¿Porque si viviera en la España de hoy, el genial checo sería
un escritor costumbrista? No. La actualidad de
Kafkava más allá de una mera
ocurrencia, trasciende las mil conmemoraciones que celebrarán el
primer siglo de su obra capital -La Metamorfosis-, y lo sitúa como
uno de nuestros grandes contemporáneos. Nadie como Kafka supo
traducir ese sentimiento de horror y desolación latente en lo
cotidiano, el de una sociedad que aplasta al diferente hasta
reducirlo a la condición de un insecto, el que se convierte en un
mudo grito de angustia, tan semejante al de Edward Munch, ante la
constatación final de que el nuestro es un laberinto sin salida.
Tal vez, sin embargo, lo más estremecedor de Kafka es que nos
cuenta todo eso a través de una escritura desprovista de todo
patetismo.
Un día Gregorio Samsa, un viajante de comercio
que vende telas, despierta transformado en un insecto. Su
primera reacción es lamentarse porque no podrá ir a trabajar, y por
la lluvia. El paradigma kafkiano ha quedado establecido: el
absurdo, que irrumpe al comienzo de la historia, es narrado como si
fuera algo normal, no contradictorio con el tono "realista" del
relato. Samsa vive con sus padres y su hermana. Los mantiene con su
sueldo, porque su padre es jubilado. Cuando su familia y el
apoderado de su jefe se dan cuenta del estado coleóptero del
protagonista, éste pierde su trabajo y empieza a ser una carga.
Gregorio conserva en todo momento sus facultades mentales pero,
debido a su incapacidad para hablar, la familia supone que ya no es
más que un animal que no puede comprenderlos.
Grete, la hermana de diecisiete años, procede a vaciar la
habitación de casi todo el mobiliario para dejarle una mayor
libertad de movimientos, que Gregorio no tarda en disfrutar al
descubrir la comodidad de trepar por las paredes y moverse en el
techo. El padre interviene para recortar la escasa libertad del
insecto. Cuando un día Gregorio decide salir de su habitación, su
padre enfurecido lo persigue y finalmente le arroja manzanas. Una
de ellas da en el blanco y le ocasiona una infección. Ahora su
tamaño pareciera empequeñecer, ya que Gregorio consigue esconderse
más fácilmente; la infección continúa y le duele todo el
cuerpo.
Tras este enfrentamiento comienza el deterioro físico de
Gregorio. Su familia, desprovista de sustento, debe arrendar la
habitación de Grete a tres inquilinos formales y exigentes. Todos
parecen olvidarse del monstruo, al que alimentan con los restos de
su comida, hasta el punto de que él mismo acaba prefiriendo el
rancio sabor de los alimentos pútridos. Más adelante perderá
por completo el apetito.
Al hilo de todo ello puede entreverse en La
metamorfosis tanto la lectura de una sociedad que segrega
y maltrata al diferente, como la frialdad del universo ante la
monstruosidad de la vida. En el primer esquema, el lector siente la
soledad de las relaciones rotas y la frustración radical del
aislamiento. Y también percibe una alegoría de las diversas
actitudes que toma el ser humano ante la enfermedad grave e
irreversible, y de cómo, a pesar de todo, la vida continúa. Puede
captarse también el brutal egoísmo humano: sobre Gregorio recayó el
peso de mantener a su familia, pero ésta lo deja morir en cuanto la
situación se revierte. En cuanto al componente autobiográfico, ya
en el nombre Samsa hay una permutación de las consonantes de Kafka,
quien se siente radicalmente distinto por pertenecer a una minoría
incomprendida, y por no encajar en una familia que espera de él lo
que no puede dar. Kafka consideró que, para su edición, La
condena y La metamorfosis debían ir
juntas. La figura del padre es en ambos cuentos tiránica, y domina
a la de la madre. Así es en ambos cuentos, y en la vida de Franz
Kafka.
En principio, el título debió haber sido La transformación, ya
que "metamorfosis" alude a la literatura fantástica y éste es un
relato realista. (Es notable que para la traducción al yídish,
Melech Ravitch utilizó Der guilgul, un término referido a la
metempsicosis).
Pero la transformación de Gregorio Samsa no es un sueño: es
real. No hay pesadilla, no hay enajenación del protagonista; ni
siquiera entrevemos que el lector deba buscar simbologías. Esta
literalidad hace de La metamorfosis una obra de ficción dura, a la
manera de los cuentos de hadas del Medioevo, cuando la malvada
hechicera convierte al príncipe en un animal repugnante. Pero no
estamos en la Edad Media, ni hay cuento de hadas.
Hay incluso una diferencia entre este absurdo y el que se da en
las otras grandes obras de Kafka. Aquí lo irracional no es el mundo
circundante que va agobiándolo, sino una transformación del propio
protagonista. El medio prosigue fiel a sus detalles cotidianos; él
no. Muebles, disposición de la casa, veladas, problemas laborales
de la familia, todo permanece incólume. La monstruosa irrupción es
Gregorio incomunicado, insecto, marginado de la vida familiar. El
protagonista cae en profunda desolación, busca angustiado una vía
de escape y no hay salida.
La metamorfosis es determinante: hasta ese evento Gregorio era
un viajante ejemplar, respetuoso de sus jefes, sometido a una
disciplina laboral que lo aburre y a otra paternal que lo somete.
Súbitamente, cambia su relación. Es expulsado de su trabajo, y
luego de la familia. Es arrojado entre los desperdicios al interior
de su cuarto; aislado y atacado, víctima del horror, del asco y del
desprecio. La autoridad paterna se impone más violenta y pasa de la
amenaza a la persecución, luego al golpe, la herida, y finalmente
la muerte. Gregorio es herido gravemente por su padre y muere
sintiéndose culpable y derrotado. En las palabras del relato:
"firmemente convencido de que tenía que desaparecer".
El insecto observa a su familia a través de la puerta
entreabierta: los contempla en su monotonía, hasta que una noche
quiere emerger, atraído por las melodías del violín de su hermana.
Se deja llevar por ellas, los huéspedes lo ven y se indignan.
Amenazan con no pagar la renta y con demandar una indemnización por
las anormalidades que están sucediendo en la casa.
La metamorfosis de Gregorio puede entenderse no como la causa de
su desgracia, sino como el efecto simbólico de su propia vida
cotidiana. Desde antes de su metamorfosis, es un insecto: un
excluido de la vida social. Lo que sabemos de Samsa revela una vida
mezquina, pobre, sin ilusión ni libertad, sin humanidad. Explotado
por su familia, humillado por sus jefes, sin tiempo ni sosiego para
comer ni dormir decentemente, Gregorio no tiene vínculos afectivos.
No conoce la amistad, ni la esperanza. Cuando trata de recordar
momentos de amor, acude a un melancólico recuerdo: una cajera de
una sombrerería a quien había formalmente pretendido, pero "sin
suficiente apremio".
Es cierto: el escarabajo Gregorio "no lograba hacerse comprender
por nadie", pero tampoco el hombre Gregorio lo había conseguido. La
"transformación" es acaso la toma de conciencia de esa falta de
humanidad.
Más allá de las analogías biográficas evidentes -el peso de la
autoridad paterna, el hecho de pertenecer a una minoría
estigmatizada, su propia fobia social-, La
Metamorfosis implica una lectura de nuestro mundo que
recuerda a El hombre elefante de David
Lynch.
De todos los personajes del relato, el monstruo es el único que
afecta rasgos de humanidad. El infierno real, como apuntaría
Sartre, son los otros: el padre, perezoso y autoritario; la madre,
egoísta e histérica; la hermana, no fiable. Una familia que no está
abatida porque uno de sus miembros se transformara en insecto, sino
por las limitaciones económicas resultantes, que "han sumido a
todos en la más completa desesperación". Se agregan al cuadro tres
fríos inquilinos que actúan al unísono y una criada vil, todos
protagonistas de una vida "monótona y triste", todos carentes de la
empatía humana más elemental.
Quizás por ello Vladimir Nabokov sostuvo que la familia Samsa
representa la mediocridad: la que rodea al hombre de genio y lo
reprime hasta transformarlo en un insecto.
La más profunda de sus mujeres, Milena
Jesenska, muerta en la Shoá, definió a Kafka póstumamente:
"fue un hombre desnudo en medio de una multitud vestida". Cierto,
es la mirada de los demás la que convierte a Samsa en un insecto,
de la misma manera que cada uno de nosotros acaba siendo algo
parecido para los demás. Cien años después, ya ni siquiera es
necesario apelar al adjetivo kafkiano para constatar la
incomunicación humana, ni la inhumanidad del mundo.
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