EL SECRETO DEL REY
ALQUIMISTA
CRÓNICA DE UN MAKING
OFF
Álvaro Bermejo
Un códice misterioso -el legendario Manuscrito Voynich-.
Dos monarcas en bancarrota -Felipe II y su primo, Rodolfo II el
alucinado-. Tres personajes como surgidos de los pinceles de
Arcimboldo en ruta hacia Praga, la ciudad de los alquimistas. Y
allá, un rabino tirando a inquietante -Judá León, el creador del
Golem. Algo que me rondaba como desencajado en mi
interior, comenzó a articularse cuando me decidí a ponerlo por
escrito. El resultado es una novela entre histórica,
esotérica y romántica, donde todo lo que parece increíble es
cierto… Y lo que parece más cierto, hijo de la ficción. Esta es la
intrahistoria de El secreto del rey
alquimista.
Castel del Monte /
Apulia
Permitidme, amigos, que comience por el final. Vengo de un viaje
por Italia que atendía a dos objetivos: visitar Castel del Monte,
la fortaleza octogonal erigida por el emperador Barbarroja en un
rincón de Apulia, en medio de la nada. Y, ya en Nápoles, hacer lo
propio con la legendaria capilla del príncipe Raimondo di Sangro,
la del Cristo Velato, otro prodigio de ciencia
hermética.
Allá, en la cripta del Cristo Velado, me esperaban dos
tentadores cadáveres dieciochescos que exhibían sobre su esqueleto
todo su tejido arterial prodigiosamente solidificado. Tres siglos
después, nadie sabe cómo el enigmático Di Sangro logró semejante
proeza taxonómica.
El Cristo Velato y uno de
los Cadáveres de Di Sangro / Nápoles
No pude evitar que me vinieran a la mente dos gabinetes de
tinieblas como los que habilitaban los dos monarcas de mi novela,
Felipe II -en las criptas de El Escorial-, y Rodolfo II, en su
disparatado castillo de Praga.
No fueron sin embargo esos cadáveres quienes me helaron la
sangre, sino lo que encontré en Castel del Monte. Un texto que
cotejaba las torres octogonales de su fortaleza con las fuentes
igualmente octogonales que ilustran las páginas del Manuscrito
Voynich. Increíble, pero cierto.
Fuentes octogonales del Manuscrito Voynich fundidas con
el diseño de planta octogonal de Castel del Monte
Entonces lo recordé. En su tiempo este manuscrito se conoció
como el Códice Ochavado, en alusión al Octavo Cielo del
que habla el Dante. ¿Podría ser que ese Octavo Cielo fuera también
la clave maestra sobre la que se erigió Castel del Monte?
Una rara geometría alquímica preside ambas construcciones -una
en vitela, la otra en piedra-. El secreto del rey alquimista me
revelaba su estricta continuidad a través del tiempo, justo en el
momento en que su primera edición salía de la imprenta.
LAS LOCURAS DE FELIPE
II
Porque en realidad esta historia comenzó hace muchos años. Me
cuesta recordarme como un adolescente, pero fue en ese tiempo -el
de los descubrimientos-, cuando sucedió mi primer encuentro con el
Manuscrito Voynich. ¿Qué era eso? Un libro de apenas doscientas
páginas, escrito en un lenguaje tan inextricable como desconocido,
que nadie hasta hoy -ni siquiera los supercomputadores de la NASA-
ha conseguido descifrar.
Sus caracteres ilegibles lo presentan como un desafío mayúsculo
que se incrementa al reparar en su caudal de ilustraciones. Jóvenes
doncellas bañándose en fuentes octogonales bajo estrellas y
constelaciones nunca vistas, artefactos que sugieren laboratorios
alquímicos, plantas monstruosas sin parangón en la herborística
conocida.
"En este terrible volumen yace el misterio de los misterios",
dijo de él Walter Scott. No le faltaba razón. Precisamente por eso
todos cuantos lo poseyeron cifraron en él sus más desatinadas
esperanzas. Y en esto, nadie como Felipe II.
Páginas del Manuscrito
Voynich
Se cuenta que lo conoció durante su estancia en Inglaterra,
donde acudió para casarse con María la Sangrienta, la
inefable Bloody Mary. Tan adusta y entrada en
años era la primogénita de Enrique VIII, que el
mujeriego Felipe llegaría a afirmar: "no voy a unas bodas, sino a
una cruzada". Intimidades conyugales al margen, si su matrimonio
acabó en desastre, el libro prodigioso no se le fue de la cabeza.
Treinta años después, cuando su reino se iba a pique acuciado por
las guerras y las bancarrotas, no concibió mejor idea que hacerse
con él. ¿Por qué? Porque los sabios de su gabinete de alquimistas y
cabalistas -buena parte de ellos hebreos confesos, en la España
ultraortodoxa de la Inquisición-, le habían advertido que ese
códice, el Ochavado, contenía las claves de la Piedra Filosofal y
las del Elixir de la Vida.
Aquel Felipe ya anciano y decrépito a sus cincuenta años -como
si su salud fuera una proyección de la quiebra nacional-, llegó a
obsesionarse. El Ochavado no sólo revertiría sus mil dolencias
-gota, artritis, asma, cálculos biliares-. Si verdaderamente
contenía la fórmula de la Piedra Filosofal, y si a
ésta se le atribuía la virtud de convertir el plomo en oro, una vez
que se hiciera con él, sus grimorios le procurarían una montaña de
doblones. Los que necesitaba para saldar sus infinitas deudas y
convertirse en el amo del mundo.
Mediaba un pequeño problema. El Ochavado, entonces, estaba en
posesión de su primo, Rodolfo II de Bohemia, el emperador. Y sus
relaciones personales, pese a considerarse los dos baluartes de la
Cristiandad en el tiempo de las Guerras de Religión, no salían de
lo catastrófico. No le quedaba otra que alistar una embajada tan
discreta como secreta, enviarla a Praga, y poner a trabajar las mil
reliquias de santos que arbolaban su Escorial, de modo que le
fueran favorables en la empresa.
UN ANDRÓGINO, UN ENANO Y
UN GIGANTE
Si todo lo que vengo contando es cierto y bien cierto, la parte
de ficción comienza con el dibujo de los protagonistas de esa
misión. Al mando no podía ir cualquiera. Tenía que inventarme un
personaje que estuviera en consonancia con el misterio. Algo así
como un cruce entre el príncipe Di Sangro -el de la capilla del
Cristo Velado-, el Parsifal de las sagas artúricas, y el Andrógino
que, en alquimia, simboliza la consecución de la gran obra.
Así nació Andrés de Onís. Un joven sevillano, hidalgo de fortuna
-aunque carente de todas las materiales-, cuya belleza,
decididamente ambigua, va unida a su destreza con el estoque.
Frecuenta un círculo de cortesanos muy al tanto de la secreta
ambición del rey, pero aún más de las intrigas que se cuecen en el
Alcázar. Su plan real apunta a quitarse de en medio a la princesa
de Éboli. Pero esa es otra historia. Una vez que Onís queda
emplazado como el Andrógino de la profecía -porque también hay una
profecía por medio-, necesitaba un par de acompañantes que
otorgaran un punto de verosimilitud a la historia.
El primero estaba obligado. Si el Manuscrito Voynich es un libro
en clave, se imponía la presencia de un experto en lenguajes
cifrados. Concebí un enano tan cómico como presuntuoso -Ranuccio de
Parma-. Y junto a éste un gigante escocés -William Wallace-, buen
conocedor de la ruta.
El trío compuesto por un caballero disfrazado de dama -Onís-, el
enano y el gigante, atravesará la Francia de Enrique IV -el de
"París bien vale una misa" (…y también una masacre, como la de la
noche de San Bartolomé)-. Luego los feudos de Silesia y Suabia
-allá donde Federico II, el de Castel del Monte, levantó un
ordenado imperio que en el tiempo de mi relato se reduce a un
pandemonio-. Después la bucólica Baviera, otro infierno para vivos,
aunque habitado por unas cuantas diablesas de lo más seductoras.
Hasta que finalmente, alcanzan la "Ciudad del Umbral", la Praga de
todos los esplendores.
Dragones alquímicos del
Manuscrito Voynich
¿He dicho finalmente? Me atrevo a revelaros otra clave del
making off. El texto original de mi novela contaba con ciento
cincuenta páginas más. No estaban mal escritas. Referían las
peripecias de nuestros tres aventureros en las variopintas cortes
que van atravesando. Pero, ¿cuál era el sentido de mi relato?
Presentar el Manuscrito Voynich tan pronto como me fuera posible.
Todo lo demás, por más interesante o divertido que me pareciera,
sobraba.
Nunca olvidaré una frase de Stevenson: "Quitar texto a una
historia es como apartar la leña verde de un fuego. Cuanta más
quitas, más se levanta la llama". Dicho y hecho. En mi última
lectura, esas ciento cincuenta páginas fueron expurgadas. Y,
creedme, no me arrepiento. A cambio de eso, la presencia de Praga
se ha hecho más fuerte en el relato. O, como diría Stevenson, su
llama se ha elevado. Aunque sólo puedes ser tú quien juzgue hasta
qué altura.
El resto es un thriller que me atrevo a calificar como
kafkiano. Con su parte histórica, su parte esotérica, su parte
romántica y, por encima de todas -o al menos así lo he pretendido-,
su parte humana. La histórica resultó la más difícil de
orquestar. No porque fuera complicada, sino por su inverosimilitud
esencial …pese a ser rigurosamente cierta. Y ahora os lo
cuento.
LOS MISTERIOS DEL
MANUSCRITO VOYNICH
Imaginad un emperador loco -entonces decían melancólico-, que se
desentiende de sus tareas de gobierno para dedicarse al estudio de
la astronomía, la cábala y la alquimia. Volvemos a hablar de
Rodolfo II. Pero lo veréis mejor si os asomáis al
retrato que le pintó otro de su cuerda, el genial Arcimboldo,
componiendo su rostro en base a una mezcolanza de frutas y
verduras. Lo que a cualquier pintor de corte le hubiera costado la
cabeza -supongamos a Felipe II pintado de esa
guisa-, al monarca bohemio le fascinó.
Retrato Vegetal de Rodolfo
II, obra de Arcimboldo
El hecho no tiene nada de sorprendente. Por su palacio pululaba
todo un friso de personajes no menos esperpénticos. Como por
ejemplo Tycho Brahe, el astrónomo de la nariz de plata -perdió la
suya en un duelo-, o el tenebroso doctor Dee.
Fue este científico inglés -el que concibió la idea del
meridiano de Greenwich, además de pasar a la historia por unos
cuantos autómatas de su invención (entre ellos un formidable
escarabajo mecánico)-, quien le procuró a Rodolfo II la verdadera
joya de su corona. No otra que el Manuscrito Voynich. Y ya va
siendo hora de que hablemos un poco más de él.
El Códice Voynich y el
Doctor Dee ante Bloody Mary
Este libro prodigioso carece de título y en ninguna de sus
páginas revela el nombre de su autor o el tiempo en que fue
escrito. En el de mi novela se atribuía su factura a otros tres
sabios no menos estupefacientes. El Abad Tritemio, autor de una
obra hermética monumental -su Esteganografía-, de quien se
llegó a decir que estaba en contacto con los ángeles. Nuestro
Raimundo Lulio, que también fue un clérigo alquimista además de un
mujeriego impenitente. Y un tercer clérigo, el franciscano Roger
Bacon, a quien se atribuye la creación del telescopio, además del
descubrimiento de los gametos y otras células vivas que podía
observar con un microscopio de su invención -y estamos hablando del
siglo XIII-.
El doctor Dee vendió el códice al emperador -por la astronómica
cifra de seiscientos ducados, una fortuna para la época-,
prometiéndole que entre sus páginas se contenían todos los secretos
de la vida y de la muerte cifrados en un sistema de lógica
simbólica.
Su herramienta para desvelarlos sigue a la vista del público en
el British Museum. Se trata de un espejo negro, de antracita muy
pulimentada, que Dee atribuía a la generosidad de un "espíritu
enochiano" -en alusión al patriarca Enoch, aquel que fue raptado
por Dios y elevado al Octavo Cielo-.
Más allá de la patraña que sólo un demente podía creer, no es
menos cierto que las ilustraciones de este libro prodigioso
muestran sistemas estelares desconocidos en su tiempo, incluso
planetas con dos soles. ¿Los que había visto el franciscano Roger
Bacon desde su telescopio? Pero lo importante no dejaba de orbitar
en torno a lo inmediato. Y esto no era otra cosa que descifrar la
fórmula de la Piedra Filosofal, presuntamente encriptada entre sus
jeroglíficos.
EN LA CORTE DEL
EMPERADOR ALUCINADO
No será fácil para Onís y los suyos acceder a él. Rodolfo II lo
guarda en su cámara más privada, y a ella solo pueden acceder sus
íntimos. Como la sin par Polixena de Carpatia, la hermana mística
del monarca. Pero también una insaciable "devorahidalgos"… ante la
que nuestro personaje -Onís- solo podrá acceder bajo el disfraz de
dama de corte con el que ha atravesado media Europa.
El resto es una historia donde se cruzan el romance, la intriga
y la seducción. Pero también una trama paralela. Sabedores de que
el rey Felipe ha enviado a Praga una embajada secreta para hacerse
con el códice, los partidarios de la princesa de Éboli en la corte
española lanzan en su persecución otra embajada. Esta presidida por
una dama tirando a fatal -por no escribir letal-, y un intrigante
que acabará revelándose como un patriota. Desvelar el cruce de
maquinaciones y persecuciones ya sería destripar la historia. Y
tampoco es eso. Quedaos con que allá en Praga se librará una guerra
larvada entre españoles -raza cainita la nuestra-, muy a tono con
las que seguimos manteniendo en la actualidad.
Otra página del Manuscrito
V. y retrato de la Princesa de Éboli
LA CLAVE ESTÁ EN EL
GOLEM
También se le atribuyó un origen español al rabino Judá Loew -no
confundirlo con la marca homónima-, más conocido como Judá León. Su
presencia en el relato, al menos para mí, era inevitable. El rabino
Judá, y aún más su fantástica criatura, el Golem, subraya el rango
mágico-delirante de aquella Praga, al tiempo que se erige en el
contrapunto ideal para equilibrar ese otro binomio compuesto por el
doctor Dee y el manuscrito Voynich.
Un lector avisado ya habrá intuido que en este cruce de
espirales se oculta la clave para resolver el enigma. Si el Golem
de la leyenda no pasaba de ser un gigante devastador, significado
por su fuerza bruta, ¿por qué no concebir la posibilidad de un
segundo Golem, este sutil y matemático? De hecho, si el rabino Judá
pudo crear uno para defender su geto, también pudo concebir otro,
este consagrado a resolver lenguajes cifrados. Y no os cuento
más.
El rabino Judá León dando
vida al Golem
Según cómo te acerques al Manuscrito Voynich, hay quien afirma
que parece sonreír y cerrarse en su silencio, como si guardara un
secreto que nadie podrá descifrar. Su sonrisa es la de Arcimboldo,
el visionario pintor de corte de Rodolfo II, aliado de nuestros
protagonistas y -¿he de decirlo ya?-, un trasunto de quien firma
estas líneas.
A fin de cuentas, ¿qué somos los escritores o quienes aspiramos
a serlo? Pintores de trampantojos que en su lienzo de palabras,
tantas veces ilusorio, siempre ficticio, reflejan la verdad
profunda del alma humana, o lo que alcanzamos a entrever de
ella.
No sé hasta qué punto habré acertado a pintar el mundo actual a
través de esta fábula histórica. En realidad, así como Arcimboldo,
no he pretendido otra cosa que componer un divertimento. Igual que
el Manuscrito Voynich tal vez no sea otra cosa que una monumental
broma metafísica, urdida por alguien que solo pretendía
enfrentarnos con nuestra codicia vital y nuestras más secretas
ambiciones. ¿Lo sabremos algún día?
"Si secretum tibi sit" -dice el aforismo clásico-, "tege illud,
ved rebella". Traduzco: "Si tienes un secreto, escóndelo o
revélalo". Llegado al final de este monólogo, me apunto a las dos
fórmulas. Guardo mi secreto mientras lo revelo.
El resto, solo es literatura.
Álvaro Bermejo - 20 de Septiembre de 2018 - Madrid
anikaentrelibros no se hace responsable del uso de imágenes de los
blogueros a partir del momento en que informa que sólo deben
utilizarse aquellas libres de copyright, con permiso o propias del
autor