"ANCHA ES LA
MANCHA"
Álvaro Bermejo
Era hijo de cirujano y, como tal, de más que probable
sangre judía. En vida, no conoció mayor honor que el de ser un
oscuro alcabalero que sobrevivió mediocremente en la España de los
fastos imperiales, que él odiaba -como odió a Felipe II, a quien
llamó ladrón-, como le odiaron a él casi todos los grandes
escritores de su tiempo, empezando por el excelso Lope de Vega,
quien dictaminó furioso contra El Quijote. El libro, sin embargo,
llegó a ser un best-seller, pero los beneficios no le alcanzaron ni
para remendarse el jubón. El licenciado que aprobó la segunda parte
lo pinta como "un soldado viejo, hidalgo y pobre", ante unos
franceses que se asombraban de que alguien tan celebrado en Francia
viviera en tanta precariedad en su patria. No sabían que nuestra
máxima gloria nacional acababa de salir de la cárcel de Sevilla y
que pronto volvería a la de Valladolid, casi en calidad de
proxeneta, cuando a la puerta de la mancebía donde pernoctaba con
sus hermanas, las "Cervantas", apareció acuchillado un caballero
vasco, Gaspar de Ezpeleta. Tal vez un trasunto del vizcaíno que
batalló a brazo partido con Don Quijote, el único en toda la novela
que se tomó en serio su locura. Y, por tanto, tal vez el único a
quien hoy le parecería una locura tanto homenaje, tanto congreso
universal, tanto alarde de ediciones ilustres e ilustradísimas.
Todo para honrar a un autor que casi nadie conoce y un libro que
muy pocos han leído. Pese a todos ellos, en fin, la obra cumbre la
literatura universal cumple este año sus primeros cuatro
siglos de andadura sin desmayar el ánimo ni perder la
sonrisa.
Porque hay que reírse, aunque sea en voz baja. Reírse como nos
enseña la elegante melancolía de Cervantes,
que el humor es el lenguaje del desencanto. Libro para
desencantados pero también para soñadores, libro por tanto ambiguo,
plural, poliédrico, parece burlarse de todo y de nada. Cierto. Pues
la hazaña literaria de este ingenioso hidalgo consistió en trabar
de tal manera su pensamiento con las hazañas y desventuras de su
héroe que es, en sí mismo, una paradoja viviente cuyo significado
profundo se proyecta en un juego de espejos sin término.
Cervantes se inventa un narrador árabe -Cide Hamete
Benengeli-, y por medio de éste a un hidalgo muy español, Alonso
Quijano, quien a su vez inventa a Don Quijote, que inventa asimismo
a Dulcinea y a toda la realidad que necesita. Esa confusión genial
entre ficción y realidad prefigura una de las claves del
realismo mágico. Tanto es así que casi todos los recurrentes
personajes de García Márquez, desde Aureliano Buendía en adelante,
no dejan de ser hidalgos desencantados que van de fracaso en
fracaso hasta la derrota final, hasta esa muerte que es también la
del mundo que ellos mismos han creado. Pocas tonterías mayores, por
tanto, que cifrar en ese contraste la esencia del carácter
nacional y de la España eterna, como postulaba Unamuno, otro
vasco, por cierto, bien quijotesco. A decir verdad, más que en
España, los hijos de Don Quijote se prodigan allende los mares que
bañan la ínsula de Barataria: en el exagerado príncipe Mishkin de
Dostoievski, en los locos felices que emprenden aventuras
disparatadas con cargo al club Pickwick, hasta en el Ignatius
Reilly de La conjura de
los necios, la obra maestra de aquel norteamericano
sanchopancesco, y sin embargo suicida, Kennedy Toole.
Junto a Don Quijote cabalga Sancho, otra víctima de las
simplificaciones abusivas: vayan al texto, escúchenles hablar.
Verán que no queda siempre claro quién está más de acuerdo con la
opinión común. ¿Por qué? Porque subrepticiamente, el hombre de la
Mancha pone a dialogar entre ellos a Amadís de Gaula con el
Lazarillo, y a Erasmo contra Torquemada, y, en el camino va
dinamitando todo el pensamiento dogmático de su época y de la
nuestra, la severa normatividad de la escolástica y su lectura
unívoca del mundo. Pero de manera que no parezca que sea Cervantes
quien habla por boca de nadie, ni dónde acaba Sancho ni dónde
empieza Don Quijote. Pues uno y otro se interpenetran y seducen
mutuamente como Herr Puntila y su criado, o como Lolita y su
ridículo hidalgo y escudero al mismo tiempo, en la novela homónima
de Nabokov.
El Quijote inaugura la novela moderna y la agota al explotar de
una vez todas sus posibilidades, pues lo característico de la
novela moderna es alcanzar una expresión totalizadora del sentido
de la existencia humana. Esta historia no sería la misma sin las
páginas que nos cuentan la muerte del caballero. Todo muere ahí,
sepultado bajo la amargura que produce la falta de sentido de la
aventura humana en la mirada de un existencialista avant la
lettre. Pero, a su vez, de esas cenizas resurgen todos los
héroes románticos que encuentran en el fracaso la prueba de una
conciencia superior, incompatible con este mundo mezquino, egoísta
y filisteo. Lo más fascinante es que estas dos voces surgen de un
escritor que no tiene estilo ni quiere tenerlo. Cervantes no
enseña literatura, pero enseña a vivir. Y esto lo sabemos
inmediatamente, como inmediatamente se gana su voz el ánimo de cada
lector para hablarle de tú a tú y hacerle sentir que es así, que es
Don Quijote quien le habla de corazón a corazón.
¿Qué importa cuál fuera ese lugar de La Mancha del que Cervantes no
quería acordarse y al que ahora, una vez más, los necios eruditos a
la violeta quieren ponerle nombre y calles y placas y monumentos ?
No se hagan fotos en Argamasilla de Alba, ni en Villanueva de los
Infantes. La Mancha de Don Quijote no es La Mancha de Cervantes. Se
trata de una mancha literal, una mancha que ha caído sobre su honor
y que quiere olvidar a toda costa. Es la mancha de las prisiones
donde imaginó su fantasía liberadora, pues no en vano la puso en
prosa tras cinco años de cautiverio en Argel. Por eso todo su mundo
está más allá del tiempo y del espacio que refleja, más cerca del
mito que de la geografía nacional, pues todo gran libro es
siempre algo más de lo que es. Esa Mancha metafórica que fue en
origen la huella de una reclusión, hoy, tras volcarse el tintero,
se ha convertido en una mancha en expansión, en un inmenso espejo
de tinta donde mirar lo que somos.
Así es como Don Quijote nos enseña. A través de la mirada llena
de humanidad que vierte Cervantes sobre los humildes, que se vuelve
de acero cuando contempla a los grandes de este mundo. Así es como
subvierte el alma de ceniza que alienta bajo tanta pompa
fraudulenta.
No, la mancha no es la Mancha. Es un lugar oscuro donde
prospera el libre examen y la libertad de pensamiento. Es también
una vasta ilusión donde triunfa el punto de vista del individuo
sobre el mundo. Pero, sobre todo, es una invitación a vivir
en los límites de la realidad, a cabalgar detrás de lo imposible en
pos de la inocencia final, aunque sea una inocencia que sólo se
alcanza en la locura.
Por eso la andadura de Don Quijote es universal. Su mancha es la
nuestra. Y sólo se lava con una sonrisa, que ya no es cómica ni
trágica, sino, esencialmente, de pura sabiduría.
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