Álvaro Bermejo

Los papeles de Pickwick

Ritos y mitos del amor

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"RITOS Y MITOS DEL AMOR"

Álvaro Bermejo

 

Por los tiempos en que el Arcipreste de Hita rondaba pastoras y serranas, Chaucer ya hablaba del catorce de febrero como un día proclive a los apareamientos, al menos, entre los mirlos de la campiña inglesa. Siempre en vísperas de Carnestolendas, antes que la farsa llegaba el amor. Y así lo constataban los jóvenes de media Europa que consideraban esa fecha la más propicia para elegir pareja o para formalizar sus compromisos. No obstante, tuvieron que esperar a que el calendario gregoriano la casase con el día de san Valentín, para que sus efusiones tuviesen la dispensa canónica de un patrón de los enamorados.

 

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Dos versiones de San Valentín

 

Desde luego, del san Valentín histórico, que murió decapitado en Roma allá por el siglo III, al Rodolfo Valentino cuya muerte desencadenó una ola de histeria colectiva entre sus admiradoras, sea en su vertiente divina o en la humana, el amor sigue siendo un misterio. Y, como tal, se presta a todo género de supersticiones, casi todas de origen profano, aunque muchas estén ya consagradas. No es casual que para Hesíodo, Amor, el más bello de los dioses, fuera hijo de la Tierra y del Abismo. Más sofisticado, Platón elige a Hermes y Afrodita como padres de Eros. Pero, enseguida, le atribuye una naturaleza dual, sublime o terrible. Sus contemporáneos lo representaban como un niño alado y desnudo, porque encarna un deseo que no se puede ocultar, así como la eterna juventud de los amores profundos. Ahora bien, también le vendaron los ojos mientras le armaban con arcos y flechas, pues Eros es un cazador caprichoso, muy capaz de conseguir la milagrosa unión de los contrarios, pero también de cegar a hombres y mujeres, hasta abocarlos a los dominios mortuorios de Thánatos.

 

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No en vano, los mitos y ritos en torno al amor y al matrimonio son tan numerosos como los concernientes a la muerte. Por supuesto, todo enamorado aspira a la eternidad. Por ello, en el momento del compromiso ciñe su dedo con un anillo, circular como el infinito, que simboliza tanto un deseo de perdurabilidad como una protección mágica que sella la alianza con la suerte de la "sortija". Siendo también de oro, sorprende que las arras deban sumar trece, el número maléfico por antonomasia, salvo que volvamos a remitirnos a la mitología griega, donde  significa la hipóstasis del decimotercero que es también el primero, como Zeus en el cortejo de los dioses o Ulises en la caverna del Cíclope. Claro que, si estas arras simbolizan el compromiso de proveer el hogar conyugal, un beso puede significar bastante más que un beso.

 

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Por ejemplo, el que se dan los contrayentes al concluir una boda tiene su origen en los tiempos en que la pareja hacía el amor por primera vez, literalmente, ante los ojos de concurrencia. Del acto público y explícito,  se pasó a un ritual más discreto, sólo en presencia de sus padrinos, madrinas y testigos.  A la postre, y en estos tiempos en que creemos vivir el pleonasmo de toda desvergüenza, de todo ello sólo ha quedado el casto intercambio de besos en la iglesia, costumbre que Bertrand Russell calificó de "disfraz apetecible".

Así mismo, entre otros disfraces antaño usuales en este ritual, figuraba el del deshollinador que debía aguardar a la novia a las puertas del templo, para darle buena suerte, en su condición de guardián de los fuegos del hogar.  Entre tanto, al novio se le cubría la cabeza con una corona de laurel, tal vez  para recordarle que, en determinadas situaciones, es preciso ser un héroe para casarse. Si estas prácticas europeas no prosperaron, sí lo hizo otra de origen oriental, como es la de arrojar Ritosymitos5puñados de arroz sobre los recién casados. En su día, el Mahatma Gandhi fue materialmente sepultado por una montaña de arroz, entre el fervor de los más de cinco mil hindúes que presenciaron su boda. Bastante más grandilocuente, también Alejandro Magno eligió la simbología conyugal para ver cumplido su sueño de unir Oriente y Occidente a su regreso de la India. 

Para ello, dispuso el casamiento en masa de diez mil soldados de su ejército con otras tantas jóvenes nativas, en una sola noche. El escenario fue la legendaria ciudad de Susa, cerca de Persépolis, donde tuvo lugar la batalla sexual más espectacular de todos los tiempos, durante la cual charlatanes elegidos iban de acá para allá contando historias picarescas, dando origen así a la literatura del género, y tal vez, al tópico posmoderno de la "Guerra de Sexos".

Pese a ello, el ritual de la luna de miel no tiene un origen macedonio, sino teutónico. Allá en la hiperbórea Jutlandia y durante un mes lunar posterior al desposorio, los desposados celebraban su unión bebiendo hidromiel, un vino hecho de miel, símbolo de pureza y felicidad. Con esto pretendían conjurar todo mal augurio sumiéndose en aturdimientos etílicos que equivalían, verdaderamente, a unas prolongadas vacaciones. Más drásticos, los chamanes de Madagascar preferían espantar a los demonios mediante tatuajes protectores en el pubis de la novia.

 

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Según como se mire, no somos menos primitivos cuando creemos en los poderes catárticos del rojo y el azul aplicados al poder seductor de la lencería, o en la acrobacia de atrapar en el aire el tapón de una botella de champán abierta en período de luna llena. Tal vez, tantas supersticiones camufladas bajo el tranquilizador ropaje de lo civilizado, ocultan en su raíz desnuda el temor a sucumbir a un amor fatal, como el de Troilo y Criseida, o como todos los que van de la tragedia de Mayerling al mito de Lohengrin.

 

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Y es que, a decir verdad, entre las sátiras de Boccaccio y los dramas de Wagner, el amor mismo es una superstición donde comenzamos por otorgarle a la persona amada virtudes benéficas, casi sobrenaturales, que acaso no posee. Quizá por ello -otra paradoja- los más encendidos poetas del amor sean los místicos. De hecho, no fue Don Juan Tenorio, sino otro Juan, san Juan de la Cruz, quien escribió aquello de: "Quedéme y olvidéme / El rostro recliné sobre el Amado / cesó todo y dejéme / dejando mi cuidado / entre las azucenas olvidado". Todo un Himalaya romántico a cuyos pies se abren horizontes de gloria o de infierno. Pues, incluso desde la simbología astral, el Amor, como dios primero, simboliza la cohesión interna del cosmos. Salvo que se pervierta y pase así, de ser el centro unificador que dimana felicidad, a invertirse en un principio de división, destrucción y muerte.

 

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Mientras miraban al cielo desde lo alto de sus observatorios, los astrólogos persas, que también tenían su parte de poetas,  pensaban que para amar es preciso cerrar los ojos. Sobre todo si esa floración amorosa coincide con un eclipse de sol, pues contemplarlo equivale a cerrar las puertas a toda fortuna en el amor.  Hasta el próximo, que sucederá el próximo 29 de abril, san Valentín nos concede una tregua de  dos meses y quince días para recordarnos que, a pesar de todos sus tormentos, la felicidad sigue siendo un mito posible.

 

 

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