José Carlos Somoza

José Carlos Somoza - Políticamente yo

Irrealismo vulgar

 

Irrealismo vulgar

José Carlos Somoza

 

Muchos años después, sentado ante el ordenador, he recordado el día que mi padre me hizo conocer a García Márquez. Eran aquellos unos años -década de los setenta- en los que los escritores usábamos máquinas de tinta y las palabras poseían peso y olor y manchaban los papeles. Unos años en los que, si querías leer, visitabas librerías o bibliotecas. En los que los libros, como las personas, no acababan cuando concluía su vida útil, sino que había que seguir cuidándolos como a ancianos, soplar sobre sus cantos, sacudirles el polvo, ordenarlos en las repisas y no doblarles las páginas. Años en los que la luz solo servía para iluminar y nadie imaginaba que íbamos a trabajar, gozar, aprender y enseñar con luz. En los que las revistas, fascículos y periódicos -esos hermanos pequeños de la lectura- tenían un propósito útil y un público deseoso. Recuerdo que, cuando mi padre me enseñó aquel libro en la revista de Círculo de Lectores, lo primero que me llamó la atención fue que, en lugar de la esperable portada de pistolas, muchachas muertas, ojos en la oscuridad o manos
crispadas -la novela policiaca era lo único que leía mi padre en esos años- hubiese una viejecilla vestida de luto sentada en una silla. "Este es la mejor novela que he leído en mi vida", me dijo, para mi sorpresa. Eran los años del realismo mágico.

 

Yo me fiaba de mi padre, y la leí. Me gustó la historia de la familia Buendía, me gustó Úrsula Iguarán, me gustaron los inventos de Arcadio. Y me dejó asombrado, literalmente, la escena en que Remedios la Bella (creo recordar su nombre)
Realismomagicoascendía a los cielos presa de una palidez de neblina y un arrebato de mística atea. Pero sobre todo recuerdo su poderoso realismo de pucheros, faenas, ambientes cotidianos (Remedios levita mientras tiende ropa en la azotea), cuerpos que podían tocarse, palabras dichas frente a los oídos que las escuchaban, besos que se saboreaban como fruta tropical. Sensaciones físicas reconocibles, inmediatas. Era imposible contar esas cosas de ninguna otra forma que no fuese con palabras, ni experimentarlas de ninguna otra forma que no fuese sosteniendo papeles en la mano. Ninguna imagen, ninguna luz, ninguna realidad tenía el suficiente poder. Eran los años del realismo mágico, escondido en las páginas de los libros como los hechizos en los grimorios.

 

Hoy aún no han pasado cien años desde esa novela crucial, y el realismo mágico parece desfasado. El milagro se ha hecho cotidiano. Las palabras viajan como asteroides, cruzando de una a otra pantalla como a través de un enorme cosmos, igual de fugaces. Macondo ha dado paso a un planeta entero de comunicaciones enredadas, relaciones frágiles, noticias olvidables y magia que, por habitual, se ha hecho demasiado común. Asombroso, útil, insospechable irrealismo, tan doméstico que se ha vulgarizado. Años de irrealismo vulgar. Y sospecho que nuestra soledad es aún mayor que hace cien años.

 

Al menos, Gabo ha sido dado de alta. Bien.

 

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