Tres heridas
Tal vez sea cierto: se viene al mundo con tres heridas, la de la
vida, la del amor, la de la muerte. O, quizá, se trate de una única
herida: vivir muriendo de jubilosa pena. Acaso consista el
misterioso arte de amar en un ensayo parcial de la derrota final de
la muerte. ¿Quién se libra de haber sucumbido a la pequeña muerte
provocada por la llama incontestable de la pasión amorosa? Morirse
de amor encierra una metáfora dolorosamente bella: la rendición a
una falta tan presente como la ausencia dibujada en una flecha
atravesando un corazón que se desangra.
Ya antes de la adolescencia comienza la obnubilación por el
flechazo, cuyas huellas van dejando nuestros más pequeños cual
marcas de sueños inalcanzables. Son miles de corazones cruzados por
saetas, ora esculpidos en una piedra desnuda, ora trazados en una
pared abandonada o yaciendo sobre la superficie de una peña bañada
por las sempiternas aguas marinas. Una lista inacabable de armas
arrojadizas tiradas por ballestas de vuelo más rápido que el de los
arcos. Capaces, por tanto, de clavarse con mayor fuerza en el
centro de esa lámina carnal donde se inscriben iniciales, P y A, E
y R, S y M: secretos del alma estampando la inmortalidad soñada.
¿Quién no se detiene en una edad más alta ante un corazón esbozado
con el apremio del ardor por la tierna juventud en cualquier rincón
del espacio visible? Tocar, entonces, con la memoria los propios
pasos perdidos y recuperados una y otra vez en una batalla
interminable. El anhelo del Amor con mayúscula capaz de hacer nadar
a la llama el agua fría. La ilusión, en definitiva, de sobrevivir
en el trasmundo a la otra orilla del río conjurando el
olvido.
Lo escribió con hermosas palabras Francisco de Quevedo: "Del vientre
a la prisión vine en naciendo, // De la prisión iré al sepulcro
amando, // Y siempre en el sepulcro estaré ardiendo." Tres heridas
en una, un corazón inmenso, cósmico, suspendido en la eternidad del
aire.
Comentario de los lectores:
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