MIENTRAS ESCRIBO
Félix J. Palma
La vida es lo que nos pasa mientras estamos ocupados haciendo
planes. No recuerdo dónde oí esa frase por primera vez. Puede que
en una película o quizás en alguna serie, pero lo cierto es que
desde entonces no he dejado de oírla en sus múltiples variantes, ya
sean divertidas, líricas e incluso publicitarias. Ahora, Google
mediante, es fácil descubrir que la frase pertenece nada menos que
al mítico John Lennon, que la disimuló entre otras muchas en la
canción Beautiful boy, del album Double Fantasy,
el último trabajo del cantante antes de que Chapman le metiera los
cinco tiros que el destino le tenía reservado, desbaratando para
siempre todos sus planes. Pero la frase me encantó cuando la oí, y
todavía hoy me sigue pareciendo una de esas frases ante cuya bella
lucidez hemos de quitarnos el sombrero, una muestra de la genial e
irónica clarividencia del Beatle. Y dado que los escritores más que
planes hacemos novelas, más de una vez me he sorprendido pensando
que la vida es lo que me sucede mientras escribo una novela.
Cuando en las entrevistas me preguntan qué diferencia hay entre
escribir una novela o un cuento, suelo recurrir a la respuesta
clásica, contraponiendo las características de ambos géneros: que
si en el cuento prima la intensidad frente al pulso sostenido y
sereno de la novela; que si el cuento no tolera elementos
superfluos mientras que la novela es una especie de abeto navideño
cuyas ramas acogen impasibles cualquier adorno; que si en el cuento
lo importante es el principio y el final mientras que en la novela
lo que realmente interesa es el nudo; y cosas por el estilo. Cuando
en realidad, lo que me gustaría responder sería que la gran
diferencia entre escribir una novela y un cuento es que durante la
escritura de la primera la vida pasa, y durante la escritura del
segundo, no. Porque, ¿cuánto podemos tardar es escribir un relato?
¿Diez, quince días? ¿Veinte como mucho? ¿Qué puede sucedernos
durante ese periodo tan breve? Generalmente nada. En cambio, el
tiempo que empleamos en la escritura de una novela es como mínimo
de un año, dos si es más extensa de lo habitual, y mucho más si es
una de esas novelas cuya escritura vamos alternando con otras
cosas, una de esas novelas que uno arrastra por la vida como una
maldición o una enfermedad crónica, que vamos escribiendo a plazos,
por temporadas, con la incómoda sensación de que quizás nunca
encontraremos su tono, de que nunca lograremos darle la idealizada
forma que tenemos en mente. Pero pongamos que no nos referimos a
nuestra inalcanzable ballena blanca, si no a una novela en cuya
escritura tardamos un año. ¿Cuántas cosas pueden sucedernos en un
año? Muchas. En un año puede pasarnos de todo. Nuestra vida puede
cambiar en un año, volverse del revés, ponerse patas arriba. Y
aunque no sufra ningún cataclismo de esa magnitud, inevitablemente
padecerá pequeños seísmos más o menos inofensivos, pero que irán
cincelando discretamente la figura de lo que vamos siendo, por
mucho que nunca quedemos fijados en nada, porque la transición, la
continua revisitación de uno mismo, es el estado natural del
hombre.
Supongo que por eso nos da tanto miedo embarcarnos en una
novela, porque sabemos que desde que nos echemos a la mar, desde
que la primera palabra arraigue en el blanco del papel, nuestra
vida, o al menos nuestro próximo año de vida, se verá
inevitablemente enrarecido por una obsesión. Sí, durante ese
periodo el orden de nuestras prioridades se verá profundamente
alterado. Todo cuanto nos suceda, nos sucederá mientras pensamos en
otra cosa, mientras una gran parte de nuestra mente está ocupada
por una trama que cada día amenaza con desflecarse, por unos
personajes que hay que insuflar de vida, por cientos de párrafos
que hemos de reparar. Será como ver el mundo a través de un velo. Y
cualquier suceso, por insignificante que sea, intentará calar en
nuestro proyecto, el cual tendremos que impermeabilizar para evitar
filtraciones indeseadas. Ocurrirá, por ejemplo, que volveremos del
entierro de un ser querido para reanudar la escritura de una escena
cómica, o que nos abandonarán en mitad de una reflexión que
pretende ser un tributo al amor, eso en lo que de repente hemos
dejado de creer, y cientos de ejemplos más que cada escritor habrá
vivido y que habrán otorgado a sus novelas una intrahistoria. De
modo que, cuando la novela en cuestión sea publicada, el lector
pasará sus páginas sin ver otra cosa que un conjunto de escenas,
diálogos y acciones engarzadas con mayor o menor gracia, pero su
autor verá el argumento de su propia vida. El primer capítulo le
recordará el nacimiento de su sobrino, el cuarto la boda de su
mejor amigo, el quinto su fugaz paso por un gimnasio, el octavo la
tendinitis que tuvo que tratarse durante todo un mes, y el décimo
le hará rememorar aquella semana en la que el malévolo panel solar
que descansaba sobre el techo de la buhardilla en la que escribía
comenzó a destilar una gotera secreta que acabó cerniendo una
mancha de humedad sobre su cabeza. Descubrirá, quizás con sorpresa,
que a pesar de no haber tenido nunca la paciencia necesaria para
llevar un diario, ciertos años de su vida han quedado para siempre
cifrados en sus novelas. Da vértigo pensar en lo que sentiría
Tolstoi al pasar las páginas de Guerra y Paz, o en los fantasmas a
los que Víctor Hugo tendría que enfrentarse mientras en la
epidermis de su novela Valjean padecía la batalla de Waterloo y
decidía adoptar a Cosette.
Cada novela tiene, en fin, dos argumentos, uno público y otro
privado. Porque mientras escribe novelas, uno vive. Es algo que no
puede evitar.
Félix J.
Palma
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