DOMENIKOS, EL GENIO
EXTRAVAGANTE
Álvaro Bermejo
"Creta le dio la vida, y los pinceles
/ Toledo, mejor patria
donde empieza / a lograr con la
muerte eternidades".
Hortensio Félix Paravicino
Salvo que el estruendo de tanta pompa y circunstancia en torno
al cuarto centenario de la muerte de El Greco haya acallado a quien
lo recordase antes que yo, aún no he encontrado ni una sola reseña
que trate del expolio. No me refiero al lienzo pintado por el genio
cretense en 1577, sino al perpetrado en torno gran parte de su
obra, y en particular a una que iluminó singularmente a Picasso
cuando plasmó la que sería su primera gran ecuación cubista en
torno a Las señoritas de Avignon. Basta un simple vistazo
para advertir que el lienzo del malagueño no es sino una recreación
del Quinto Sello del Apocalipsis que quien suscribe pudo
contemplar en la Casa-Museo de Zuloaga, en Zumaya (Gipuzkoa), antes
de que la familia del mismo nombre, para orgullo norteamericano y
vergüenza nacional, lo vendiera al Metropolitan de Nueva York a
cambio de un puñado de dólares.
El
Quinto Sello del Apocalipsis y Las Señoritas de Avignon
Las
Bañistas de Cèzanne
Por azares de la fortuna el desagravio ha venido a encallarse
apenas a treinta kilómetros del crimen, bajo las formas de un libro
sencillamente espléndido. Su título es El Greco. Historia de un
pintor extravagante, lo firma Fernando Marías, y lo edita
Nerea. Una editorial emplazada en lo que ha sobrevivido de la línea
de costa de San Sebastián tras el tsunami y cuyas gestoras no cejan
en el empeño de poner en pie libros definitivos de una calidad
incontestable: Chanel íntima, Vidas infames, Devorar París.
Picasso 1900-1907, Balenciaga, Solitudo Carnis, La muerte de la
mujer Wang… Abruma un catálogo tan infinito, que en este caso
rima con exquisito, en una editorial a la que le cuadra ese epíteto
que Eduardo Chillida hacía extensivo a la entera ciudad de San
Sebastián: de "escala humana". La escala humana, en este
caso, es mayúscula. Y el libro en cuestión, memorable.
Un texto más que cuidado, ilustraciones que te hacen sentir la
pincelada y aun el pálpito de pintor. Con una prosa tan ágil como
certera, cuajada de documentación, lúcida en cada análisis, Marías
desmonta buena parte de la batería de tópicos al uso acerca
del pintor de Candía y propone una mirada nueva pero consonante con
la impronta del cretense. Ni tan hermético como pretende la
hagiografía, ni tan dócil como lo pintan, en absoluto español por
más que hiciera de Toledo su segunda patria, ni mucho menos un
adelantado de las vanguardias, por más que su obra inspirara, antes
que a Picasso, al mejor Cèzanne y al último Kokoschka, y después a
creadores de la talla de Pollock y Oppenheimer.
Ciertamente El Greco fue un pintor extraordinariamente moderno
para su época, siempre que entendamos por modernidad una suerte de
rebeldía no exenta de una rigurosa fidelidad a sus maestros. Tanto
es el empeño por engarzarlo en la santísima trinidad de la escuela
española -junto con Goya y Velázquez-, que apenas nadie quiere
recordar que, antes de Tiziano y Venecia, El Greco fue un magistral
pintor de iconos cuya técnica aprendió entre los monjes del monte
Athos y también en los monasterios ortodoxos de Moldavia.
De ahí viene su hallazgo de pintar en no pocos de sus lienzos el
aura que rodea la cabeza de Cristo en forma romboidal -cuando la
canónica, y esto lo dictaba Trento, seguía siendo la
circular-. Anatema para los integristas de la Suprema, pero
asimismo suprema afirmación del genio tanto en su "manera" como en
su visión, solo fiel a su más privada ortodoxia, heterodoxo en todo
lo demás.
Cuando Europa entera cae rendida de admiración ante los frescos
de Miguel Ángel, él solo ve a "un buen hombre que no sabía pintar".
El que será el pintor más avanzado de su tiempo no renuncia a sus
raíces orientales ni aun cuando es aceptado en el taller de ese
emporio andante, tal vez la primera multinacional del arte, como
era el taller de Tiziano.
"El Greco en España se liberó de Italia", escribe André Malraux,
pero su matriz bizantina sigue bien patente en su obstinación por
romper con la tradición perspectivista del Renacimiento -fingir en
el plano la tercera dimensión-, construyendo muchos de sus lienzos
capitales en total frontalidad. En 1750, cuando pinta ese
enigmático cielo de la Crucifixión del Louvre, cielo
dislocado, hecho jirones, veteado como mármol, lo hace como un
inmenso plano hostil a toda sensación de lejanía. Otro tanto cabría
decir del San Mauricio o de La Cena, cuya novedad
estriba en mantener el dibujo barroco en movimiento suprimiendo
aquello de lo que nació: la búsqueda de la profundidad.
El
martirio de San Mauricio y San Sebastián
Sucede algo semejante con los colores de su paleta. ¿Hemos dicho
paleta? Craso error: El Greco pinta al óleo… pero como si lo
hiciese sobre una vidriera: de lienzo en lienzo su cromatismo se
inunda de una luz simultáneamente mineral y cristalina, forzada por
su dominio del claroscuro, pero tan arraigada a su prodigiosa
materia como los rosetones de Chartres a sus plomos. Esa
vidriera presuntamente opaca que el haz de luz atraviesa y vivifica
es la que perseguirá Picasso como un sueño, tantas veces
recompuesto hasta lograr la alquimia suprema: convertir en
inmanente el plano, el dibujo en plomo negro y los cuerpos
hipostasiados en una dramática llamarada tan intensa que vuelve
casi invisibles las rígidas tensiones geométricas de su
composición.
El
Expolio y retrato de Jerónima
En cada uno de sus lienzos la magia está presente. Los
contemplamos, no sabemos muy bien qué es lo que más nos atrapa.
"Sus luces lívidas" -escribe Garaudy-, "sus relámpagos azulosos,
sus formas angulosas y despedazadas rechinan de color". Pero ese
color es más que color, sus cuerpos se dilatan, levitan -a
veces bizantinos, otras picassianos, tatarabuelos de los de su
época azul-. Sus ojos nos miran a través de una pátina líquida,
simultáneamente acuosa y ardiente, etérea y profunda, como si
mirasen tanto al interior como a lo desconocido, a lo ilimitado, a
lo infinito, como es infinito El Greco.
En el anecdotario del cretense suele resaltarse el desdén de
Felipe II hacia el portentoso San Mauricio de El Escorial
y callar de paso, el desdén paralelo con que veinte generaciones
sucesivas relegaron el "descubrimiento" de El Greco al advenimiento
de la modernidad. Le sobra razón a Marías cuando afirma que "la
fascinación moderna por El Greco tiene, además de una vertiente
estética, una vertiente económica" -por lo que esta comporta de
comercial-. Sucede como si a la mala conciencia nacional de repente
le hubiese atacado un furibundo mal de san Vito por aggiornarlo y
españolizarlo, al tiempo que se multiplican las adhesiones
inquebrantables a su obra que nos convertirían a todos en los más
perspicaces adelantados de las vanguardias. Ni era un expresionista
avant la lettre, como afirma Marías, ni un siniestro
abducido por las pinturas negras dos siglos antes de Goya. Solo
desde el analfabetismo ilustrado que nos ocupa cabe confundir
expresionismo y manierismo, de la misma manera que la negritud de
El Greco se duele más de la incuria patria que de cualquier otro
propósito escatológico. Marías nos recuerda que El
Caballero de la mano en el pecho tenía un precioso fondo gris
y que el San Luis rey de Francia perdió los celajes
que lo rodeaban, porque el gusto de la época - siglos después-,
prefería presentarlo como un personaje convulso y saturnal.
Autorretrato de El Greco y Alegoría de los
Camaldulenses
¿También lo era El Greco? Por supuesto que no. La maestría
de su concepción anatómica, sus escorzos imposibles, esos
personajes dislocados, descoyuntados, y ferozmente recompuestos en
la imperiosa convergencia hacia un vértice, rubrican la vibrante
libertad formal de un artista que ya no quería ser un artesano, que
peleaba cada ducado en la consideración de sus obras y a quien poco
le faltó para hacer un corte de mangas al intratable Felipe II y a
toda su corte.
Esa libertad formal, en plena España de la Contrarreforma, antes
que reprimir le lleva a acentuar sus desnudos apenas disimulados
por la liviandad de las telas, a contravenir todas las normas
estéticas de Trento, incluyendo palabras en hebreo y símbolos
hebraicos sencillamente explosivos -como en la Alegoría
de los Camaldulenses-, a imponer su estilo más puro y genuino,
íntimo y a un tiempo arborescente, en paralelo al crecimiento de
las formas.
"Ese soy yo", parece decirnos el cretense a través de esos
cuerpos dilatados hasta el paroxismo, "el que pinta y el que os
mira". Y la mirada de Marías sobre el personaje atraviesa el
espejo.
Solo en un punto me permito discrepar de su tesis, y es en el
que afecta a su religiosidad. "Cualquiera que escribe sobre arte en
esa época habla de pintura religiosa en cada párrafo" - afirma
Marías-, "y en las 20.000 palabras de sus notas no hay una sola
sobre religión". Olvida que en el estrecho círculo de amigos de El
Greco en Toledo figuraba Benito Arias Montano, aquel que, aun
siendo confesor de Felipe II e inspirador de su monumental Biblia
Políglota, estuvo a un soplo de sufrir los hierros de la
Inquisición por contravenir los dogmas de la Vulgata.
Arias
Montano y Felipe II
En sus tiempos de Roma, Montano se afilió a la secta de
la "Familia Charitatis" -la Familia del Amor-. Seguían a
un
maestro
espiritual apodado Hiël (Luz de Dios), abominaban de las prácticas
religiosas convencionales, fueran del tipo que fueran, y lo único
que escuchaban era la "Voz de Dios" dentro de su propio
corazón.
Aunque Rekers los relaciona con los anabaptistas de Münster, sus
rituales procedían de los monjes ortodoxos del monte Athos, y es
posible que fray de León, otro de los amigos de El Greco, se
contara entre sus adeptos. Si el cretense ya vivía en un distrito
sospechoso, del que no se mudó ni en sus tiempos de mayor fortuna,
curiosamente a un paso de la Sinagoga del Tránsito. Si entre sus
protectores e incondicionales se contaban ilustrísimos "marranos",
como el Marqués de Villena o don Pedro de Castilla. Si uno de los
más grandes sabios españoles del Renacimiento y precursor del
pensamiento moderno, como Luis Vives, tuvo que emigrar a Bruselas,
una vez que su familia fuera diezmada por la Inquisición, su
padre quemado vivo y su madre, ya fallecida, desenterrada
para someterla al mismo fuego, parece muy razonable que El Greco,
fuera cual fuese su credo, se abstuviese de manifestarlo por
escrito, tal como hacía Montano incluso entre sus más íntimos.
Autos
de fe en la España De Felipe II
No en vano el lema de la Familia Charitatis venía a recomendar
lo que sigue: El que anda entre hombres ha de tener la astucia de
las serpientes". El Greco la tuvo sin duda, no solo para
medrar, sino también para mantenerse fiel a sí mismo hasta la
última pincelada y el último suspiro. No solo dependía del juicio
estético de un sanedrín de talibanes contrarreformistas. Al pairo,
dictaban sus sentencias los letrados de los Tribunales de Sangre
que veían en cualquier extranjero a un sospechoso de herejía, los
meapilas que vigilaban las costumbres de los sábados de cada cual,
y hasta las maritornes que husmeaban en el cocido de la vecina por
ver si mojaban el prescriptivo corte de tocino rancio -atributo de
los cristianos viejos-. Hasta Montano tenía que excusarse de los
jamones que le regalaban sus enemigos en la Corte, alegando que era
"vegetariano por penitencia".
Si en esa España del espanto y la sospecha cabe una posibilidad
de que El Greco profesara algún credo con sombra de herejía, este
pasa precisamente por esa sostenida tenacidad de no escribir ni una
palabra al respecto en sus cartas. Lo decía con sus pinceles y
aquí, ciertamente, que cada cual vea lo que quiera ver. Solo el
Cretense sabía a ciencia cierta lo que pretendía contarnos y todo
lo demás, como certeramente afirma Marías, remite a "un poliedro
que se puede coger por cualquier cara".
Este volumen excepcional contiene todas las esenciales. Se las
debemos a las chicas de Nerea: desde esa barbacana de San
Sebastián, allá donde rompe el viento del noroeste, nos han
regalado el mejor volumen que podemos encontrar hoy y ahora en las
librerías en torno a El Greco.
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