
sabía legendarias. Una ceñida blusa blanca de seda completaría ese
conjuntito al mismo tiempo cándido y provocativo. Finalmente, se
deleitó vistiendo lentamente sus piernas con unas sugestivas medias
a juego con la faldita. Patricia había amanecido aquella mañana con
una vehemente, casi irracional necesidad de arrancar esa tarde en
su novio un deseo desmesurado y brutal.
Poco antes de la una del mediodía se despidió de su madre con un
beso volado. Antes de cerrar la puerta le gritó desde el hall que
no la esperasen para comer, que tenía compras que hacer y que ya
regresaría de noche para la cena. Al ingresar en el pequeño Golf,
repasó una vez más su frondoso cabello negro en el espejo
retrovisor, miró en su cartera para memorizar una vez más, antes de
hacerlo trizas, ese papelito doblado que contenía una dirección
anotada apresuradamente y un improvisado plano a vuela pluma.
Desconectó el móvil y puso en marcha el motor del coche.
Había quedado con Curro a las seis en aquel bar de copas que
venían frecuentando desde el comienzo de su noviazgo, para cinco
años iba ya. Aquel rincón apartado y casi siempre solitario de la
planta de arriba de Richeliau había sido testigo de largas y
numerosas tardes de besos dulces y de magreos ardorosos cuando la
castidad sucumbía ante la excitación y el deseo. Esa tarde hubo de
esperarle durante largo rato. Llegó muy borracho, exhalando un
oscuro hedor a alcohol corrompido. Ella le miró risueña, incluso
con una extraña ternura que no se compadecía con el enojo que
siempre le solía venir cuando contemplaba a su novio en tan
lamentable estado de embriaguez. Curro escupía una mirada opaca,
turbia; y se le derrumbaban las palabras a poco de pronunciarlas;
pero aún así miraba a esa provocativa mujer que tenía delante con
una codicia exagerada y atroz. Nada más sentarse se abalanzó sobre
ella para besarla con una ferocidad insensata. Pero Patricia se lo
impidió, apartándolo suavemente y lanzándole unas palabras ambiguas
aunque prometedoras:
-Más tarde, Curro, espera un poco; más tarde te daré mucho más de
lo que deseas.
Una vez que Ricardo (el viejo camarero de siempre) desapareció de
la sala tras servir las primeras consumiciones, Patricia miró a su
novio con una complicidad misteriosa. Le hablaba pausadamente, cada
palabra parecía un guiño: se había enterado de todo, esa ciudad al
fin y al cabo era un pueblo y tarde o temprano se habría tenido que
enterar. Con una dulzura insospechada, le reprochaba que se lo
hubiese ocultado durante tanto tiempo. Ella siempre lo hubiera
entendido porque en realidad carecía de importancia: ella misma
había llegado a saber que, tomadas con moderación, esas pastillitas
volvían fogoso al más apocado de los hombres, y qué otra cosa podía
querer yo, Curro, con lo que yo te deseo, cariño, con lo que
disfruto contigo, mi cielo, con el placer que me viene cuando te
siento tan hombre, amor mío.
Ella misma se había ocupado de comprarle unas cápsulas para esa
misma tarde -le iba diciendo a su novio mientras sacaba del bolso
el paquetito de papel de plata y desparramaba las pastillitas sobre
la mesa-, quería hacer el amor con él allí mismo, en ese discreto y
solitario saloncito, si se daban prisa podían hacerlo sin riesgo de
ser sorprendidos, a esa hora nadie subiría y llegado el caso
podrían disimular, ella sabía. Mientras Patricia bajaba a la barra
para servir ella misma dos nuevos whiskies, Curro, excitado ya con
las sorprendentes palabras de su encelada novia, normalmente tan
templada y prudente, se había dispuesto a ingerir dos de esas
pastillas que brillaban azules sobre el tablero.
A su regreso, Patricia le miró provocadora, desafiante, mientras
Curro disparaba su mirada lela de borracho terminal sobre el
apetitoso cuerpo que esa tarde le ofrecía con generosidad su novia.
Cuando se sentó sobre él a horcajadas para galoparlo, enfebrecida
de deseo, poseída de una excitación descomunal, comenzó a besarle
con saña, con una furia inusitada, contoneando su cuerpo entero y
dejando que él le atrapara con violencia las nalgas, los muslos,
los pezones, más excitado Curro que nunca, desenfrenado, fuera de
sí. Y así siguieron, frenéticos, fornicando sin reparo en esa
soledad prodigiosa y amable. Se agitaban escandalosamente, se
detenían, volvían a besarse, de vez en vez tomaban un sorbo de
whisky, y entre sorbo y sorbo, Curro ingería una nueva pastillita
confiando en poder alcanzar la potencia que el alcohol le había
arrebatado para colmar así su exagerada rijosidad.
Y todo hasta ese instante en que a Curro se le descuadró la
mirada, que se le volvió absurda, casi blanquecina, su rostro se
fue amoratando, amagó a duras penas una especie de grito, exhaló
una especie de suspiro maloliente y amargo, desplomándose
finalmente sobre su novia como una marioneta tronchada por manos
inexpertas. Patricia se desenganchó cuidadosamente de él tras ese
coito inconcluso, recogió su bolso y bajó las escaleras. Antes de
salir del local, se dirigió al camarero:
-Estaba muy borracho. Se ha quedado durmiendo la mona, ya sabes,
Ricardo, ya lo conoces. ¡Feliz Navidad! -dijo Patricia a modo de
despedida derramando su mejor sonrisa, su más luminosa
mirada.
Aquella otra mañana, ya era el día de Navidad, Patricia fue
despertando lentamente con una morosidad extraña en ella, y todavía
en la vaporosa duermevela ni siquiera sintió sobresalto cuando
escuchó fuera de su dormitorio lejanos timbres de teléfonos que se
repetían una y otra vez, voces alarmadas y gritos que se quedaban
luego en susurros, llantos apenas contenidos y frases apenas
inteligibles pero que proclamaban sin duda una inmensa
tragedia.
Ajena a ese lúgubre ajetreo, Patricia se acurrucó entre las
sábanas buscando recuerdos cuando en realidad eran ellos los que
venían a buscarla: esos coros de hombres alrededor de fogatas
clavándole en las piernas y en los pechos sus obscenas miradas, su
peligroso deambular la tarde anterior por ese barrio de chabolas
infecto de maleantes en busca de esas pastillas -Ketamina- cuyos
mortales efectos estaban asegurados si se combinaban con una
importante ingesta de alcohol, eso que hacía poco había leído en
alguna revista de mujeres, a lo mejor Cosmopolitan.
Y sobre todo, Patricia regresaba una y otra vez a esas sangrientas
palabras de Marta la noche de la cena con las compañeras de curso;
su lacerante confesión y más tarde su ya inútil lamento, esas
inservibles explicaciones, ese perdón que inútilmente suplicaba una
y otra vez entre tristura y llantos ("ya hace tiempo que todo ha
acabado, Patricia, de verdad, debes de creerme" -le había asegurado
aquella noche Marta a su amiga entre lágrimas-). Lo recordaba todo,
casi palabra a palabra por insoportables que le siguieran
resultando: ese casual encuentro en los chats de Internet, cuando
Curro y Marta aún desconocían sus verdaderas identidades, el
coqueteo inicial noche tras noche una vez que él dejaba a su novia
en casa, y luego esa atracción irresistible que fue creciendo
imparable cuando aún ni siquiera habían cruzado sus fotos.
Y más tarde, ese sorprendente descubrimiento mutuo, cuando ya era
mucho el morbo como para poder parar ese dulce juego, esa pasión
indomable que va ocupando el pensamiento de ambos, y por eso los
inevitables encuentros furtivos entre semana, a horas
insospechadas, en aquellos hoteluchos de mala muerte de las
afueras, guardar a todo trance las apariencias cuando se
encontraban los tres, y mientras tanto Patricia derramando su nube
de sueños, de traje de boda y de flores, de hogar, de hijos, ese
futuro rebosante de ilusiones, entusiasmada con todo eso, feliz
porque lo ignoraba todo, ajena a unas miradas perversas y
cómplices, dos bocas y dos cuerpos que contempla y que no sabe que
han sido, que son solidarios en la pasión y que se enardecen en el
deseo, los muy canallas. Esa traición imperdonable, esa pena ya
irrefragable. Todo eso tan infame, tan doloroso y sucio que, sin
remedio, quedará para siempre en el encallecido corazón de la
prometida.
© José Manuel Sánchez del Águila Ballabriga
COMENTARIOS SOBRE EL
RELATO
Pilar López Bernués
(pilarlb)
Hola José Manuel. Mi más sincera enhorabuena.
Me ha gustado mucho el relato. Las descripciones y situaciones las
veo muy logradas y el texto capta el interés desde el
principio.
Luego está ese "doble fondo" de cubrir las apariencias, del "qué
dirán" y todo para ocultar un crimen premeditado.
Una nota: Las mujeres somos "malas" (o eso decís los hombres) pero
sólo un poco...
Saludos cordiales
Pilar
Travis
Hay algo que me trastorna en este relato. La fecha en la que se
desarrollan los hechos. ¿Castidad en el año 2000? ¿Chicas con
coche, móvil y whisky con seven up que se reservan para la noche de
bodas? Me parece ciencia ficción, además ni siquiera lo considero
algo imprescindible para la buena marcha del relato.
Miguel Angel León Asuero
(maleon)
Pues en realidad, pienso que en este caso lo de menos es la
historia en sí, sino la forma en que se cuenta.
Las descripciones son elaboradas, y el ambiente me parece muy bien
ideado. Además, ya sabéis lo que me gustan las frases largas (
)...
En definitiva, me ha gustado mucho la forma en que está ideado y
expuesto este relato.
Enhorabuena, y gracias.
M. A. León
Carobece
¡¡¡Vaya!!! ¡¡¡Este relato me deja sin palabras!!! Yo creía que la
novia lloraría desconsolada por la muerte de Curro cuando le dieran
la noticia, pero veo que fue un final totalmente diferente y
extraño.
Sin embargo me gustó. Tiene buenos elementos y una trama que
engancha.
Bueno.
Joseph B. Macgregor
Aunque al principio se nos desvela cuál va ser el final de la
historia, el autor sabe mantener el suspense, la intriga: ¿Cómo y
por qué murió ese hombre?
Las escenas / situaciones me parecen muy bien descritas.
Me gusta también el cambio de registro que se produce en el bloque
final: al principio parece una historia de humor y poco a poco se
va transformando en una tragedia bastante sórdida, aunque no me
impactó demasiado. Me convenció más el desarrollo de la trama que
la resolución final.
José Manuel Sánchez del
Águila (poetadeguardia)
Gracias por vuestros comentarios. Acojo encantado todas las
críticas, buenas y malas. Y en cuanto al final de la trama, la
necesitaba para engarzar con el principio, una esquela que leí en
un periódico (lo único cierto del relato) y que me hizo pensar ¿por
qué una prometida le pone una esquela a su novio muerto dos años
después?
La inspiración está hasta en las esquelas, está visto.
Abrazos, amigos lectores.
Manel Sparks
A mí también me ha gustado mucho el relato. En cuanto a lo que
pregunta Travis... es cierto que es extraño eso de la castidad,
pero no imposible. Hay gente para todo...
Creo que está muy bien escrito y está bien desarrollada la
trama.