"LA GRAN
QUIJOTADA"
Álvaro Bermejo
En la primavera de 2014 elegí un título de Onetti
-Juntacadáveres- para glosar la pasión necrófila en torno a los
restos de Cervantes. Un año después, tras el
solemne parto de los montes que ha sancionado lo que se sabía desde
el día de su inhumación en la iglesia de las Trinitarias, no se me
ocurre un epígrafe más cervantino que éste: Quijotada. Porque hay
que reírse, no cabe otra, de todo y de todos.
Del analfabetismo mediático que emplea términos como
"descubrimiento" o "hallazgo", cuando era del dominio público que
el ilustre alcalaíno yacía allá -señalado por un notorio frontón
presidido por su efigie-. De la penuria forense, que admite ahora
carecer de muestras de ADN susceptibles de
identificar sus restos -cuando lo propio sería indagar si quedan en
ellos huellas de la diabetes que aquejaba al genio-. De la
profanación gratuita, en suma, perpetrada contra
un hombre poliédrico que amaba la ambigüedad, la paradoja y el
misterio por encima de todas las cosas, y cuya única aspiración
póstuma -ni eso le han respetado-, era que le dejaran descansar en
paz.
¿Por qué inició su obra maestra pintando "un lugar de la Mancha"
sin determinar ninguno, pues de ninguno quería acordarse? ¿Por qué
jugó con el incierto nombre de su hidalgo, que tanto podría
llamarse Quijano como Quijada o Quesada? ¿Por qué permutó su locura
en cordura, hasta el punto de inocular todos sus lúcidos desatinos
en nuestras magras certezas? Precisamente por eso, porque Cervantes, así en su vida como en su obra,
trabó un laberinto de espejos sin término, sabedor de que la
mucha fama puede ser la más sutil forma de desconocimiento.
Sucede con El Quijote algo muy semejante a los
Evangelios. Todo el mundo los da por leídos, aunque no haya pasado
de la primera página. Y si en esta España merecedora de los
exordios de fray Gerundio de Campazas vamos más allá, es para
sucumbir a ese culto a las reliquias paralelo a la abracadabrante
incultura nacional.
Si El Quijote es hoy el libro mayor de nuestro
patrimonio, se lo debemos a la fama que recabó más allá de nuestras
fronteras, hasta el punto de que el emperador de China llegó a
manifestar su deseo de conocer a su autor. Entre tanto, el "genial"
Lope lo tildaba de converso, manco, "y por añadidura
maricón".
Así es nuestra España y así es la
Cervantesmanía que nos ocupa. Un país que cabalga
a golpe de quijotadas, donde lo único que nos importa de los
inmortales no es en absoluto su obra, sino el bouquet de
podredumbre que acreditan sus huesos.
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