Álvaro Bermejo

Los papeles de Pickwick

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BYRON, EL MALDITO

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"BYRON, EL MALDITO"

Álvaro  Bermejo

 

Hace unos años, Frederic Prokosch publicó una novela extraordinaria, "El Manuscrito de Missolonghi", donde reconstruía un diario apócrifo acerca de la tormentosa vida y amores de Lord Byron. Entonces, cómo no, se le tachó de excesivamente fantasioso. El exilio veneciano del poeta no podía dar para tanto. A decir verdad, dio para mucho más. Viene a corroborarlo otro libro, "Débil es la carne", de lectura obligada, no sólo entre el selecto club de los byronianos, sino en beneficio de todos aquellos que necesiten perentoriamente una sonrisa, para convencerse de que, en realidad, es la naturaleza la que imita al arte.

De hecho, esta selección de su epistolario inédito, revela un autorretrato del propio Byron que excede la comparación incluso con sus más exagerados personajes. Tras publicar sus "Peregrinaciones de Childe Harold", sabemos que abandonó Inglaterra en el apogeo de su fama literaria y personal,  también acuciado por deudas ingentes y perseguido por incontables escándalos sexuales. Pero en cuanto desembarcó en Venecia, hizo su exilio  un ejercicio ininterrumpido de disipación, como si se hubiese propuesto encarnar el papel de maldito que el mundo le había atribuido. Lo sorprendente, sin embargo, no es tanto su perfil de seductor ya entonces legendario, sino su manera de llevarlo hasta la hipérbole con un sentido del humor digno del mismo Casanova. Es cierto que ya en su "Don Juan", demuestra una capacidad para la sátira heroica que hace de ésta una de las obras más divertidas de la literatura universal. Aquí Byron se divierte llevando su propia imagen hasta la parodia, y descubriendo el efecto que produce en los demás esa representación que en ocasiones, hibrida lo macabro con lo sarcástico.

 

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Por ejemplo, después de remitir unas cuantas cartas a su secretario pormenorizándole un censo de conquistas equivalente al del Tenorio ante Leporello,  no vacila en remitirle otra, haciéndose pasar por su criado, para darle cuenta de la muerte de su señor: "Byron murió después de un rápido deterioro y fiebre lenta, causada por la ansiedad, los baños de sol, y las mujeres". Y tras el autodiagnóstico, añade: "Aunque sobrellevó su agonía con paciencia, maldijo dos veces a sus amigos, en particular a usted. Y aunque ya han sido tomadas disposiciones para el sustento de sus nueve concubinas, todavía quedan las referentes a mi persona". Era su manera, más que burlesca, de pedirle más dinero. Porque, a decir verdad, el dinero le importaba sobremanera al gran poeta romántico: "Lo que yo gano con el cerebro, me lo gasto con los c..., y seguiré haciéndolo mientras me quede un penique o un testículo. No viviré mucho, y por esta razón he de vivir mientras pueda. Es más, si hubiera tenido una renta de veinte mil libras, a estas alturas ya no estaría vivo. Pero no lo olvidéis: no me interesa nada, salvo el dinero".

 

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Desde luego, bien pocos creadores contemporáneos se atreverían a denigrarse  hasta este extremo. Pero para lord Byron, reírse de sí mismo suponía una condición inexcusable antes de pasar a reírse de los demás. Y así nos relata uno de sus más aventurados encuentros galantes: el que vivió cuando ya mantenía relaciones con la joven esposa de un provecto "Mercader de Venecia", al verse sorprendido, estando solo en casa de éste, por su cuñada. La cuñada, por descontado, no vacila en arrojarse a los brazos del seductor, pero en eso irrumpe la esposa adúltera del mercader y amante legítima de Byron. Y bueno, digamos que el idilio se transfigura: "Después de hacernos una cortés reverencia y sin proferir una palabra, Marianna agarró a la susodicha por los pelos, y le propinó unos dieciséis bofetones que te habrían hecho daño en las orejas con sólo oír el eco".  Pues bien, huida la primera,  la segunda se desmaya, y justo entonces, aparece el marido burlado, súbito testigo de todo el aparato de la confusión. "No te alarmes -tranquiliza Byron a su corresponsal-, los celos ya no están de moda en Venecia".  Así entendemos mejor el estado de costumbres que pasa a describir: "Aquí se considera virtuosa a la mujer que se limita a un marido y un amante, la que tiene más de tres ya es un poco alocada, y sólo faltan al decoro conyugal las que son indiscriminadamente difusas y establecen relaciones de bajo rango, como la Princesa de Gales con su Recaredo".

Haciendo abstracción de lo contemporáneo de esta cita, lo cierto es que el quinto barón de Byron no tuvo ningún escrúpulo en pernoctar tanto en palacios como en burdeles, sólo guiado por los imperativos del "Carpe Diem": "Yo no me canso de una mujer por mi propia inclinación, sino porque ellas suelen ser de natural aburridas".

 

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Pero, antes de que le venciera el tedio, ¿qué era lo que buscaba Byron en sus amantes? Tanto para él como para el Don Juan ficticio o el Casanova real, la mujer encarna una doble puerta, hacia la transgresión por el pecado, pero también hacia la redención por el amor. Y fue precisamente siguiendo a una mujer veneciana cuando experimentó en carne propia esa secreta simetría entre Eros y Thánatos.

Se llamaba Teresa Guiccioli, compatibilizaba su título de condesa con sus conspiraciones, y al ser desterrada por los austriacos, la siguió a bordo de un yate, el suyo, bautizado con un nombre nada casual: "Simón Bolívar".  No en vano y para corrección de maledicentes, ese mismo lord Byron que escribió "sólo me importa el dinero", invirtió todo su capital, nada menos que en la recluta de un regimiento, para sumarse a la liberación de Grecia. Y es que, tanto como la idealización que proyectaba en las mujeres, le movían todas las causas donde estuviera en juego la libertad. Ya en su viaje a nuestro país, en plena Guerra de la Independencia,  no vaciló en alinearse con los partisanos, mientras escribía aforismos como éste: "En España todos son nobles, menos la nobleza". De habérselo consentido la Parca, es posible que hubiese prolongado su viaje hasta encontrarse con ese Simón Bolívar que, como él, murió lamentando haber arado en el mar.

 

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Byron en Missolonghi

 

  Missolonghi fue su último destino, allá murió devorado por esas fiebres que se vaticinó, cuando se hizo pasar por su criado.  Pero si él llevó su sentido del humor hasta lo macabro, cuando su cadáver precariamente embalsamado llegó a Inglaterra,  pese a su prestigio, que ya entonces era el del primer escritor de Europa, el deán de Westminster no supo estar a su altura y le negó el privilegio de ser enterrado en el célebre "Rincón de los Poetas". No sólo por impío o por libertino, todavía más, sin duda,  por liberal.

 

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Lord Byron on his deathbed, by Joseph-Denis Odevaere c. 1826.

 

Es bien posible que Byron siga riéndose de esa ridícula venganza, tal vez, contemplando desde Rialto el paso de una góndola  sobre la que navegan un Romeo decrépito y una Julieta menopáusica. Ciertamente, la Venecia de los malditos ha sido suplantada por la de los turistas. "Ya sólo nos queda el pasado" -concluyó Casanova-. Pero qué gran pasado si el pecador impecable que nos lo cuenta, sabe hacer de su propia biografía una bendita comedia del arte.

 

 

 

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