Comenta cuentos
Amor electro-doméstico. Salvador Gutiérrez Solís
Autor: Salvador Gutiérrez Solís (Córdoba, España. 1968) Web Oficial: www. Participa con: "Amor electro-doméstico" |
Sobre Salvador Gutiérrez Solís: |
Salvador colabora en prensa escrita (Grupo Joly -El Día de
Córdoba-) y publica su artículo semanal todos los domingos. Este
trabajo lo comparte con el poeta Pablo García Casado, con quien
comparte, además, su web oficial.
Bibliografía (hasta el momento de participar en Comenta-Cuentos): |
¬ Más de cien bestias atrapadas en un punto
(2003)
* ver Salvador Gutiérrez Solís en Anika Entre Libros
Amor
electro-doméstico
Ars
Narrandi
Texto seleccionado para la antología
Cuento al Sur (Ediciones Batarro, 2002). Historia de obsesiones y
fijaciones. Historia de rutina e iconos.
Amor -electro- doméstico se publicó,
por primera vez, en la Revista digital y literaria -que todo es
posible- Ariadna, en 2000.
Concha tenía todas esas cosas, pocas cosas, que un hombre suele
querer -que una mujer tenga-. Es decir: las cosas en su sitio, a su
altura, gravitatorias y con volumen. Con mucho volumen. Canalilla,
apretada y manzanera. Sentimental y enamoradiza, Cáncer de primeros
de julio. Lloró cuando se congeló Di Caprio en Titanic y cuando se
murió Chanquete en la octava reposición de Verano Azul.
Pedro tenía todas esas cosas, cositas, que cualquier mujer no
suele querer -que un hombre tenga-. Es decir: las cosas en un sitio
equivocado, aleatorias y escasas. Muy escasas. Pajarillo, gafitas y
dedillos. Con toda la malaleche de los buenos Aries -con cuernos
retorcidos-, malaleche de verdad.
Aún así eran pareja, no de hecho, por la Iglesia: luna de miel en
Lanzarote -hotel cinco estrellas, habitación insonorizada y
desayuno continental-. Ninguna regla -salvo la del "cinco"- es
perfecta. O los volúmenes y las carencias se complementan, que
también puede suceder.
Concha sabía mover el culo como nadie; la mejor. En el súper,
cargada de latas de cola, con su uniforme de rayas -atléticas:
rojas y blancas- era como una diosa casquivana, pecadora y
emplumada del Folies Bergere. Desfilaba entre los estantes
rezumando guarrería, incitando a la humedad, provocando tortícolis,
celos y matinales montañas de sábanas a su paso. No parecía una
simple reponedora de la sección de refrescos.
Pedro no movía tan bien el culo, tampoco el suyo era un culo de
exhibición. Siempre pegado al asiento del sillón, fusionado a la
pana de un ayer marrón del cojín. Eso sí, con una lata -de cerveza-
en una mano, y el mando a distancia en la otra, las gafitas en la
punta de la nariz, recorría los idiomas y los canales, y las
presentadoras gorditas y los culebrones venezolanos, y los
campeonatos austro-húngaros de billar y los debates de vecinas
chabacanas todas las horas de todas las mañanas de lunes a lunes,
toda la semana. Pedro era la versión fangosa de aquel ángel caído:
destronado, herido y sucio.
A las tres en punto Concha colgaba el uniforme, en una taquilla
con fotografías de Riqui Martin, se ajustaba las medias y ceñía el
culo en unos tejanos descoloridos entre charlas. Pedro calentaba
lentejas con chorizo o freía pollo empanado. A las tres y media
comían, sin hablar, mirando la enésima repetición de los goles del
domingo o el polvo del aparador -o el azul descafeinado del techo-.
El hombre del tiempo anticipaba tormenta -con fuerte marejada- en
el Cantábrico.
A las cuatro, después del segundo cigarrillo, después de apurar el
tinto, Concha fregaba los dos platos y la ollita o la sartén,
mientras el café hervía. Pedro la observaba desde la puerta, ciego
en ese culo que a tantos había cegado durante la mañana en el
súper. Dos minutos de comentar las noticias de una jornada sin
noticias. Dos minutos de ver y fingir escuchar.
Pedro hablaba por hablar, movía la boca, mientras soñaba ver en el
cuerpo de Concha las manos y las acrobacias de la película del
viernes a las una y media -de la madrugada-. Los ojos enmarcados
por ese culito que no hace tanto había sido rojiblanco y entonces
era tejano, y grotescamente erótico. Cuando ya no le cabía más culo
en el cerebro, ni más presión en los pantalones, Pedro se acercaba
hasta Concha y primero colocaba una mano en el cachete derecho y
luego la otra en el izquierdo, derecho izquierdo, derecho
izquierdo. Siempre: derecho izquierdo; fijaciones de la
niñez.
Las manos como lapas de los bolsillos, temblorosas en el vaivén. A
continuación, besitos en la nuca, besitos entre los caracolillos,
besitos en donde el pelo traiciona a la peluquera, besitos hasta
que la cafetera silbaba. Cuando la cafetera silbaba, ella se giraba
en busca del silbido y hacían el amor -un amor de dos empujones y
medio gemido- sobre la mesa de la cocina, bajo la lámpara del
comedor, sobre el suelo del pasillo o en la cama, si les daba
tiempo a llegar al dormitorio.
Cigarrillo, café y cigarrillo. Pocas palabras. La tormenta del
Cantábrico instalada en el comedor. Pedro buscando y encontrando en
cada "no" un reproche. "Si estoy aquí es porque no he encontrado
nada...". "Yo no te he dicho nada de...". "¿Te crees qué me gusta
esto?". "Que yo no...". "Ya, no te preocupes, aunque sea de
minero...". Más silencio, un silencio profundo, de palabras que
escuecen, que pujan por salir.
La reconciliación en la cena, a eso de los postres. "Médico de
familia" y a la cama. Esta vez para dormir: por la noche Concha no
fregaba los platos. "Buenas noches". "Si Dios quiere". Sueño rápido
y vueltas en la cama. El final de otro día como otro cualquiera. La
Luna sobre el espectro de Cáncer y Aries con los cuernos más
retorcidos.
Así pasaron los días. Las semanas y los meses. Tal vez algún año.
Algunas variaciones se produjeron en sus vidas. A Concha la
cambiaron de sección en el súper. Gama blanca: electrodomésticos.
Su uniforme siguió siendo rojiblanco, más rojiblanco, le regalaron
uno nuevo en la empresa por tres años de servicio. El culito bien,
tatuado en la falda, más ligero, sin el peso de las latas. Con la
misma forma, la misma reina entre los estantes.
Pedro se compró un libro de cocina, uno de dieta mediterránea que
su presentadora favorita recomendó una mañana. Comenzó a elaborar
menús variados y complicados. No lo hizo por ampliar su cultura
gastronómica. No. El estofado de cerdo y las berenjenas gratinadas
requerían más trabajo, más tiempo y, claro, más sartenes, cuchillos
y coladores. Concha tardaba más en fregar lo ensuciado, lo que no
la inquietó en un principio. Además, Pedro parecía más calmado, más
suave y el paladar lo agradecía y la tregua de paz se rompía un
poco más tarde. La cafetera también comenzó a silbar un poco más
tarde.
Los movimientos se siguieron repitiendo, retardados. Pedro en la
puerta de la cocina, el culito enfrente, más vaivén, más manos de
viernes por la noche magreándolo. Olor a café y las manos, sus
manos, en el culo, derecho izquierdo, besitos en la nuca y amor
sobre la mesa de la cocina porque a llegar al dormitorio, ni
siquiera al pasillo, les daba tiempo. Cigarrillo, café, cigarrillo
y discusión. "Médico de familia" y buenas noches en las
mejillas.
La monotonía conduce a la reflexión -que es la madre del
aburrimiento-. Concha escuchaba la conversación de sus compañeras,
todas rojiblancas pero ninguna con su culo, en los descansos de las
once y media, sobre los hábitos sexuales de sus maridos, sus quejas
y sus anhelos en silencio, desde la distancia de lo ajeno. Pedro
descubrió lo que ya sabía: que el placer lo lograba contemplando el
vaivén del culo de su mujer, no antes ni después. Que el amor se lo
hacía por no defraudarla, en un alarde de generosidad sexual, y que
la espuma del Fairy le escocía si caía donde no debía. Lo mejor de
cada día, lo que merecía la pena esperar y dedicar toda la mañana a
la cocina, era ver el culo de su mujer mientras fregaba.
Uno y otra tomaron sus medidas. Un día, de no hace tanto, Concha
dejó de ajustarse los tejanos y dejó de volverse al silbido de la
cafetera mientras su marido le besaba la nuca y le geografiaba los
cachetes, derecho izquierdo, del culo. La bronca llegó antes, pero
sólo ese día.
Al siguiente, cuando la cafetera silbó, las manos estaban en su
sitio y los restos del pollo al chilindrón navegaban por la
tubería; Pedro desapareció antes de lo previsto. Sonó el grifo del
cuarto de baño. Sin pelea. "Levántame a las siete", "hoy ha llamado
tu madre", "cómprame un paquete de tabaco cuando salgas", "hay un
microondas de oferta", "pon al día la cuenta". Y hasta la noche. Y
hasta el día siguiente.
Concha, en el súper, desembalando una tostadora para la
exposición, dedujo que algo fallaba, que el repentino cambio de
comportamiento de Pedro no se debía a la casualidad. Ideó un plan.
Ese mismo día fingiría ser la de siempre, se ajustaría en los
tejanos que provocaban el temblor, y casi la amputación, del
carnicero, y comenzaría a fregar. Pedro, en tanto, preparaba un
complicadísimo plato griego; los cacharros sucios se apilaron hasta
cubrir la imitación de granito de la encimera. Más tiempo de
placer.
Al tercer plato Concha se giró y lo descubrió. Allí estaba Pedro:
media cabeza asomada, despeinado, las gafillas empañadas
balanceándose en la punta de la nariz, encogido como una gata en
celo, masturbándose con los ojos puestos en ese culo que tanto
había sobado. Un vaso pintado de espuma no acertó su objetivo. Ni
café ni cigarrillo y pelea, mucha pelea, pelea de la buena. Se
escupieron todos los reproches acumulados en los cinco años de
matrimonio. Pedro justificaba con reproches de los que duelen su
comportamiento. Concha lo humillaba con reproches de los que
escuecen. Guerra zodiacal.
La noche en vela la emplearon en planear las respectivas
estrategias. Pedro, necesitado del perdón, volvió a las lentejas
con chorizo. Concha, no se lo pensó, encontró la venganza perfecta:
compró un lavavajillas.
© Salvador Gutiérrez Solís
COMENTARIOS SOBRE EL
RELATO
Travis
Me ha gustado la forma de contar la histora con párrafos y frases
cortas, modélica la manera de retratar a los dos personajes en unas
pocas palabra al principio del relato. El sentido del relato me ha
resultado extraño pero interesante, desde luego la sexualidad
humana es muy compleja.
Rosa Ribas
Coincido con Travis.
Aunque no acabo de pillar el sentido de la historia, me ha gustado
la dinámica del relato. La presentación de los personajes me
pareció muy lograda, con los rasgos justa y una adjetivación
precisa. Sin que el autor haya dado muchas informaciones, era
posible visualizarlos e imaginar su forma de moverse, lo que en el
caso de Concha me parece un punto fundamental de la historia. La
forma de escribir, marcada por la brevedad de los párrafos y las
frases, mueve a la lectura, arrastra. Me gustó el punto de humor
que recorre todo el texto.
El punto, para mí, criticable, es que no queda claro de qué va la
historia, pero igual es mi problema.
Miguel Angel León Asuero
(maleon)
¡Genial!
Es increíble cómo con frases cortas e ideas concisas, transmites
tanto. ¡Es que ves a Pedro en la puerta de la cocina mirando
embobado el trasero de Concha!
Me parece un relato redondo, en el que ni sobra ni falta nada. Muy
bien contado.
Enhorabuena.
M. A. León
Carobece
Me gustó el relato...
¡¡¡Un forma simple de narrar cómo las parejas se encuentran
repentinamente envueltas en una neblina de rutinas diarias!!!
¡¡¡Aunque el autor exagera!!! jejejeje... Imposible que cada
suceso se repita de manera tan similar y que los protagonistas
actúen de una forma tan maquinal.
En fin... un buen relato, bien contado ¡¡¡y entretenido!!!
Muy bueno.
Manel Sparks
La verdad es que el relato está muy logrado. Como habéis dicho los
demás, la brevedad de los párrafos ayudan a darle ligereza al texto
y aumentar la rapidez de lectura para facilitar la clave de
humor.
Los gestos, los comentarios de los personajes... parece que se
repiten una y otra vez, de una forma casi exagerada como ha
comentado Carobece, pero de modo que esa exageración sea una
caricatura de la monotonía de tantos matrimonios que viven estas
ridículas situaciones.
El final también está muy conseguido, él quiere que ella vuelva a
ser la de los pantalones apretados, la que le gusta y por esa razón
él vuelve a ser el de antes, pero ella tiene sed de venganza y
prefiere permanecer orgullosa y comprar un lavavajillas para que él
siga con sus prácticas culinarias, ensuciando cacharros pero
evitando fregarlos ella. De alguna forma, la victoria de la mujer
sobre el hombre en este caso. Al menos esa es mi
interpretación.
En fin, que me ha gustado mucho el relato.
Joseph B. Macgregor
Se trata de narrar utilizando los mínimos elementos expresivos,
narrativos o descriptivos, en algunos momentos, podemos hablar de
una suerte de narración telegráfica. La intención del autor, por
tanto, es la de ir al grano, ser lo más sintético posible. Esto da
una enorme agilidad al texto, aunque personalmente y aun
entendiendo que es una opción narrativa como cualquier otra, no me
gusta demasiado este manera de contar las cosas. Cuando leo una
historia de este tipo, me da la impresión de estar leyendo un
cuaderno de notas, el borrador de una historia que se quedó sin
desarrollar. Es una cuestión de gusto personal, como todo.
La historia mantiene bien el pulso, no pierde interés, es amena y
divertida y con un sentido de la poética muy personal (sería una
poética de lo cotidiano, no sentimental), aspecto éste que sí me
interesó mucho más.