NAPOLEÓN,
PERIODISTA
Álvaro Bermejo
Desde su entrada en París un 18 de Brumario hasta su
muerte en Santa Helena, la figura de Napoleón ha provocado un
verdadero frenesí exegético. A tanto ha llegado la hagiografía del
Gran Corso, que incluso ciertos esotéricos han llegado a postular
que nunca existió, que más que un hombre fue un mito solar, un
deslumbramiento. No obstante, si la historia y la leyenda tienen
sus propios cauces, hay un aspecto de la personalidad de Bonaparte
que permanece casi inédito, pese a que pudiera resultarnos uno de
los más contemporáneos. Pues, así como hubo un Napoleón de las
grandes frases que todos conocemos -ante las pirámides, ante un
concierto de Beethoven o ante el descubrimiento de la
electricidad-, también hay otro Napoleón, sin duda bastante menos
conocido, tan fascinado por la letra impresa que, según la
maledicencia, pasaba más tiempo en la redacción de su
periódico, Le Moniteur, que en la
alcoba de Josefina.
En contra de lo que pudiera pensarse, aquella era una época
donde la Prensa ya ocupaba un lugar importante en la sociedad. Lo
cuenta Stendhal en su autobiografía novelada, La vida de Henry
Brulard: "Mi padre, que se creía un noble arruinado, leía
todos los periódicos, y en ellos seguía el proceso contra el rey (
Luis XVI ) como hubiera podido seguir el de un amigo íntimo o el de
un pariente". Por supuesto, Napoleón también los leía entonces,
pero con otro propósito que fue madurando a medida que maduraba su
asalto al poder.
En 1796, dejó de sentirse un simple general y comenzó a entrever
que las grandes batallas del futuro habrían de librarse en el campo
mediático. Un 26 de Agosto, escribe al Directorio desde Milán,
sobre la conveniencia de que algún periódico oficial rectifique los
absurdos de la prensa parisiense en torno a su persona. Como el
Directorio apenas contaba con un pobre libelo, el Redacteur, incapaz de
hacer frente a la oposición, y puesto que los embates de ésta
llegaban hasta Italia, no vacila en saltar de las cureñas a las
rotativas y funda su primer periódico, Le Patriote Français a
Milán, con la intención de que sus cañonazos mediáticos
llegasen hasta Francia. En uno de sus editoriales, invita a la
nación francesa a "no despreciar su opinión". En otro,
propone al Directorio que haga cerrar los clubes políticos, que
haga romper las prensar del Memorial y del Quotidien y, en suma,
que funde cinco o seis buenos periódicos constitucionales, a imagen
y semejanza de su ejemplar diario político. Como el Directorio no
le hace demasiado caso, funda otro, La France vue de la Armée
d'Italie. Journal
de politique, d'Administration et de Litterature française et
Ètrangere. Desde luego, el proverbial laconismo napoleónico
no tuvo su reflejo en sus cabeceras. Sin embargo, sus pretensiones
ya imperiales no podían ser más explícitas, pues ahora su campo de
acción abarca desde la política hasta la literatura "francesa y
extranjera". Tanto es así que ya en ruta hacia la Campaña de
Egipto, nada más desembarcar en Alejandría y luego mientras hunde
su artillería entre las dunas, aún tiene tiempo para fundar dos
periódicos más: el Courier d'Egypte y La Décade Egyptienne.
Por más surrealista que se nos antoje imaginar a Napoleón
fundido dentro de su gabán y sudando tinta entre tipógrafos y
tinteros, a cuarenta grados a la sombra, lo importante del caso es
que había descubierto dos cosas tan importantes como la piedra
Rossetta: la enorme influencia de los periódicos, y la certeza de
que esa gran máquina de guerra no puede confiarse a un simple
periodista.
En su Historia de la Literatura Francesa, Gustave Lanson dedica
tres páginas a describir el estilo oratorio del Corso: "el 18
Brumario -dice- hizo callar a los oradores durante quince años.
Había aprendido a gobernar por la palabra y tenía sobre los
diputados de la Montaña la ventaja de ser más preciso y menos
verboso, e inventó una fórmula nerviosa, que parecía una aplicación
literaria de la voz de mando militar, y que mantuvo hasta los
escritos finales de Santa Elena". Probablemente, fue ese estilo el
que puso en práctica y en prensa, una vez que tradujo su golpe de
estado en las cabeceras del diario revolucionario por antonomasia:
Le Moniteur.
Hasta entonces, la historia da cuenta de un Napoleón
stendhaliano. El heredero de los grandes tiranicidas romanos, como
Bruto y Escipión, que cuajaba su oratoria de alusiones a Tito
Livio, a los vencedores de Tarquino, a esos héroes de la antigüedad
reconvertidos en personajes de la Convención, tal como los pintaba
David en sus entusiasmos republicanos. Ahora bien, mientras prepara
su paso de Primer Cónsul a Emperador va dejando en el camino todos
sus ornamentos enfáticos y descubre un estilo directo,
absolutamente periodístico, hecho de grandes titulares pensados
para circular fácilmente por el alma de la multitud.
La multitud sin embargo, recelosa de los poderes absolutos,
sigue comprando los periódicos de la oposición. Y Napoleón intuye
que si deja libertad a la prensa, no durará en el poder más de tres
meses. Sin vacilar, promulga un decreto por el que se suprimen
todos los periódicos del país, a excepción de trece, ¿ que serían
los más napoleónicos ? No, Bonaparte es más sutil y lo justifica
así: "porque son los únicos que pueden reconciliar a la República
con Europa". Bajo otro tópico de plena vigencia, el de la
sacrosanta europeidad, comienza a ejercer una censura patriótica
que llega hasta los últimos rincones de su revolucionaria aldea
global. La Gazette de
France publica la noticia del suicidio de un humilde portero
afecto al régimen, la censura lo castiga. La Vedette de Rouen se
burla de que el director del instituto local ha plagiado unos
versos del Telémaco para elogiar al Primer Cónsul: suprimida. La République
Democratique advierte que aumenta el precio de los cereales:
conculcada.
Arrastrando ya los armiños imperiales, con el cetro en una mano
y una resma de cuartillas en la otra, Bonaparte entra a cualquier
hora del día y de la noche en el palacio donde se imprimía el Moniteur y mantiene en
actitud de firmes a toda la redacción, mientras corrige una a una
las noticias que se van a publicar al día siguiente, y de su puño y
letra, escribe: "L'Ami
des Lois dice que el Emperador está preparando una fiesta
que costará doscientos mil francos. Burda falacia la suya,
pues el Emperador sabe de sobra que doscientos mil francos
representan el sueldo de una brigada durante seis meses". En otro
ejemplar, su pluma sale en defensa de madame Josefina: "Cómo se
puede creer que la Emperatriz haya encargado un coche a Londres,
estando a la vista de todos que pasea en el orgullo de Francia". Y
por si esto fuera poco, su celo imperial llega hasta improvisar un
libro de estilo: Donde dice "En vista del embarazo de la
Emperatriz", resultaría más propio del Moniteur decir: "En
vista del estado de la Emperatriz".
Ciertamente, tanta delicadeza en los medios contrasta con el
evidente totalitarismo de los fines. Pero como un auténtico
adelantado de la modernidad, Napoleón sabe ya que la opinión no se
conquista sólo por medio de grandes editoriales, sino también a
través de la manipulación hasta de las pequeñas notas de sociedad
que la ciudadanía lee creyéndose en ellas a salvo de la ideología.
Tanta fue su eficacia que, incluso después de la caída de
Bonaparte, los prebostes de la Restauración abundaron en sus
prácticas, e incluso llegaron a crear una Sociedad de las Buenas
Letras, a la que había de afiliarse todo periodista o escritor que
quisiera seguir disfrutando de las prebendas del régimen. Y una vez
más, el mismo Stendhal que perdió su admiración por Napoleón
leyendo el Moniteur -"Sus artículos
eran máquinas de guerra"-, lamentará que se afilien a ese sindicato
glorias nacionales como Víctor Hugo o Alfred de Vigny.
Dos siglos
después, sería excesivo decir que en todo periódico haya latente
una tentación napoleónica, pero sí es cierto que toda forma de
poder aspira a una forma de control sobre los medios. Sin descubrir
nada en lo general, el general Bonaparte sorprende sin duda en lo
humano, al imaginarlo también como periodista. Y sería de ver hoy
un caso semejante en un presidente que se apeara del rango y de la
gloria, para sentarse en una mesa de redacción afecta a su gobierno
y escribir su versión de los hechos incluso en las secciones más
insignificantes.
Aterrador como
sería en sus fines, no dejaría de ser bastante divertido en los
medios, a condición de que nos regalaran con alguna perla de
ingenio como las que prodigaba el ciudadano Bonaparte: "¡Siempre
hay algo que arreglar en esas máquinas!", escribió colérico en
cierta ocasión. Pero esa vez no se refería a los periódicos.
Por fortuna, sólo estaba hablando de mujeres.
Álvaro Bermejo
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