Stefan Zweig, en un café vienés
Stefan Zweig, en un café
vienés.
El Café Central, situado en la planta baja del palacio Ferstel, en
la Herrengasse, es uno de los establecimientos más célebres de
Viena. En el interior del café dominan la visión columnas pálidas,
de retama mustia, que rodean al piano; al fondo, se aprecian dos
retratos de los emperadores que llenaron la vida de la ciudad antes
de la gran guerra. Es un recuerdo indulgente de la gloria y la
miseria de la Viena imperial, donde había reinado durante medio
siglo el emperador Franz Joseph, o Francisco José, un hombre
inclinado a las tareas burocráticas, y de quien se afirmaba que el
único libro que había leido en su vida era el que recogía la Lista
de oficiales del ejército. Pero cada época es recordada de forma
diferente por sus protagonistas: en los días amargos del exilio,
cuando Stefan Zweig era un apátrida que
había huido del nazismo, rememoraba la plácida Viena burguesa,
llena de vida en sus calles y en sus teatros, repleta de tertulias
en los cafés donde se discutían con pasión las noticias de los
diarios y las nuevas ideas, aunque la ciudad tenía también otros
escenarios, más sórdidos, llenos de pobreza. A este Café Central
venía Zweig.
Todo el café tiene ese tono amarillento, como si el humo del
tabaco se hubiera enganchado para siempre en sus paredes. Lámparas
de grandes brazos y seis copas de luz rompen la oscuridad de las
tardes tranquilas de invierno. Los sofás son circulares, tapizados
en rojo. Cuando se entra en el establecimiento, a la derecha, se
encuentra en los asientos del rincón número cuatro a Robert Musil, o,
al menos, su fotografía y su memoria. Al fondo, se recuerda a Franz
Werfel, justo al lado de la mesa donde se sentaba Hugo von
Hofmannsthal, el poeta que fascinó a los jóvenes de la generación
de Zweig. En el centro del café, bajo los retratos de los
emperadores (ese Franz Joseph I, que nació en 1830 y reinó hasta su
muerte en 1916, y la singular Sissi, que entretenía sus ocios
escribiendo poemas espiritistas), reinaba Karl Kraus, dominando
todo el espacio y la puerta de entrada, para ver a quienes
llegaban. Los cuadros del Café Central que recuerdan al emperador y
la emperatriz son copias, reducidas, de los originales del Hofburg
que fueron pintados en 1865 por Franz Xaver Winterhalter, un
retratista alemán de moda en el siglo XIX.
Desde la entrada, hacia la izquierda, se ven los lugares donde se
sentaban Adolf Loos, Leo Perutz, y un escritor olvidado,
oportunista y miserable, llamado Franz Carl Heimito Ritter von
Doderer, que llegó a ingresar en el partido nazi para promocionar
su obra entre los alemanes. Sin embargo, no se indica donde se
sentaba Stefan Zweig: tal vez los
propietarios no consideren relevante su nombre, ni su obra. Tampoco
aparece ninguna referencia a Trotski, que también frecuentó el
establecimiento, y que, según Claudio Magris, se pasaba todo el día en
el café. Los cafés vieneses, con su servicio gratuito de prensa
diaria, austriaca y de otros países europeos, eran para Zweig una
institución única en el mundo: ¡proporcionaban a los clientes hasta
revistas literarias y artísticas! Allí charlaba Zweig con sus
amigos, discutía con Rilke, con Hofmannsthal, con
Wassermann. Otros, como Robert Musil, Franz Werfel, Milena
Jesenská, Hermann Broch y Joseph Roth, frecuentaban también el
Herrenhof, y aún Freud, Klimt, Kokoschka, Otto Wagner, pasaban
largas horas en el Café Museum.
Puesto que no encontré a nuestro escritor en el Café Central, fui
después hasta el número 14 de Schotteuring, para ver una placa. En
ella, se indica que en ese edificio vino al mundo Stefan
Zweig, el 28 de noviembre de 1881. El edificio es
anodino, de color ocre claro, con cuatro plantas. En sus años de
estudiante, Zweig vivió también en el número 4 de Frankeuberggasse.
Era hijo de un rico empresario textil, judío, poseedor de una
rigurosa ética burguesa, hasta el punto de que guardaba las
distancias ante la alta aristocracia imperial, sabiéndose inferior
en rango social, por mucho que coincidiesen en los mismos cafés.
Pese a ser miembro de una familia judía, originaria de Moravia,
Zweig no fue educado en la religión hebrea y, de hecho, no se
preocupó de su condición hasta que la llegada de los nazis al poder
marcó a fuego a los judíos.
Entre 1892 y 1900, Zweig estudió durante ocho años en el
Wasa-Gymnasium, un liceo situado en el número 10 de Wasagasse, muy
cerca de la Universidad y del Rathaus-Park, y donde, años después,
colocaron una placa para recordar a su pupilo, pese a que el
escritor lo calificó de "odiado instituto". Todavía era un niño
cuando el movimientro obrero vienés empezó a dar muestras de
fortaleza: los socialistas, que horrorizaban a los buenos
burgueses, eran señalados y denunciados como si fueran una partida
de malhechores y terroristas sedientos de sangre, "como antes los
jacobinos y después los bolcheviques", según escribió Zweig al
final de su vida. Viena empezaba a ser una de las capitales del
movimiento obrero europeo, frecuentada antes de la gran guerra por
revolucionarios y exiliados de todos los países. Junto a la
libertad que se respiraba en los cafés vieneses convivía el miedo
burgués y una moralidad timorata que llamaba a los burdeles "casas
de tolerancia", y creía pornográficas las novelas de Zola mientras
prohibía tajantemente que las mujeres pronunciasen la palabra
pantalones. Zweig recordaba, como ejemplo de esa actitud burguesa,
el escándalo organizado por una tía suya que, en la noche de su
boda, huyó a casa de sus padres horrorizada porque su marido había
pretendido desnudarla, jurando que no quería volver a ver nunca más
a semejante monstruo.
Zweig se doctoró en
filosofía en la universidad de Viena. Después, viajó por Europa, y
más tarde, entre 1909 y 1912, por la India (donde le causaron una
gran impresión la miseria y la división de castas), Ceylán, las
colonias francesas de Indochina, África; visitó Estados Unidos y
Canadá: en Nueva York, para combatir el aburrimiento que le produjo
la ciudad, Zweig jugó consigo mismo como si fuera un inmigrante
desesperado en busca de trabajo. Incluso llegó hasta el canal de
Panamá. Ya había publicado ensayos, poesía, algunas novelas y
colaboraba en los periódicos.
Durante los años de la I Guerra Mundial, Zweig se vio obligado a
exiliarse en Suiza, desde donde intervino con sus artículos en la
vida cultural y política austríaca. La gran guerra trastornó su
vida y la de todo el continente con el inflamado nacionalismo que
se extendió por Europa, y, después, con la gran inflación en
Alemania y Austria que llevaron años de miseria y estrecheces,
incluso de hambre, para millones de personas. Hasta el burgués
Zweig vio el fantasma del hambre. Los tres primeros años de la
posguerra los pasó "enterrado en Salzburgo", aunque pudo hacer
algún viaje a Italia. En esa ciudad se casó con Friderike
Maria Burger von Winternitz. En 1938 se divorció de ella
y, poco después, se casó con Charlotte Elisabeth
Altmann. Vivió en Salzburgo hasta la llegada de Hitler al
poder en Alemania. Era ya un autor célebre, y de sus libros se
vendían centenares de miles de ejemplares, como ocurrió con
Momentos estelares de la humanidad.
Fui también a ver el número 17 de la Rathausstrasse, la casa donde
vivió Zweig. Es un severo edificio burgués con cuatro columnas en
la fachada y dos figuras sobre la entrada. Ocupa toda la manzana,
aunque hay otra entrada en la misma calle. En las esquinas, dos
atlantes soportan el peso de las galerías acristaladas, las
tribunas desde donde hoy observan la vida inexistente de ese gris
barrio de Viena. El interior, de blanco inmaculado, alberga en
nuestros días un hotel, y en el hueco de la escalera puede verse el
ascensor negro, con rejillas. Apenas unos cuadros abstractos, con
frases del escritor, recuerdan a Stefan
Zweig. Más tarde, entré en el café Schwarzenberg, uno
de los más clásicos de Viena, para observar la entrada del hotel
Imperial, donde se alojó Hitler, el causante de la desgracia de
Zweig. Hoy, el archivo Zweig se encuentra en el Bezirksmuseum
Josefstadt, en el número 18 de la Schmidgasse, aunque en el palacio
Lobkowitz, muy cerca del Hofburg, se encuentran los manuscritos de
poetas y escritores que Zweig coleccionó durante toda su vida y que
donó cuando abandonó Austria para siempre.
En esa ciudad donde murieron Beethoven y Kafka (en el
sanatorio de Kierling, donde todavía guardan algunos recuerdos del
escritor), en que podía verse a Mahler dando un paseo; donde
Wittgenstein empezó a pensar en los límites del mundo y Lukács se
exilió después de haber sido ministro del gobierno comunista de
Béla Kun; donde Hermann Broch fue encarcelado por su militancia
contra el nazismo, Zweig encontró el gusto por
la cultura que un intelectual burgués como él no podía dejar de
apreciar. Los cafés bulliciosos, llenos de escritores y artistas;
las lujosas casas del Ring, donde habían recalado Beethoven, Haydn
y Mozart; la alegría de los teatros, el brillo de las mansiones
burguesas y los palacios de la vieja nobleza, y, más lejos, fuera
ya del círculo dorado del Ring y de la Viena medieval, las
barriadas proletarias donde creció el movimiento obrero, todo iba a
cambiar; la vida alegre de una ciudad a la que habían empezado a
amordazar con la dictadura de Dollfuss, quedaría convertida
definitivamente en un recuerdo cuando las tropas nazis entraron en
Viena, pese a que la burguesía creyó que los buenos tiempos iban a
seguir marcando su vida. Pero Viena ya era otra ciudad: buena parte
de su población aclamó a la Wehrmacht, y, cuando se celebró el
referéndum para sancionar la anexión a la Alemania nazi, apenas dos
mil vieneses votaron en contra.
Su pasión por conocer el mundo llevó a Zweig a viajar por cuatro
continentes; incluso visitó en 1928 la Unión Soviética, tan odiada
por la burguesía, invitado a participar en la celebración del
nacimiento de Tolstói. Allí, entre los sóviets, se apoderó de Zweig
la admiración por la fiebre revolucionaria que estaba cambiado el
país, el asombro por la mezcla de la vieja Rusia de los campesinos
y la nueva potencia proletaria que quería llevar la modernidad a
las ciudades, al campo, a la condición humana. Hizo amistad con Gorki, pudo ver
los palacios de Leningrado, el Ermitage atestado de campesinos,
obreros y soldados, que admiraban la riqueza artística que habían
atesorado los zares y que ahora sabían suya, y que pisaban con sus
viejas botas los antaño exclusivos salones de la nobleza zarista.
Zweig estaba lejos de simpatizar con los comunistas, pero no pudo
por menos que emocionarse con la fraternidad que mostraba el pueblo
ruso, embarcado en una revolución de la que se mostraba orgulloso.
Pese a una denuncia anónima que alguien le hizo llegar, y que le
llevó a preguntarse sobre el excesivo control bolchevique y a dudar
sobre la realidad que intentaba interpretar, Zweig no dudó en
afirmar que fue en la Unión Soviética "donde sentí y experimenté,
como en ningún otro momento de mi vida, la fuerza de la corriente
de nuestra época."
En los años treinta su vida cambió. No hace mucho se hicieron
públicas las cartas que Zweig envió a Alfredo Cahn,
un judío suizo que se había establecido en Argentina y que se
convirtió en su agente literario. Se relacionaron durante los
últimos diecisiete años de la vida del escritor: su última carta se
la escribió a Cahn el día anterior a su suicidio. En ellas puede
verse la evolución de Zweig, su sufrimiento, su desconfianza ante
el futuro que se cernía sobre Europa. Porque Zweig fue consciente
desde el primer momento de lo que el fascismo representaba. A
partir de 1933, empezó a manifestar su rechazo al nazismo, aunque
prefirió recluirse en su trabajo; desconfiaba de las intenciones de
Hitler y del nazismo, cuando aún los nazis no habían proclamado
todos sus objetivos, aunque su inquietud fue motivo de sarcásticos
comentarios de otros intelectuales vieneses, como si Zweig fuera un
alarmista que se preocupaba por asuntos que no tenían relevancia.
Sin embargo, pese a su preocupación, el escritor creía que no había
que pronunciarse públicamente, ni escribir al respecto: estimaba
que llegaría el momento oportuno para hacerlo. Trabajaba entonces
en su libro sobre Erasmo, a quien consideraba un
símbolo humanista de todo lo que el nazismo quería destruir. Con
esa obra, quiso hablar de la persecución de la justicia, de las
costumbres civilizadas, de la razón y el pensamiento, que, pese a
su destrucción, creyó que seguirían siendo una guía para el
espíritu humano.
Ya en marzo de 1933 escribió a su corresponsal Alfredo Cahn que
"ahora incluso debo evitar viajar a Alemania, porque la libertad de
uno no está totalmente asegurada. Qué más necesito decirle cuando
hoy a Bruno Walter ya no se le permite dar un concierto en
Alemania, y se ha hecho un registro en casa de Albert Einstein para
averiguar si ocultaba un arsenal. Ahora es preciso estar presente,
y por eso he tenido que anular telegráficamente las conferencias
que debía dar en Suecia y Noruega en marzo y abril." En ese mismo
1933, Zweig envió una misiva a Thomas Mann (quien, en la gran guerra,
había defendido la postura alemana), definiendo la sombra siniestra
que se estaba apoderando de Alemania y amenazaba a Austria: "La
mentira extiende descaradamente sus alas y la verdad ha sido
proscripta; las cloacas están abiertas y los hombres respiran su
pestilencia como un perfume". Pero las malas épocas a veces
confunden a muchos: Zweig se dio cuenta de que
la fuerza que adquirían Hitler y los nazis era una catástrofe, pero
no pudo dejar de constatar que "los socialdemócratas no vieron su
llegada al poder con tan malos ojos como habría sido de esperar,
porque confiaban en que eliminaría a sus enemigos mortales, los
comunistas, que tan enojosamente les pisaban los talones."
En octubre de 1933, Zweig abandonó su casa de
Salzburgo, preocupado por la evolución política. Austria no era
Alemania, pero Berlín ya extendía sus garras hacia el pequeño país.
Cuando volvió, al año siguiente, su casa fue registrada por la
policía -que ya temía las consecuencias que tendrían para ella las
exigencias y amenazas de los nazis austriacos y actuaba de forma
parecida; una policía que en esos años ya obedecía, primero a
Dollfuss, que fue asesinado por agentes nazis, y, después, al nuevo
dictador fascista Schuschnigg, aunque la oposición de éste al
Anschluss le costase ser encarcelado por Hitler cuando Austria fue
ocupada por el Reich alemán- y Zweig se alarmó tanto por la deriva
política que sufría su país que, dos días después del registro,
abandonó Salzburgo para instalarse de forma permanente en Londres,
aunque volvió a su país en viajes ocasionales, para visitar a su
madre en Viena, por ejemplo.
Toda su vida, al menos como la había entendido hasta entonces,
estaba a punto de terminar. Ya no regresó a su casa de Salzburgo,
por donde habían recalado muchos de los más relevantes
intelectuales de la Europa de entreguerras: desde Thomas Mann hasta
Hofmannstahl, pasando por Ravel, Romain Rolland, H. G. Wells,
Richard Strauss (que, para horror de Zweig,
colaboraría después con los nazis hasta el punto de aceptar ser
presidente de la Cámara de Música del Reich), Toscanini, Jakob
Wassermann, Béla Bartók, James Joyce,
Alban Berg, Paul Valéry, Franz Werfel, y desde donde mantuvo
amistad con muchos otros, como André Gide y Roger Martin du Gard.
Dejó atrás Salzburgo y Viena, de donde, como dejó anotado en sus
memorias, tuvo "que huir como un criminal". Sus obras fueron
prohibidas en Alemania y en Austria y se convirtió en un autor
proscrito. En febrero de 1934, Dollfuss reprimió la huelga general
y la revuelta obrera que había estallado en Viena: las calles que
rodean las viviendas obreras de Karl-Marx-Hof se llenaron de
sangre. Ese mismo año, Zweig se instaló en Londres, donde vivió
hasta 1940, y, después, en París, Nueva York e incluso en América
del sur, para finalmente establecerse en Petrópolis, cerca de Río
de Janeiro.
Zweig desdeñaba la
política, aunque fue ella la que marcó su destino, circunstancia
que compartió con muchos otros intelectuales burgueses, para
quienes no había otro camino que separar la literatura de la vida,
de la política, del acontecer histórico, como si eso fuera posible.
La firme crítica de Zweig contra los nacionalismos está presente en
toda su obra, y, en esos años amargos, constata la persecución
política que el nazismo emprende contra la izquierda, contra los
hebreos, aunque ello no le llevará a identificarse con los círculos
sionistas y nacionalistas judíos.
Zweig se hizo célebre con
sus biografías, de María Antonieta, María Estuardo, Fouché, y
otras. Conferenciante, ensayista, dramaturgo, trabajó con Richard
Strauss, y pese a su notoriedad, no aceptó nunca galardones ni
distinciones oficiales: estaba escindido entre su condición de
escritor famoso y su gusto por la discreción, casi el anonimato.
Pese a ello, mantuvo una estrecha amistad con otras celebridades de
su época, como Romain Rolland, Sigmund Freud y Émile Verhaeren.
Zweig consideró siempre a Rolland (el escritor que había conmovido
las conciencias en 1914 con su "Au-dessus de la mêlée", y a quien
Lenin había pedido, sin éxito, que le acompañase en el tren
precintado que iba a llevarlo a la Rusia prerevolucionaria) como un
ejemplo de compromiso ético, como la voz que clamó contra la guerra
y contra los nacionalismos que ensangrentaron Europa.
Zweig era un escritor
burgués, aunque en nuestros días no se utilice esa definición, tan
precisa; un hombre que vivió en una ciudad que, por un momento,
pareció un espejismo en medio de los conflictos europeos. Viena era
una capital imperial, católica, majestuosa y lasciva, amante del
orden y de la precisión de los funcionarios imperiales, tan
puntillosos que hasta organizaban la prostitución de niñas para que
los hijos de la burguesía se iniciasen en la sexualidad. Los
vieneses, enamorados del teatro, aclamaban a sus autores,
frecuentaban los salones de música y la ópera, en ese mundo de ayer
que terminó con el estallido de la gran guerra y que, aunque
pareció recuperarse tras la desaparición del Imperio austrohúngaro,
enseguida cayó en las garras del austrofascismo de Dollfuss y de
Schuschnigg, para finalmente aclamar a Hitler. La Viena imperial
fue el escenario de la juventud de Zwig: cuando se consumó el
atentado de Sarajevo, Zweig tenía poco más de treinta años, y en el
cuarto de siglo que le restaba por vivir vería la destrucción del
imperio, la marcha Radetzky sonando en la Rembrandtstrasse, la
creación de un pequeño país austríaco alrededor de una Viena que
había perdido ya la batalla para siempre frente a Berlín, y el
nacimiento de la pesadilla nazi.
Huyó de Austria, marchándose a Londres; después, a Estados Unidos
y, finalmente, a Brasil. La propaganda que embotaba las conciencias
-que pretendía hacer creer que Hitler apenas quería reunir bajo la
bandera del Reich a los alemanes de algunos países fronterizos y
que, cuando sus deseos fueran satisfechos, en muestra de gratitud,
se dedicaría a exterminar a los comunistas- influyó en muchos
gobiernos y en una parte significativa de la burguesía británica,
francesa y de otros países europeos. Las malas noticias perseguían
al escritor. Cuando llegó a Pernambuco, leyó en los diarios los
cables que daban cuenta de los bombardeos fascistas sobre
Barcelona, durante la guerra civil española. Zweig vio el "peligro que
amenazaba desde China hasta más allá del Ebro y del Manzanares" y
estaba alarmado por Austria, porque pensaba que de su destino
dependía el futuro de Europa. De hecho, la última vez que visitó
Viena, la ciudad donde había nacido, se despidió para siempre, en
silencio, de sus calles, de sus cafés, de sus recuerdos perdidos en
ella, seguro de que no volvería nunca más. Sabía que el odio se
había apoderado de la vida de sus compatriotas, forzados a padecer
a los nazis, a soportar la crueldad de los esbirros de las SA, y,
no mucho después, le llegó la capitulación de Francia y Gran
Bretaña ante Hitler, en Munich; la ignominia, como la calificó
Zweig, de la entrega de Checoslovaquia a los nazis. Todavía,
mientras estaba en Bath, no lejos de Londres, oyó, en 1939, la
noticia de que Hitler había invadido Polonia. Creyó que era el
final. Y, para él, casi lo era.
Quedaban lejos los días en que frecuentaba los cafés vieneses,
esos "clubs democráticos" como él mismo los denominaba en los años
en que podía leer en ellos los periódicos de media Europa por el
precio de una taza de café. En 1940, Zweig había visto triunfar
al nazismo y llegar "la peor de todas las pestes: el nacionalismo,
que envenena la flor de nuestra cultura europea". Su mundo ya no
existía; aquel territorio en que Franz Werfel había cantado por la
fraternidad humana y contra los "charlatanes de la guerra", y donde
Berta von Suttner había extendido el ideal irenista, se estaba
convirtiendo en un desolado páramo donde la paz y la libertad
estaban siendo sacrificadas. En sus últimos años Zweig sufría con
su condición de exiliado, aunque no por ello cayó en la nostalgia
del nacionalismo: "es precisamente el apátrida el que se convierte
en un hombre libre", escribió poco antes de morir, lejanos ya los
días en que discutía con sus amigos en un café vienés. En 1942, se
suicidó junto con su mujer, inyectándose veronal, cuando parecía
que Hitler iba a apoderarse del mundo: la Wehrmacht había llegado
hasta las puertas de Moscú. Nada había afectado tanto a Zweig como
ver a las tropas nazis desfilando por París, vencedoras del mundo.
Había visto "la más terrible derrota de la razón", y no tuvo
fuerzas para seguir adelante, sin sospechar que, apenas unos meses
después, la victoria de Stalingrado iniciaría el camino para
derrotar al nazismo, para recuperar la razón y la libertad.
+ Stefan
Zweig
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