POR LO QUE MÁS QUIERAS
DIME QUE SOY
SEXY
Álvaro Bermejo
No sé si estaréis conmigo en la sospecha de que, de un tiempo a
esta parte, las revistas literarias de este país se van pareciendo
cada día más al Hola. No lo digo por el papel cuché,
aunque haya autores que merecerían más el papel de lija. Me refiero
a las fotografías promocionales y, demasiadas veces, a los textos
que las acompañan. ¿Qué fue del nuevo periodismo?, se preguntaba
Tom Wolfe. La respuesta es: el rey ha muerto, ¡viva el Photoshop!
Da igual que el retratado sea un dinosaurio de la Academia que una
de tantas lolitas efervescentes, algunas ya cumplida la
cincuentena, que posan sobre las mesas de novedades como si lo
hicieran sobre el photocall de la pasarela Cibeles. A
juzgar por lo que dicen sus imágenes de marca, J.K.Rowling ha
comenzado a parecerse a Kate Winslet, Laura Falcó ha suplantado a
Sharon Stone, y, en fin, qué decir de las princesitas de hielo que
escriben novelas superescalofriantes, como Camilla Lackberg. Entre
unas y otros, yo ya estoy tan sobrepasado que casi confundo a
Antonio Muñoz Molina con Amaia Salamanca.
Por supuesto, todos queremos salir en la foto con veinte años
menos y epatando al lector, aunque sea por la vía
creepyshow, como es mi caso. El problema comienza
cuando advertimos que el icono publicitario está al servicio
de un producto de mercado, donde el texto, el libro, la calidad de
la escritura, es una cuestión secundaria. Tal como lo corrobora la
propia crítica literaria, reducida hoy a un oficio de enjabonadores
mejor o peor pagados, no ya por los directores de las revistas o
los suplementos, sino por los contables de los medios, amos y
señores del negocio, cuyo único imperativo categórico es conseguir
más y más publicidad de las grandes editoriales que se anuncian en
ellos.
El bluf de su Vida imaginaria dejó al desnudo que
la finalista del Nadal, Mara Torres, era todo imagen, una imagen,
ciertamente rebosante de candor. La pregunta es: ¿cómo es posible
que una novela decididamente pésima haya llegado a merecer un
premio semejante, avalado por un jurado compuesto por literatos
supuestamente venerables, como Pere Gimferrer o Emili Rosales, a
los que se les supone, igualmente, un cierto decoro en sus
apreciaciones? Transcribo la respuesta de un prestigioso
editor a un joven valor indignado: "¡Aquí no se entra más que
con una reputación ya hecha! Hágase una celebridad y nadará en un
mar de oro!" Parece muy actual, pero tiene más de cien años. Sion
las palabras del editor Dauriat al joven Lucien de Rubempré en
Las ilusiones perdidas, de Balzac.
La lectura de los clásicos siempre es reconfortante. Te
demuestra que lo verdadero no prescribe, pero también que nuestros
males son los de nuestros tatarabuelos. Al menos desde el siglo
XIX, la economía del libro iba unida a una imagen, a un nombre, a
una red de relaciones -familiares, sociales, políticas-, en virtud
de las cuales lo esencial para ser publicado, premiado y reconocido
por los corifeos mediáticos, es estar en la crema catalana -ah, el
dulce encanto de su vieja burguesía-, en la pomada madrileña,
o en la almohada de alguna de esas agentes literarias que deciden,
evidentemente por ciencia infusa, jamás por su soberano capricho,
cuál será del gran lanzamiento de la temporada.
En la novela de Balzac el ingenuo y sanguíneo Rubempré
-recordemos: aquel por quien Oscar Wilde lloró por última
vez, ahora sabemos por qué-, se dirige a la casa del editor
más influyente de París para presentarle un poemario.
Dauriat, el editor, se muestra de entrada reticente. Su primer
argumento es que recibe montañas de manuscritos que apenas
tiene tiempo de hojear. Se siente tan agobiado que se está
planteando algo revolucionario: organizar un comité de lectura para
que le ayude a discriminar los textos. Pero claro, continúa,
"entonces también necesitaré un administrador para pagar al comité,
y montar una oficina, y sesiones para deliberar, con primas de
asistencia, y un Secretario Perpetuo que me presente los informes".
Naturalmente eso cuesta dinero, mucho dinero.
Sobre ese pie, avanza un segundo argumento: ¿Qué garantía supone
un autor desconocido, por muy buena que sea su obra? "Yo no me
implico en publicar un libro donde invierta dos mil francos para
ganar dos mil francos. Yo especulo con la literatura, joven
-continúa, dejando a las claras que no es una hermanita de la
Caridad, sino un corredor de Bolsa disfrazado de editor-. No sabe
usted lo que cuesta introducir un nombre nuevo, un autor y su
libro. Tanto o más que hacer triunfar las Memorias de la
Revolución, una fortuna. Señor mío, yo no estoy aquí para ser el
zócalo de las glorias futuras, sino para ganar dinero y
compartirlo con los hombres célebres".
Es muy posible que el discurso del esforzado Dauriat os suene a
algo. Lástima que con el tiempo esa virtud revolucionaria, la de
hablar a las claras y presentarse tal como uno es, haya caído en
desuso entre nuestros augustos gremios editoriales y mediáticos. No
conozco ninguno que no pose como un esforzado don Quijote de las
letras, cuando, la mayoría de ellos -a más divino más humano,
demasiado humano-, tienen bastante más en común con el Dauriat de
Balzac, por no mentar al Harpagón de Molière.
Cierto, el suyo es un negocio como otro cualquiera. Apuestan por
la celebridad como condición previa, y es comprensible,
siempre que no sea excluyente. Ya entraría dentro de lo bochornoso,
al menos para el estado de nuestras Letras, que fiaran más en los
montajes promocionales, en las relaciones sociales de casta y
cúpula, en los validos y los favoritos de aquí y allá, en las
presentadoras con encanto aunque sin talento, o en las casas de
mancebía en que se han convertido buena parte de nuestras agencias
literarias más reputadas.
Hoy por hoy, en las letras hispánicas, importa más una buena
promoción, una buena fotografía, un buen photoshop, que una buena
crítica. Eso, cuando la crítica no forma parte del photoshop mismo.
Fue la desgracia del ambicioso Lucien de Rubempré. Si hubiera
nacido hoy, ya convertido en un clásico gracias a Balzac y
embellecido con un rostro de vampiro a lo
Crepúsculo, sus ilusiones perdidas serían, sin duda, la
gran sensación de la temporada.
Madrid - 27 de Febrero de 2013 - Álvaro
Bermejo