Cada vez que escucho a alguien despotricar sobre las redes
sociales me acuerdo de la gente que hace unos años despotricaba
sobre los móviles, y vuelvo a pensar lo mismo: que nada es bueno ni
malo, sino que todo depende del uso que hagamos de ello. Para mí,
las redes sociales han sido un regalo inesperado, pues me permiten
mantener contacto regular con mis lectores e incluso ponerles
rostro (o a su superhéroe favorito, dependiendo la de foto que
ilustre su perfil). Antes dicho contacto casi no existía,
reduciéndose a los encuentros atropellados y fugaces de las firmas
de libros. Por eso creo que para los escritores, e imagino que para
otros gremios dedicados al arte, inventos como Facebook o Twitter
son algo enriquecedor. Pero no es el único regalo que nos ha dado
internet. Están también los foros literarios, donde nuestros
anónimos lectores hablan de nuestros libros. Ah, lo foros. ¿Qué
escritor ha podido resistirse a la tentación de infiltrarse en uno
de esos sitios para descubrir qué opinan de su trabajo? Yo lo hago
con frecuencia. Me meto en uno de esos foros y asisto como mudo y
fascinado testigo a la disección que un grupo de lectores, armados
con el descarnado bisturí de la sinceridad, hace de mis novelas o
mis cuentos, y tomo nota mental de lo que les gusta y de lo que no.
Descubro, en fin, los aciertos y errores de un trabajo en el que
uno pone lo mejor de sí mismo guiado únicamente por la brújula de
su intuición. Mientras diseñaba la tercera parte de mi trilogía
victoriana, por ejemplo, me dejé caer por muchos foros, atento a
las opiniones de mis lectores sobre cómo podrían continuar las
aventuras de Wells, Murray y Cía.
He pensado en todo esto al ver el primer episodio de la tercera
temporada de Sherlock. Como la mayoría sabéis -y si no, no sigáis
leyendo, pues se avecina una avalancha de spoilers-, Moffat y
Gatiss, los artífices de la serie, acabaron la segunda temporada
con un cliffhanger memorable, de esos que parecen imposibles de
continuarse: Sherlock saltaba al vacío desde el tejado de un
edificio y se estampaba contra el suelo ante los atónitos ojos de
Watson. "No apartes la vista de mí", le decía antes de saltar y
descender hacia el suelo con el icónico abrigo hondeando al viento
como una capa.
En la novela Misery, Stephen King
reflexionaba sobre los distintos modos de salvar un cliffhanger.
Paul Sheldon, el escritor protagonista, debía revivir a la heroína
Misery si no quería que su trastornada enfermera le rompiera algo
más que los tobillos, y en tan peliagudo trance, recordaba un juego
con el que entretenía los veranos de su infancia. Se llamaba
"¿Puedes?", y en él quince o veinte chiquillos se sentaban en
círculo alrededor de un monitor, que comenzaba una historia hasta
dejar al personaje en una situación extrema, para que uno de los
chavales lo sacara de allí usando su ingenio. Y solo había dos
maneras de lograrlo: haciendo trampas, es decir, colocando más
lejos el tren que estaba a punto de atropellar a la chica, para que
esta pudiese desatarse en el último segundo, o decepcionando a la
audiencia con una resolución cogida por los pelos, pues hay
situaciones que no pueden resolverse sin defraudar nuestras
expectativas.
En el episodio La caída de Reichenbach, el guionista
del equipo de Moffat colocó a Sherlock en una de ellas, remedando
el final de La solución final, el relato de Arthur Conan
Doyle de 1893 en el que se inspira. En ese cuento, harto de la
asfixiante popularidad que había logrado su creación, impidiéndole
escribir obras más importantes, Doyle se deshizo de ella
arrojándola a las cataratas Reichenbach, que había visitado en un
reciente viaje a Suiza. Con semejante final, no es de extrañar que
mientras se rodaba la tercera temporada, los fans de la serie se
dedicaran a tejer toda suerte de teorías sobre cómo Sherlock había
burlado a la muerte. Medio planeta se puso a jugar al "¿Puedes?" de
King en los foros de internet, pues la manera en que el arrepentido
Doyle había rescatado de la muerte al famoso detective no servía
ahora. Repasaron una y mil veces el final del episodio, atentos a
todas las pistas que Moffat aparentemente había camuflado en el
tramo final: el ciclista, los médicos, el puesto de ambulancia…
porque sin duda cada una de ellas tenía una función, estaba ahí por
algo.
¿Y qué solución nos ha dado Moffat en El coche fúnebre
vacío? Todas y ninguna. Consciente también él de que cualquier
solución sería tramposa o decepcionante -¿un cable atado a la
cintura que no había estado ahí? ¿un hipnotizador? ¿el cadáver de
Moriarty con una máscara? ¿un colchón hinchable en el suelo? ¿una
pelotita de squash que le roba momentáneamente el pulso?-, ha
preferido no dar ninguna, rehusar su papel de demiurgo que todo lo
puede, y nos ha regalado un auténtico festival de especulaciones,
enhebrando en un episodio de montaje frenético todas las teorías
que han circulado por internet durante el tiempo de espera. Se lo
imagina uno fisgoneando en los foros, recopilando las decenas de
conjeturas, las coherentes y las disparatadas, como quien recoge la
cosecha, para mostrarlas luego de boca de los distintos personajes.
El coche fúnebre vacío es, por tanto, un episodio que no
solo está guionizado por su equipo, sino también por todos los fans
de la serie. Otro de los milagros que permite internet.
Félix J.
Palma
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