Sin duda, el rasgo más característico de nuestra civilización es
su racionalidad. Desde que Robespierre instituyó el culto a
la diosa Razón se diría que fiamos en ella la certeza de vivir en
el mejor de los mundos posibles. Rara vez pensamos que la
racionalidad llevada a su extremo puede derivar en pura
irracionalidad. Sucede cuando lo reducimos todo a un
mecanicismo ciego que excluye lo imprevisible, sin considerar que
la vida también es eso: azar, misterio, sinrazón, locura.
El día del crash del Airbus A320 sobrevolé un
par de debates televisivos bien surtidos de expertos. Analizaron
todas las hipótesis que consideraban posibles, sin contemplar en
ningún momento la que ha acabado por verificarse como la más
cierta. La tragedia no se debió a una incidencia
meteorológica ni a ningún fallo técnico: la diosa Razón había
olvidado incluir en su ecuación el factor
humano.
¿Qué movió al copiloto Andreas Lubitz a
encerrarse en la cabina de mando, a desoír las apelaciones del
comandante de vuelo, a olvidar a los ciento cincuenta pasajeros que
viajaban a bordo y, finalmente, a conducirlos a la muerte? Había
superado todos los test de selección, incluido el psicológico, se
le consideraba apto al cien por cien para volar. "No podíamos
imaginar un desenlace semejante ni en la peor de nuestras
pesadillas", declaraba el presidente de Lufthansa tras el trágico
vuelco que ha acabado por fulminar todas las hipótesis
racionales.
Sucede siempre que se olvida, no ya la vigencia del factor
humano, sino la soterrada preeminencia de lo incomprensible. De
hecho, no aceptar la parte incomprensible de la vida tiene mucho
que ver con las catástrofes de toda índole que parecen constituir
un signo de los tiempos.
Siglos antes de que Freud analizara la pulsión de
muerte, al menos desde que Villon escribió aquello de por quién
doblan las campanas, sabemos que Eros es hermano de Thanatos, y que
la vida es riesgo.
En un momento de la suya, Andreas Lubitz perdió
todas las razones para seguir viviendo. ¿Por qué? Es posible que no
lo sepamos nunca. Pero tras el golpe de irracionalidad de esta
tragedia quizá hayamos aprendido algo esencial acerca de la
condición humana.
Sin necesidad de volar, sin ser conscientes, la vida de todos y
cada uno de nosotros describe un trayecto impredecible, a veces
dramático, zarandeado por el azar, y con escalas abiertas tanto a
lo maravilloso como a lo terrible.
Vivir es aceptarlo, y aceptarlo es entender nuestro mundo como
un panorama para supervivientes.
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