Félix J. Palma

Juego de palabras

Réquiem por la máquina de escribir

 

RÉQUIEM POR LA MÁQUINA DE ESCRIBIR

Félix J. Palma

 

Ayer volví a ver Mísery, algo que hago cada cierto tiempo porque es una de mis películas favoritas. Y nuevamente volví a irme a la cama pidiéndole a Dios no encontrarme nunca en la misma situación que Paul Sheldon, su protagonista. No me refiero a tener que escribir una novela bajo la supervisión de una enfermera trastornada aficionada a troncharte los tobillos con un mazo, sino a tener que escribir una novela en una máquina de escribir.

 

Misery

 

Hoy en día estamos tan acostumbrados a los ordenadores que nos cuesta recordar que hubo un tiempo en el que no existían. Hasta los catálogos de Ikea colocan uno falso en sus modernos escritorios, como si fuera un elemento imprescindible para la armonía de sus hogares de laboratorio. Pero existió una época donde las mesas de los catálogos mostraban una extensión baldía, apenas salpicada por un cartapacio, un bote con bolis y una lamparita, y en aquella época remota e inhumana los escritores confeccionaban sus obras aporreando las teclas de una máquina de escribir. Reconozco que escribir novelones como "El mapa del tiempo" o "El mapa del cielo", que exigen tantas revisiones, tantos trasvases de escenas de un lugar a otro y tantas rectificaciones de datos, me habría resultado una labor ímproba de no poder recurrir al "cortar y pegar" y demás trucos del Word. Solo pensar en haber tenido que escribirlas en una máquina de escribir me llena de pavor. Casi preferiría que Kathy Bates me machacara los tobillos con su mazo, la verdad.

Pero hubo un tiempo en que yo también aporreé las teclas de una de esas máquinas. Mis primeros relatos los escribí en una enorme que había en mi casa, un trasto pesadísimo de color gris paloma que dormitaba en algún armario, cubierto con una funda, como si se tratara de un lamborllini. Aunque únicamente la usaba para mecanografiar el relato una vez escrito a mano. Escribirlo directamente en ella se me antojaba una empresa poco menos que suicida. Aún conservo algunos de los manuscritos de aquellos relatos primerizos, seis o siete folios grapados, abarrotados de una letra un tanto ilegible, llenos de inmisericordes tachaduras, flechas retorcidas y culebreantes anotaciones a los márgenes. Mecanografiar aquello debía de ser algo parecido a desencriptar un mensaje secreto, pero era el único modo de escribir que conocíamos, ya que el ordenador ni siquiera era todavía una presencia insinuada en el horizonte. No lo recuerdo con exactitud, pero supongo que incluso aceptaba con naturalidad que si alguna vez me decidía a escribir una novela, tendría que hacerlo en aquel trasto. Por suerte, por aquel entonces yo no era tan ambicioso. Debió de ser más o menos en esa Misery1época cuando coincidí en un autobús con un tipo que había escrito una novela erótica para presentarla al premio hoy extinto La sonrisa vertical. No recuerdo dónde se dirigía aquel autobús, ni el nombre del sujeto, pero nunca olvidaré el aspecto del manuscrito que me enseñó. Mientras me desmenuzaba la trama, yo miraba con ojos espantados aquel engendro que había exhumado de su maletín, un manojo de folios torpemente cosidos en los que el "cortar y pegar" de hoy era exactamente eso: los párrafos dados por buenos habían sido recortados y pegados en otras páginas para evitar nuevos mecanografiados, dando como resultado un tocho lleno de crujientes remiendos que daba pena leer, y que desanimaba a cualquiera a emprender la escritura de una novela. Hace unos meses oí que el manuscrito de "Cien años de soledad" era algo parecido. Nuestro querido Gabo incluso había añadido párrafos escritos en esparadrapo. Bueno, qué otra cosa podían hacer aquellos escritores preordenador.

Tras la máquina de escribir, mi padre nos compró a mí hermano y a mí, que empezábamos a mostrar inquietudes literarias, un extraño cacharro que era una máquina eléctrica pero con memoria, una memoria de pez, pues solo daba para ocho páginas. Es decir, podías escribir un relato y verlo a través de una pantallita estrecha y diminuta, corregir lo que quisieras e imprimirlo solo cuando estuviera terminado, introduciendo los folios como en un teletipo. Aquel trasto era mucho más cómodo que su antecesor, pero tenía una desventaja: no podías escribir relatos de más de ocho páginas.

Unos años después, los ordenadores empezaron la tímida invasión de nuestros hogares. El primero en llegar a mi casa fue una de aquellas antiguallas sin sistema operativo, que en vez de la imitación de papel que ofrece el Word, ponía ante tus ojos una aterradora pantalla negra, como un firmamento sin estrellas, donde las letras iban apareciendo con un ligero brillo dorado, como escupidas por Campanilla. Fui incapaz de escribir nada coherente allí, intimidado como estaba ante aquel alarde tecnológico que mis dedos no creían merecer. Un par de años después, tuvimos el primer ordenador con Windows, y en él fue donde escribí muchos de los cuentos que con los años reuniría en "El vigilante de la salamandra". Pero durante bastante tiempo algo me impedía escribirlos directamente en el ordenador. Seguía haciéndolo en papel, y utilizaba el ordenador para mecanografiar la versión definitiva, como una máquina de escribir sofisticada. Supongo que el transito de la máquina de escribir al ordenador no podía realizarse de un modo natural. Al principio, cualquier frase que escribía directamente en la pantalla me parecía buena per se, simplemente por lo bien que quedaban aquellas letras de molde sobre el blanco del ficticio papel, y yo estaba acostumbrado a cincelar cada frase hasta que musicalmente sonaran bien. Gracias a Dios fue una sensación que logré vencer con el tiempo, y desde entonces todo lo tecleo directamente en el ordenador, tanto es así que mi letra se ha deformado hasta convertirse en un puro garabato por falta de uso. Sé que hay escritores que aún escriben a mano, surcando sus blancos cuadernos con pluma, pero yo hace tiempo que cambié lo romántico por lo práctico.

 

Misery2

 

Si mi vida tuviera la coherencia de una película americana, algún día, ordenando el desván, volvería a encontrarme con aquella vieja máquina de escribir. Pero mi vida es tan deslavazada y contradictoria como cualquier existencia real, y no tengo la menor idea de dónde estará aquel cacharro, de cuál habrá sido el destino de aquella máquina con cuyas teclas, sin ninguna ceremonia, compuse la primera palabra de las muchas que teclearía a lo largo de mi vida. 

Félix J. Palma

 

 

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