Tras acabar mi última novela me he regalado el visionado de las
cinco temporadas completas de Breaking Bad, la serie de moda. Hay
algo excitante, diríase contra natura, en darse un atracón casi
ininterrumpido con una serie cuyos capítulos se emitieron antes
semanalmente. Te sientes poderoso, como si pudieras doblar el
tiempo a tu antojo, haciendo un alto solo cuando te lo exige la
fatiga mental o el entumecimento de los miembros. Ya no tienes que
morderte las uñas mientras se rueda la siguiente temporada, ni
exprimirte el cerebro para recordar los detalles olvidados. No, ya
no tienes que hacer nada de eso. Si algo de bueno tiene no haber
visto Breaking Bad cuando se estaba emitiendo y todo el mundo
hablaba de ella, es sin duda la borrachera de emociones que provoca
verla de un tirón. Y como no podía ser de otro modo, la he
disfrutado como un enano. Pero sobre todo creo que he recibido una
lección.
Cualquiera que busque artículos y reseñas en Internet sobre
Breaking Bad encontrará montones de alabanzas, pues de esta serie,
como del cerdo, se celebra todo: la magistral evolución de sus
personajes -desde la lenta pero inevitable metamorfosis de Walter
White en Heisenberg hasta el vía crucis fisicomental de Jessy-, los
encuadres innovadores de las escenas, las set piece iniciales
-impagable el narcocorrido-, las carambolas y situaciones extremas
del guión, los empáticos paisajes de Alburquerque, incluso los
colores de la ropa de los actores o la música escogida, como la
canción Baby Blue de Badfinger que suena en la escena final,
pervirtiendo su significado. Al contrario que muchas series que se
agotan en sus primeras temporadas y luego empiezan a dar tumbos de
un lado a otro, como desgraciadamente es el caso de la tercera
temporada de Homeland -por no hablar de la malograda Heroes o la
improvisada Lost-, Breaking Bad conocía su destino. Vince Gilligan
-a quien tras este tour de force hay que colocar en el mismo podium
que Steven Moffat, el creador del Sherlock de la BBC- sabía
dónde quería ir desde el principio, sabía hasta dónde podía malear
a sus personajes, sabía cómo administrar la historia que había
construido en su cabeza. Y lo hizo con mano maestra, con un ritmo
cadencioso y milimétrico, haciendo que cada detalle reverberase en
los capítulos siguientes, tejiendo una red de sutilezas alrededor
del arco argumental como quien fabrica un hechizo. Un trabajo para
quitarse el sombrero, o para ponerse el de Heisenberg, pues sin
duda Gilligan nos ha regalado una de las mejores series que ha
emitido la televisión en décadas.
Pero de sus infinitas bondades, a mí lo que más me ha gustado ha
sido el modo en que Breaking Bad ha exprimido sus escenas, un
verdadero taller sobre cómo escribir ficción, sobre cómo construir
y hacer derivar a los personajes. Gilligan sabe lo que quiere
contar, sabe en cada momento en qué tipo de escena debe desembocar
la narración, pero en vez de ir directamente al grano, oh,
maravilla, se recrea, hace florituras en el área antes de tirar a
puerta, envuelve el núcleo dramático entre capas de comedia o
absurdo. Gilligan nos enseña a no tener prisa, a sacarle todo el
jugo a cada situación, a verla desde todos los ángulos posibles, o
lo que es lo mismo, con los ojos de todos los personajes implicados
en la escena. En fin, creo que mientras veía la serie y el gran
Walter White iba volviéndose malo capítulo a capítulo, yo me iba
volviendo mejor escritor. O eso espero.
Félix J.
Palma
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