Un siglo con Simone
Ahora que cumplimos cien años con Simone de Beauvoir, y que en Francia han celebrado un coloquio internacional para reexaminar su obra, para la derecha política e intelectual la atención hacia su figura (y, por extensión, a la de su compañero de tantas batallas, públicas y privadas, Jean-Paul Sartre) está centrada en la continuación del esfuerzo de demolición de una memoria crítica, de una cultura militante, de una racionalidad que criticó con contundencia al capitalismo, y que, tras la desaparición de la URSS, fue declarada por los intelectuales del liberalismo enterrada para siempre. Algunos portavoces de esa sabiduría derechista han hablado de los cien años de Simone de Beauvoir como de la celebración de un amargo centenario, aludiendo a que algunos de sus libros no se reeditan, como si eso, ay, no ocurriese con tantos autores memorables.
Esos feroces
censores de Beauvoir, depredadores de la inteligencia
crítica de la izquierda, se deleitan ahora en detallar las críticas
que su obra y su trayectoria vital recogen entre antiguos
seguidoras y entre algunas personas que la frecuentaron, como si no
supieran que los seres humanos estamos hechos, también, de
contradicciones, como si la esencia del ser humano no fuera tejer
la dignidad entre verdades y mentiras. Así, se ha hablado en estas
semanas de colaboraciones de la escritora con Radio Vichy, que son
esgrimidas como prueba de un oscuro pasado, justo al lado de una
supuesta indiferencia ante la ocupación nazi de Beauvoir y Sartre,
que no es cierta; olvidando con afectación que millones de
franceses vivieron como pudieron bajo las botas alemanas, y que
fueron pocos (los hombres de Jean Moulin, los comunistas, De Gaulle
desde Londres) quienes resistieron y se jugaron la vida para
mantener el maquis y la dignidad de Francia, para colaborar desde
lejos con el Ejército Rojo que era quien soportaba la lucha por la
libertad.
Por añadidura, en este confuso inicio de siglo, lleno de fisgoneo de alcobas y de medios de comunicación empeñados en atizar el morbo popular y la información de cloaca, no podían faltar sórdidas historias de amantes despechadas de la pareja de escritores, de compañeros sexuales "utilizados" por Sartre y por Beauvoir, o por ambos, y despreciados después por los dos. No podían faltar detalles grotescos de una vida doméstica en la que Sartre (¡!) "destacaba" por su escasa limpieza personal y otras lindezas semejantes. De hecho, todo vale, en este centenario de Simone, hasta supuestas revelaciones de pederastia, inclinaciones al abuso de menores, voraces comentarios sobre su bisexualidad. Algunos, incluso se han cebado mostrando una desconocida fotografía, que publicó a principios de este año en Francia Le Nouvel Observateur, en la que puede verse a Simone de Beauvoir recogiéndose el pelo, desnuda, de espaldas a la cámara, como si esa escena privada revelase una oculta doblez de Simone.
De manera que las cosas no fueron como esperábamos, sino como ahora nos las cuenta esa derecha política e intelectual. Beauvoir y Sartre no habrían sido, así, una pareja libre, sino dos hipócritas que pontificaban sobre la libertad sexual y personal mientras escondían un sórdido interior, una vida doméstica llena de humillaciones y mentiras. Por supuesto, esa prensa conservadora, esos círculos de la derecha, enarbolando las mentiras del desacreditado y tramposo, pero no por ello menos eficaz, Libro negro del comunismo, ha puesto el acento en su compromiso militante, en su adscripción al comunismo, que ha sido presentado como la prueba de la ceguera política de Beauvoir, y de Sartre ante "regímenes monstruosos", porque defendieron la revolución china y la cubana, y viajaron a Moscú, y a Pekín, y a La Habana. El libro de Beauvoir sobre China, -significativamente titulado La larga marcha, donde mostraba su admiración por un cambio de trascendencia histórica que hoy apenas empezamos a vislumbrar- y los manifiestos de apoyo a la revolución son también juzgados como la prueba de su "inclinación por la tiranía". Otros, inapelables, sentencian que tras la caída del muro de Berlín, Beauvoir quedó enterrada entre los cascotes. De hecho, esas críticas no aportan nada, más allá de la venganza y la cólera de quienes quieren estar seguros de sus propias profecías por el procedimiento de proclamarlas definitivas. Quieren construir con Beauvoir una figura trágica, otra más, la efigie de un fracaso tan anunciado por los profetas de la desaparición del comunismo y de la izquierda como desmentido por la vida. Así que cumplimos cien años con Simone, sabiendo que muchas de sus certezas, intuiciones, esperanzas, han sido fructíferas, y que sus errores también nos acompañan.
Su vida en común con Sartre, al que se había unido en 1929, atravesó los años treinta y el inicio de la Segunda Guerra Mundial, y que, tras la incorporación a filas de su compañero y su posterior detención como prisionero de guerra por los alemanes, donde permanecería nueve meses detenido, les llevó a iniciar una vida nueva en el París sometido a la ocupación nazi. Después, llegó la aventura de Les Temps Modernes. Tanto Simone de Beauvoir como Sastre, criticados por una supuesta indiferencia ante la ocupación alemana de París, que no era cierta, participaron en la resistencia, como después colaboraron en otras iniciativas memorables, sobre las que sus críticos pasan de puntillas, como en su espléndida labor con la comisión Bertrand Russell fundada para investigar los crímenes de guerra norteamericanos en Vietnam.
El final de la guerra trajo esperanzas
renovadas, en esa ciudad donde Beauvoir recordaba a Hemingway
bebido, en su encuentro con Jean-Paul Sartre, en 1945. En la
Francia de la penuria y la pobreza, de las luchas obreras, Doisneau
los fotografía, a Sartre y a Beauvoir, y a otros intelectuales
franceses que viven con la noche, que hablan del comunismo y de la
revolución, mientras ven aparecer a un nuevo gendarme en ese París
que es una de las trincheras de la lucha ideológica entre el
capitalismo norteamericano y la izquierda que quiere aprovechar la
derrota del fascismo para definir la marcha hacia el socialismo. Son los años de discusiones
apasionadas, de desencuentros políticos, de diferencias con el
Partido Comunista Francés, que tenía que conjugar su papel como
garante de la independencia de Francia, ante el ímpetu de su
patrón-aliado del otro lado del Atlántico, con el de sujeto activo
de la revolución obrera. Son años de la rue de Seine y de los cafés
de Saint-Germain-des Prés, en los que el filósofo compañero de
Beauvoir pensaba en su revista Les Temps Modernes, con
Paul Nizan muerto, y con su amistad con Raymond Aron abocada al
fracaso de los desecuentros ideológicos. Las memorias de Simone de
Beauvoir, que son, también, las memorias de Sastre, aunque él no
escribiese en ellas ni una palabra. El ser y la nada,
publicado en 1943, anunciaba algunas inquietudes que seguirían
después en el existencialismo, donde fue acompañado por Beauvoir,
intentando definir una forma distinta de examinar a la humanidad
doliente en Les Temps Modernes, donde ambos hablarían del
compromiso político del escritor, también de la situación de las
mujeres, del nuevo feminismo.
Sabían que sus enemigos eran poderosos, aunque nunca imaginaron que lo serían tanto. Los hombres de Washington en Francia, sus servicios secretos, su dinero llegaron a financiar periódicos y revistas de la derecha, compraron voluntades, corrompieron a intelectuales y a dirigentes políticos, manipularon elecciones. Encounter, una revista creada por la CIA, pontificaba sobre la libertad y sobre el derecho de los escritores a mantener su independencia y su autonomía, mientras llegaban las instrucciones desde Washigton, mientras elaboraban las mentiras y organizaban campañas de desprestigio contra gente como Beauvoir, Sastre, Aragon y otros intelectuales comunistas. La revista Preuves, fundada en 1951 por encargo de la CIA, para combatir las ideas de Les Temps Modernes, y The Paris Review, otra publicación creada poco después, cumplía la misma función, con personajes tan poco recomendables como el escritor Peter Matthiessen, un mercenario de la CIA.
En esa compleja sociedad francesa, cruzada por múltiples contradicciones, Beauvoir vivió siendo una mujer libre, que destacaba en la posguerra europea porque estaba en la sociedad de una forma distinta a como sus contemporáneos se habían acostumbrado. Quiso indagar sobre su propia condición, sobre su feminidad, sobre la independencia personal, sobre la sexualidad de unas mujeres que habían vivido en la ignorancia de su propio cuerpo, desconociendo su derecho al placer; también, se interrogó sobre la maternidad, defendió la opción al aborto que tan tarde llegaría en Francia, el país de la libertad. Por eso, Sartre y Beauvoir quisieron trazar una nueva frontera en las relaciones entre los dos sexos, y huyeron de las convenciones de la familia tradicional, aunque eso no dejó de crearles problemas incluso con los sectores más progresistas de Francia, con el movimiento obrero y el Partido Comunista, que, inevitablemente, reflejaba en sus filas algunos de los tópicos de la familia tradicional; ambos huyeron del sexo como prisión, rechazando el modelo de unas relaciones amorosas y sentimentales codificadas por siglos de conservadurismo, y avanzaron a ciegas: cuando empezó a llegar la idea de la libertad sexual en los años setenta, lejano reflejo de la libertad que, un cuarto de siglo antes, había traído la derrota del fascismo, y, aún más atrás, herencia de los primeros años bolcheviques, Sartre y Beauvoir eran ya unos ancianos, que habían contribuido a la voladura de la hipocresía de la moral burguesa y al retroceso de la cárcel sexual y sentimental en que habían sido encerrados tantas generaciones. Cuando empezó a hablarse de revolución sexual, cuando los libros de Reich y sus nuevas ideas sobre la sexualidad fueron moneda común entre los jóvenes, cuando la juventud empezó a romper con el pasado, las jóvenes se dieron cuenta de que Beauvoir y otras mujeres como ella contribuyeron de forma determinante a ello.
La Francia de Malraux, quien en 1946 había
anunciado que los soviéticos llegarían hasta París, afirmando que
Moscú atacaría a Francia, con una miopía que hoy nos hace sonreir;
la Francia del Llamamiento de Estocolmo por la prohibición
del armamento atómico, que llegó a reunir seiscientos millones de
firmas; la Francia de Merleau-Ponty y Raymond Aron, de Jacques Prévert, de Claude
Lévi-Straus, de Camus, de Picasso, de Combat, es
la de los años de eclosión intelectual, de vida y discusión en los
cafés, de lucha ante el fantasma de la bomba atómica y del nuevo
imperialismo norteamericano, de búsqueda a ciegas de imposibles
equilibrios políticos que llevarían a la ruptura de Sartre con
Camus. Los años del existencialismo, con Sartre, Beauvoir, Camus,
suponen el inicio de una nueva indagación donde el ser humano y su
relación con el tiempo, con la libertad, con la especial condición
humana que hacía a veces áspera la vida pero también la dotaba de
sentido, como pretendían ellos mismos, como sospechaba Beauvoir. La
tan citada frase de Sartre, "la existencia precede a la esencia",
era una certeza y una brújula para el futuro, y, además, la
expresión de una sociedad en crisis, que había visto la alegría de
la liberación y, después, el regreso de los viejos poderes que
ahogaban a Francia, la recuperación de la vieja burguesía sin
proyectos de futuro pero con enormes ansias de dominación social,
de recuperación del tiempo perdido, de rechazo a los fantasmas
revolucionarios que había entrevisto con los partisanos que
liberaron París. Sin embargo, poco a poco, el conservadurismo que
llenaba de polvo y mentiras a Francia, los hipócritas mandarines de
la iglesia de la iglesia católica, que volvían absurda la
existencia y construían un mundo sin sentido, los nuevos guardianes
del mundo burgués que habían aterrizado en Francia con los soldados
norteamericanos, consiguieron dirigir de nuevo el país, no sin
resistencias, no sin duras luchas de la clase obrera. En esa
sociedad, ¿cómo iba a ser la nueva mujer? Esa pregunta guiaría
muchas de las reflexiones de Beauvoir. Porque las mujeres se habían
incorporado al trabajo ya con la revolución industrial, pero no a
la vida pública, y cuando llegó la gran guerra los
gobiernos proclamaron que el patriotismo que ensangrentaba a Europa
debía llevar también a las mujeres a las fábricas, debía
conducirles a producir material de guerra, a sustituir a los
hombres que morían en el barro de las trincheras. Después, todo
pareció volver a ser como antes, aunque llegaría la
garçonne, y las flappers, y la exigencia de un
nuevo papel para las mujeres. Pero también la vida personal de
Beauvoir y Sartre estaba llena de renuncias, de pequeñas miserias y
de rivalidades mezquinas, a veces de juicios poco edificantes con
las personas con las que se relacionaron sentimentalmente.
Con El segundo sexo (del que sólo en Francia se han vendido más un millón de ejemplares), Simone de Beauvoir expresó que la condición de la mujer estaba sujeta a la mirada de una época lastrada por siglos de condicionamientos culturales, que pesaban más que su propia morfología, que su propio cuerpo. Ese libro, publicado en 1949, abrió nuevas perspectivas para la emancipación femenina, y sigue siendo una obra importante para el movimiento de liberación de la mujer, aunque no por ello la figura de Beauvoir dejaría de ser controvertida para una parte del más reciente movimiento feminista. Casi hasta los años setenta, Beauvoir pensó que los problemas de la mujer quedarían resueltos con su independencia personal, con el socialismo, aunque a partir de esos años se percató de que el socialismo podría no dar una respuesta completa a la subordinación de las mujeres. No quería ser "diferente", puesto que consideraba que la delimitación de los papeles de los dos sexos era una herencia del pasado con la que había que terminar. Beauvoir sólo admitía la igualdad. Y la igualdad, a veces, recorría extraños caminos. Tal vez por eso afirmó: "¿Qué es en el fondo actuar sino mentir? ¿Y qué es actuar bien, sino mentir convenciendo?" Beauvoir transitó por el camino abierto por las obreras de las fábricas que reclamaban su derecho al cielo proletario, por la senda de Rosa Luxemburg, de Clara Zetkin, por la ruta de figuras de la guerra civil española como Dolores Ibárruri y Federica Montseny. En ella, estaban también los ecos de las sufragistas, el magisterio de quienes habían luchado por la igualdad política de las mujeres, que fue llevado después por Beauvoir a las relaciones domésticas, a ese ámbito privado en el que incluso los hombres de izquierda que querían cambiar la vida y la historia, mantenían relaciones de dependencia, casi de sumisión con sus esposas. Beauvoir creyó siempre que no podían romperse las cadenas de la opresión en la sociedad capitalista si no iban de la mano de un cambio histórico en la relación entre los dos sexos.
Su pasión por la escritura, su renuncia a tener hijos, su admiración por la revolución china, su adscripción comunista, aunque fuera permitiéndose en la Francia de la guerra fría todas las heterodoxias que no siempre fue posible mantener, nos la hacen cercana, aunque su figura desprenda una cierta frialdad que parece acompañar a una época difícil, a un tiempo de canallas, como escribiera otra mujer excepcional, Lillian Hellman, también de simpatías comunistas. Cuando Beauvoir publicó sus Memorias de una joven formal (1958), libro al que después seguirían La fuerza de la edad y La fuerza de las cosas, publicadas en los primeros sesenta, había conseguido ya una obra singular, apreciable, con éxitos como Los mandarines, que obtuvo el premio Goncourt en 1954. Fue una buena escritora, imaginativa, eficaz, pulcra, comprometida con su tiempo.
Su comportamiento libre, su afecto por Sartre,
que algunos consideraron dependencia, la especial relación afectiva
entre dos intelectuales que buscaban la libertad personal mientras
vivían el sueño colectivo de cambiar la vida, envolvieron por
completo su existencia. ¿Qué importancia tenían otras relaciones
menores, más allá de la expresión de una voluntad libre, de la
satisfacción pasajera, si ambos habían decidido vivir así? Por eso,
en Beauvoir encontramos ecos de los relatos que Dorothy Parker
publicó en los años de entreguerras, donde la escritora
norteamericana definía a una mujer que ya no tenía nada que ver con las viejas tradiciones bíblicas
que habían llegado desde Europa con los peregrinos del Mayflower,
una mujer que estaba dispuesta a ser protagonista de la sociedad
moderna. Con Simone de Beauvoir y otras como ella, parecía llegar
la edad de las mujeres, el momento en que esa "mitad del cielo" de
la cultura china iba e encarnarse en derechos políticos, civiles,
en igualdad ante la vida. Si la cultura convencional ya había
aceptado que las mujeres podían estar en el mundo sin mirar de
reojo lo que decidieran los hombres, si desde George Sand y,
después, Virginia Wolf se había empezado a
definir una nueva sensibilidad femenina (¡una habitación propia!)
que se abría paso en el imaginario colectivo, en el mundo que
proclamaba que Woman is beautiful, la Francia que aceptaba
por primera vez a una mujer, Marguerite Yourcenar, en la
Academia, en 1980, había ya cambiado mucho, en el momento en que
Beauvoir llegaba al final de su vida.
En ese mismo año murió Sartre, y Beauvoir, que era tres años menor que él, sólo le sobrevivió seis años. Nos dejó la elaboración de una idea de la feminidad que sigue influyendo en millones de mujeres, sabiendo, como escribió, que "la naturaleza del hombre es malvada. Su bondad es cultura adquirida". También, un actitud vital de compromiso con los trabajadores. Por eso, en este 2008 en que cumplimos cien años con Simone se han estrenado algunos documentales, y se seguirán escribiendo biografías, aunque la derecha intelectual y política siga intentando la demolición de su memoria. Sus libros seguirán interesando a muchas mujeres y hombres en un tiempo en que, aunque tantas cosas hayan cambiado, la mirada de Beauvoir sigue representando el inicio de una reflexión lúcida y honesta, premonitoria de muchos de los cambios por venir.
© Lápida, "Tumbas de poetas y pensadores" (Siruela), Cees Nooteboom (comprar)
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