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El secreto de Mokangi. Heinz Delam
Autor: Heinz Delam (Burdeos, Francia. 1950) Web Oficial: www.heinzdelam.com Participa con: "El secreto de Mokangi" |
Sobre Heinz Delam: |
A Heinz Delam le costó echar raíces porque se pasó su infancia y adolescencia viajando y viviendo en distintos países (entre ellos África), pero finalmente se decidió por España, y todos esos escenarios que conoció tan a fondo le han servido como ambientación de algunas de sus novelas. Escritor durante muchos años de novela juvenil, aunque él sabe que este tipo de lecturas es para todas las edad, Heinz Delam se estrena en breve con una novela "para adultos".
Bibliografía (hasta el momento de participar en Comenta-Cuentos): |
¬ La
maldición del brujo-leopardo (1995)
¬ La selva prohibida (1997)
¬ Likundú (1999)
¬ La sima del diablo (2002)
¬ Mundo Arcano (2005)
¬ La noche de las hienas (2006)
* ver Heinz Delam en Anika Entre Libros
El secreto de
Mokangi (Apareció en la revista CLIJ (Cuadernos de
Literatura Infantil y Juvenil) en el número 167 de enero
2004)
Lo que voy a relatar a continuación es una simple anécdota, una de
tantas que permanecen amodorradas en el viejo baúl de mi memoria.
Sin embargo, al igual que otras muchas de mis experiencias
africanas, tuvo la virtud de trastocar algo en mi interior, hasta
el punto de hacerme suponer que hoy no sería el mismo de no haber
conocido a Mokangi... Pero empezaré por situar al lector en un
tiempo lejano, cuando yo residía en un Zaire postcolonial que ya no
existe, pues hace años que dejó de llamarse Zaire y de ser
postcolonial. Sin que vengan a cuento las razones, resulta que en
cierta ocasión necesité contratar un guía para atravesar las
marismas de Lopaku; debo aclarar que esa región, que se extiende en
torno al lago del mismo nombre, es particularmente peligrosa e
inhóspita, siendo los batracios, cocodrilos y serpientes sus únicos
moradores -eso sin contar ciertos seres que se citan en las
leyendas populares, y de los que preferiría no haber oído hablar-.
El caso es que todos aquellos que conocían las ciénagas me habían
desaconsejado que me arriesgara en aquellos parajes, sobre todo si
contar con el asesoramiento de un buen conocedor de la región.
Acudí pues a una aldea cercana y pregunté si alguien estaba
dispuesto a acompañarme a cambio de una paga razonable. La
respuesta no fue inmediata. Como es habitual entre los pueblos de
la selva profunda, todas las cosas deben decidirse sin prisas, así
que primero se celebró una pequeña reunión en el centro del
poblado. Se habló mucho y fui agasajado con fruta y malafu, una
bebida local de sabor ácido.
Al término del ritual me presentaron a Mokangi.
Mi primera impresión fue de decepción: Mokangi era muy joven, casi
un niño, y me inquietó su probable falta de experiencia. Así que
solicité otro aspirante de mayor edad y veteranía. Pero todos
insistieron en que la persona más indicada para guiarme a través de
los pantanos de Lopaku era el adolescente cuyo nombre, Mokangi,
significa guardián en lengua bangala. No tuve más remedio que
acatar la voluntad de aquellas gentes, tan hospitalarias como
obstinadas, y conformarme con su única oferta.
Mokangi y yo partimos con la aurora del día siguiente, envueltos
en densos vapores de humedad apenas aclarados por los primeros
rayos del sol. Nos adentramos en la selva siguiendo el único
sendero practicable, que se estrechaba poco a poco a medida que nos
alejábamos del poblado. Caminábamos en silencio, cada uno cargado
con su bolsa de pertrechos y sumergido en sus propios pensamientos.
A medida que avanzaba el día, el angosto camino se volvió más
tortuoso y difícil, y el aspecto sombrío de la vegetación llegó a
parecerme desagradable, casi amenazador. Pero nada de eso
inquietaba a mi incansable guía, cuyo diligente paso apenas se veía
alterado por los arbustos espinosos que nos laceraban la piel, ni
por las intrincadas lianas trepadoras que se enroscaban en nuestros
pies. Tampoco las madejas de hilos pegajosos tejidos por invisibles
arañas del género Nephila, que a menudo se adherían a nuestra cara
y se nos enredaban en el pelo, lograban importunar a Mokangi: se
limitaba a desprenderlos con gesto mecánico y sin alterar su eterna
sonrisa.
Mokangi sonreía siempre, sin ningún motivo aparente.
Se me ocurrió que el muchacho poseía una cualidad muy útil para
cualquier viajero necesitado de recorrer grandes distancias a
través de la selva. ¡Cuántas veces me hubiese gustado poder
conservar la calma y el buen humor en medio de la incómoda soledad
del gran bosque! Eso me llevó a una conclusión inequívoca:
¡necesitaba aprender su truco!
Caminamos todo el día, sin más descanso que los escasos minutos
que dedicamos a reponer fuerzas y alimentar nuestros cuerpos
exhaustos -por lo menos el mío lo estaba-, con un poco de pescado
ahumado, algo de kpanga (1) y un par de plátanos de nuestra bolsa
de provisiones. Empecé a temer que el viaje acabaría sin darme
tiempo a descubrir el misterio de la inalterable serenidad de
Mokangi... Las primeras sombras de la noche africana nos alcanzaron
en un terreno algo más despejado, al borde de una laguna cuyas
negras aguas le conferían la apariencia de un inmenso charco de
alquitrán derretido. Al parecer, Mokangi tenía previsto hacer un
alto en el camino: depositó la bolsa en el barro que recubría el
suelo, extendió junto a ella su estera y se limitó a
decretar:
-Pasaremos la noche aquí.
-¿Aquí? -Miré inquieto a mi alrededor- ¿No hay un sitio
mejor?
-Este sitio está bien, comparado con otros.
(1) kpanga - Pan de mandioca,
también llamado tshikwanga, chikuangue, nkwanga o mangbelé.
Elaborado con harina de mandioca que se deja fermentar en un
envoltorio de hojas. Es alimento básico en muchas regiones del
Zaire, y su aspecto y sabor son muy diferentes a nuestro
pan.
Un chapoteo procedente de la cercana laguna me sobresaltó.
Estábamos rodeados de peligros invisibles, y con un estremecimiento
me pregunté qué ayuda podía esperar de aquel muchacho en caso de
verdadera necesidad. Agobiado como me encontraba por la desolación
de aquellos parajes, no dejaba de sorprenderme que alguien tan
joven como mi compañero pareciera sentirse tan a gusto, como
denotaba esa sonrisa que nunca abandonaba sus labios. Impulsado por
una mezcla de envidia y curiosidad, decidí tantearle:
-Algún día tendrás que revelarme tu secreto, amigo Mokangi.
-¿Secreto yo? -por primera vez su sonrisa dejó paso a una
expresión de estupor-. Mokangi no esconde ningún secreto.
-Sí que lo escondes: tienes algún truco para mantenerte tranquilo
y contento incluso aquí, en uno de los rincones más tétricos de la
Tierra.
La placidez volvió a instalarse en el rostro moreno del muchacho,
mientras sacudía la cabeza con incredulidad.
-Eres tú quien esconde un secreto, muzungu (2) . Resulta que eres
ciego y no me lo habías dicho... -¿Ciego?
(2) muzungu - En bangala significa
europeo o persona de raza blanca. También se dice
mundele.
-Tienes que serlo para no ver la belleza de este lugar. Una
belleza que nos rodea por todas partes y sólo pide que estemos
dispuestos a admirarla y disfrutarla.
-Pues sí que debo estar cegato. -Volví la cabeza, abarcando con la
mirada las inquietantes sombras a nuestro alrededor-. Aquí sólo
crecen malas hierbas, árboles que oscurecen la luz del sol, marañas
de enredaderas y espinos...
Sin dejarme acabar la frase, Mokangi se puso en pie y extendió la
mano hacia la tupida vegetación que nos rodeaba. Al apartar las
hojas, una pequeña joya de colores vivos y formas increíblemente
bellas quedó al descubierto: era una diminuta orquídea que, de
forma misteriosa y desafiando toda lógica, había conseguido
desplegar su encanto en medio de la ominosa penumbra del bosque.
Conseguir una flor como aquella -si es que podía encontrarse una
igual- costaría una fortuna en cualquier floristería del mundo
civilizado. Y yo la tenía a mi alcance. Completamente gratis. Me
bastaba con arrancarla y llevármela.
Acaricié los pétalos delicadísimos con la yema de los dedos y
observé que se estremecían, como lo haría un ser vivo y sensible
ante una caricia. Luego miré a los ojos de mi guía, y leí en ellos
la poesía muda que la admiración de la orquídea inspiraba en su
interior...
¡Por nada del mundo la habría arrancado!
La dejamos donde estaba, viva, alegrando la penumbra de un bosque
que sólo es tenebroso para quienes no lo conocen a fondo. O para
los que están ciegos de sensibilidad.
Por suerte, mi ceguera tenía cura. Entendí la singular sabiduría
de los habitantes de la remota aldea cercana al Lopaku, y el
criterio que les había impulsado a escoger al soñador Mokangi para
guiar los torpes pasos de un extranjero, alguien sin duda incapaz
de apreciar los secretos de las marismas. A partir de entonces
cambió mi talante y permití que mi maestro en el arte de leer la
selva me enseñara. Sus sencillas lecciones resultaron para mí mucho
más valiosas que las pedantes disertaciones de aquellos que
presumían de grandes conocedores de la selva. Ahora sé que detrás
de cada hoja puede ocultarse un pequeño milagro de belleza, y mi
caminar ha dejado de ser una tarea penosa para convertirse en
promesa de pequeños misterios que sólo mis ojos podrán descubrir. Y
cuanto más insensibles sean los que me rodean, mayor será la
amplitud de mi sonrisa pues. al igual que Mokangi, poseo un secreto
que me hace feliz...
No es de extrañar que desde mi viaje al Lopaku, a veces yo también
sonría sin motivo.
© Heinz Delam Lagarde
COMENTARIOS SOBRE EL
RELATO
Pilar López Bernués
(pilarlb)
¡Precioso! Y muy cierto lo escrito. Pocas veces miramos alrrededor
"viendo", viendo toda la belleza que puede ocultarse en el lugar
más sombrío. ¡Enhorabuena!
César
Cuántas veces he leído algo parecido -no igual- aunque siempre
viene bien el que alguien nos vuelva a recordar ese "sonreir sin
motivo" a veces un simple gesto físico continuo -como la sonrisa-
influye también en el alma de cada cual y nos cambia el estado de
ánimo. Me ha gustado mucho, por su aleccionadora sencillez y sus
descripciones. Muchas gracias.
César
Athman
Aunque con una excesiva intencionalidad, típica de los cuentos de
Bucay y similares, tengo que admitir con agrado que está muy bien
escrito y que resulta interesante en todo momento. Me ha gustado el
modo en que presenta a los personajes y cómo describe todo...
Enhorabuena.
Travis
Un relato que tiene lugar en la selva del Zaire tiene mi simpatía
ya desde el principo. Este además está muy bien escrito aunque
coincido con Athman en que la derivación del relato hacia el
"cuento con moraleja" no es precisamente lo que me esperaba. Pero
bueno lo importante es que he podido ver en mi cabeza perfectamente
todo lo que al autor describía. Y eso no es fácil de
conseguir
Panzermeyer
Preciosa aventura. La moraleja se veía venir, pero es que es
cierto. Nuestra vida ajetreada y la escala de valores que nos
imponemos nos hacen no apreciar cosas sencillas y agradables porque
estamos preocupados de otras.
Joseph B. Macgregor
No me interesa tanto la moraleja, si es que la tiene, como la
enorme capacidad del autor para crear poesía desde la sencillez, de
una historia que transcurre sin grandes aspavientos pero
tremendamente emotiva, hermosa de principio a fin, con una
capacidad para hacerme viajar con la imaginación impresionante.
Tiene algo de Kipling, aunque los personajes no sean hindús o
hindúes.
Heinz
Delam
Al leer los comentarios a mi cuento titulado "El secreto de
Mokangi" no he podido evitar el impulso de añadir el mío: en
principio no me gusta escribir historias con moraleja, salvo la que
el propio lector desee extraer por su cuenta a partir de mis
palabras, pero tengo que confesar que "El secreto de Mokangi" es
una excepción.
La razón es muy sencilla: no es un cuento, es una realidad.
Con esto no pretendo decir que el relato sea verídico, sólo
aclarar que en el Congo aprendí mucho de gente como el joven
Mokangi, personas que a simple vista podrían parecernos simples o
ignorantes, pero que llevan en su interior el tesoro de una
sabiduría capaz de apabullarnos y devolvernos la humildad perdida.
Por eso, cuando desde la revista CLIJ (Cuadernos de Literatura
Infantil y Juvenil) me pidieron un relato, se me ocurrió resumir
esa sensación de deuda moral que tengo con África a través de este
cuento. Está escrito con el corazón más que con la cabeza, y salió
así.
Con moraleja.