Virgen menuda
Cuentan que hace dos años los visitantes de una basílica no
reconocieron a la Virgen de su localidad. Despojada de sus joyas y
mantos, la Virgen exhibía su talla durante los días que estuvo
oreándose y quienes la tenían delante, la buscaban por todas
partes. Pobrecilla.
Cómo adivinar que, bajo su gruesa y lujosa vestimenta usual y
fuera del altar, se escondiera una figura tan menuda y escuálida.
Ella, la Virgen, que habitualmente llena el mundo de los cristianos
y realiza milagros, mostraba, de pronto, su auténtico aspecto,
carente de glamour, feúcho, insulso, ausente. Por su lado,
los creyentes se revelaban incrédulos, sorprendidos,
desconcertados. Ningún encuentro tampoco con los ojos de la Virgen,
necesitados como están los fieles de ser mirados por ella para ver.
Es decir, de descubrir en la mirada de María la luz divina que
ellos mismos encienden. Imposible en el caso de la estatua de la
Señora, la cual, al mismo tiempo que fue despojada de su vestido de
gala y de sus adornos de oro, quedó privada de misterio, de
esplendor, de gloria. Se apreciaba un perfil poco enigmático,
demasiado real, casi nuestro espejo, como para depositar en él la
fe, el dolor, la esperanza, la pasión.
A los fieles que han visto a la Virgen y no la han identificado o
a los que sin conocerla la habían imaginado a su manera parece
haberles sucedido lo que al poeta William
Wordsworth: después de contemplar el Montblanc, lamentó
que una imagen física hubiese usurpado la cumbre imaginada.
La misma decepción sufrió un personaje de un poema de
Ángel González, que, de tanto soñar la rosa,
cuando vio una verdadera, le dio la espalda y le dijo:
"¡Mentirosa!"
Les dolió en los ojos a los cristianos la visión nada
impresionable de la Virgen. De nada valió que el cura la defendiera
como la María de la Biblia, mujer sencilla.
Defraudó, pero de nuevo fue vestida y entronada, de modo que ha
seguido viviendo en su forma arquetípica. Como una diosa.
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