La Navidad es la fiesta que más se celebra, la mas antigua y
la más unánime, en todo el mundo occidental. Su origen data del
siglo IV, cuando la Iglesia impuso el nacimiento de Cristo como
"Luz del Mundo", sobre las fiestas paganas que festejaban el
renacimiento del sol, en el solsticio de invierno. En contra del
tópico sociológicamente correcto -denostar la orgía hedonista que
acompaña
la celebración de la Navidad-, es más que probable que ésta sea tan
antigua como la controversia, que hoy creemos tan actual, entre sus
partidarios y sus detractores. No obstante y a decir verdad,
tampoco polemizamos sobre la profanación de la Navidad, sino sobre
la divinización del Consumo. Pero, así mismo, permitidme una
pregunta: Verdaderamente, ¿la dimensión dominante de la Navidad hoy
es el Consumismo?
El consumidor posmoderno tiende a comprar estilo, signos de
estatus, imagen de marca, moda de etiqueta o tecnología doméstica
de máxima calidad. Casi nada de esto se da en los productos ni en
las escenografías prescriptivas de la Navidad, que tienden al más
previsible de los ritualismos. Según en qué familias, se sirven
comidas de Pascua que poco tendrían que envidiar a los "potlachs"
suntuarios donde los aborígenes de las Marquesas devoraban
ritualmente todas sus excedencias alimentarias. Hay casos peores
que reproducen, en estas largas noches de fiesta, el clásico
mecanismo trifásico de los romanos en su esplendor: engullir,
vomitar, volver a engullir. Con eso y todo, cualquier remilgado
experto en teorías de la comunicación sentenciaría que estos signos
son puramente redundantes, porque no transmiten nada más que un
homenaje al viejo dios pagano de la abundancia, el cual nos evita
acabar como Saturno, devorando a nuestros propios hijos.
Sin embargo, ¿qué sucede cuando la multiplicación de signos
redundantes ofrece una visión nada coherente con los valores
dominantes de la posmodernidad? Olvidaos de la visión mercantilista
y probad a ver las grandes áreas comerciales como una epifanía:
como la epifanía de nuestra suficiencia como sociedad significada
en esos nuevos templos, los grandes hipermercados, donde
revivimos el sueño de Aladino: tener a nuestro alcance todo cuanto
pudiéramos desear. Y ahora, lejos del feo materialismo
ambiente,
preparaos para dos rituales de magia.
Primero, el ritual de la "desaparición
instantánea". O lo que viene a ser lo mismo: rodearse de
productos que procuran la máxima gratificación en la medida en que
su duración sea más efímera, como podrían ser, tal vez un perfume,
una cena o un cotillón extraordinario. Por otro lado, el ritual de
la "aparición
eterna": regalar bienes perfectamente prescindibles, pero
cargados de una intención de perdurabilidad como serían todos
aquellos que destacan publicitariamente por estas fechas -joyas o
relojes imbuidos de poderes talismánicos, viajes a lugares
"inolvidables", etcétera-. Ambos rituales anudan sortilegios
complejos, capaces de expresar infinidad de significados
simultáneos y contradictorios. Y un buen paradigma sería, por
ejemplo, el alto consumo navideño de vinos de crianza.
Hablamos de una auténtica comunión profana significada, como
todas las comuniones, con su propia mística. En tanto que la
botella se vacía al beberla, el vino expresa el ritual de la desaparición instantánea
-lentificada por matices como el bouquet, el paladar o el color-.
Pero si el crianza tiene solera, por ser de añada y solar lo
suficientemente señalados, el vino también expresa el ritual de la
aparición eterna:
memoria de un pasado que, en el instante de la comunión, cobra
dimensión de eternidad.
Ambas dimensiones, eterna e instantánea, remiten a una ética y a
una estética que pueden simultanearse en cualquier ágape de
Navidad, a modo de contrapunto. Por supuesto, ambas vienen
repitiéndose sin variación desde la noche de los tiempos.
Ahora bien, interpretadas a la luz del hedonismo posmoderno,
remiten a una nueva teoría general del placer: el hedonismo actual,
al contrario que el clásico, es un hedonismo autoilusionante y
mental, que busca el placer más por la ensoñación que por la
realización, más en el goce del objeto imaginado que en el poseído.
Por eso la posesión acaba decepcionando siempre -y las fiestas de
Navidad, por lo general, también-.
Todo esto es una locura -repetimos recurrentemente año tras año
antes comenzar estas fiestas, y todavía más después de
concluirlas-. Que no cunda el pánico, no es grave: es exactamente
lo que deben seguir diciendo. En un mundo erróneamente
racionalizado, la compra, el consumo sin control, es el espacio
social reservado a las locuras tolerables, a la explosión
controlada de insatisfacciones, al seudocumplimiento de los
irracionales irresueltos. En Navidad todos estos procesos
desembocan en un
acto de locura colectiva. Pero bajo
esta fiebre hedonista puede estar expresándose, una vez más, una
locura perfectamente religiosa.
George Ritzer atribuye el éxito de la Navidad a la actual deriva
del consumo hacia su espectacularización como forma de
reencantamiento: se busca, ante todo, recrear un espacio mágico
donde podamos vivir el sueño de la exuberancia y la opulencia al
alcance de cualquiera. Baudrillard habla del síndrome de Peter Pan:
la Navidad como exponente, no tanto de la puerilidad en la que
parece haberse sumido el hombre contemporáneo, sino más bien del
temor al envejecimiento que marca, implacable, la inminencia de las
doce campanadas de Nochevieja. Menos espectacular, pero sin
duda más certero, Julio Caro Baroja demostró que el ciclo de
Navidad pertenece a la misma estación invernal que el Carnaval y
otras fiestas profanadoras o subversivas, como la Fiesta de los
Locos, donde lo estrictamente propio es rendir culto al
renacimiento de la vida, significado por el absurdo o la sinrazón
de la infancia irresponsable y sin embargo protegida por los
dioses, como ese sol que pese a todo, cada solsticio invernal,
vuelve a regenerarse en su más absoluta plenitud.
Probablemente, antes de la Contrarreforma y su obsesión por el
martirio, la Iglesia también celebraba la Navidad como una fiesta
salvífica, de alegría y gratificación, muy parecida a esas orgías
paganas que fueron antes y que hoy regresan, distintas en la forma,
pero idénticas en su fondo, aunque las llamemos posmodernas.
Tanto como la del Niño Dios que nace, esta es la fiesta de
Gargantúa y Pantagruel engullendo las quintaesencias de Alcofibrás,
la de Don Quijote y Sancho bailando su rigodón en la ínsula de
Barataria, la de todos los locos que se consuman consumiéndose,
derrochándose en el sacrificio batailleano de su ser. Sí, aunque
nadie les haga mucho caso de verdad por estos días, que son los
suyos, hay una extraña religiosidad que aúna a los locos y a los
niños: sólo ellos creen verdaderamente que cada mañana pueden nacer
de nuevo. Una locura, claro. Por eso es Navidad.
anikaentrelibros no se hace responsable del uso de imágenes de los
blogueros a partir del momento en que informa que sólo deben
utilizarse aquellas libres de copyright, con permiso o propias del
autor